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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¿Y qué? —repuso el interpelado, casi a punto de reír.

—Un huésped —continuó Ferdychenko mirándole como antes.

—¿Y desea usted conocerme?

—¡Pst! Sí —dijo el recién llegado, suspirando y pasándose la mano por el cabello, con lo que lo desordenó. Y tras examinar un rato el rincón opuesto del dormitorio, dirigió otra vez la vista al príncipe y añadió: —¿Tiene usted dinero?

—Algo...

—¿Cuánto?

—Veinticinco rublos.

—Enséñemelos.

El príncipe sacó del bolsillo de su chaleco el billete de veinticinco rublos y lo exhibió a Ferdychenko. Éste lo tomó, desplególo, lo contempló por ambos lados y luego lo miró al trasluz.

Es extraño —dijo con aire pensativo—. Siempre me he preguntado por qué estos billetes se oscurecerán tanto. Hay billetes de veinticinco rublos que se oscurecen, mientras otros pierden el color. Tome.

Michkin recuperó su billete y Ferdychenko se levantó.

—He venido, en primer lugar, para advertirle que no me preste dinero, ya que yo no dejaré de pedírselo.

—Muy bien.

—¿Piensa usted pagar su hospedaje?

—Sí.

—Yo no. Gracias. Mi puerta es la primera a la derecha. ¿La ha visto? Procure no ir a mi habitación con mucha frecuencia. Ya procuraré yo, en cambio, venir a la suya; no se preocupe... ¿Ha visto usted ya al general?

—No.

—¿Ni le ha oído?

—Tampoco.

—Ya le verá y oirá. ¡Con decirle que hasta a mí me pide dinero prestado! Avis au lecteur... Adiós. Y diga: ¿cree usted que es posible andar por el mundo llamándose Ferdychenko?

—¿Por qué no?

—Adiós.

Y se dirigió a la puerta. Michkin supo más tarde que aquel hombre consideraba un deber el asombrar a todos con su originalidad y gracia, si bien infortunadamente, no lo conseguía nunca. En ciertas personas producía incluso una impresión desagradable, lo que le disgustaba mucho, pero sin renunciar por eso a perseverar en su extraña tarea.

La casualidad procuró una pequeña satisfacción a Ferdychenko al ir a salir. En la puerta tropezó con otro hombre a quien Michkin no conocía. Ferdychenko se hizo a un lado para dejar paso al que llegaba y, mientras éste se introducía en la habitación, él guiñó los ojos a espaldas suyas repetidamente, como guisa de aviso al príncipe, tras lo cual se retiró, satisfecho.

El nuevo caballero era un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta y cinco años o acaso más. Tenía los ojos grandes y algo a flor de piel, bigote y espesas patillas grises encuadrando un rostro grueso y rojizo. A no ser por un aire apoltronado, de fatiga y de descuido, que se notaba en su aspecto, aquel hombre hubiera tenido una figura impresionante. Vestía una vieja levita con los codos rotos y su ropa interior distaba mucho de estar limpia. Al acercarse, trascendía de él cierto olor a vodka. En sus maneras, de una distinción un poco afectada, traicionábase el ingenuo deseo de imponer a sus interlocutores por su aire de dignidad.

El visitante avanzó lentamente hacia Michkin con la sonrisa en los labios, tomóle la mano en silencio y la estrechó entre la suya, mientras examinaba el rostro del príncipe con atención, como esforzándose en encontrar en él rasgos conocidos.

—¡Es él, es él! —dijo, al fin, en tono solemne, sin alzar la voz—. ¡Me parece verle vivo otra vez! He oído pronunciar hace unos momentos un nombre conocido y amado y él me ha traído a la memoria un ayer desvanecido para siempre... ¿Es usted el príncipe Michkin?

—Lo soy.

—Yo soy el general Ivolguin, retirado y muy desgraciado. ¿Puedo preguntarle su nombre y el de su padre?

—Me llamo León Nicolaievich.

—¡Eso es, eso es! ¡El hijo de mi amigo, de mi camarada de infancia! ¡El hijo de Nicolás Petrovich!

—Mi padre se llamaba Nicolás Lvovich.

