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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¡Es monstruoso! Ataca la cultura, elogia el atraso del siglo doce, hace espavientos a todo y, sin embargo, ¿es un hombre puro? ¿Quieren decirme cómo se ha arreglado para comprar esta casa?

En otro rincón, el general Ivolguin peroraba ante un grupo de oyentes, dirigiéndose en particular a Ptitzin, a quien había cogido por un botón de la levita.

—He conocido —decía– a un verdadero intérprete del Apocalipsis: el difunto Gregorio Semenovich Burmistrov. Era un hombre que traspasaba los corazones como un dardo de fuego. Poníase lentes, abría un enorme libro encuadernado en negro, y ello, y su barba blanca, y las dos medallas que pregonaban sus actos caritativos, añadían más prestigio a su persona. Comenzaba a hablar en tono severo. Los generales se inclinaban ante él, las damas se desinayaban. Pero este tipo concluye su discurso con el anuncio de un ágape. ¡Eso rebasa todos los límites!

Ptitzin, cuando calló el general, hizo ademán de buscar su sombrero; pero, si había pensado marcharse ello fue una idea fugaz, ya que no la llevó a efecto. Antes de que los reunidos se levantaran de la mesa, Gania había dejado de beber y apartado su vaso. Una sombra se extendía sobre su rostro. Luego, levantándose también, fue a sentarse junto a Rogochin. Dijérase que existían entre los dos las más amistosas relaciones. Rogochin, que al principio había estado a punto de marcharse sin que los demás lo notaran, permanecía ahora sentado, inmóvil, con la cabeza baja, olvidado de su proyecto de irse. Durante toda la velada no bebió una gota de vino y se le veía sumido en hondas reflexiones. Sólo de cuando en cuando alzaba la vista y examinaba a los presentes. Parecía como si esperase algo muy importante para él y dijérase que únicamente tal espera le había decidido a no retirarse.

Michkin sólo había bebido dos o tres vasos de champaña y en consecuencia no se encontraba sino muy moderadamente alegre. Al levantarse de la mesa sus ojos hallaron los de Radomsky, y, recordando la explicación que debía tener con él, sonrió con gentileza. Eugenio Pavlovich hízole una indicación con la cabeza, mostrándole a Hipólito que dormía tendido en el diván.

—Dígame, príncipe, ¿por qué este condenado mozo ha venido a su casa? —preguntó Radomsky, con evidente malicia—. Apuesto a que trama alguna cosa.

—He observado, o al menos creído observar —repuso Michkin—, que usted, hoy, se preocupa mucho de Hipólito. ¿Es así, Eugenio Pavlovich?

—A lo que puede añadirse que, dada mi situación personal, debía preocuparme de otras cosas. Yo mismo me extraño de que esa desagradable fisonomía atraiga invenciblemente mi atención desde el principio de la noche.

—Yo opino que tiene una cabeza muy hermosa...

—Mire, mire... —exclamó Radomsky, asiendo el brazo del príncipe—. ¡Mire!

Michkin examinó a su interlocutor con redoblada extrañeza.

V



Hipólito, que se había dormido cuando Lebediev llegaba al fin de su discurso, despertó de pronto como si alguien le hubiese descargado un golpe en el pecho. Se estremeció, incorporóse, miró en torno suyo y palideció. Sus ojos se pasearon por los rostros de los circunstantes con cierta expresión de inquietud, y cuando la memoria y la reflexión volvieron a su mente, no fue ya inquietud, sino terror, lo que reflejó su semblante.

—¿Se van ya? ¿Ha terminado todo? ¿Sí? ¿Ha salido el sol? —inquirió ansiosamente, tomando el brazo de Michkin—. ¿Qué hora es? ¡Dígamelo, por el amor de Dios! ¿He dormido mucho? ¿Cuánto tiempo? —añadió con desesperación, como si el dormirse le pusiera en riesgo de perder algún negocio de que dependiese todo su destino.

—Sólo ha dormido usted siete u ocho minutos —contestó Radomsky.

—¡Ah! ¿Sólo eso? Entonces yo...

Y respiró hondamente, como si quedase aliviado de una carga penosa. Acababa de comprender que no había «terminado todo», que aún no era de día, que los presentes no se levantaban para irse, sino para hacer colación y que si algo había concluido era únicamente la perorata de Lebediev. Sonrió, pues, y las manchas rojas sintomáticas de la tuberculosis animaron sus mejillas.

