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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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—Iré —repuso Michkin, con dulzura y humildad, pero firmemente.

—Ya lo has oído. Y tú contabas con ello —prosiguió la generala, interpelando al sobrino de Lebediev—. Tú estás ahora tan seguro del asunto como si tuvieses el dinero en el bolsillo, y aun pretendes alardear de magnánimo, para echarnos arena a los ojos... ¡No, hijo mío: a otras con ésas! ¡A mí no me engañas con tus cuentos! ¡Te comprendo muy bien!

—¡Lisaveta Prokofievna! —imploró Michkin.

—Vayámonos, Lisaveta Prokofievna; ya es hora. Nos llevaremos al príncipe con nosotros —dijo Ch., sonriendo, con la voz más tranquila que pudo.

Las jóvenes, realmente asustadas, se mantenían aparte de los demás. Su padre estaba aterrorizado. El lenguaje de su mujer había dejado estupefactos a todos. Algunos, fuera del grupo, sonreían a escondidas. El rostro de Lebediev expresaba un verdadero éxtasis.

—Escándalos y caos como éste, señora, se encuentran en todas partes —repuso Doktorenko, procurando dominar el desconcierto que le poseía.

—¡Como éste, no! ¡Como éste con que nos has obsequiado, no, padrecito! —bramó histéricamente generala—. ¿Quieren dejarme en paz de una vez? —dijo con violencia a los que se esforzaban en tranquilizarla—. Si como acaba de contar usted, Eugenio Pavlovich, un abogado ha dicho en pleno tribunal que la miseria justifica el asesinato de seis personas, ello demuestra que nos aproximamos al fin del mundo. ¡No había oído aún tal enormidad! Ahora lo comprendo todo, ¿acaso creen que este sietemesino —y señalaba al anonadado Budovsky– no acabará cometiendo algún asesinato? ¡Apuesto a que lo comete! Es posible que rechace el dinero del príncipe, porque su conciencia sin le permita tomarlo, pero luego irá a robarle por la noche y se apoderará de sus rublos después de asesinarle. Y robará con plena tranquilidad moral. No lo considerará como una deshonra, sino como un estallido de «noble indignación», o como «una protesta», o Dios sabe como qué... ¡Qué asco! Todo está revuelto, todo anda trastornado... A lo mejor se encuentran muchachas que han sido cuidadosamente educadas en la casa paterna y que de pronto, en plena calle, saltan a un fiacre y dicen: «Mamá: me he casado el otro día con Fulano o Mengano: adiós. 11» ¿Y esto les parece bien? ¿Es digno y natural un proceder así? ¿Constituye también una parte de los derechos de la mujer? El otro día este mocoso —y señalaba a Kolia– me hablaba de «la cuestión feminista». ¡Pero aunque la madre de ese tipo de Burdovsky sea una imbécil, su deber de hijo es respetarla! ¿Qué es eso de presentarse insolentemente aquí, de noche cerrada, con esa cara dura y decir a este necio del príncipe: «Concédenos todos los derechos, y ojo con rechistar en presencia nuestra. Muéstranos el más profundo respeto o te trataremos peor que al último criado»? En su artículo le han calumniado como villanos, y, sin embargo, se jactan de hombres que luchan por la verdad y la justicia. «No imploramos: exigimos; no te daremos las gracias: bástete la satisfacción de tu conciencia.» ¡Qué magnífica moral! Pero si vosotros creéis que el príncipe no tiene derecho a vuestro agradecimiento, con igual razón puede él no sentir ninguno hacia Pavlitchev. Vosotros no le habéis prestado dinero; no os debe nada. ¿En qué podéis fundaros sino en el agradecimiento? Y puesto que apeláis a ese sentimiento en los otros, ¿por qué vosotros os consideráis con derecho a no ser agradecidos? ¡Están locos! Consideran a la sociedad bárbara e inhumana porque desprecia a una joven seducida. Pero, si es cierta, esa barbarie consiste en hacer sufrir a la mujer a causa del desprecio de la sociedad. ¡Y para arreglar las cosas proclamáis la deshonra de la mujer en los periódicos, de modo que sufra más aún! ¡Locos! ¡Insensatos! ¡No creen en Dios; no creen en Cristo! Pero yo os predigo que, en la vanidad y la soberbia que os roen, acabaréis devorándoos los unos a los otros. ¿No es esto caótico, no es absurdo, no es infame? ¡Y pensar que después de todo lo ocurrido este desgraciado les pide perdón! ¿Es posible que haya otros individuos como éstos? ¿Por qué sonríe usted? ¿Por qué me rebajo a hablarle? Pero ya me he rebajado y no hay remedio... —Y volviéndose a Hipólito, continuó—: ¡Basta de muecas, saco de huesos! ¡Está casi en la agonía y aun se dedica a pervertir al prójimo! Tú has maleado a este chiquillo —y señalaba a Kolia otra vez—, tú le has trastornado la cabeza, tú le enseñas a ser un incrédulo, tú no crees en Dios, cuando, por tu edad, aun necesitarías unos buenos azotes... ¡Maldito chicuelo! Príncipe León Nicolaievich: ¿piensas ir mañana a casa de estos hombres?