—Lvovich, sí —rectificó el general, sin apresurarse y con una seguridad absoluta, como un hombre cuya memoria no le falla y que sólo ha cometido una secundaria equivocación verbal.

Sentóse y cogiendo a Michkin por la muñeca le forzó a sentarse a su lado y le dijo:

—Yo le he llevado a usted en mis brazos.

—¿Es posible? —preguntó Michkin—. Porque hace veinte años que mi padre murió.

—Sí, veinte años y tres meses. Hicimos juntos nuestros estudios. Inmediatamente de concluir mi educación entré en el servicio militar.

—Mi padre sirvió también en el ejército. Era subteniente en el regimiento Vasilkovsky.

—No: Bielomirsky. Pasó a este regimiento casi en vísperas de su muerte. Yo estaba allí y le rendí los últimos deberes. Su madre...

El general se detuvo como para dejar calmar la emoción que un triste recuerdo despertaba en él.

—Sí: murió seis meses después, de un enfriamiento —dijo Michkin.

—No, de enfriamiento, no. Crea en la palabra de un viejo. Yo estaba allí y yo la enterré también... No la mató un enfriamiento, sino el disgusto de perder a su esposo. ¡Sí; me acuerdo mucho de la princesa! ¡Ay, juventud! Imagine que su padre y yo, antiguos amigos de infancia, estuvimos a punto de matarnos por la que había de ser la madre de usted...

Michkin principiaba a escuchar con cierto escepticismo.

—Yo estuve locamente enamorado de su madre antes de casarse, cuando era la prometida de mi amigo. Éste lo notó y se enfureció contra mí. Llegó a casa un día, antes de la siete de la mañana, y me despertó. ¡Figúrese! Ambos callábamos. Yo me visto, preguntándome qué significaría aquello. El príncipe saca dos pistolas del bolsillo. Lo comprendo todo. Resolvemos batirnos a pistola, sólo separados por un pañuelo y sin testigos. ¿Para qué testigos cuando cinco minutos después nos habremos enviado mutuamente a la eternidad? Cargamos las armas, extendemos el pañuelo y cada uno de nosotros, mirándonos a la cara, apoyamos la pistola en el pecho del adversario. De pronto, gruesas lágrimas brotan de nuestros ojos... Nuestras manos tiemblan... ¡Y ello nos sucedía a los dos a la vez, a los dos a la vez! Entonces, naturalmente, nos lanzamos el uno en brazos del otro y se entabla un torneo de generosidad. «¡Ella será para ti!», grita el príncipe. «¡No; para ti!», exclamo por mi parte. En una palabra, en una palabra... En fin, ¿va usted a hospedarse con nosotros?

—Sí, por algún tiempo acaso —repuso el príncipe, con voz un tanto vacilante.

Kolia se asomó a la puerta:

—Mamá le llama, príncipe.

Michkin se incorporó para salir, pero el general le puso una mano en el hombro y le Obligó a sentarse con dulce violencia.

—En concepto de sincero amigo de su padre —prosiguió el viejo—, deseo hacerle ciertas advertencias. Usted mismo puede ver que yo he sufrido mucho a consecuencia de una trágica catástrofe. ¡Y sin formación de causa! ¡Sin formación de causa! Nina Alejandrovna es una mujer rara. Bárbara Ardalionovna, mi hija, es otra mujer rara. Las circunstancias nos obligan a tomar huéspedes... ¡Es una caída terrible! ¡Cuando yo estaba a punto de ser nombrado gobernador general! Cierto que a un pupilo como usted nos alegramos de recibirle... Pero, ¡oh!, hay una tragedia en mi casa...

El príncipe miró a su interlocutor con acentuada curiosidad.

—Aquí se prepara un casamiento y es un casamiento muy extraño el enlace de una mujer equívoca con un joven que tendría derecho a ser gentilhombre del zar. ¡Y esa mujer va a ser introducida en la casa en que habitan mi hija y mi esposa! Pero mientras me quede un soplo de vida, no entrará. Me tenderé a través de la puerta y habrá de pasar sobre mi cuerpo. Y ya no hablo apenas a Gania y procuro eludir su presencia. Quería advertírselo, príncipe. Usted mismo lo verá, puesto que se queda a vivir con nosotros. Pero usted es hijo de un buen amigo y tengo derecho a esperar...

