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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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—Creo que eso depende de nuestra... indolencia —sentenció el dignatario, con autoridad—. Además, los sacerdotes católicos tienen un modo de predicar original, elegante, persuasivo. En 1832, estando yo en Viena, me faltó poco para convertirme... Me salvé por la fuga... ¡Ja, ja, ja!

—Que yo sepa, padrecito —interrumpió la princesa Bielokonsky—, no huiste de los jesuitas, sino a París y con la bella condesa Levitzky...

—En todo caso me libré de la conversión —repuso el alto dignatario, riendo, satisfecho, ante aquel recuerdo tan agradable. Y agregó, dirigiéndose a Michkin Parece usted tener sentimientos profundamente religiosos, cosa muy rara hoy en un joven.

El anciano estaba visiblemente deseoso de tratar más a fondo a Michkin, cuya personalidad comenzaba a interesarle vivamente por ciertas razones. Pero el príncipe permanecía estupefacto, con la boca abierta todavía.

—Pavlitchev era un espíritu clarividente y un verdadero ruso —declaró Michkin de pronto—. ¿Cómo pudo convertirse? Porque el catolicismo es incompatible con el espíritu ruso. Lo aseguro. Incompatible.

Michkin hablaba con extraordinaria viveza, se había puesto muy pálido y hubo de detenerse para tomar aliento. Todos le miraron. El alto dignatario rompió a reír abiertamente. El príncipe N. examinó al orador con su monóculo. El poeta alemán, abandonando en silencio su rincón, sonrió de un modo avieso.

—Exagera usted mucho —dijo Ivan Petrovich, parecía deseoso de cambiar de conversación—. La Iglesia Católica cuenta con representantes virtuosísimos y dignos de la mayor estima.

—Ya lo sé. No me refiero a ellos como individuos. Tampoco combato a la Iglesia Católica. Digo que el espíritu ruso no se amolda a ella. Hemos resistido a Occidente, y para ello necesitamos contar con la ayuda de nuestra propia religión. Debemos sostener nuestra civilización rusa, no aceptar servilmente el yugo extranjero. Tal debe ser nuestra actitud, no la de decir que la predicación de los católicos es elegante, como alguien ha manifestado hace poco.

Ivan Petrovich comenzaba a sentirse alarmado.

—Permítame, permítame —dijo con voz inquieta, mirando a su alrededor—. Sus ideas patrióticas son muy loables, pero las exagera usted en máximo grado... Vale más dejar eso.

—No exagero, sino atenúo, porque no estoy en condiciones de explicarme bien, pero...

—Permítame...

El príncipe guardó silencio e incorporándose en la silla fijó una ardiente mirada en Ivan Petrovich.

—Creo —comentó con acento seco y afable el alto dignatario– que el caso de su bienhechor le ha impresionado mucho. Se acalora usted demasiado... acaso porque vive solo. Si frecuenta usted más el mundo que, según espero, le acogerá satisfecho, considerándole un joven notable, entonces juzgará usted las cosas con más sangre fría y comprenderá que todo eso es mucho más sencillo... Además, se trata de casos muy raros... a veces debidos a la sociedad, al enojo de nuestras costumbres...