—Sí.

—Bueno, pues no vuelvas a presentarte ante mí jamás. —Y tras un brusco movimiento para retirarse, se volvió de pronto—: ¿Vas a ir a casa de este ateo?

Señalaba a Hipólito. De repente, con un espantoso alarido, se lanzó hacia el muchacho, cuya sonrisa burlona la exasperaba.

—¡Lisaveta Prokofievna! ¡Lisaveta Prokofievna! ¡Lisaveta Prokofievna! —se oyó gritar por todas partes.

—¡Qué vergüenza, maman! —exclamó Aglaya.

La generala había asido el brazo del joven y lo oprimía con violencia, mientras le miraba con ojos fulgurantes de cólera.

—No se preocupe, Aglaya Ivanovna —dijo Hipólto serenamente—. Su madre no es capaz de agredir a un moribundo. Y, si ella me lo permite, explicaré el motivo de mi sonrisa.

Un fuerte acceso de tos que se prolongó más de un minuto le impidió terminar la frase.

—¡Está agonizando y aun habla y habla! —clamó Lisaveta Prokofievna, soltando el brazo de Hipólito, aterrada al ver la sangre que acudía a los labios del joven—. ¿Por qué te empeñas en perorar? ¡Más te valdría irte a la cama, desgraciado!

—Es lo que pienso hacer —dijo él, con voz ronca—, en cuanto vuelva a casa. Sé muy bien que no he de vivir más de quince días. El propio Botkin me lo ha dicho la semana pasada. Y por esta razón, si usted me lo permite, quisiera pronunciar dos palabras de despedida.

—¿Estás loco? ¡Lo que necesitas es cuidarte! ¿A qué viene hablar más en este momento? ¡Pronto, a la cama! —dijo la generala, más aterrorizada cada vez.

—Cuando guarde cama será para no levantarme más —dijo Hipólito, sonriendo—. Ayer me proponía ya acostarme para morir, pero, puesto que mis piernas podían sostenerme aún, resolví concederme dos días de tregua... a fin de acompañar a éstos... Mas estoy muy fatigado...

—Siéntate, siéntate... ¿Por qué estás de pie?

Y Lisaveta Prokofievna acercó una silla al enfermo.

—Gracias —dijo él, suavemente—. Siéntese usted frente a mí y hablemos. Es preciso que hablemos, Lisaveta Prokofievna —añadió, volviendo a sonreír—. Hágase cargo de que me encuentro por última vez al aire libre y en compañía, ya que dentro de dos semanas no estaré ya en este mundo con toda certeza. Así que mis palabras son en cierto modo mi última despedida a la naturaleza y a los hombres. No soy, ciertamente, un sentimental, y, sin embargo, me complace que esto suceda en Pavlovsk. Al menos se contempla el verdor y...

—No hables, muchacho —dijo Lisaveta Prokofievna, muy asustada—. ¿No ves que tienes fiebre? Te has pasado el tiempo gritando y ahora no puedes ya ni respirar. ¡Estás exhausto!

—Ya descansaré luego. ¿Por qué no satisfacer mi último deseo? Hace mucho tiempo que deseaba conocerla, Lisaveta Prokofievna; Kolia, el único ser viviente que está casi siempre a mi lado, me ha dicho muchas cosas de usted. La considero una mujer original, incluso extravagante, como acabo de comprobar ahora mismo. Y, sin embargo, eso es lo que me ha hecho simpatizar con usted.

