Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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Pero Ardalion Alejandrovich, excitado por su relato, no parecía dispuesto a detenerse ni aun cuando hallara en su interlocutor la más extrema incredulidad.
—¡«Todo eso», príncipe! ¡Pero si hay mucho más! Hasta ahora sólo he contado miserias, cosas políticas... Pero le repito que he sido testigo de lágrimas y gemidos nocturnos del gran hombre. ¡Y eso no lo ha visto nadie más que yo! Hacia el fin, es cierto, ya no lloraba, pero gemía con frecuencia y su rostro se ensombrecía cada vez más. Era como si la eternidad le sombrease ya con sus alas. Por la noche pasábamos horas enteras juntos y silenciosos, mientras el mameluco Roustan roncaba en la habitación contigua. Aquel hombre dormía con un ruido infernal, pero Napoleón lo toleraba porque, según solía decir, era muy adicto al emperador y a la dinastía. Una vez sentí tal compasión que las lágrimas acudieron a mis ojos. El emperador, notándolo, me contempló con ternura y dijo: «Te duele mi suerte... Acaso haya otro niño que llora por mí: mi hijo, le roi de Rome. El resto de los hombres me odian y, en mi desgracia, mis hermanos son los primeros en traicionarme». Me precipité hacia él, sollozando. Él no pudo contenerse y ambos nos abrazamos y mezclamos nuestras lágrimas. «Escribid una carta a la emperatriz Josefina», le dije entre sollozos. Napoleón estremecióse y, tras un momento de reflexión, repuso: «Gracias, amigo mío, por haberme recordado un tercer ser que me ama». Y, sentándose a la mesa, escribió a Josefina. Al día siguiente, Constant salió con la carta.
—Hizo usted bien —dijo Michkin– sugiriéndole un buen sentimiento cuando se abandonaba a sus pensamientos sombríos.
—Justo, príncipe. A eso quería yo llegar. Ha comprendido usted por intuición cuál era mi propósito —exclamó el general entusiasmado, mientras las lágrimas asomaban a sus ojos—. Sí, príncipe: fue un espectáculo admirable. ¿Sabe que estuve a punto de seguirle a París? Y entonces sin duda hubiese compartido su cautiverio en aquella isla terrible... Pero, ¡ah!, el destino nos separó. Él partió hacia la isla donde quizá recordara, en momentos de lacerante tristeza, las lágrimas del pobre niño que le abrazaba despidiéndose de él en Moscú, y yo fui enviado al cuerpo de cadetes, donde no encontré más que una disciplina brutal, camaradas toscos y... ¡Qué lejos está todo eso! El día de su marcha, estando ya en el caballo, me dijo: «No quiero separarte de tu madre, pero me gustaría hacer algo por ti». Yo, tímidamente, viéndole agitado y sombrío, repuse: «Escribidme algo, como recuerdo, en el álbum de mi hermana». Él pidió una pluma y cogió el álbum. «¿Qué edad tiene tu hermana?», preguntó, ya con la pluma en la mano. «Tres años», respondí Petitte fille, alors. Y escribió en el álbum estas palabras: Ne mentez jamais. —Napoleón, votre ami sincere. Reconocerá, príncipe, que tal consejo y en tal momento...
—Sí; es muy significativo.
—Mientras vivió mi hermana (que murió de parto) aquel autógrafo figuraba en una pared de su salón, bajo un cristal enmarcado en oro. Luego no sé lo que ha sido de él. ¡Dios mío, las dos! ¡Cómo le he entretenido, príncipe! ¡Es imperdonable!
Y el general se levantó.
—Nada de eso —aseguró Michkin—. Me ha interesado usted mucho. ¡Es tan interesante todo esto! En fin: le estoy muy reconocido.
Ivolguin estrechó la mano de su interlocutor hasta hacerle daño y fijó en él una mirada entusiasta. Luego agregó, a impulsos de una idea súbita que acababa de acudir a su mente:
—Príncipe, es usted tan bueno, tiene un corazón tan ingenuo, que a veces casi me da lástima. Me conmueve usted... ¡Dios le bendiga! ¡Así comience para usted una nueva vida y florezca... en amor! La mía ha terminado... Perdone, perdone.