—Le ruego, príncipe, que pase un momento conmigo al salón —dijo Nina Alejandrovna, apareciendo en la puerta del cuarto.

—¿Sabes, querida —exclamó el general—, que, según resulta, yo he llevado al príncipe en mis brazos, de niño?

La dama contempló severamente a su marido y luego fijó en Michkin, una mirada escrutadora. Pero no dijo nada. Michkin la siguió. Ambos se dirigieron a la sala y, una vez sentados, Nina Alejandrovna se apresuró a entablar con su huésped una conversación a media voz. Mas apenas había comenzado a hablar, el general entró bruscamente en la estancia. Nina Alejandrovna guardó silencio y, con visible desagrado, se inclinó sobre su labor. Quizá el general notara el descontento de su mujer, pero no le afectó en lo más mínimo.

—¡Qué encuentro tan inesperado! —comentó dirigiéndose a Nina Alejandrovna—. ¡El hijo de mi mejor amigo! Hacía mucho tiempo que yo había dejado de creer posible verle jamás. ¿Es posible, querida, que no te acuerdes del difunto Nicolás Lvovich? ¡Si le viste en... en Tver!

—No recuerdo a Nicolás Lvovich —dijo ella—. ¿Era su padre? —preguntó a Michkin.

—Sí; pero creo que no murió, en Tver, sino en Elisabethgrad —observó tímidamente el príncipe—. Así me lo dijo Pavlichev...

—¡En Tver! —afirmó el general– Había sido trasladado allí poco antes de su muerte, cuando su enfermedad acababa de comenzar. Usted no puede acordarse del viaje: ¡era tan pequeño! Pavlichev se engañó sin duda, aunque era muy inteligente.

—¿También conocía usted a Pavlichev?

—Sí; y por cierto que le tenía por un hombre raro, pero muy buena persona. Yo estaba presente cuando murió y le bendije en el lecho mortuorio.

—Mi padre falleció hallándose sumariado —dijo el príncipe—, aunque nunca he sabido de qué le acusaban. Murió en el hospital.

—Fue por lo del soldado Kolpakov. Desde luego su padre habría sido absuelto.

—¡Ah! ¿Conoce usted el caso? —preguntó el príncipe, cuyo interés se había despertado vivamente ante las últimas palabras del general.

—¡Ya lo creo! —exclamó Ivolguin—. El consejo de guerra se disolvió sin haber decidido nada. Fue un asunto muy extraño, puede decirse incluso que misterioso. El segundo capitán Larionov, jefe de la compañía, había fallecido y el príncipe Michkin hubo de substituirle transitoriamente. Bien. El soldado Kolpakov robó las botas de un camarada, las vendió y se bebió el importe. Bien. El príncipe —en presencia, téngalo en cuenta, de un sargento mayor y de un cabo– reprendió duramente a Kolpakov y le amenazó con hacerle azotar. Muy bien. Kolpakov se va al cuartel, se acuesta en su cama de campaña y al cabo de un cuarto de hora muere. Perfectamente. El caso parece raro, casi inverosímil. Pero es igual: se entierra a Kolpakov, se le borra de la lista y el príncipe expide el oficio correspondiente. Inmejorable, ¿verdad? Pues, a los seis meses justos, al hacerse una inspección de la brigada, el soldado Kolpakov aparece tan vivo como antes en la tercera compañía del segundo batallón del regimiento de infantería Novosemliansky, perteneciente a la misma división y brigada.

—¿Es posible? —exclamó Michkin en el colmo del asombro.

—Es un error —se apresuró a decir Nina Alejandrovna mirándole con cierta ansiedad—. Mon mari se trompe —añadió en francés.

—Se trompe, querida, es muy sencillo de decir; pero quisiera ver cómo resolverías tú un caso semejante. Todos andaban medio locos. Yo sería también el primero en decir «se trompe» de no haber figurado como testigo y formado parte de la comisión investigadora. Todo demostró que el soldado Kolpakov era el mismo que seis meses antes había sido enterrado según la ordenanza, al son del tambor. Cierto que el hecho parece raro, casi inverosímil. Lo reconozco, pero...

—Papá: tienes servida la comida —anunció, compareciendo, Bárbara Ardalionovna.