—¡Y yo que he estado a punto de darle un golpe, Dios mío!

—No lo hizo gracias a Aglaya Ivanovna, ¿verdad? ¿No es esa joven su hija Aglaya Ivanovna? Tan bella es que, a pesar de no haberla visto nunca, la he reconocido en cuanto llegué aquí. Déjeme contemplar, siquiera una vez en mi vida, semejante belleza —dijo Hipólito, forzando una sonrisa—. Está usted acompañada por el príncipe, por su esposo, por sus amigos... ¿Por qué negarme la satisfacción de un último deseo?

—¡Una silla! —pidió la generala.

Y, cogiéndola ella misma, se sentó frente al joven, y ordenó a Kolia:

—Llévale luego a su casa tú mismo. Mañana, yo le visitaré.

—Si me lo permiten, pediré al príncipe una taza de té. ¡No puedo más! Creo, Lisaveta Prokofievna, que quería usted llevar al príncipe a tomar el té en su casa. ¿Sabe lo que se podía hacer? Quedarse usted aquí, pasar la velada todos juntos y tomar el té que seguramente el príncipe encargará para todos. Perdóneme que no ande con cumplidos. Yo sé que usted es buena... y el príncipe lo es también. Realmente, todos somos buenas personas. ¡Es gracioso!

Michkin se levantó para dar órdenes. Lebediev salió a toda prisa, seguido de Vera.

—Eso es cierto —declaró, tajante, la generala—. Habla, pero despacio y sin exaltarte. Me has conmovido... Príncipe, no mereces que yo tome el té en tu casa; pero, no obstante, me quedaré. Mas no pienso presentar excusas a nadie. ¡A nadie! ¡Sería absurdo! De todos modos, príncipe, si te he ofendido, perdóname..., si quieres perdonarme, por supuesto... Además, no obligo a nadie a que se quede —dijo volviéndose a su esposo e hijas con aspecto tan irritado como si le hubiesen inferido alguna grave injuria—. ¡Sé volver sola a casa perfectamente!

No la dejaron concluir. Todos se congregaron en torno suyo. Michkin instó a los reunidos para que tomasen el té y se excusó por no habérsele ocurrido la idea antes. Epanchin contestó con algunas frases corteses y preguntó a su mujer si no tenía frío en la terraza. Casi estuvo a punto de interrogar a Hipólito si concurría a la Universidad, pero no llegó a hacerlo. Eugenio Pavlovich y el príncipe Ch. se mostraron súbitamente joviales y amables. Adelaida y Alejandra parecían extrañadas aún; pero sus semblantes expresaban satisfacción.

En resumen todos se alegraban de que la crisis de la generala hubiese pasado. Tan sólo Aglaya conservaba su expresión sombría y procuraba mantenerse al margen de los demás.

Los demás visitantes se quedaron también. Nadie quiso retirarse, ni aun el general Ivolguin. Lebediev, al pasar, cuchicheó a éste unas palabras, probablemente no muy agradables, porque Ivolguin se apresuró a disimularse en un rincón. El príncipe invitó también a Burdovsky y sus amigos a tomar el té. Murmuraron, con aspecto cohibido, que esperarían a Hipólito, y se sentaron, juntos, en el más lejano extremo de la te Traza. Lebediev debía haber mandado preparar el té hacía rato, porque fue servido inmediatamente. Daban las once.

X



Tras humedecer los labios en el vaso de té que lo ofreció Vera Lebediev, Hipólito lo dejó en la mesa y miró en torno suyo con cierto embarazo.

—Fíjese, Lisaveta Prokofievna —comenzó con extraña precipitación—: este servicio de té, que parece de auténtica porcelana, no ha sido usado nunca y está siempre guardado en el aparador de Lebediev. Su mujer se lo aportó en dote y él lo guarda celosamente bajo llave. Pero ahora nos ha servido el té en esta vajilla, en honor de usted, y sintiendo mucha satisfacción en hacerlo.

Se proponía decir algo más, pero se interrumpió.

—Está cohibido, como yo suponía —cuchicheó Radomsky al oído de Michkin—. Es mala señal, ¿no cree? Estoy seguro de que ahora su despecho le hará prorrumpir en alguna salida de tono que ponga a Lisaveta Prokofievna fuera de sí.

Michkin le miró, interrogativo.