—Veo que ha contado usted los minutos de mi sueño, Eugenio Pavlovich —dijo, con mofa—. Ya he notado o que desde el principio de la velada no me quita usted la vista de encima. ¡Ah, Rogochin! Le he visto hace unos instantes en sueños —murmuró al oído de Michkin, señalándole a Parfen Semenovich, que se sentaba ante la mesa. Y pasando sin transición a una idea diferente, preguntó—: ¿Y el orador? ¿Dónde está Lebediev? ¿Ha terminado de hablar? ¿Qué decía? ¿Es cierto, príncipe, que ha asegurado usted en una ocasión que la belleza salvaría al mundo»? Señores —exclamó, dirigiéndose a todos—, el príncipe afirma que la belleza salvará al mundo. Y yo afirmo, a mi vez, que la causa de que tenga ideas tan curiosas, es que está enamorado. ¡Está enamorado, señores! En cuanto le he visto entrar me he convencido de ello. No se ruborice, príncipe: ¡va usted a darme lástima! ¿Qué clase de belleza será la que salve el mundo? Kolia me lo ha dicho... ¿Es usted cristiano ferviente? Kolia me asegura que sí....

Michkin le miró con atención, en silencio.

—¿Por qué no me contesta? ¿Cree usted que le aprecio mucho? —preguntó bruscamente Hipólito.

—No lo creo. Opino que no me aprecia nada.

—¿Cómo? ¿Ni después de nuestra entrevista de ayer? ¿No he sido franco con usted ayer?

—Ayer ya sabía que usted no me apreciaba.

—¿Por qué? Porque estoy celoso de usted y le tengo envidia, ¿verdad? Siempre lo ha creído usted así, y lo cree ahora, pero... En fin, no sé por qué he hablado de esto. Quiero champaña. ¡Una copa, Keller!

—No puede usted beber más; no lo permitiré.

Y Michkin se apresuró a apartar la copa que el enfermo tenía ante sí.

—En realidad no le falta razón —reconoció Hipólito, pensativo—. ¿Qué se diría, después? Aunque, en rigor, ¿qué importa lo que digan? ¿No es cierto, no lo es? Que digan después lo que quieran, ¿verdad, príncipe? ¿Por qué inquietarnos, yo y todos los demás, por lo que sucede después? Estoy medio dormido aún. Y he tenido un sueño espantoso: ahora lo recuerdo... No le deseo semejantes sueños, príncipe, aunque acaso no le estime en verdad. Pero que no se estime a un hombre no es razón para desearle mal, ¿eh? ¿Y por qué haré estas preguntas? ¡Me paso la vida preguntando! Déme la mano; quiero estrechársela con calor; así... ¡Me ha tendido usted la mano! ¿De modo que sabía que yo iba a estrechársela sinceramente? Bien: no beberé más. ¿Qué hora es? Pero no es preciso que me lo digan: bien sé la hora que es. ¡Ha llegado la hora! ¡Éste es el momento! ¿Van a servir la comida en aquel rincón? ¿Queda libre esta mesa? ¡Muy bien! Señores, yo... Veo que no escuchan. Me proponía leerles una cosa, príncipe. La comida es sin duda muy interesante; pero...

Y de pronto, entre la sorpresa general, Hipólito sacó del bolsillo de su levita un fajo de papel, cerrado con un enorme sello rojo y lo puso en la mesa, ante sí.

Aquella insólita circunstancia produjo mucho efecto. Los reunidos esperaban algo raro, pero no de tal estilo. Eugenio Pavlovich se agitó en su silla. Gania se precipité hacia la mesa y Rogochin hizo lo mismo, con una expresión como de airado enojo, tal que si le constara la finalidad de la escena. Lebediev, que estaba junto a Hipólito, se acercó más, mirando el fajo de papel con sus ojillos curiosos, cual si quisiera adivinar de qué se trataba.

—¿Qué le pasa? —preguntó Michkin al joven, con inquietud.

—Cuando salga el sol descansaré, príncipe; ya lo he dicho. ¡Palabra de honor! —repuso Hipólito—. ¡Ya lo verá! Pero ¿es posible que no se me crea capaz ni de abrir este paquete? —añadió, paseando indistintamente sobre todos una mirada de desafío.

Michkin notó que el pobre muchacho estaba algo tembloroso.

—Ninguno de nosotros lo supone así —manifestó —¿Cómo se le ocurre una idea tan extraña? ¿Qué sucede, Hipólito?