—¡Eso es, eso es! —exclamó Michkin—. ¡Admirable concepto! ¡Al enojo de nuestras costumbres! No a la sociedad, que en eso se engaña usted, sino a la sed de saciarse, una sed febril. Cuando los nuestros llegan a lo que creen un descubrimiento moral, experimentan tal alegría que alcanzan los límites más extremos de todo. La conducta de Pavlitchev les sorprende; pero no es sólo a ustedes: a Europa sorprende, en casos semejantes, el temperamento extremista de los rusos. Si un ruso se convierte al catolicismo, es católico entusiasta; si al ateísmo, quiere impedir a viva fuerza la creencia en Dios. ¿Por qué este súbito frenesí de los rusos? ¿No lo saben ustedes? Porque en esos casos encuentran la patria moral que no hallaban aquí, avistan la costa, la tierra de promisión, y entonces se postran y besan al suelo. No son meros sentimientos de vanidad los que impelen a los fanáticos rusos, sino también un sufrimiento moral, una sed espiritual, el doloroso anhelo de un objeto elevado, de un suelo firme en el que posar sus pies, el mal del país en que no han cesado de creer porque no lo han conocido jamás. A un ruso le es más fácil convertirse en ateo que a cualquier otro habitante del globo. Y no es que los nuestros se tornen ateos, no: es que creen en el ateísmo como en otra religión nueva, sin advertir siquiera que eso es creer en la nada. ¡Sentimos tal sed espiritual! «Quien no siente su tierra bajo sus pies, deja de sentir a Dios», me decía una vez un antiguo creyente, un mercader al que encontré en un viaje. En realidad, no se expresó de este modo, sino que dijo: «El que renuncia a su tierra natal, renuncia también a su Dios.» ¡Cuando se piensa que entre nosotros hay hombres muy instruidos que ingresan en la secta de los flagelantes! Aunque, ¿acaso esa secta rusa es peor que el nihilismo o el ateísmo? ¡Tal vez sea más profunda que esas otras doctrinas! ¡Hasta ahí llega nuestra necesidad de una creencia! Pero descubrid a los sedientos compañeros de Colón la costa del nuevo mundo, descubrid al hombre ruso el «mundo» ruso, hacedle encontrar ese tesoro oculto en las entrañas del suelo, mostradle en el porvenir la renovación de la humanidad, y acaso su resurrección merced al pensamiento ruso, al Dios y al Cristo rusos, y veréis qué coloso fuerte y justo, dulce y prudente, se yergue ante el mundo asombrado y asustado... Asustado, sí, porque ellos no esperan de nosotros más que la fuerza y la violencia. Así sucede hoy, y sucederá más aún en el porvenir... Y...

Entonces se produjo un acontecimiento que cortó de raíz el discurso del orador. Aquella singular tirada, aquel torrente de palabras estrafalarias e inquietas, de ideas exaltadas y confusas que chocaban unas contra otras en heterogéneo apiñamiento, denotaban algo peligroso, un espíritu raro, capaz de excitarse a propósito de cualquier menudencia. Cuantos conocían al príncipe experimentaban una sorpresa matizada por el temor (y aun, en algunos, por la vergüenza) al oírle expresarse en lenguaje tal, él, siempre tan reservado, incluso tan tímido: él que desplegaba tacto exquisito en ciertos casos y que poseía por instinto el sentido de la conveniencia. El hecho resultaba tanto más inexplicable cuanto que su motivo no podían ser los comentarios sobre Pavlitchev. Las damas le creían presa de enajenación mental y la Bielokonsky confesó más tarde que había estado a punto de huir del salón. Los viejos sentían una estupefacción indecible. El rostro del superior de Epanchin expresaba severidad y descontento, el coronel permanecía inmóvil en una silla, el alemán había palidecido, y con una fingida sonrisa en los labios procuraba leer los sentimientos de los demás en sus fisonomías. Acaso cupiera cortar tal «escándalo» del modo más natural y sencillo. Ivan Fedorovich intentó varias veces hacer callar al orador, y, al fracasar, resolvió apelar a recursos más decisivos. De continuar aquello durante otro minuto, quizás el general hubiese obligado amistosamente al príncipe a retirarse, afirmando que estaba enfermo, lo que, además, podía ser verdad. Al menos, Epanchin, en su fuero interno, tenía la plena certidumbre de que era así... Pero la situación sufrió un brusco cambio.

Al entrar en el salón, Michkin había procurado sentarse lo más lejos posible del jarrón chino de que le hablara Aglaya. Aunque parezca increíble, la víspera, tras oír las palabras de la joven, el príncipe había sentido la convicción de que, al día siguiente, tomase las precauciones que tomara, acabaría rompiendo aquel objeto. Y tan rara convicción yacía aferrada a su espíritu de manera inquebrantable. Durante la velada, su ánimo serenóse y olvidó el presentimiento. Cuando el nombre de Pavlitchev resonó en sus oídos y Epanchin le presentó por segunda vez a Ivan Petrovich, Michkin fue a sentarse más cerca de la mesa y la casualidad quiso que su butaca se hallara precisamente junto al bello y grande jarrón chino, que estaba colocado sobre un pedestal, detrás del codo de Michkin.