Cubrióse el rostro con las manos y se retiró a toda prisa. Michkin no podía dudar de la sinceridad de la emoción de aquel hombre. No dejaba por ello de comprender que Ivolguin se iba ebrio de alegría por su triunfo, aun cuando Michkin sospechaba que el general pertenecía a esa clase de mentirosos que nunca se ilusionan sino a medias sobre la credulidad de sus oyentes. En el presente caso podía muy bien ocurrir que a su exaltación sucediese pronto en el ánimo del general una vergüenza extraordinaria, en cuyo caso miraría como ofensa la comprensiva atención con que su interlocutor le escuchara. «¿Habré hecho mal en dar vuelos a su manía?», díjose Michkin con inquietud. De pronto, súbitamente presa de la hilaridad, rompió en carcajadas durante diez minutos. Poco le faltó para que se reprochase sus risas; pero en seguida comprendió también que nada tenía que reprocharse, ya que sólo una inmensa compasión le había dictado la conducta que demostrara con el general.
Los hechos confirmaron sus pensamientos. La misma tarde recibió una desconcertante carta en la que Ivolguin le informaba que no quería prolongar su relación con él, que le apreciaba y le estaba reconocido, pero que se negaba a aceptar «testimonios de compasión humillantes para la dignidad de un hombre que ya sin eso era bastante desgraciado». Cuando Michkin supo que Ardalion Alejandrovich se había reunido con su mujer, se sintió casi tranquilizado. Pero, como sabe el lector, el general fue a ver a Lisaveta Prokofievna y se comportó allí de una forma lamentable. Sin necesidad de contar detalladamente aquel episodio, diremos que el visitante escandalizó a la generala y despertó su indignación con las acervas alusiones que hizo relativas a Gania. Así, pues, le pusieron ignominiosamente en la puerta. Por eso Ivolguin pasó una noche tan agitada, por eso se levantó de un humor tan endiablado y por eso salió de su casa en un estado vecino a la locura.
Kolia, que no sabía nada de las causas de aquello, creyó necesario evidenciar cierta severidad.
—¿Y qué? ¿Adónde vamos ahora? ¿Qué le parece, padre? No quiere usted ir a casa del príncipe; ha reñido usted con Lebediev; no tiene usted dinero, y nos hallamos en plena calle. ¡Estamos lucidos!
—Más vale estar lucidos que estar bebidos —rezongó el general—. Con ese retruécano, yo... obtuve un... éxito enorme... en un círculo de oficiales, el año... cuarenta y cuatro..., mil... ochocientos cuarenta y cuatro... No me hagas recordarlo... «¿Do está mi juventud? ¿Do está mi lozanía?» ¿De quién es eso, Kolia?
—De Gogol, en «las almas muertas» —repuso Kolia, mirando a hurtadillas a su padre, con viva inquietud.
—¡Las almas muertas! Sí, muertas... Cuando me entierres, escribe sobre mi tumba: «Aquí yace un alma muerta». ¿Te acuerdas? «El oprobio me persigue...» ¿De quién es eso?
—No lo sé, papá.
El general se detuvo por un instante.
—¡Que no ha existido Eropiegov! ¡Erochka Eropiegov! —exclamó con arrebato—. ¡Y es mi propio hijo quien...! Eropiegov, un verdadero hermano para mí durante once meses, un amigo por quien me he batido en duelo... El príncipe Vigorietzky, nuestro capitán, le preguntó una vez, estando bebiendo: «¿Dónde has ganado tu cruz de Santa Ana, Gricha? ¡Contesta!» «En los campos de batalla de mi patria; ahí la he ganado». Yo exclamé «¡Bravo, Gricha!» Hubo un duelo, claro... Después se casó con María Petrovna Su... Sutuguin, y murió en el campo de batalla. Una bala rebotó en la cruz que yo llevaba en el pecho y fue a herirle en plena frente. «Nunca te olvidaré», exclamó y cayó para morir... He servido con honor, Kolia, he servido con nobleza. Pero el oprobio... «El oprobio me persigue». Nina y tú iréis a visitar mi tumba... «¡Pobre Nina!» Yo la llamaba así, Kolia, en los primeros tiempos de nuestro matrimonio, y a ella le gustaba oírlo... ¡Nina, Nina! ¡Qué desgraciada te he hecho! ¿Cómo has tenido paciencia para soportarme? Tu madre es un ángel, Kolia, un ángel... ¿Lo oyes?