—¿Qué le pasa? ¿Qué ocurre? —inquirían los visitantes.

Y todos se acercaron, a pesar de que algunos habían empezado ya a comer. El paquete y su sello rojo parecían ejercer un influjo magnético sobre todos.

—Yo he escrito esto ayer, después de prometerle venir a su casa, príncipe. Este trabajo me ha ocupado todo el día de ayer y parte de la noche. Lo terminé por la mañana. Me dormí poco antes de alborear, y tuve un sueño...

—¿No valdría más dejarlo para mañana? —sugirió el príncipe con timidez.

—¡Mañana no habrá tiempo! —e Hipólito rió histéricamente—. Pero no se preocupen: mi lectura sólo durará cuarenta minutos o, a lo sumo, una hora. Fíjense cómo se ha despertado la curiosidad general: todos se acercan, miran el envoltorio... Si yo no hubiese puesto el escrito bajo sobre, el efecto habría sido nulo. ¡Lo que es el misterio! ¿Lo abro o no, señores? —interrogó, riendo como antes—. ¡Un secreto, un secreto! ¿Recuerda príncipe, quien dijo que «ya no habría tiempo»? Lo profetizó en el Apocalipsis un ángel grande y poderoso.

—Vale más no leer eso —declaró Radomsky, con inquieta expresión que extrañó a algunos.

—No lo lea —apoyó Michkin, poniendo la mano sobre los papeles.

—No es momento de lecturas —comentó alguien—. Ahora vamos a comer.

—¿Un artículo destinado a alguna revista? —inquirió otro.

—Seguramente será aburrido —acrecentó un tercero.

—Pero ¿qué es? —preguntaban los demás.

La inquietud que revelaba el ademán de Michkin pareció contagiar al propio Hipólito.

—Así, ¿no leo? —dijo al príncipe en voz baja, con una sonrisa forzada que crispó sus labios lívidos—. ¿No leo? —insistió envolviendo a todos en una mirada donde se leía el ardiente deseo de desahogarse. Y luego, dirigiéndose otra vez a Michkin, interrogó—: ¿Tiene usted miedo?

—¿De qué? —replicó el interrogado, cuya expresión cambió de un modo evidente.

Hipólito se alzó bruscamente, como si le hubiesen arrancado de su asiento.

—¿Hay quien tenga una pieza de veinte kopecs, o una moneda pequeña cualquiera? —preguntó.

—Tome —repuso Lebediev, ofreciendo una a Hipólito, y pensando que el joven debía haber enloquecido.

—Vera Lukianovna —dijo Hipólito con animación—, tome esta moneda y arrójela al aire, sobre la mesa. Vamos a decidir a cara o cruz. Si sale cruz, leo.

La joven, alarmada, miró sucesivamente la moneda, a Hipólito y a su padre. Luego hizo lo que le decían, muy turbada y levantando los ojos, como si fuese cosa prohibida mirar la moneda. Ésta cayó sobre la mesa: era cruz.

La decisión de la suerte pareció consternar a Hipólito.

—¡Hay que leer! —exclamó, pálido como si acabase de serle notificada su sentencia de muerte. Guardó silencio durante unos segundos y luego, estremeciéndose y mirando con singular expresión de franqueza a quienes le rodeaban, continuó—: ¿Qué es esto? ¿Es posible que yo acabe de jugar mi suerte a cara o cruz? ¡Es una particularidad psicológica sorprendente! —exclamó hablando a Michkin con acento delator de una extrañeza profunda. Y, como una persona que recobra la conciencia de sí misma, prosiguió, con animación—: Es... es inconcebible. Tome nota de esto, príncipe, ya que usted, según me han dicho, recoge datos relativos a la pena de muerte. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué absurdo, Dios mío!

Se sentó en el diván, acodóse en la mesa y apoyó la cabeza en las manos.

—Es casi una vergüenza... Pero, ¿qué más da que lo sea? —añadió, casi en el acto, levantando el rostro. Y en seguida, con súbita resolución, anunció—: Voy a rasgar el sobre, señores. Pero conste que no obligo a nadie a escuchar.

Sus manos temblaban de emoción mientras abría el paquete, del que sacó varias hojas pequeñas de papel de cartas cubiertas de una apretada escritura. Una vez puestas ante él, comenzó a ordenarlas.

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? ¿Qué va a leernos? —murmuraban algunos, malhumorados.