Éste, concluido su discurso, se levantó bruscamente, agitó los brazos, sin darse cuenta, ejecutó una especie de encogimiento de hombros y... en el salón resonó un unánime alarido. El jarrón vaciló, amenazó por un instante caer sobre la cabeza de uno de los viejos, luego inclinóse en sentido opuesto y fue a romperse en el suelo con inmenso estrépito. El alemán, que se hallaba al lado, apenas tuvo tiempo de salvarse dando un salto hacia atrás.

Al ruido de la caída, a la vista de los valiosos restos que cubrían el pavimento, los reunidos mostraron una agitación extraordinaria. Se oían por doquier exclamaciones de estupor y espanto. Renunciamos a pintar las sensaciones del príncipe. Mil impresiones diversas, cada una más turbadora y cruel que las demás, le asaltaban a la vez. Entre ellas sobresalía una con nitidez particular, y no era la sorpresa, la perplejidad ni el temor, sino la verificación de la profecía. ¿Por qué le abrumaba de tal modo aquella idea? No podía precisarlo. Sentíase como golpeado en el corazón, experimentaba un terror supersticioso... Un momento después le pareció que todo se abría de nuevo ante él. Al terror sucedieron la serenidad, la alegría, el éxtasis. El aliento le faltaba... Pero tal momento ya pasó. Gracias a Dios, no era lo que cabía temer. Michkin respiró profundamente y miró en torno.

Durante prolongado rato pareció no comprender la agitación de quienes le rodeaban o, mejor dicho, lo veía y comprendía todo a la perfección; pero de un modo ausente, indiferente, tal que un ser invisible de un cuento de hadas, como si no le interesasen en nada las escenas de que era testigo. Observó cómo se recogían los restos del jarrón, oyó palabras precipitadas, notó la palidez de Aglaya y las extrañas miradas que ella le dirigía. En los ojos de la joven no se leía un solo atisbo de ira o de animadversión, sino simpatía y susto. Y sus pupilas lanzaban relámpagos cuando miraba a los demás. Un sufrimiento muy dulce se infiltró en el corazón del príncipe. De repente observó con singular asombro que todos habían vuelto a ocupar sus asientos y reían como si no hubiese sucedido nada. Un instante después la hilaridad se acreció. Todos reían al mirarle, encontrando cómicos su mutismo y su desconcierto, pero las risas eran gentiles, joviales. Algunos le dirigían la palabra con amabilidad. Lisaveta Prokofievna, sobre todo, le hablaba bonachonamente, esforzándose en animarle. De pronto Michkin sintió que Ivan Fedorovich le daba en el hombro una palmadita de simpatía. Ivan Petrovich reía también; y el alto dignatario se mostraba más cordial, afectuoso y benévolo que nadie. Incluso cogió la mano del príncipe, la cogió entre las suyas y le asestó suaves golpecitos de aliento, dirigiendo al joven frases semejantes a las que se emplean a un niño asustado. Finalmente le hizo sentarse junto a él. Feliz de verse tratado con tal interés, Michkin contempló con embeleso el rostro del anciano. Pero no había recobrado aún el uso de la palabra y respiraba con dificultad. La expresión del alto dignatario le agradaba infinitamente.

—¿Es posible que me perdonen? —balbució al fin—. ¿Y usted también, Lisaveta Prokofievna?

Aumentaron las risas. El príncipe, en su alegría, se juzgaba objeto de una ilusión. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—El jarrón era muy hermoso —comentó Ivan Petrovich—. Estaba aquí desde hace quince años. Quince; lo recuerdo muy bien...