—Ya lo sé, querido papá. Ande; volvamos a casa, con mamá. Antes ella ha salido corriendo detrás de nosotros. ¿Por qué no me hace caso? ¡Ni que no me entendiera! Pero ¿está usted llorando?
Kolia, hablando así, lloraba también y besaba las manos de su padre.
—¿Me besas las manos? ¡A mí!
—Sí, a usted... ¿Qué hay de extraño en ello? Dígame: ¿cómo usted, un general, un militar, no se avergüenza de llorar en plena calle? Ande, venga.
—Dios te bendiga, hijo mío, por el respeto que guardas a un infame, a un viejo deshonrado, a tu padre... ¡Así tengas un hijo que se parezca a ti...! Le roi de Rome... ¡Oh! ¡Maldición sobre esta casa!
—Pero ¿qué pasa? —exclamó Kolia, impaciente—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no quiere usted venir a casa? ¿Se ha vuelto loco?
—Voy a explicarme... lo sabrás todo. Te lo diré todo... Pero no grites: podrían oírnos... Le roi de Rome... ¡Oh, qué triste me siento! «Niania, ¿dónde está tu tumba?» ¿Quién escribió eso, Kolia?
—No lo sé, no lo sé... Volvamos a casa en seguida, en seguida... Si es preciso yo mismo romperé los huesos a Gania... Pero ¿adónde va usted?
El general, sin atenderle, le arrastraba hacia la escalera de una casa próxima.
—¿Dónde va? ¡Si no vivimos aquí!
—Inclínate un poco, inclínate —balbució el general—. Acerca la cabeza; te lo diré al oído.
—Pero ¿qué tiene usted? —exclamó Kolia, inquieto, obedeciéndole.
—Le roí de —balbució el general, temblando de pies a cabeza.
—¿Qué? ¿A qué viene tanto hablar de le roi de Rome? ¿Qué hay?
—Yo —murmuró el general, asiéndose con fuerza al hombro de su hijo—, yo... te lo diré todo... María... María Petrovna. Su... su... su...
Kolia se desasió, asió los hombros de su padre y le miró loco de terror. El general tenía el rostro color de púrpura, sus labios se amorataban, ligeras convulsiones contraían su rostro. De pronto se inclinó y comenzó a abandonarse lentamente en los brazos de Kolia.
El joven comprendió lo que pasaba y gritó con voz que retumbó en toda la calle:
—¡Un ataque de apoplejía!
V
Bárbara Ardalionovna había exagerado un tanto, en su conversación con su hermano, la certeza de los informes concernientes al compromiso de Michkin con Aglaya. Acaso, como mujer previsora, adivinase lo que iba a suceder en un futuro inmediato; acaso, desolada al ver disiparse un sueño largamente acariciado, y en el que por otra parte, nunca había creído, se sintiese inclinada, por un impulso muy humano, a exagerar el disgusto de un hermano a quien, sin embargo, quería sinceramente. En todo caso no había podido obtener de su visita a las Epanchinas sino alusiones, medias palabras y silencios enigmáticos. Tal vez las hermanas de Aglaya hubiesen procurado también insinuar ciertas cosas para hacer hablar a su amiga de la infancia, o para atormentarla un poco, ya que era difícil que no hubiesen acabado por entrever lo que ella se proponía con sus visitas. En cuanto a Michkin, al asegurar a Lebediev que no tenía nada que decirle y que ningún cambio se había producido en su vida, no faltaba, desde luego, a la verdad; pero tal vez se equivocase en cierta medida. En realidad había sucedió una cosa bastante extraña para todos: sin que hubiese pasado nada de nuevo, la situación se había modificado mucho. Bárbara Ardalionovna, gracias a su instinto femenino, había descubierto la verdad.