Los demás callaban. Todos atendían con curiosidad. Acaso esperasen realmente algo extraordinario. Vera, inmóvil tras la silla de su padre, casi lloraba de temor. Kolia no estaba menos inquieto que la joven Lebediev, que ya se había sentado, incorporóse a medias, y acercó las luces a Hipólito para que leyese mejor.

—Ahora verán lo que es esto, señores —dijo el muchacho iniciando la lectura—: «Explicación necesaria» Lema: Après moi le déluge.

—¡El diablo me lleve! —exclamó vivamente, con un movimiento tal como el que haría de haberse quemado—. ¿Es posible que se me haya ocurrido un lema tan tonto? Atención, señores... Les aseguro que, en resumen, puede que esto no sea sino una colección de monstruosas sandeces. Se trata sólo de ideas personales... Si creen ustedes que hay aquí algo de misterioso, de... en una, palabra, de prohibido...

—Lee sin más preámbulos —atajó Gania.

—¡Cuánta afectación! —añadió otro.

—¡Demasiadas palabras! —apoyó Rogochin, hablando por primera vez en aquella noche.

Hipólito le miró. Cuando los ojos de ambos se encontraron, Rogochin sonrió con amargura y pronunció con voz lenta las siguientes extrañas palabras:

—Ése no es el camino oportuno, muchacho, no es el camino...

Nadie, de cierto, comprendió bien lo que Rogochin quería decir, mas, aun así, su frase produjo una rara impresión en el auditorio. A todos se les ocurrió en el instante la misma idea. Las palabras de Rogochin causaron en Hipólito un efecto tremendo: acometióle tal temblor que Michkin hubo de alargar el brazo para sostenerle, y seguramente habría estallado en gritos, de no ahogársele la voz en la garganta. Durante un minuto no consiguió articular una palabra, ni dejó de mirar a Rogochin. Al fin pudo pronunciar:

—¿Así que era usted... era usted...?

—¿Yo? ¿Yo, qué? —repuso Rogochin, perplejo.

Hipólito, presa de repentina ira, enrojecido el rostro, clamó, con vehemencia:

—¡Era usted quien entró en mi cuarto la semana pasada, por la noche, entre una y dos de la madrugada, el día en que yo le visité por la mañana! ¡Era usted! ¡Confiéselo! ¿Era usted?

—¿La semana pasada? ¿Por la noche? ¿Te has vuelto loco, muchacho?

Hipólito, sin hablar, llevóse el índice a la frente y reflexionó por un instante. De improviso, la débil y temerosa sonrisa que crispaba sus labios adquirió una expresión maligna, casi triunfal.

—¡Era usted! —repitió, casi en un murmullo, mas con intensa convicción—. Usted entró en mi cuarto y se sentó, sin hablar, en una silla, junto a la ventana. Allí permaneció una hora o más, porque llegó hacia las doce o la una y eran más de las dos cuando se fue. ¡Era usted, usted! Pero lo que no puedo comprender es por qué fue a espantarme, a torturarme...

Y en su rostro se pintó, una expresión de odio inmenso. Su cuerpo se estremecía de pies a cabeza.

—Van a saberlo todo... ahora mismo, señores... Porque yo...

Asió precipitadamente su manuscrito. Las hojas no estaban en orden y no consiguió intercalarlas debidamente sino con mucho trabajo. Le temblaban las manos terriblemente.

—Está loco, o delira —dijo Rogochin a media voz.

Al fin comenzó la lectura, titubeante y poco inteligible durante los primeros cinco minutos a causa de la emoción que obstruía la garganta del lector; luego clara y distinta cuando su voz se afirmó. En ocasiones, fuertes accesos de tos le interrumpían. Estaba muy ronco cuan do llegó a la mitad de su artículo. A medida que avanzaba en la lectura se animaba más y los oyentes experimentaban una impresión cada vez más penosa. El trabajo rezaba así:


«UNA EXPLICACIÓN NECESARIA»


Après mois le déluge.