—¡Ah, bueno! Verdaderamente ya tenía apetito... Pues sí, el caso es incluso psicológico, bien puede decirse...

—Se te va a enfriar la sopa —dijo Varia con impaciencia.

—En seguida voy, en seguida... —murmuró el general, saliendo de la sala—. Y por mucho que se multiplicaran las investigaciones... —continuó, ya en el pasillo.

—Si usted se queda a vivir con nosotros —dijo Nina Alejandrovna a Michkin– habrá de perdonar muchas cosas a mi marido. Pero no le molestará demasiado. Siempre come solo. Usted sabe que todos tenemos nuestros defectos y nuestras... particularidades, y muchas veces aquellos a quienes se les critican tienen menos que otros... Debo hacerle un ruego, y es que si mi marido le pide el precio de la pensión le conteste usted que ya me lo ha abonado. Por supuesto, lo mismo da que lo entregue a uno o a otro; pero se lo agradeceré así para el buen orden de las cosas... ¿Qué hay, Varia?

Varia había entrado en la estancia y presentaba en silencio a su madre el retrato de Nastasia Filipovna. Nina Alejandrovna se estremeció y mirólo por unos instantes, primero como con temor, luego con una especie de rencorosa amargura. Al fin dirigió la mirada a Varia, como pidiéndole explicaciones.

—Se lo ha regalado hoy —dijo la joven– y esta noche acordarán ya una decisión.

—¡Esta noche! —repitió a media voz Nina Alejandrovna con desesperado acento—. ¡Esta noche! Veo que ahora no queda duda ni tampoco esperanza. El regalo de ese retrato es un detalle bastante elocuente. ¿Te lo ha enseñado él mismo? —preguntó, con extrañeza.

—Ya sabes que hace meses que no nos hablamos apenas. Me he enterado de todo por Ptitzin. El retrato se había caído de la mesa y yo lo he recogido en el suelo.

—Príncipe —dijo de súbito Nina Alejandrovna quería hacerle una pregunta. Por eso le rogué que viniese. Dígame: ¿hace mucho que conoce usted a mi hijo? Porque me parece que Gania indicó que había llegado usted hoy mismo del extranjero.

Michkin dio sobre su personalidad varias sucintas explicaciones de las que ambas mujeres no perdieron una sola palabra.

—Le ruego que me crea si le digo que al interrogarle no pretendo inmiscuirme en los asuntos de mi hijo —prosiguió Nina Alejandrovna—. Si hay cosas que él mismo no puede confesar, no seré yo quien trate de averiguarlas por otros. Pero, ¿sabe?, cuando usted ha marchado a su cuarto, Gania, después de lo que nos había dicho sobre su persona, ha agregado: «No gastéis cumplidos con el príncipe: está enterado de todo.» ¿Qué significa esto? Me gustaría saber hasta qué punto...

En aquel momento entraron Gana y Ptitzin. Nina Alejandrovna se interrumpió inmediatamente. Michkin permaneció sentado junto a ella, pero Varia se apartó. El retrato de Nastasia Filipovna permanecía, en plena evidencia, sobre la mesita de costura de Nina Alejandrovna, precisamente bajo sus ojos. Gania, mirándolo, frunció el entrecejo, cogió la cartulina y la arrojó, con ira, a su mesa de escritorio, que se hallaba al otro extremo de la habitación.

—¿Es hoy, Gania? —preguntó bruscamente Nina Alejandrovna.

Él se estremeció.

—¿Hoy, qué?

Y de repente se volvió, airado, a Michkin.

—¡Comprendo! ¡Claro, está usted aquí! ¡Veo que eso debe ser una enfermedad en usted! ¿Es que no sabe reprimir la lengua? Permítame decirle, excelencia...

Ptitzin le interrumpió:

—La falta es mía, Gania, sólo mía.

Gabriel Ardalionovich le miró, sorprendido.

—Así es mejor, Gania; especialmente cuando la cosa está ya resuelta por un lado —dijo Ptitzin entre clientes.

Y fue a sentarse ante una mesa apartada. Sacó del bolsillo un papel cubierto de números y comenzó a examinarlos atentamente. Gania, sombrío, esperando, al parecer, con inquietud una escena familiar, ni siquiera pensó en excusarse ante el príncipe.