Difícil sería explicar cómo los miembros de la familia Epanchin adquirieron súbitamente la convicción de que había sobrevivido un acontecimiento fundamental que iba a decidir la suerte de Aglaya. Pero cuando la idea imbuyó sus espíritus, todos pretendieron haberla previsto, haberla notado muchos días antes. Sí, la cosa era notoria hacía mucho tiempo, desde lo del «hidalgo pobre» y aún mucho antes. Sólo que no querían creer cosa tan absurda. Así hablaban Alejandra y Adelaida. En cuanto a Lisaveta Prokofievna, lo había adivinado todo también antes que los demás, y por ello tenía «el corazón dolorido». Fuese falsa o verdadera tal aserción respecto al pasado, actualmente el pensar en Michkin le resultaba insoportable y le hacía perder la cabeza. El asunto sugería una pregunta que reclamaba inmediata contestación; y no sólo la pobre generala no podía resolverla, sino que, pese a todos sus esfuerzos, no llegaba siquiera a formulársela con la claridad precisa. Se trataba de resolver esta delicada cuestión: ¿Era el príncipe un partido ventajoso, o no? Estas cosas que sobrevenían, ¿eran buenas o malas? Y si eran malas (de lo que no cabía dudar), ¿por qué lo eran? Y si eran buenas (lo que tampoco resultaba imposible), ¿por qué lo eran también?
Ivan Fedorovich, por su parte, empezó por sorprenderse, pero a continuación declaró que «también él esperaba hacía tiempo alguna cosa por el estilo...» Una severa mirada de su mujer le cortó la palabra; mas por la noche, cuando volvió a encontrarse con ella y se vio de nuevo en la precisión de hablar, expresó de repente, con cierta seguridad, algunas inesperadas ideas: «Y, después de todo, ¿qué...? (Silencio.) «Todo esto es, sin duda, muy raro, no lo discuto; pero...» (nuevo silencio). «Y, por otra parte, mirándolo bien, el príncipe, en realidad, es muy buen muchacho... y... y... lleva un nombre que es el nuestro. Incluso levantaremos nuestro apellido con ese enlace... a los ojos del mundo, claro, quiero decir a los ojos del mundo, porque... el mundo es el mundo. Y, además, el príncipe no carece de fortuna, si no queremos reconocer que no es bastante rico... y... y...» (Prolongado silencio y mutismo definitivo del general.) Las palabras de su marido llevaron la ira de la generala mucho más lejos de cuanto pudiera expresarse.
Según ella, todo lo sucedido constituía «una necedad imperdonable, incluso criminal, una fantasía loca y absurda». En primer lugar aquel principillo estaba aquejado de idiotismo y, además, era... un imbécil. No tenía conocimientos del mundo, ni trato social. ¿A quién presentarle? ¿Dónde situarlo? Era insoportablemente demócrata, no tenía situación alguna... y... ¿qué diría la vieja Bielokonsky? Por ende, ¿era aquél el marido que ellos habían soñado para Aglaya? Este último argumento, naturalmente, pesaba más que ninguno. El corazón materno de Lisaveta Prokofievna se desgarraba a este pensamiento y, sin embargo, no podía dejar de oír una voz secreta que le preguntaba: «¿Qué es lo que encuentras de malo en el príncipe?» Esto último producía a la generala mayor turbación que cualquiera otra de sus ideas.