—Veo que eso no le preocupa, príncipe —prosiguió Radomsky—. Le confieso que a mí tampoco. Incluso deseo esa salida de tono de que hablo. Conviene que Lisaveta Prokofievna reciba un castigo hoy mismo, inmediatamente... Y hasta que no lo reciba, no quisiera irme... Pero crea que está usted febril... —Sí; no estoy bien... Luego hablaremos —repuso el príncipe con impaciencia, sin atender apenas a Radomsky.

Acababa de oír a Hipólito pronunciar su nombre.

—¿No lo cree usted? —decía el enfermo, con risa nerviosa—. Lo comprendo... Pero el príncipe no vacilará en creerlo, ni se asombrará lo más mínimo...

—¿Oyes, príncipe, oyes? —dijo Lisaveta Prokofievna, volviéndose a Michkin.

Sonaban risas en el grupo. Lebediev gesticulaba animadamente ante la generala.

—Dicen —continuó Lisaveta Prokofievna– que este payaso, el dueño de tu casa, se encargó de corregir el artículo en que se hablaba de ti, príncipe.

Michkin miró con sorpresa a Lebediev.

—¿Por qué no hablas? —exclamó la generala, golpeando el suelo con el pie.

—Ya veo —dijo Michkin, que continuaba examinando a Lebediev– que, en efecto, se han encargado de corregirlo.

—¿Es verdad? —preguntó la generala al funcionario.

Éste se llevó la mano al corazón.

—Es la pura verdad, excelencia —declaró sin el menor titubeo.

La generala, al oír aquella contestación, expuesta con toda firmeza, estuvo a punto de dar un salto.

—¡Pues no se envanece de ello encima! —exclamó.

—Soy muy vil, muy vil... —comenzó a balbucir Lebediev, inclinando la cabeza con humildad y golpeándose el pecho.

—¿Y a mí qué me importa que lo seas? El miserable imagina que con decir «soy muy vil», se zafa del asunto. Y tú, príncipe (te lo pregunto una vez más), ¿no te avergüenzas de convivir con semejantes canallas? No te lo perdonaré nunca.

Lebediev, con acento enternecido y de convicción, afirmó:

—El príncipe me perdonará.

Keller, levantándose repentinamente de su asiento, se aproximó a Lisaveta Prokofievna.

—Hasta este momento, señora —dijo con sonora voz– he guardado silencio por hidalguía, ocultando el hecho de esta corrección, aunque el propio que la hizo nos amenazara antes con ponernos en la puerta. A fin de hacer resplandecer la verdad, debo decir que he utilizado en efecto sus servicios y que se le han pagado seis rublos por ellos. Pero no le encargué de corregir mi estilo, sino de que me informara, en calidad de hombre bien enterado, de cosas que me eran desconocidas casi en absoluto. Los detalles de las polainas, del apetito del príncipe en el sanatorio suizo, la cifra de cincuenta rublos en substitución de la de doscientos cincuenta, son todos obra de este hombre, y por ellos ha cobrado sus seis rublos. Pero conste que el estilo no lo ha corregido.

—Quiero advertir que sólo corregí la primera parte del artículo —dijo Lebediev, con una especie de impaciencia febril, que despertó la hilaridad de los presentes—. Al llegar a la mitad del trabajo, no nos pusimos de acuerdo sobre cierto concepto y, por consecuencia, no conozco la segunda parte del escrito. No cabe, pues, atribuirme las numerosas incorrecciones de forma que se hallan en él...

—¡Fíjense en lo que le preocupa! —exclamó Lisaveta Prokofievna.

—Permítame preguntarle —dijo Eugenio Pavlovich a Keller– cuándo fue corregido ese artículo.

—Ayer por la mañana —respondió Keller– celebramos una entrevista que todos prometimos por nuestro honor mantener secreta.

—¡Y entre tanto este gusano se arrastraba ante ti y te aseguraba su adhesión, príncipe! ¡Qué gentuza! Ya puedes guardarte tu Puchkin, ¿lo oyes, tú? Y que no se le ocurra a tu hija poner los pies en mi casa.

La generala hizo un movimiento para levantarse, pero, viendo reír a Hipólito, le preguntó con irritación:

—Has querido ponerme en ridículo, ¿verdad?