Ayer por la mañana el príncipe vino a mi casa y en el curso de nuestra conversación me propuso ir a vivir con él en su villa. Yo sabía que él habría de insistir en tal sentido, y estaba seguro de que, para persuadirme a aceptar su oferta, me diría: «La muerte le será más dulce en el campo, entre personas y árboles», porque es así como se suele expresar. Pero hoy no pronunció la palabra «muerte», sino que dijo: «La vida le será más dulce...» lo cual, dada mi situación, viene a ser, poco más o menos, lo mismo para mí. Le pregunté qué importancia atribuía a esos «árboles» de que tanto me hablaba y que se pasa la vida poniéndome ante los ojos. Su contestación me hizo conocer algo que me sorprendió: parece que yo mismo dije la otra tarde que había ido a Pavlovsk para ver los árboles por última vez. Le contesté que en el momento de la muerte era igual tener a la vista árboles o un muro de ladrillo y que, para quince días, no merecía la pena andar con tanto cumplido. El príncipe no se negó a reconocerlo; pero dijo que, a su juicio, el aire puro y el verdor producirían en mí sin duda un cambio físico. Creía también que mi agitación y «mis sueños» no serían iguales en el campo, y que acaso resultaran menos penosos. Le hice notar, riendo, que su lenguaje trascendía a la legua a materialismo, a lo que me contestó con su sonrisa habitual que él había sido siempre un materialista. Como no miente nunca, comprendí que no decía palabras vanas. Su sonrisa —que ahora he observado bien– es muy agradable. No sé si le estimo o no; me ha faltado tiempo para quebrarme la cabeza con esa pregunta. Sólo quiero hacer constar una cosa: el odio que le profesé desde hace cinco meses se ha desvanecido por completo en estas últimas semanas. ¿Quién sabe si no fui a Pavlovsk sólo para verle? ¿Por qué, si no? ¿Y por qué, de todos modos, salí de mi alcoba de enfermo? Un condenado a muerte no debe moverse de su rincón. Y de no haber tomado ahora mi decisión final, de no haber resuelto aguardar hasta el último instante, no abandonaría mi cuarto por nada en el mundo y no aceptaría la oferta de ir a casa del príncipe, en Pavlovsk.

Necesito apresurarme para concluir de hoy a mañana esta «explicación». No voy a tener el tiempo de releer y corregir mi trabajo. La segunda lectura que haga de él será la que realice mañana ante el príncipe y las dos o tres personas que cuento encontrar en su casa. Y como en esto no habrá una sola palabra falsa, sino que todo será verdad, la última y pura verdad, tengo la curiosidad de saber qué impresión producirá sobre mí mismo en la hora y momento en que vuelva a leer lo que escribo. Por lo demás era perfectamente inútil escribir «última verdad», ya que si no vale la pena el vivir cuando sólo se tienen quince días ante uno, tampoco vale la pena el mentir para tan poco tiempo. Y ésta es la mejor prueba de que no voy a escribir sino la verdad. (Nota: no olvidar esta idea: Actualmente, ¿no estaré loco, al menos a ratos? Me han dicho que, a veces, en la última fase de su dolencia, los tuberculosos pierden a menudo momentáneamente la razón. Comprobarlo mañana observando la impresión que la lectura causa en los oyentes. No dejar de aclarar por completo este punto, pues sin ese esclarecimiento previo no es posible actuar.)

Creo que acabo de escribir una tremenda tontería; pero ya he dicho que no tengo tiempo de corregir. Aunque observe que me contradigo de una línea a otra, no haré la menor corrección. No cambio nada, adrede, porque deseo comprobar mañana si sigo un curso lógico en mis pensamientos y si reparo en mis errores. De ser así, puedo dar por exactas todas las conclusiones que he formulado razonando desde hace seis meses en esta habitación. En otro caso, sabré que no son más que delirios.

Si hace dos meses fuera, como ahora, a dejar en definitiva esta habitación y despedirme del muro de Meyer, tengo la certeza de que me habría entristecido. Pero ahora no siento nada, aunque mañana voy a abandonar para siempre la habitación y el muro. Así, pues, mi convicción de que, para dos semanas que faltan, no merece la pena lamentar nada ni entregarse a una impresión cualquiera, ha triunfado de mi carácter y acaso desde ahora domine todos mis sentimientos. Pero ¿es esto verdad? ¿Es cierto que mi carácter y naturaleza están totalmente vencidos? Si en este momento me sometieran a tortura, sin duda comenzaría a gritar en vez de decir que el sufrimiento es insignificante cuando sólo quedan quince días de vida.