—¡Qué desgracia tan grande! Conque el hombre mismo no es eterno, ¿y tú te preocupas de este modo por la pérdida de un jarrón de arcilla? —exclamó en voz alta Lisaveta Prokofievna—. ¿Es posible que estés tan aterrado, León Nicolaievich? Basta, querido, basta; me das miedo —añadió, con inquietud.

—¿Me lo perdona todo? ¿Todo y no sólo el jarrón? —preguntó el príncipe.

Quiso levantarse, pero el anciano dignatario le retuvo por el brazo.

—C'est tres curieux et c'est très serieux —cuchicheó al oído de Ivan Petrovich, inclinándose hacia la mesa. Pero fue un cuchicheo pronunciado en voz bastante alta para que incluso lo entendiera también el príncipe.

—¿Ninguno de ustedes se ha ofendido? ¡No saben lo que me alegra saberlo! Claro que no podía ser de otro modo... ¿A quién podía molestar? Sólo el suponerlo sería ofenderlos.

—Cálmese, amigo mío, y no exagere las cosas. No nos dé tantas gracias. Su sentimiento es muy noble, pero rebasa la medida.

—No les doy las gracias; los admiro y me siento feliz mirándolos... Me expresaré neciamente quizá, pero necesito hablar, decir lo que siento... Aunque sólo sea por respeto hacia mí mismo.

Hablaba de modo convulsivo, confuso, febril. Seguramente no expresaba lo que quería. Su mirada parecía implorar licencia para que le dejasen explicarse. Los ojos de la princesa Bielokonsky se encontraron con los suyos.

—Nada, padrecito, no es nada. Continúa, continúa... Pero no te acalores tanto —observó la anciana—. Antes te has exaltado, y ya ves lo que ha sucedido. Pero no tengas miedo, habla. Estos señores han visto cosas más raras que tú. No vas a asombrarlos.

Michkin la escuchó, sonriente, y luego se dirigió al anciano:

—¿Es usted quién hace tres meses libró del destierro al estudiante Podkmov y al funcionario Chvabrin?

El alto funcionario, sonrojándose levemente, le exhortó a calmarse.

—He oído decir —añadió Michkin, dirigiéndose a Ivan Petrovich– que en ocasión de haber arruinado un incendio a muchos de sus antiguos siervos, les cedió gratuitamente toda la madera precisa para reconstruir sus moradas, a pesar de que tenía usted muchos motivos de queja con ellos después de su emancipación.

—¡Oh, eso son exageraciones! —murmuró Ivan Petrovich con orgullosa modestia.

Y esta vez tenía razón al calificar de exagerado el rumor que llegara a oídos de Michkin, porque tal rumor era perfectamente falso.

Michkin, con el rostro sonriente, se volvió a la Bielokonsky.

—¿Se acuerda, princesa, de que hace seis meses me recibió en Moscú como a un hijo cuando me presenté a usted con la carta de Lisaveta Prokofievna? Y me dio usted, como a un verdadero hijo, un consejo que no olvidaré jamás. ¿Lo recuerda?

—¡Qué extravagancia dice! —respondió, colérica, la anciana—. Eres un hombre bueno, pero ridículo. Se te dan dos grochs y los agradeces como si te hubiesen salvado la vida. Eso te parece laudable y es todo lo contrario.

Aunque estaba realmente enfadada, rompió a reír de repente, y no con sarcasmo, sino con sincera satisfacción. El rostro de la generala recuperó su serenidad. Epanchin estaba radiante.

—Yo siempre he dicho que León Nicolaievich es todo un hombre... un hombre... Sólo que, como ha dicho la princesa, no le conviene acalorarse... —murmuró Ivan Fedorovich, repitiendo inconscientemente, en su alegría, las palabras de la princesa, que le asustaron un poco momentos antes.

Sólo Aglaya parecía disgustada. Tenía el rostro encendido, acaso de ira. —Es un muchacho muy simpático —cuchicheó otra vez el viejo al oído de Ivan Petrovich.