—No lo permita Dios —dijo él, con forzada sonrisa—. ¡Me sorprende mucho su extraordinaria originalidad, Lisaveta Prokofievna! Si le he mencionado la doblez de Lebediev, ha sido a propósito, porque sabía el efecto que iba a causarle. A causarle sólo a usted, porque el príncipe lo perdonará todo o, mejor dicho, ya lo ha perdonado. De seguro ha buscado y encontrado mentalmente una excusa para Lebediev. ¿No es así, príncipe?

A cada palabra que pronunciaba, la excitación del muchacho crecía. Respiraba con inmensa dificultad.

—¿Y qué? —preguntó la generala, extrañada por el acento del joven.

—He oído contar acerca de usted, Lisaveta Prokofievna, muchas cosas parecidas, que me han producido viva satisfacción y me han acostumbrado a apreciarla —continuó Hipólito.

Hablaba de un modo que parecía querer significar lo contrario de lo que expresaba. Adivinábase en él una intención irónica y a la vez se le notaba vivamente agitado. Miraba en torno suyo con desasosiego, se turbaba y perdía a cada instante el hilo de sus ideas. Todo esto, unido a su rostro de tuberculoso y a la expresión extraviada de sus ojos encendidos, atraía forzosamente la atención sobre él.

—Podría extrañarme (aunque empiezo por confesar que no conozco nada del mundo), no sólo el que permaneciese usted tanto tiempo en compañía de gentes como nosotros, que no somos de su ambiente, sino que dejase a estas... señoritas oír hablar de un asunto tan escandaloso, incluyendo la lectura del artículo de marras. Ya supongo, eso sí, que habrán visto cosas parecidas en las novelas... Desde luego, no sé bien... y además no acierto a expresarme..., pero ¿quién si no usted, señora, hubiese accedido a la petición de un muchacho (sí, de un muchacho; lo reconozco) relativa a que pasase la velada con él y se tomase... interés por todo esto, es decir... por una cosa de la cual seguramente se avergonzará usted mañana? Insisto en que no me expreso adecuadamente. Todo esto es para mí muy estimable y respetable, aunque la cara de Su Excelencia (me refiero a su marido, Lisaveta Prokfievna) indique bien lo incorrecto que le parece este conjunto de cosas. ¡Ja, ja!

Rompió a reír y de súbito le acometió un acceso de tos que le impidió durante un par de minutos seguir hablando.

—¡Se ahoga literalmente! —dijo la generala, mirándole con fría curiosidad—. Basta, hijo, basta. Nosotros nos marchamos...

Ivan Fedorovich, harto ya, tomó, la palabra.

—Permítame indicarle, señor —dijo con irritación—, que mi mujer está aquí en casa del príncipe León Nicolaievich, nuestro común amigo, y que en todo caso no es usted quién, joven, para juzgar los actos de Lisaveta Prokofievna, como no es usted quién tampoco para expresar públicamente en presencia mía la opinión que le merece la expresión de mi rostro. Esto es. Y si mi mujer está aquí —continuó el general con creciente enojo—, se debe a una curiosidad muy comprensible hoy día para todos: el interés de comprobar el extraño modo de ser de ciertos jóvenes... Yo mismo me he quedado acá como me paro a veces en la calle, para contemplar algo que se puede considerar como..., como...

Eugenio Pavlovich, viendo navegar al general en busca de una comparación que no lograba asir, acudió en su ayuda, diciendo:

—Como una rareza.

—Exacto y verdadero —repuso Ivan Fedorovich, satisfecho—; como una rareza. Pero, en todo caso, lo más asombroso para mí, lo más aflictivo, si la gramática autoriza en este caso tal expresión, es que usted, joven, no haya sabido comprender que Lisaveta Prokofievna ha consentido en quedar a su lado simplemente porque le ve enfermo (usted mismo dice que está moribundo), esto es, a causa de una compasión producida en ella por sus palabras de queja, señor. Y, además, me extraña igualmente que no comprenda usted que el nombre, carácter y posición de mi esposa la ponen por encima de cualquier bajeza. ¡Lisaveta Prokofievna —concluyó, rojo de ira—, si quieres venir, despidámonos de nuestro amigo el príncipe, y si no...!

—Gracias por la lección, general —dijo Hipólito, con gravedad insólita, mirando, pensativo, a Ivan Fedorovich.

—Vámonos, maman. ¡Es demasiado! —exclamó Aglaya con impaciencia, incorporándose.