La perspectiva de tener a Michkin por cuñado no desplacía a las hermanas de Aglaya, ni tampoco les parecía demasiado absurdo aquel proyecto matrimonial. Poco les faltaba incluso para apoyarlo. Pero habían resuelto no intervenir. Se sabía por experiencia en la familia que cuanto más hostil se mostraba la madre a una idea, tanto más la aceptaba en el fondo de su corazón. Alejandra Ivanovna se vio muy pronto en el caso de quebrantar su mutismo. Su madre había tomado la costumbre de consultarla en todo y ahora la llamaba con frecuencia para solicitar su opinión y, sobre todo, para apelar a sus recuerdos mediante preguntas de este estilo: «¿Cómo ha sucedido todo eso? ¿Cómo no lo sabía nadie? ¿Por qué no se hablaba de ello? ¿Qué significaba ese maldito «hidalgo pobre»? ¿Por qué había de ser ella sola quien cargase con todas las preocupaciones y cuidados domésticos, mientras los demás se pasaban la vida pensando en las musarañas?», etcétera. Alejandra, de momento, se mantuvo reservada, limitándose a decir que creía, como su padre, que el casamiento del príncipe Michkin con una hija del general Epanchin no tendría nada de desventajoso desde el punto de vista mundano. A poco, la joven se acaloró y dijo que Michkin no era un imbécil ni lo había sido nunca, y que, respecto a su falta de situación oficial, sería interesante saber si de allí a algunos años la importancia de un hombre no se mediría en Rusia más que por su situación en el servicio público. A esto la madre contestó acusando a Alejandra de «nihilista» y fulminando nuevos anatemas contra aquella «maldita cuestión feminista» que tenía la culpa de todo. Media hora después se fue a la ciudad, y, ya allí, se encaminó a Kamenny Ostrov para visitar a la princesa Bielokonsky, madrina de Aglaya, y que se hallaba a la sazón en San Petersburgo. La «vieja princesa» escuchó las confidencias, desesperadas y febriles, de Lisaveta Prokofievna sin manifestar enternecimiento alguno ante sus lágrimas. Por el contrario, la miraba con aire burlón. Aquella princesa era mujer muy despótica y no olvidaba jamás su rango en la vida. Aunque hacía treinta y cinco años que trataba a Lisaveta Prokofievna, seguía considerándola como su protégée y no le perdonaba su carácter independiente. Así, pues, empezó por advertir que probablemente Lisaveta Prokofievna y los suyos habían exagerado las cosas, convirtiendo en elefante una hormiga, según su costumbre. De lo que acababa de oír no deducía que hubiese nada serio entre los dos jóvenes. ¿No valía más, por tanto, aguardar los acontecimientos? En su opinión, el príncipe era un muchacho muy correcto, si bien enfermo, estrafalario e insignificante. Y, a su juicio, lo peor de todo era que mantenía una amante públicamente.
Lisaveta Prokofievna comprendió que la Bielokonsky estaba algo irritada por el fracaso de Eugenio Pavlovich, a quien ella había presentado a los Epanchin. La generala volvió a Pavlovsk aún más furiosa que antes y se consagró a increpar a su familia: «Habéis perdido la cabeza; las cosas no se hacen así en ninguna parte; esto no se ve más que en esta casa... Al fin y al cabo, ¿a qué viene tanto revuelo? ¿Qué ha pasado aquí, después de todo? Por mucho que examine las cosas no veo que haya ocurrido nada. Vale más esperar los acontecimientos. ¿Qué importancia tiene lo que Ivan Fedorovich haya creído notar? Estáis haciendo un elefante de una hormiga», etc.
Aquello parecía abocar a la conclusión de que procedía calmarse y esperar los sucesos con serenidad y fríamente. Pero, ¡ay!, la calma no duró diez minutos y la generala comenzó a inquietarse otra vez al tener noticia de las cosas que habían sucedido en su ausencia. Recuérdese que Michkin había aparecido en casa de los Epanchin a las doce y treinta de la noche, creyendo que eran las nueve y media. Y fue al día siguiente de aquella extraña visita cuando Lisaveta Prokofievna se encaminó a Kamenny Ostrov. Las hermanas de Aglaya respondieron con todo detalle a las impacientes preguntas de Lisaveta Prokofievna.