Ahora bien, ¿es cierto que sólo me quedan quince días de vida? La otra tarde, en Pavlovsk, falté a la verdad. Botkin no me dijo nada, ni me reconoció nunca. Hace una semana me visitó un estudiante de medicina llamado Kislorodov, hombre materialista, nihilista e incrédulo. Por eso precisamente quise saber su opinión: yo deseaba hallar una persona que me dijese la verdad sin rodeos. Y, en efecto, me dijo, no sólo sin rodeos, sino incluso con visible satisfacción (lo que me pareció demasiado), que me quedaba como un mes de vida, y acaso algo más en circunstancias favorables, pero que también podía acabar mucho antes. Según él, puedo morir de repente en cualquier momento: por ejemplo, mañana. «Se han visto casos así —me dijo—. Anteayer mismo, en Kolomno, una señora joven, tuberculosa, en condiciones muy semejantes a las de usted, se sintió repentinamente mal en el momento en que iba a salir al mercado para hacer la compra; se tendió en un diván, exhaló un suspiro y murió.» Kislorodov me habló en el tono más indiferente que pudiera pensarse, y parecía darme un testimonio de aprecio al expresarse así. A sus ojos, yo parecía ser un hombre superior, tan al margen de todo que no le preocupaba en nada la vida. Sea como fuera, una cosa es cierta: que sólo me queda un mes de vida. Estoy seguro de que Kislorodov, en eso, no me ha engañado.

Me ha sorprendido antes oír hablar al príncipe de mis «malos sueños». ¿Cómo los habrá adivinado? Me dijo literalmente que en Pavlovsk «mi agitación y mis sueños» se modificarían. O es médico, o posee una inteligencia extraordinaria, que le permite adivinar muchas cosas, aunque no quepa duda que, en fin de cuentas, es un «idiota». Precisamente cuando él vino hacía una hora que yo había tenido un hermoso sueño (análogo a cientos de otros semejantes que suelo tener ahora). Al dormirme, soñé que me encontraba en un cuarto que no era el mío. La pieza era más clara, más espaciosa, más alta de techo y mejor amueblada que mi alcoba. Había en ella una cómoda, un armario, un diván y un lecho. Este último, ancho y grande, estaba cubierto por una colcha de seda verde. Mas en la misma habitación percibí un espantoso animal, una especie de monstruo. Se asemejaba a un escorpión, pero no lo era, sino un ser mucho más horrible que me producía la impresión de ser el único de su especie. Parecíame que había surgido expresamente para mí y esta circunstancia se me figuraba lo más misterioso de todo. Pude examinarle bien: era un reptil de unos cuatro verchoks de longitud, cubierto de un caparazón castaño oscuro. La cabeza tenía el grosor de dos dedos, y el cuerpo se adelgazaba paulatinamente hasta la cola, cuyo extremo no alcanzaba un décimo de verchok. A un verchok de distancia de la cabeza surgían dos patas, una a la izquierda y otra a la derecha, formando con el cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados. Medían como un par de verchoks, lo que daba al animal, visto desde arriba, la forma de un tridente. No pude observarle bien la cabeza, pero sí advertí en ella un par de antenas, semejantes a dos agujas gruesas, y también de color castaño. Al extremo de la cola y de cada pata surgían otras dos antenas iguales, de modo que tenía ocho en total. La bestia corría muy rápidamente por la habitación, apoyándose en las patas y en la cola, que se retorcían como minúsculas serpientes, a pesar de su caparazón. Esto era lo más horroroso de ver. Yo temía mucho ser picado por aquel animal, porque se me había dicho, no sé cuándo, que era venenoso; pero aún sentía una preocupación mayor: la de saber quién lo había puesto en mi cuarto. «¿Qué me quieren hacer y qué secreto se encierra en esto?», me preguntaba con ansiedad. El animal se ocultaba bajo la cómoda y el armario, y se deslizaba en los rincones, en el asiento. El reptil cruzó el cuarto rápidamente y desapareció no sé dónde, cerca de mi silla. Yo le busqué con los ojos, muy asustado, si bien, dada la forma en que me había puesto, esperaba que no pudiese alcanzarme. De pronto sentí un ruidillo seco tras de mí, muy cerca de mi nuca. Volvíme y vi al reptil trepando el muro. Había llegado a la altura de mi cabeza, y su cola, que se movía con rapidez, me rozaba ya los cabellos. Me levanté bruscamente y el animal desapareció. No me atrevía a acostarme, temeroso de que se deslizase bajo la almohada. Mi madre entró en la alcoba, acompañada de un conocido, y ambos empezaron a perseguir al reptil, aunque estaban tranquilos y no experimentaban temor alguno. Cierto que no comprendían nada... De pronto el monstruo salió de su escondite y se dirigió a la puerta. Esta vez se movía muy lentamente, sin ruido. Aquella lentitud, que parecía deliberada, era más repugnante que todo lo demás. Mi madre abrió la puerta y llamó a «Norma», nuestra perra, una terranova enorme de pelo negro y rizado, que murió hace cinco años. «Norma» se precipitó en el cuarto y se detuvo en seguida, como petrificada, ante el reptil. Éste se paró, pero seguía retorciéndose. Las extremidades de su pata y su cola continuaban resonando en el pavimento. Si no estoy engañado, los animales no sienten el terror de lo desconocido. Y, sin embargo, yo creí notar entonces en la perra algo de extraordinario, como si presintiese en aquella aparición el terror de una cosa misteriosa, abominable. «Norma» retrocedió lentamente ante el reptil, y éste avanzó con precaución hacia su enemigo, como si sólo esperase el momento de lanzarse sobre él y picarle. La perra temblaba intensamente, pero, pese a su espanto, miraba al monstruo con ojos de odio. De pronto abrió sus terribles mandíbulas, mostró su ancha y roja boca y, decidiéndose, apresó entre los dientes al reptil. Éste hizo un tremendo esfuerzo para liberarse, y «Norma» hubo de atraparle otra vez al vuelo. Oí quebrarse el caparazón entre los dientes del terranova. La cola y la cabeza del reptil, que salían de entre los dientes de la perra, se agitaban frenéticamente. De pronto «Norma» lanzó un doloroso quejido: el monstruo había logrado picarle en la lengua. Gimiente y aullante, la pobre perra abrió las mandíbulas, y vi al reptil que, partido por la mitad, se agitaba aún, vertiendo de su cuerpo roto, sobre la lengua del terranova, un líquido blanco semejante al que sale de una cucaracha aplastada... entonces me desperté y el príncipe entró...»