—Permítame dos minutos más, Ivan Fedorovich —dijo la generala, con dignidad—. Creo que el muchacho tiene mucha fiebre y delira; lo leo en sus ojos. No podemos dejarle volver a San Petersburgo en ese estado. ¿No podría quedarse en tu casa, León Nicolaievich? ¿Se aburre usted, querido príncipe? —añadió dirigiéndose al príncipe Ch.—. Ven aquí, Alejandra. Estás despeinada. Practicó en el cabello de su hija un leve arreglo innecesario y la besó, lo cual era el motivo real de haberla llamado.

—Yo les creía capaces de elevarse un poco —declaró Hipólito, saliendo de su especie de ensueño. Y con la alegría de quien acaba de recordar una cosa olvidada, agregó—: Eso es lo que yo quería decir. Vean. Burdovsky ha querido con toda sinceridad defender a su madre. Y aquí se opina que la deshonra. El príncipe quiere ayudar a Burdovsky y le ofrece su amistad y una buena suma de dinero. Acaso sea el único de ustedes que no siente desdén por Burdovsky. Y, sin embargo, ahí los tienen, hostiles como verdaderos enemigos. ¡Ja, ja, ja! Todos ustedes aborrecen a Burdovsky porque su modo de obrar, respecto a su madre les extraña y repele. ¿Verdad que sí? ¿No es cierto? ¿No es cierto? Todos ustedes son esclavos de la elegancia y la distinción de formas. Sólo les preocupa eso, ¿no? Hace mucho que me lo figuraba. Pues, no obstante (¡entérense!) es posible que ninguno de ustedes haya querido a su madre como Burdovsky a la suya. Ya sé, príncipe, que usted ha enviado dinero secretamente a esa anciana por intervención de Ganetchka. Pues bien: creo que Burdovsky juzga indelicado ese proceder. ¡Je, je, je! —rió histéricamente—. ¡Eso es! ¡Ja, ja, ja!

Su respiración volvió a entrecortarse. Rompió a toser.

—¿Has acabado ya? ¿Has acabado ya de una vez? Anda y vete a acostarte. Tienes fiebre —dijo, impaciente, Lisaveta Prokofievna, cuya mirada inquieta no se separaba del enfermo—. ¡Dios mío! Aun va a hablar más...

—Me parece que se ríe usted. ¿Por qué se burla de mí? He notado que no deja usted de reírse a mi costa —dijo Hipólito, con acento irritado, a Eugenio Pavlovich, que reía, en efecto.

—Sólo quería preguntarle, señor Hipólito; perdón, pero he olvidado su apellido.

—Señor Terentiev —dijo Michkin.

—Eso es. Gracias, príncipe; lo había oído antes, pero no me acordaba. Quería preguntarle, señor Terentiev, si es cierto lo que he oído decir de usted: y es que, caso de poder hablar a la gente desde una ventana durante un cuarto de hora, se juzga capaz de convencer a cuantos pasen y ganarlos a sus ideas.

—Es posible que lo haya dicho así —repuso Hipólito, tras un rato de parecer buscar en sus recuerdos—. ¡Sí: lo he dicho! —exclamó de pronto con animación, fijando en Eugenio Pavlovich una mirada de confianza.

—¿Qué deduce usted de eso?

—Nada en absoluto. Sólo se lo preguntaba a título de informe complementario.

Radomsky no dijo más, pero Hipólito continuó mirándole, esperando con impaciencia otras palabras.

—¿Has concluido, padrecito? —preguntó la generala a Eugenio Pavlovich—. Termina pronto: ¿no ves que el muchacho necesita acostarse? ¿O es que no tienes nada que decirle? —concluyó muy enfadada.

—Añadiré algo más —repuso Radomsky sonriendo—. Creo, señor Terentiev, que lo que usted y sus amigos acaban de exponer con tan indiscutible elocuencia se refiere a esta tesis: el triunfo del derecho ante todo, con independencia de todo, con exclusión de lo restante y acaso incluso antes de haber averiguado en qué consiste el derecho. ¿Me equivoco?

—Por supuesto que se equivoca. Ni siquiera le comprendo. ¿Qué más?

Eleváronse murmullos, incluso en el rincón de los amigos de Burdovsky. El sobrino de Lebediev murmuró algunas palabras en voz baja.