No había pasado nada. Había venido el príncipe y Aglaya tardó media hora en aparecer. Las primeras palabras que le habían dirigido fueron para proponerle jugar al ajedrez. Y como él no entendía nada de aquel juego, fue derrotado en seguida, lo que complació mucho a Aglaya. Se mofó de la ignorancia del príncipe de un modo que daba pena verlo. Luego le propuso jugar al tonto, y aquí las cosas cambiaron. Él jugaba a las cartas muy bien, como un maestro. En vano Aglaya se dedicó a hacer desvergonzadas trampas, pues perdió pese a ello cinco partidas seguidas. Ella, furiosísima, lanzó al príncipe un chubasco de palabras desagradables e hirientes, hasta el punto que él dejó de reír y se puso muy pálido cuando ella le dijo al final: «No pondré los pies en esta habitación mientras esté usted en ella. Es una desvergüenza venir a esta casa, y a me– dianoche, después de todo lo que ha ocurrido.» Y con esto había salido dando un portazo. A pesar de todos los esfuerzos de las jóvenes para consolarle, el príncipe se había ido con cara de funeral. Al cabo de un cuarto de hora, Aglaya había salido a la terraza, y tan de prisa, que ni siquiera tuvo tiempo de secarse las lágrimas que se notaban en su rostro. Y salía así porque había llegado Kolia trayendo un erizo. Las muchachas examinaron el animal y Kolia les dijo que no era suyo, sino de un compañero del gimnasio, Kostia Lebediev, a quien había dejado en la calle; Kostia no se atrevía a subir porque llevaba un hacha, la cual, así como el erizo, acababa de comprar a un labriego que encontraron en el camino. El campesino les ofreció el erizo por cincuenta kopecsy ellos lo compraron y luego, pareciéndoles el hacha muy hermosa, decidieron también adquirirla. Aglaya, una vez oído el relato, insistió con el muchacho para que éste le revendiese el erizo y, en su afán de persuadirle, llegó a tratarlo de «querido Kolia». Éste resistió largo tiempo, y al fin, viéndose tan apremiado, fue a hablar con su compañero, a quien compareció, portador del hacha y no poco confuso. Mas entonces resultó que el erizo no le pertenecía, pues era propiedad de otro compañero, un tal Petrov, quien les había entregado fondos para que le comprasen una «Historia» de Schlosser, de la cual deseaba desprenderse un cuarto escolar. Kolia y Kostia se disponían a realizar la compra por cuenta de su amigo, cuando, hallando encantadores el hacha y el erizo, habían resuelto invertir el dinero en tan interesante adquisición. Y en este momento llevaban erizo y hacha al estudiante en lugar de la «Historia» de Schlosser. Pero Aglaya les instó de tal modo que al fin accedieron a venderle el animal. Cuando el erizo hubo entrado en su posesión, Aglaya lo colocó en una cestita de mimbre, la cubrió con una servilleta y la entregó a Kolia, diciéndole:
—Lleva esto al príncipe de parte mía, y dile que se lo regalo como prueba de mi profundo aprecio.
Kolia, muy contento, prometió desempeñar tal comisión, pero añadió:
—¿Qué significa un regalo semejante? Porque regalar un erizo...
Aglaya contestó que eso no le interesaba a él. Kolia insistió:
—Estoy seguro de que este obsequio quiere decir algo.
A esto la joven replicó, enfadada, que Kolia era un «chicuelo». El muchacho reaccionó con prontitud.
—Si no me contuviese mi respeto a las mujeres y mis principios, yo le probaría ahora mismo que sé contestar a tal insulto.
De todos modos, Kolia se fue con el erizo, sintiéndose muy satisfecho de su encargo, y Kostia le siguió. La ira de Aglaya se disipó muy pronto. Viendo que Kolia agitaba demasiado violentamente la cesta que contenía el animal, dijo, con tanta naturalidad como si no acabasen de tener una discusión un tanto violenta:
—Ten cuidado de no dejarlo caer, querido Kolia.
Kolia, a su vez, no pareció conservar resentimiento alguno, ya que dijo, deteniéndose:
—No tema, Aglaya Ivanovna: no lo dejaré caer.
Y continuó su camino. Aglaya estalló en risas y se retiró a su cuarto. Durante todo el día había seguido mostrándose muy alegre.
Tales noticias asombraron a Lisaveta Prokofievna. Lo del erizo, en especial, la confundía en extremo. ¿Qué significaba aquel erizo? ¿Qué ocultaba el fondo de aquel asunto? ¿Se trataría de un signo convenido, de una clave? El desventurado Ivan Fedorovich, que se encontraba allí casualmente, no hizo, con sus respuestas, sino echar leña al fuego. A su juicio, en todo ello no había ni sombra de clave, el erizo era meramente un erizo y, de significar alguna cosa, sería amistad, reconciliación y olvido de las ofensas. En conjunto todo era una chiquillada, muy inocente y perdonable además. Advertiremos de paso que el general acertaba. Michkin, que había vuelto a su casa en plena desesperación, estaba sumido en lúgubres pensamientos cuando Kolia llegó con el erizo. Las nubes se disiparon en el acto, el corazón del príncipe revivió. Interrogaba a Kolia, bebía ávidamente sus palabras, le hacía repetir veinte veces la misma cosa, reía como un niño y apretaba sin cesar las manos de los dos estudiantes, que reían igualmente, mirándole con sus ojos claros. Era notorio que Aglaya le perdonaba y que Michkin podía volver a su casa aquella misma tarde, y eso era para él, no lo principal, sino el todo.