—Puesto que todo está arreglado, Iván Petrovich ha hecho bien en hablar —dijo Nina Alejandrovna—. Te ruego, Gania, que no arrugues el entrecejo ni te enfades. Prescindiré de toda pregunta sobre lo que no me quieras contestar. Te aseguro que me resigno a todo. Tranquilízate, haz el favor.

Pronunció sus palabras sin interrumpir su labor y con acento sereno. Gania, extrañado, calló, por prudencia y, con los ojos fijos en su madre, esperó que ésta se explicase más claramente. Odiaba las disputas domésticas.

Nina Alejandrovna, notando la circunspección de su hijo, añadió con amarga sonrisa:

—Veo que no te calmas ni me crees. Pero desecha tu preocupación; no te incomodaré con lágrimas ni súplicas como otras veces. Mi único deseo es que seas feliz, como sabes bien. Me someto al destino... Mi corazón estará siempre contigo, ora quedemos juntos, ora nos separemos. Naturalmente, yo respondo de mí. De tu hermana no puedo decir lo mismo.

—¡Otra vez ella! —exclamó Gania, mirando a su hermana con rencor y desdén—. Ya te he prometido, mamá, y vuelvo a repetírtelo, que nadie, sea quien fuere, te faltará al respeto mientras yo viva. Sea quien fuere la persona que franquee nuestra puerta, exigiré de ella el mayor respeto hacia ti...

Y Gania pareció serenarse tanto, que incluso miró a su madre con expresión reconciliadora, casi tierna.

—No te disgustes por mí, Gania. Ya sabes que no es por mí por quien llevo tanto tiempo sintiéndome inquieta y torturada. Se dice que hoy va a quedar todo resuelto entre vosotros. ¿En qué consiste ese «todo»?

—Nastasia Filipovna ha ofrecido declarar esta noche si consiente en el matrimonio o no —repuso Gania.

—Hace tres semanas que rehuíamos ese tema de conversación y nos iba mejor... Pero ahora que todo está resuelto permíteme dirigirte una pregunta: ¿cómo es que ella te ha dado su consentimiento y su retrato, siendo así que no la quieres? ¿Cómo una mujer tan, tan...?

—¿Tan experta, quieres decir?

—No es así como yo me hubiera expresado. Pero en fin... ¿Cómo puedes haberla engañado de tal modo sobre tus sentimientos?

Aquellas palabras delataban una ira súbita y violenta. Tras un momento de reflexión, Gania dijo con acento claramente irónico:

—Otra vez, mamá, no has sabido contenerte y has perdido la paciencia. Así empiezan siempre nuestras disputas. Me habías prometido evitar toda pregunta, todo reproche... ¡y ya has olvidado tu promesa! Vale más dejarlo. Sí, mejor es no hablar. Al menos sé que tu intención es buena... Yo no te abandonaré nunca por nada del mundo. Otro en mi lugar, huiría, eso sí, de una hermana como la que tengo. ¡Observa cómo me mira! No hablemos más; no sabes cuánto me alegrará que dejemos el tema... Por otra parte, ¿quién te dice que yo engañe a Nastasia Filipovna? En cuanto a Varia, que haga y piense lo que guste. Y ahora no hablemos más del asunto. ¡Basta!

Gabriel Ardalionovich se exaltaba a cada palabra que decía mientras paseaba, inquieto, por la habitación. Siempre que aquel delicado tema aparecía sobre el tapete, las cosas tomaban un matiz muy agrio.

—He dicho que si esa mujer entra aquí, yo saldré de esta casa. Y cumpliré mi palabra —declaró sombríamente Varia.

—¡Sí, por testarudez! —gritó Gania—. ¡Lo mismo que no te casas por testarudez! Puedes mirarme por encima del hombro todo lo que quieras: ¡me tiene sin cuidado, Bárbara Ardalionovna! Y si quieres, puedes hacer ahora mismo lo que dices. ¡No quedaría yo poco descansado si cumplieses lo que amenazas! ¿Cómo es eso, príncipe? ¿Se decide al fin a dejarnos solos? —concluyó, viendo que Michkin se incorporaba.