Hipólito, confuso, se interrumpió súbitamente.

—Señores —dijo—, no he vuelto a releer este escrito y temo haber anotado en él muchas cosas inútiles. Este sueño...

—No dices más que la verdad —se apresuró a indicar Gania.

—Reconozco que hay demasiados detalles personales, quiero decir, demasiadas cosas que sólo se refieren a mí...

Hipólito, al hablar, se enjugaba con el pañuelo el sudor que cubría su frente. Estaba, al parecer, cansado y exhausto.

—Sí, usted se ocupa demasiado de sí mismo —dijo Lebediev, con voz sibilante.

—Repito, señores, que no exijo la atención de nadie. Si alguno no quiere escuchar, puede irse.

—¡Pone a la gente a la puerta de una casa que no es la suya! —rezongó Rogochin.

—¿Cómo vamos a hacerlo? ¿No ve que entonces nos iríamos todos? —intervino Ferdychenko, que hasta entonces no había vuelto a hablar.

Hipólito bajó la cabeza y empuñó su manuscrito. Pero, casi inmediatamente, volvió a levantar la cabeza, sus ojos relampaguearon y en sus mejillas se acentuaron las dos manchas rojas.

—Ya veo que no me estima usted —dijo, contemplando a Ferdychenko con fijeza.

Sonaron risas. Sin embargo, los más no rieron. El joven se ruborizó intensamente.

—Hipólito —aconsejó Michkin– déme el manuscrito y no lea más. Va usted a acostarse en mis habitaciones. Antes de dormirnos charlaremos y mañana también; pero quede bien entendido que en el futuro no volverá a pensar en ese trabajo. ¿Quiere?

—¿Lo cree posible? —repuso Hipólito, con aspecto de profunda extrañeza. Y añadió, con animación febril—: Señores, éste ha sido un lance tonto; no he sabido comportarme. No volveré a interrumpir la lectura. Quienes quieran, que escuchen.

Bebió apresuradamente un trago de agua, se acodó en la mesa, inclinando la cabeza para sustraerse a las miradas de los demás y, a despecho de todo, comenzó a leer. Su confusión desapareció en seguida.