—Somos unos chiquillos, Kolia... ¡y qué agradable es serlo! —exclamó, en su feliz embriaguez.
—Está enamorada de usted y nada más, príncipe —declaró, sentencioso, Kolia.
Michkin enrojeció y guardó silencio. Kolia, riendo, dio una palmada. Michkin rió también. La tarde le pareció largísima. Cada cinco, minutos consultaba el reloj.
En tanto, la agitación de la generala crecía visiblemente. Pese a la opinión de su esposa e hijas, quiso mandar llamar a Aglaya y hacerle una última pregunta, para obtener de ella una respuesta clara y perentoria «a fin de concluir aquel asunto de una vez y no ocuparse en él jamás. De otro modo —concluyó—, me consumiría viva». Sólo entonces su familia se dio cuenta de las proporciones absurdas que había adquirido el incidente. Aglaya fingió sorpresa, se indignó, rióse, pero, aparte de burlas acerca de Michkin y de cuanto le preguntaba, incomodada, se tendió en su lecho y sólo lo dejó a la hora del té, en que era presumible que Michkin apareciese. La generala esperaba temblando aquel momento y poco le faltó para sufrir un ataque de nervios cuando vio aparecer al príncipe. En cuanto a éste, entró con timidez, casi a tientas. Miró a todos los presentes plegando los labios en una extraña sonrisa, y pareciendo preguntarles, cuál era el motivo de que Aglaya no se hallara en la habitación, circunstancia que le parecía asaz alarmante. Aquel día no estaban en casa más que los miembros de la familia. El príncipe Ch. se hallaba en San Petersburgo, donde tenía que resolver ciertos asuntos concernientes al difunto tío de Radomsky. «¡Lástima que no esté! Nos orientaría en algo», pensó Lisaveta Prokofievna. Ivan Fedorovich parecía muy preocupado. Alejandra y Adelaida estaban serias y parecían deliberadamente silenciosas. La generala no sabía de qué hablar. De repente inició un ataque a fondo contra los ferrocarriles y miró a Michkin, desafiadora. Pero la ausencia de Aglaya anonadaba al príncipe, hacíale perder la cabeza. Inició, con voz insegura, una frase acerca de la utilidad de los ferrocarriles, y viendo que Adelaida rompía a reír se turbó aún más. En aquel instante apareció Aglaya, tranquila y grave. Después de devolver ceremoniosamente al visitante el saludo que éste le dedicó, fue a sentarse con talante solemne en el lugar más ostensible de los que había en torno a la mesa. A continuación fijó en Michkin una mirada inquisitiva y le preguntó con voz firme y casi irritada:
—¿Ha recibido usted mi erizo?
Todos comprendieron que se avecinaba una explicación. Michkin se sintió desfallecer.
—Sí —contestó ruborizándose.
—Diga en el acto qué le parece esa ocurrencia. Es necesario que lo diga para tranquilidad de mamá y de toda la familia.
—Escucha, Aglaya... —intervino el general, inquieto.
—¡Es el colmo! —exclamó Lisaveta Prokofievna, indignada.
—¿De qué colmos habla usted, maman? —replicó la joven con viveza—. He enviado un erizo al príncipe y deseo saber lo que opina. Hable, príncipe.
—¿Lo que opino, Aglaya Ivanovna?
—Sí, sobre el erizo.
—Perdone, pero supongo... que usted quiere saber cómo... he recibido el erizo... o, más bien, cómo he tomado... el envío de un erizo... En ese caso le diré... En una palabra, yo...