En el tono de la voz de Gania se revelaba que la cólera del joven había llegado a ese extremo en el que el hombre se complace en manifestarla, si cabe la expresión, abandonándose a ella libremente sean cuales fueren sus consecuencias. Michkin, ya junto a la puerta, se volvió para contestar; pero el rostro descompuesto del que le increpaba hízole comprender que sólo faltaba una gota para desbordar el vaso y juzgó prudente salir sin responder. Cuando se hubo retirado, la discusión continuó, más enconada y ardiente que nunca.

Para llegar a su cuarto, el príncipe debía atravesar el comedor, la antesala y el pasillo. En la antesala creyó notar que alguien hacía esfuerzos para agitar la campanilla exterior, pero seguramente estaba estropeada, porque se movía sin sonar. El príncipe descorrió el cerrojo, abrió la puerta y retrocedió. Ante él se encontraba Nastasia Filipovna. La reconoció inmediatamente, evocando su retrato. Al ver a Michkin, la cólera brilló en los ojos de la visitante. Entró vivamente en el piso, empujando al príncipe con el hombro y dijo, con voz irritada, mientras se quitaba el abrigo de piel:

—Ya que eres tan perezoso que no arreglas la campanilla, al menos debieras estar aquí para cuando llaman. ¡Vamos! ¡Pues no ha dejado ahora caer mi abrigo! ¡Qué mastuerzo!

En efecto, el abrigo de piel yacía en el pavimento. Nastasia Filipovna, en vez de esperar que se lo quitasen, se había despojado de él por sí sola, lanzándolo a Michkin, que no supo cogerlo al vuelo.

—¡Mereces que te echen a la calle! ¡Anúnciame!

El príncipe quiso hablar, pero en su turbación no acertó a proferir una palabra y, llevando en la mano el abrigo que acababa de recoger, se dirigió al salón. —Pero, ¡si se lleva mi abrigo! ¿Por qué te lo llevas? ¡Ja, ja, ja! Debes haberte vuelto loco, ¿no?

El príncipe desanduvo lo andado y miró estupefacto a Nastasia Filipovna. Viéndola reír, sonrió a su vez, pero su lengua parecía pegada al paladar. En el momento de abrir la puerta a la joven, se había puesto muy pálido, ahora toda su sangre le afluía a la cara.

—¡Qué idiota! —exclamó Nastasia Filipovna, dando un golpe en el suelo con el pie, en su indignación—. ¿Adónde vas? ¿A quién vas a anunciar?

—A Nastasia Filipovna —balbució el príncipe.

—¿Me conoces? —exclamó ella vivamente—. ¡Pero si no te he visto hasta hoy!

Ea, anúnciame... ¿Por qué gritan tanto ahí dentro?

—Están disputando —respondió Michkin.

Cuando entró en el salón, las cosas amenazaban adquirir mal sesgo. Nina Alejandrovna parecía a punto de olvidar que se «sometía a todo» y defendía a Varia con calor. Ptitzin se había guardado en el bolsillo su papel lleno de números y tomaba partido por la joven. Ésta, que no tenía nada de tímida, recibía sin pestañear las groserías, cada vez más brutales, con que su hermano intentaba abrumarla. Varia sabía que en aquellos casos le bastaba callar y mirar a Gania con persistente mofa para exasperarle.

En aquel momento Michkin penetró en la estancia y anunció:

—Nastasia Filipovna.

IX



Un silencio general siguió a aquellas palabras. Todos miraron a Michkin como si no le comprendieran y desearan no comprenderle. El espanto había paralizado a Gania. La visita de Nastasia Filipovna, y especialmente en tal ocasión, constituía para todos el hecho más extraño, inesperado e inquietante que cupiera suponer. Ante todo, era la primera vez que aquella mujer acudía a casa de los Ivolguin. Hasta entonces habíase mostrado tan desdeñosa respecto a ellos, que nunca, hablando con Gania, manifestaba el menor deseo de ser presentada a la familia del joven. Y desde hacía cierto tiempo no hablaba más de los Ivolguin que si no existieran. Por un lado, Gania celebraba que Nastasia Filipovna prescindiese de un tema de conversación tan poco grato para él; pero en el fondo de su corazón sentía un amargo rencor motivado por aquella indiferencia despectiva. En todo caso, juzgaba a Nastasia Filipovna mucho más capaz de mofarse de sus allegados que de hacerles objeto de una atención, porque ella, como Gania sabía muy bien, desde que el joven pidiera su mano, estaba perfectamente informada de cuanto sucedía en casa de los Ivolguin, y se hallaba al corriente de cómo la consideraba la familia. Su visita, pues, en este momento, es decir, después del regalo del retrato y algunas horas antes de la velada en que ella decidiría sobre la pretensión de Gabriel Ardalionovich, parecía tener un significado casi equivalente ya a la decisión en sí.