—He entrado aquí con el corazón inquieto —murmuró Michkin, cuya creciente turbación se advertía en su voz agitada y su extraño lenguaje—. Tenía miedo de ustedes... y sobre todo de mí mismo. Cuando volví a San Petersburgo me había prometido formalmente conocer el gran mundo, la clase elevada a la que pertenezco yo mismo, de la cual soy miembro por derecho de nacimiento. Me encuentro ahora entre príncipes como yo, ¿verdad? Deseaba conocerlos, era necesario, absolutamente necesario. He oído siempre hablar de ustedes antes mal que bien. ¡Se dicen y escriben tantas cosas sobre ustedes! Se los representa como seres ignorantes, superficiales, retrógrados, exclusivamente consagrados al culto de intereses mezquinos, profesando costumbres ridículas... Me duelen los oídos de escuchar todas esas acusaciones y por todo ello he venido aquí con una curiosidad inquieta, queriendo juzgar por mí mismo, formar una opinión personal sobre el asunto. «Veamos —me decía– si lo que se dice en todas partes es verdadero, si esa clase superior de la sociedad rusa es una clase inútil, si ha pasado su tiempo ya, si la savia vital está extinta en ella, si no se compone más que de cadáveres que se niegan a desaparecer y se obstinan en cerrar el camino a los hombres... del porvenir.» Yo no admitía, de antemano lo advierto, ese modo de ver, dado que entre nosotros, los rusos, no ha existido nunca una clase superior, salvo la nobleza cortesana, que ahora ha desaparecido por completo, ¿verdad?

—No tan verdad —dijo Ivan Petrovich, sonriendo con ironía.

—¡Otra vez va a empezar! —exclamó la Bielokonsky, perdiendo la paciencia.

—Laissezle dire...! ¿No ven cómo tiembla? —dijo en voz baja el anciano dignatario.

El príncipe estaba fuera de sí.

—Pues bien, he encontrado aquí personas refinadas, ingenuas, inteligentes; he visto a un anciano escuchar y colmar de amabilidades a un chiquillo como yo; he encontrado hombres capaces de comprender y perdonar, verdaderos rusos, personas buenas, casi tan buenas y afectuosas como las que he tratado en el extranjero. ¡Sí, no valen menos, no! Juzguen, pues, de mi grata sorpresa. ¡Permítanme confesarla! Había oído decir a menudo, y yo mismo lo creía, que en el mundo distinguido todo se reducía a semblantes corteses, que bajo la amabilidad exterior se escondía un fondo mezquino y estéril. Pero ahora veo que eso en ustedes no puede ser verdad. Quizá lo sea en otros; en ustedes, no. ¿Es posible que todos ustedes, en este momento, procedan con hipocresía? Antes he oído el relato del príncipe N. ¿Cabe dudar de su espontaneidad, de su ingenio natural? ¿No es eso sinceridad verdadera? ¿Pueden tales palabras brotar de la boca de un hombre... muerto, seco de ánimo y de corazón? ¿Acaso unos cadáveres me hubiesen tratado como ustedes? ¿No existen en esta clase motivos de esperanzas y elementos para el porvenir? ¿Pueden no comprenderse y distanciarse entre sí personas semejantes?

—Le ruego una vez más, querido, que se calme —dijo el anciano—. Ya hablaremos de todo eso otro día. Tendré el mayor placer en...

Ivan Petrovich, impaciente, se movió en su butaca. Epanchin estaba como sobre ascuas. Su superior no dedicaba la menor atención al príncipe y conversaba con la esposa del alto dignatario. Mas esta señora miraba con frecuencia a Michkin y prestaba oído atento a sus palabras.