Hubo de interrumpirse, sofocado. Aglaya esperó unos instantes y dijo:
—No ha explicado usted gran cosa. En fin, accedo a prescindir del erizo, pero deseo concluir de una vez para siempre con los equívocos que hay planteados aquí. Permítame preguntarle personalmente si se propone pedirme en matrimonio o no.
—¡Dios mío! —exclamó la generala.
Michkin se estremeció y dio un paso atrás. El general quedó petrificado. Alejandra y Adelaida arrugaron el entrecejo.
—No disimule, príncipe: diga la verdad. Se me ha sometido a interrogatorios muy raros. ¿Tienen razón de ser las preguntas que me han dirigido? ¿Sí o no?
—No he pedido su mano, Aglaya Ivanovna —repuso el príncipe animándose repentinamente—; pero yo la amo, como sabe, y creo que usted...
—Mi pregunta es ésta: ¿pide usted mi mano, sí o no?
—Pido su mano —repuso él, más muerto que vivo, despertando con sus palabras una conmoción general.
—No es así, hija, no es así... ¡no es así! —observó el general muy confuso—. Una cosa en esa forma... es imposible, Glacha... perdona, querido príncipe... —Y se volvió a su mujer en demanda de apoyo—: Lisaveta Prokofievna, habría que pensar...
—Me niego a pensar nada —dijo ella, con un gesto de viva repulsión.
—Perdone, maman, que hable yo. Creo que en este asunto tengo voz y voto. Los presentes momentos son capitales en mi existencia —Aglaya empleó estas palabras textualmente—, y debo resolver por mí misma. Además, celebro que ello ocurra ante testigos. Permítame una pregunta, príncipe: puesto que alberga tales intenciones, ¿piensa asegurar mi felicidad...?
—No sé, en verdad, cómo contestarle, Aglaya Ivanovna... ¿Qué le puedo decir? Y además, ¿es necesario?
—Me parece usted un poco turbado. Tranquilícese. Beba un poco de agua... Aunque le van a traer el té ahora mismo.
—La amo, Aglaya Ivanovna, la amo mucho, no amo a otra mujer y... Le ruego que no se burle... La amo mucho.
—Pero este es un asunto grave, no somos niños ya y ha de considerarse el asunto desde el punto de vista positivo. Haga el favor de decirme a cuánto asciende su fortuna.
—¡Por Dios, por Dios, por Dios, Aglaya! ¿En qué piensas? ¡No es así! —exclamó el general, espantado.
—¡Qué vergüenza! —rezongó su esposa en voz bastante alta para que la oyesen.
—¡Está loca! —comentó Alejandra.
—¿Mi fortuna? ¿Habla usted de mi dinero? —preguntó Michkin, sorprendido.
—Exactamente.
—Poseo en este momento... ciento treinta y cinco mil rublos —balbució él, ruborizándose.
—¿Nada más? —dijo Aglaya, con manifiesta extrañeza, sin enrojecer en lo más mínimo—. Pero, en fin, eso es lo de menos, siempre que se viva con economía. ¿Se propone usted ingresar en el servicio público?
—Pienso prepararme para profesor particular.
—¡Gran idea, no cabe duda! Aumentará mucho nuestros ingresos... ¿No piensa también hacerse gentilhombre de cámara?
—¿Yo? Nada de eso.
Aquello era demasiado. Alejandra y Adelaida estallaron en risas. La segunda había notado hacía tiempo que su hermana menor contraía el rostro y hacía esas muecas delatadoras de una risa reprimida con gran esfuerzo. Viendo reír a sus hermanas, Aglaya quiso asumir un talante amenazador, pero su seriedad no duró ni un segundo, siendo substituida por una hilaridad loca, casi histérica. Finalmente se incorporó de un salto y salió de la estancia.
—Ya sabía yo que todo era una broma —exclamó Adelaida—. Todo una broma, desde lo del erizo.
—No permito esto, no puedo permitirlo... —protestó, airada, Lisaveta Prokofievna, precipitándose en pos de Aglaya.
Sus hijas mayores la siguieron. Michkin y el general quedaron solos.
—¿Podías... podías imaginarte cosa semejante, León Nicolaievich? —dijo Ivan Fedorovich casi sin darse cuenta de lo que preguntaba—. ¿Es posible, posible que... en serio?