La duda que se leía en todas las miradas, fijas aún en el príncipe, no duró mucho. Nastasia Filipovna apareció en persona a la puerta del salón y penetró en él, empujando al príncipe una vez más.

—¡Al fin he logrado pasar! ¡No sé para qué les vale la campanilla! —dijo alegremente, tendiendo la mano a Gania, que se había precipitado hacia ella—. ¡Qué cara de asombro, amigo mío! Ea, presénteme a su familia, se lo ruego.

El joven, desconcertado, le presentó primero a Varia. Las dos mujeres cambiaron extrañas miradas antes de estrecharse la mano. Nastasia Filipovna reía, afectando satisfacción, pero Varia no se tomó la molestia de fingir. Por el contrario, examinó largamente a la visitante con expresión sombría sin que en su rostro asomase la menor traza de la sonrisa obligada en una circunstancia como aquella. Gania se sintió desfallecer.

Pero no era momento de súplicas. Por lo tanto, dirigió a su hermana una mirada amenazadora. La joven comprendió en el acto la trascendental importancia que el instante presente tenía para su hermano. Resolvió, pues, mostrarse más amable y sus labios esbozaron una especie de sonrisa en honor de Nastasia Filipovna. Todos los miembros de la familia Ivolguin conservaban, aun en momentos de tal tirantez, un vivo afecto mutuo.

Después de efectuar la presentación de Varia a Nastasia Filipovna, Gania presentó ésta a su madre. En su turbación, el joven no se daba cuenta de lo que hacía. Nina Alejandrovna se mostró razonable, mas apenas había empezado a hablar del «mucho placer», etc., la visitante, sin escucharla, interpeló repentinamente a Gania mientras se instalaba —aun cuando no se la había invitado a tomar asiento– en un sofá de un rincón cercano a la ventana:

—¿Dónde tiene usted su despacho? Y... ¿y dónde están los huéspedes? Porque creo que ustedes alquilan habitaciones, ¿no?

Gania, enrojeciendo, tartamudeó una respuesta ininteligible.

—Pero ¿disponen de sitio para ellos? ¿Y no tiene usted despacho? —insistió Nastasia Filipovna—. ¿Qué? ¿Da buenas ganancias el negocio? —preguntó súbitamente a Nina Alejandrovna.

—Desde el momento en que uno acepta los naturales inconvenientes, es en espera de obtener algún beneficio —repuso la madre de Gania—. Pero nosotros acabamos de...

Nastasia Filipovna, como resuelta a no atenderla, dirigió los ojos a Gania, rompió a reír y dijo:

—¡Qué cara tiene usted! ¡Dios mío, qué aspecto presenta en este momento!

Su hilaridad duró algunos instantes. Y en rigor Gania no parecía el de costumbre. Su estupefacción, su cómico abatimiento habían desaparecido de repente, pero estaba espantosamente pálido y tenía los labios contraídos, mientras fijaba, silencioso, los ojos en la visitante, que seguía riendo.

El príncipe, incapaz aún de sacudir la especie de catalepsia en que le sumiera la llegada de Nastasia Filipovna, permanecía como petrificado en la puerta del salón. Sin embargo, la palidez y la alteración del semblante de Gania le impresionaron y, no pudiendo con tenerse, avanzó hacia él:

—Beba un poco de agua —le dijo en voz baja—y no mire de ese modo.