—No. Vale más que hable, créame —repuso Michkin en un nuevo arranque febril, dirigiéndose al anciano como si éste fuese su más íntimo amigo—. Ayer, Aglaya Ivanovna me prohibió hablar aquí, e incluso me indicó los temas sobre los que debía permanecer mudo. Sabe bien que resulto muy ridículo cuando hablo. He cumplido ya los veintisiete años, pero no ignoro que soy lo mismo que un niño. Hace mucho que he reconocido que carezco de derecho a expresar mis pensamientos. He hablado de ello con toda franqueza, en Moscú, con Rogochin. Leímos juntos todas las obras de Puchkin. Él no conocía al poeta, ni siquiera le había oído mencionar. Yo, cuando voy a hablar, temo siempre que lo ridículo de mi aspecto perjudique a lo que llamo «la idea principal». No poseo un modo adecuado de accionar, y ello excita risa y desacredita el concepto. Y lo más importante de todo es que no poseo ponderación en mis sentimientos. Por eso me conviene callar. Cuando callo parezco bastante razonable, y además puedo meditar entre tanto. Pero ahora vale más que hable. Si he empezado a hacerlo, se debe a la bondadosa mirada que fija usted en mí. Tiene cara de ser un hombre excelente. Ayer juré a Aglaya Ivanovna que no abriría la boca en toda la noche.

—¿Sí? —preguntó el anciano, sonriendo.

—Pero a veces me digo que hago mal pensando de este modo. La sinceridad compensa la torpeza de los ademanes. ¿No le parece?

—A veces sí.

—Quiero decirles todo, todo, todo... ¡Sí! Ustedes me toman por un utopista, por un ideólogo, ¿verdad? ¡Pero no lo soy! No tengo, se lo seguro, más que ideas muy sencillas. ¿No lo creen? ¿Sonríen? A veces, cuando pierdo la fe, me siento vencido. Antes, camino de esta casa, me decía: «¿Cómo empezaré? ¿Por qué palabra podré principiar para hacerles comprender algo de mí?» ¡Qué miedo tenía! Miedo, sobre todo de ustedes. ¿No era vergonzoso mi miedo? Porque, ¿qué podía temer? ¿Que por cada hombre progresista hay mil retrógrados y malos? Pero ahora tengo la alegría de comprobar que esa supuesta multitud no existe, y que en Rusia hay elementos llenos de vida. ¿Verdad que no hay motivo de preocuparnos aunque nos sepamos ridículos? Realmente somos frívolos, ridículos, inclinados a malas acciones, nos aburrimos, no sabemos mirar ni comprender nada... Y todos somos así, todos: ustedes y yo. ¿No se sienten ofendidos cuando les digo en la cara que son ridículos? Pero, aun cuando sea así, ¿dejan ustedes por eso de ser buenos elementos para lo futuro? A mi juicio, a veces conviene ser ridículo... Sí, conviene... Entonces es más fácil perdonarse mutuamente y reconciliarse. Es imposible comprenderlo todo a primera vista: nunca se alcanza la perfección. Para alcanzarla es necesario empezar por no comprender muchas cosas. Si se comprende demasiado pronto, no se comprende bien. Y esto se lo digo a ustedes, a ustedes que han sabido ya comprender tanto y han dejado de comprender tanto también. Ya no les tengo miedo. Pero ¿no se ofenden oyendo a un muchacho hablar así? ¡No, sin duda no! Ustedes saben olvidar las injurias y perdonar a quienes les ofenden, así como a quienes no les han hecho ningún mal. Lo último es lo más difícil: me refiero a perdonar a quienes no nos han ofendido, es decir, perdonarles su inocencia y la injusticia de nuestros agravios... Eso era lo que yo esperaba de la clase alta, lo que deseaba decir al venir aquí y lo que no sabía cómo expresar. ¿Se ríe, Ivan Petrovich? ¿Cree usted que yo les temía a ustedes pensando en los «otros»? ¿Me juzga su defensor, un paladín de la democracia, un apóstol de la igualdad? —Y acompañó aquellas palabras de una risa nerviosa—. Pues no: temo, por ustedes... debiera decir: temo por todos nosotros más bien, puesto que soy un príncipe de antigua alcurnia y figuro entre ellos. Hablo en interés de nuestra salvación común, para que nuestra clase no desaparezca en las tinieblas después de haber perdido todo por falta de clarividencia. ¿Por qué desaparecer y ceder el sitio a otros cuando se puede, poniéndose a la cabeza del progreso, seguir a la cabeza de la sociedad? Somos hombres de vanguardia y nos seguirán. Convirtámonos en seguidores para ser jefes.