—Ya he terminado casi —siguió Radomsky Sólo quería observar que de esas premisas se desprende fácilmente la posibilidad de deducir el derecho de la fuerza, esto es, el derecho de los puños del capricho personal. Por lo demás, ya se ha alcanzado esta conclusión antes de ahora. Proudhon ha llegado a admitir el derecho de la fuerza. Durante la guerra de Norteamérica algunos de los más avanzados liberales se declararon partidarios de los plantadores alegando que la raza negra es inferior a la blanca y que, por tanto, el derecho de la fuerza estaba en los blancos.

—¿Y qué más?

—¿No niega usted el derecho de la fuerza?

—¿Qué más?

—Parece que es usted consecuente. Pero quería hacerle observar que del derecho de la fuerza al de los tigres o los cocodrilos, o al de los Danilov o los Gorsky, no media ni un paso.

—No lo sé. ¿Qué más?

Hipólito no escuchaba apenas a Radomsky. Profería sus «¿Qué más?», maquinalmente, por costumbre de hablar, sin el menor interés en la pregunta.

—Nada más. Eso es todo.

—Le advierto que no estoy enojado contra usted —dijo súbitamente Hipólito.

Y, sin darse apenas cuenta de lo que hacía, tendió la mano a Radomsky y hasta sonrió. Tal arranque dejó asombrado de momento a Eugenio Pavlovich. Pero, sin embargo, tocó con grave talante la mano que se le ofrecía en signo de perdón.

—Debo decirle —manifestó luego con el mismo equívoco aire de gravedad– que le agradezco la benevolencia con que me ha consentido explicarme, ya que, nuestros liberales tienen la costumbre de no permitir a los demás poseer una opinión propia, y se apresuran a contestar a sus antagonistas con injurias, cuando no recurren a argumentos más desagradables aún.

—Es muy cierto —comentó Ivan Fedorovich.

Y, cruzándose las manos a la espalda, se dirigió, con airado aspecto, a la escalera de la terraza, donde permaneció en pie, temblando de cólera.

—Vamos, basta. ¡Me carga usted! —dijo Lisaveta Prokofievna a Radomsky.

Hipólito se levantó, inquieto, casi asustado.

—Es muy tarde —dijo mirando a todos con turbación—. Les he entretenido mucho y tengo que dejarles. Quería explicárselo todo... Pensaba que todos... tratándose de la última vez... Pero era una fantasía...

Era notorio que le asaltaban aislados arrebatos de animación durante los cuales salía de su especie de sueño. Y entonces, devuelto por unos instantes a la plena conciencia de sí mismo, el enfermo hablaba, recordando las ideas que le poseían en sus largas y dolientes noches de insomnio.

—¡Adiós! —exclamó bruscamente—. ¿Creen que es fácil para mí decirles «adiós»? ¡Ja, ja!

Sonrió de ira al darse cuenta de lo torpe de la pregunta. Y, como furioso de no acertar a decir nunca lo que quería, prosiguió en voz fuerte e irritada:

—Excelencia, tengo el placer de invitarle a mi entierro, si se digna honrarlo con su presencia. Extiendo a todos ustedes, señores, la misma invitación que al general.

Y rió con la risa de un demente. Lisaveta Prokofievna, inquieta, acercóse a él y le tomó por un brazo. Él la miró fijamente, sin dejar de reír. Al cabo, su rostro adquirió una expresión seria.

—¿Sabía usted que he venido aquí para ver los árboles? —Y señalaba a los del parque—. ¿Es ridículo? Dígame, ¿lo es? —preguntó con insistencia a Lisaveta Prokofievna.

Y se tornó pensativo. Un momento después alzó la vista y la dirigió al grupo, como si buscase a alguien. Aquel alguien era Eugenio Pavlovich, que seguía en el mismo sitio, a la derecha del muchacho. Pero Hipólito, olvidando su objeto, siguió paseando la mirada sobre toda la reunión. Al fin distinguió a Radomsky y le dijo:

—¿No se había marchado? Hace poco se reía usted pensando en mi propósito de arengar a la gente desde una ventana durante un cuarto de hora. ¿Sabe usted que no tengo todavía dieciocho años? Pues bien, acostado en mi lecho o en pie ante la ventana, he pasado mucho tiempo reflexionando en todas las cosas, y... En fin: un muerto no tiene edad, ya lo sabe... La pasada semana, una noche que desperté a altas horas, estuve pensando y comprendí... ¿Sabe usted lo que temen ustedes más en el mundo? Nuestra sinceridad, aunque nos desprecien. Esa idea se me ocurrió aquella noche. Lisaveta Prokofievna, ¿ha creído antes que pretendía burlarme de usted? Le aseguro que toda idea de mofa estaba muy lejos de mi ánimo. Lo que quería era elogiarla. Kolia me ha dicho que el príncipe la consideraba como una niña... Pero... Yo tenía algo más que decirle...