Era notorio que no había por qué buscar sobrentendidos ni segundas intenciones en aquellas palabras, surgidas espontáneamente de la boca de Michkin sin que él les atribuyese significado particular alguno; pero, aun así, produjeron un efecto extraordinario. Fue como si toda la cólera de Gania se volviese de repente contra Michkin. Asióle por los hombros, siempre en silencio, tal que si fuese incapaz de proferir una palabra, y le fulminó con una mirada llena de odio y rencor. Se produjo un movimiento general. Nina Alejandrovna dejó escapar un grito. Ptitzin, inquieto, avanzó hacia los dos hombres. Kolia y Ferdychenko que iban a entrar, se detuvieron estupefactos. Sólo Varia conservó su impasibilidad. En pie, un poco apartada, cruzando los brazos, la joven continuaba mirando la escena con el rabillo del ojo.

En un segundo Gania recobró el dominio de sí mismo. Su ira dejó lugar a una risa nerviosa.

—¿Qué decía usted, príncipe? Que haría falta llamar a un médico, ¿no? —exclamó con tanta jovialidad como pudo—. ¡Casi me ha dado miedo! Voy a presentárselo, Nastasia Filipovna. Es un tipo extraordinario, como he podido apreciar ya, aunque sólo le conozco desde esta mañana.

Nastasia Filipovna fijó, su mirada en Michkin con verdadera sorpresa.

—¿Príncipe? ¿Es príncipe? ¡Imaginen que hace un momento, en la entrada, le he tomado por un lacayo y le he ordenado que me anunciase! ¡Ja, ja, ja!

—¡No importa, no importa! —dijo Ferdychenko, quien, viendo que ya se comenzaba a reír, se apresuró a mezclarse a la reunión—. No importa: «se non è vero...».

—Y, además, creo haberle tratado con violencia, príncipe. Le ruego que me perdone. ¿Qué hace usted aquí a esta hora, Ferdychenko? Por lo menos yo no contaba encontrarle. ¿Cómo dice que se llama este señor? ¿El príncipe Michkin? —añadió la joven dirigiéndose a Gania que, sin soltar los hombros de su huésped, ultimaba en aquel instante la presentación.

—Vive con nosotros —dijo Gania.

Era evidente que se hacía desempeñar a Michkin el papel de un animal extraordinario. Su presencia proporcionaba un medio de salir de lo falso de la situación. Se le arrojaba, si cabía decirlo, como pasto a la curiosidad de Nastasia Filipovna. Michkin oyó incluso murmurar a sus espaldas la palabra «idiota», probablemente articulada por Ferdychenko para edificación de la visitante.

—Dígame: ¿por qué no me sacó de mi error cuan do me equivoqué con usted de ese modo? —preguntó Nastasia Filipovna mirando al príncipe de pies a cabeza con una desenvoltura excepcional.

Y esperó la contestación con impaciencia, presumiendo que el interpelado iba a escandalizar a todos con su falta de juicio.

—He quedado tan sorprendido al reconocerla de pronto... —balbució Michkin.

—Pero, ¿cómo ha podido reconocerme? ¿Me había visto antes en algún sitio? El caso es que también a mí me parece haberle encontrado no sé dónde. Además, permítame preguntarle por qué sigue usted aún como clavado en el suelo y mirándome. ¿Hay algo de asombroso en mi persona?

—¡Oh, oh, oh! —exclamó Ferdychenko, jovial—. ¡La de cosas que yo contestaría si se me hiciese semejante pregunta! Vamos, hombre... Realmente, príncipe, si no contestas bien ahora, eres tonto.

Michkin rió suavemente.

—También yo, en el lugar de usted, diría muchas cosas —repuso. Y dirigiéndose a Nastasia Filipovna, continuó—: En primer lugar, su retrato me había impresionado mucho. Luego hablé de usted con las Epanchinas... Y ya por la mañana, en el tren que me traía a San Petersburgo, había conversado largamente acerca de usted con Parfen Semenovich Rogochin. En el momento que la abrí la puerta, pensaba precisamente en usted, y, viéndola aparecer tan de repente...

—Pero, ¿cómo sabía usted quién era yo?

—Había visto su retrato, y además...

—Y además, ¿qué?

—Que usted responde del todo a la idea que yo me había hecho de cómo era. También a mí me parece haberla visto en alguna parte.

—¿Dónde? ¿Dónde?

—No sé; en algún sitio... Pero no; es imposible; lo he dicho sin darme cuenta. Nunca he habitado en San Petersburgo, y... Acaso la haya visto en sueños.


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