E hizo un brusco movimiento para incorporarse, pero el alto dignatario, que le miraba con creciente inquietud, volvió a impedírselo.

Michkin prosiguió:

—No me engaño sobre la elocuencia de mis palabras. Vale más predicar con el ejemplo, empezar directamente... y yo he empezado... ¿Es que... que verdaderamente puede uno ser infeliz? ¿Qué me importan mi desgracia y mi mal si me encuentro en condiciones de ser feliz? Yo no comprendo que se pueda pasar al lado de un árbol sin sentirse feliz mirándole. ¿Se hacen cargo? ¿Cabe hablar con un hombre y no sentirse dichoso queriéndole? Desgraciadamente no me sé explicar..., pero ¡cuántas cosas bellas hay a cada paso, cuántas cosas cuyo encanto se impone incluso al hombre más ciego! Mirad a los niños, mirad crecer la hierba, mirad los ojos que os contemplan y los rostros que os aman...

Y al pronunciar estas palabras se levantó. El anciano dignatario le contemplaba con espanto. Lisaveta Prokofievna fue la primera en adivinar lo que sucedía. Gritó: «¡Dios mío!» y se golpeó las manos. Aglaya se precipitó hacia Michkin y le acogió en sus brazos mientras, aterrorizada, con el rostro descompuesto por el dolor, escuchaba el grito horroroso del «espíritu que desgarraba y sacudía» al infortunado. Cuando el enfermo se desplomó en tierra, alguien tuvo tiempo, antes, de colocar un cojín bajo su cabeza.

Nadie esperaba tal cosa. Quince minutos después, el príncipe N., Eugenio Pavlovich y el anciano, trataron en vano de devolver animación a la velada. Al cabo de media hora todos se retiraron. Antes de irse, los visitantes expresaron su simpatía, emitieron consejos y palabras de consuelo. Ivan Petrovich, en especial, dijo que el joven era «eslavófilo o cosa por el estilo, pero no parecía peligroso». El alto dignatario permaneció silencioso; verdad es que al día siguiente, o en los sucesivos, todos sintieron cierto desagrado. Ivan Petrovich se consideró ofendido, aunque moderadamente. Durante algún tiempo, el superior de Ivan Fedorovich testimonió una prudente frialdad a su subordinado. El alto dignatario «protector de la familia», formuló algunas observaciones al general Epanchin y de paso declaró que «se interesaba mucho por la felicidad de Aglaya». Aquel personaje no era mal hombre, pero si durante la velada había experimentado tanta curiosidad por Michkin se debía sobre todo a haber oído hablar de sus aventuras con Nastasia Filipovna y lo poco que conocía de la historia le hacía anhelar saber todo el resto.

La princesa Bielokonsky declaró al despedirse de Lisaveta Prokofievna:

—El muchacho tiene aspectos buenos y malos; pero, si quieres saber mi consejo, te diré que prevalecen los malos en él. Ya ves lo que es: un enfermo.

La generala decidió para sí que aquel partido era inaceptable, y al acostarse se juró que, mientras ella viviese, el príncipe no se casaría con Aglaya. Al día siguiente se levantó con igual idea. Pero en la comida, entre doce y una, surgió una singular contradicción en sus sentimientos; Aglaya, interrogada por sus hermanas acerca de Michkin, habíales respondido fría y altanera:

—No le he dado jamás palabra alguna ni le he considerado en mi vida como futuro marido. Me es tan indiferente como cualquier otro.

Lisaveta Prokofievna no pudo contenerse y exclamó con tristeza:

—No esperaba eso de ti. Bien sé que es un partido imposible, y agradezco a Dios que estemos de acuerdo en ello; pero tu lenguaje no es el que yo esperaba. Presumía otra cosa de ti, Aglaya. Ayer yo habría puesto en la puerta con gusto a todos nuestros visitantes, menos a él. ¡Figúrate lo que será ese hombre a mis ojos!