«La idea de que no vale la pena vivir por unas semanas —prosiguió– principió, sino me equivoco, a invadir mi espíritu hace un mes, es decir, cuando me quedaban cuatro semanas de existencia; pero no se adueñó de mí por completo hasta hace tres días, o sea a raíz de la velada transcurrida en Pavlovsk. La primera vez que me sentí plenamente penetrado de ese pensamiento fue en la terraza del príncipe, en el momento en que yo imaginaba hacer un último ensayo de vida. Entonces quise ver gente, mirar los árboles, y hasta parece que lo dije; me acaloré, sostuve el derecho de Burdovsky; soñé con que todos me abrieran sus brazos y me estrecharan contra sus corazones; imaginé que habría entre ellos y yo no sé qué perdones mutuos, y, en resumen, terminé como un imbécil. Y en aquellos precisos instantes se produjo también en mí la «convicción definitiva». Hoy me pregunto cómo pudo hacerse esperar seis meses enteros. Me sabía positivamente víctima de una dolencia implacable, y no me hacía ilusión alguna, pero experimentaba el deseo de vivir tanto más ardientemente cuanto con más claridad me daba cuenta de mi estado: me asía a la vida, deseaba vivir, costase lo que costara. Admito que pude entonces irritarme contra el destino ciego y sordo que, sin motivo, quería aplastarme como a una mosca; pero ¿por qué no me atuve a esa ira? ¿Por qué comencé a vivir, sabiendo que no valía la pena de comenzar; por qué intenté el ensayo cuya inutilidad de antemano reconocía? Ni siquiera podía leer un libro hasta el fin, y había renunciado a la lectura, porque, ¿a qué leer ni instruirse para sólo seis meses? Este pensamiento me hizo tirar lejos de mí, más de una vez, el libro que tenía entre manos.»

«¡Qué historia podría contar de ese muro de la Casa Meyer! ¡Cuántas cosas he advertido en él! No había en aquella sucia pared una sola mancha que yo no conociera. ¡Maldito paredón! Y, con todo, me es más querido que los árboles de Pavlovsk, es decir, lo sería si actualmente no me diese todo lo mismo.»

«Recuerdo ahora el ávido interés con que entonces comencé a seguir la vida de los demás, cosa que nunca me interesara en el pasado. A veces, cuando me sentía tan mal que no podía salir de casa, esperaba a Kolia con impaciencia. Las menores bagatelas, las historias más insignificantes me apasionaban a tal extremo que creo haber llegado hasta a ser chismoso. No comprendía, por ejemplo, cómo esos hombres que tienen ante sí tanta vida no se apresuran a enriquecerse, cosa que, por lo demás, tampoco comprendo ahora. Yo conocía a un pobre hombre que, según supe después, ha acabado muriendo de hambre, y recuerdo que tal noticia me puso fuera de mí. De haber podido resucitar a ese desgraciado, creo que yo habría sido capaz de darle muerte. A veces he tenido mejoría de semanas enteras, y entonces hubiera podido salir de mi habitación; pero la calle me exasperaba y permanecía encerrado días y días, aunque hubiese podido salir como todos. Me era insufrible la multitud agitada, atareada, triste, llena de preocupaciones, que se cruzaba conmigo en las aceras. ¿A qué se debe la eterna melancolía de esa gente, su continua agitación, esa sombría ira de todos sus instantes? Porque están furiosos, furiosos... ¿Quién tiene la culpa de que sean desgraciados y no sepan vivir cuando les espera una perspectiva de sesenta años de vida? ¿Por qué Zarnitzin se ha dejado morir de hambre teniendo sesenta años de vida ante él? Y todos exhiben sus harapos, sus manos callosas y exclaman: «Trabajamos como bueyes, sufrimos, estamos hambrientos como perros. Otros, en cambio, no trabajan, no sufren y son ricos.» ¡Lo de siempre! Al lado de esa gente recorre las aceras de mañana a noche un desgraciado azotacalles, hombre de «noble cuna», que trabaja como recadero, Ivan Fomich Surikov, que vive en nuestra casa, encima de nosotros. Todo el día anda yendo y viniendo, con los codos rotos y los botones colgando... Si se le habla cuenta que es pobre, mísero, mendigo; que su esposa falleció porque él no tenía para comprarle medicamentos; que su hijo menor murió, helado de frío, este invierno; que su hija mayor es una entretenida... Y así se pasa la vida gimiendo y quejándose. Pero declaro con orgullo que ni antes ni ahora he tenido compasión de tales imbéciles. ¿Por qué no es un Rothschild, con muchos millones, montañas de relucientes imperiales y de napoleones de oro? Puesto que vive, todo está en su mano. ¿Quién tiene la culpa de que él no lo comprenda?»


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