Se cubrió la cara con las manos para concentrar sus ideas.

—Ya lo sé. Cuando ha querido usted irse, he pensado de repente: «A todas estas personas reunidas aquí no volverás a verlas jamás, jamás... Es también la última vez que ves los árboles. Desde ahora no tendrás ante tu vista, más allá de tu ventana, sino una pared de ladrillos encarnados: la casa Meyer. Diles, pues, todo esto... Ahí hay una linda joven; tú en cambio eres un muerto. Preséntate como tal, háblales como y de todo lo que un cadáver les podría hablar, y no habrá quien pueda encontrar incorrecta semejante cosa.» ¡Ja, ja! ¿Se ríen? —añadió paseando en torno suyo una mirada inquieta—. Les aseguro que en mis noches, con la cabeza en la almohada, han acudido a mí muchas ideas. Y he adquirido la convicción de que la naturaleza es muy irónica. Antes decían ustedes que yo era un ateo; pero, ¿no saben ustedes que esta naturaleza...? ¿Por qué se ríen otra vez? ¿Cómo son tan crueles? —añadió dirigiendo a sus oyentes una mirada de melancólico reproche. Y con acento grave, convencido, muy distinto al anterior, acabó—: ¡Yo no he pervertido a Kolia!

—¡Cálmate! —dijo la generala, dolorosamente emocionada—. Nadie se burla de ti. Mañana te visitará otro doctor. El primero se ha equivocado. Pero siéntate; no puedes tenerte en pie. Estás delirando. ¿Qué haríamos por él? —exclamó angustiada, haciéndole sentarse en un sillón.

Una lágrima surcó las mejillas de Lisaveta Prokofievna. Al observarlo, Hipólito quedó sobrecogido de estupor. Luego, alargando la mano hacia el rostro de la generala, tocó aquella lágrima con el dedo y sonrió de un modo infantil.

—Yo... usted... —comenzó, alegre—. Usted no sabe cómo yo... ¡Kolia me ha hablado siempre de usted con tal entusiasmo...! Por ese entusiasmo es por lo que me agrada. Yo no le he pervertido jamás. Voy a abandonarle también, como a todos. Y era mi único amigo. Quisiera haberle dejado todos mis amigos; pero no he tenido ninguno... ¡Cuántas cosas he querido hacer! Y tenía el derecho de hacerlas... Pero ahora ya no deseo nada, renuncio a toda voluntad; lo he jurado. ¡Que los hombres busquen la verdad sin mí! Sí: la naturaleza es irónica. Si no —añadió, con insólita vehemencia—, ¿por qué crea hombres superiores para burlarse de ellos a continuación? Cuando algún ser ha sido reconocido como perfecto en la tierra, la naturaleza le ha dado por misión decir cosas capaces de producir tales torrentes de sangre que, vertidos de una vez, hubiesen ahogado a la humanidad entera. Más vale que yo muera. Porque, si no, acabaría diciendo alguna espantosa mentira. ¡Ya se encargaría de ello la naturaleza! No he corrompido a nadie. Aspiré a vivir para procurar la dicha de todos los hombres, para buscar y difundir la verdad. Miraba por la ventana la casa Meyer y juzgaba que me bastaría un cuarto de hora de hablar desde allí para convencer a todos, a todos. Y para una vez que entro en contacto, no con la multitud, sino con ustedes, ¿qué ha resultado? Nada. ¡Ha resultado que me desprecian! Y no habré conseguido dejar el menor recuerdo de mí. Ni un acto, ni una voz, ni una huella, ni una sola idea propagada. No se burlen de este imbécil. Olvídenle, olvídenle para siempre. ¡No tengan la crueldad de acordarse de él! ¿Saben que, si no estuviera tuberculoso, me mataría?


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