Se interrumpió, temiendo haber hablado a exceso. Pero, ¡si hubiese sabido lo injusta que en aquel instante era con su hija! En el ánimo de Aglaya todo estaba decidido ya: también ella esperaba su hora, la hora de la solución decisiva, y la menor palabra imprudente, la más mínima alusión a aquello, le hería profundamente el corazón.

VIII



Aquella mañana comenzó también para Michkin bajo la influencia de sentimientos penosos, que se podían atribuir, desde luego, a su estado de enfermedad. Pero, ello aparte, sentía una vaga tristeza que le inquietaba más que ninguna otra cosa.

No le faltaban, ciertamente, motivos de disgusto en el terreno de los hechos positivos; pero todas las circunstancias dolorosas que su memoria podía recordar, no alcanzaban a explicar lo infinito de su melancolía. Su ataque de la víspera había sido leve, y no le quedaban de él otras reliquias que una hipocondría acentuada. Alguna pesadez en la cabeza y cierto dolor en los músculos. Poco a poco arraigó en él la convicción de que aquel mismo día iba a producirse un algo indefinible que sería decisivo en su existencia. Observaba la imposibilidad de recuperar su calma por sí solo. Pero, aparte la congoja de su alma, su cerebro trabajaba con lucidez. Levantóse tarde y evocó en seguida la noche anterior. Sus recuerdos eran claros, aunque incompletos; pero no había olvidado que sobre media hora después del ataque le condujeron a su casa. Supo que los Epanchin habían enviado ya a preguntar por él. A las once y media llegó un nuevo emisario y Michkin se sintió contento de aquel interés. Una de las primeras visitas que recibió fue la de Vera Lebedievna, que acudía a ofrecerle sus servicios. Cuando le vio, la joven rompió a llorar. El príncipe se esforzó en consolarla y de improviso, afectado por la pena de la joven, tomó su mano y se la besó. Vera se puso muy encendida.

—¿Qué hace usted, qué hace? —exclamó, asustada, retirando vivamente la mano.

Y se alejó a toda prisa, con extraña turbación. En el curso de su breve visita, Vera había tenido tiempo de contar al príncipe que Lebediev, a primera hora de la mañana, había corrido a casa del «difunto», como llamaba al general, para informarse de si había fallecido durante la noche. La joven añadió que los médicos suponían a Ivolguin poco tiempo de vida. Poco antes del mediodía, Lebediev regresó a su casa y entró en las habitaciones de Michkin, «pero sólo un momento, para informarse de su preciosa salud», etc. Quería también dirigir una ojeada a su «armario». El príncipe se apresuró a permitirle marchar, pero, aun así, Lebediev, antes de irse, le interrogó acerca del ataque de la víspera, aunque debía conocer el asunto detalladamente. Luego llegó Kolia, también por un instante, y en su caso con razón. Estaba muy inquieto y sombrío. Sus primeras palabras fueron para conjurar a Michkin a que le revelase cuanto le ocultaba. Además, añadió, lo había sabido casi todo el día antes.

Michkin relató la historia con la mayor exactitud posible, aunque intercalando en su relato la expresión de su profunda simpatía. Kolia, herido como un rayo, no pudo contener silenciosas lágrimas. El pobre mozo acababa de experimentar una de esas impresiones que no se olvidan jamás y señalan una época en la vida. Michkin, comprendiéndolo, se esforzó en hacer resaltar ante su joven amigo la forma en que él enjuiciaba el episodio.

—Según creo —manifestó—, el ataque que ha puesto en peligro la vida del general procede sobre todo del terror que le ha causado su falta, lo cual acredita en verdad un alma poco vulgar.

Los ojos de Kolia relampaguearon.

—Gania, Varia y Ptitzin son unos malvados. No pienso reñir con ellos, pero desde ahora ellos y yo seguiremos caminos diferentes. ¡Qué sensaciones he experimentado desde ayer, príncipe! ¡Qué lección para mí! Ahora me hago cargo de que estoy obligado a mantener a mi madre. Es verdad que Varia le da casa y comida, pero...

Acordóse de que le esperaban, se levantó, pidió apresuradamente a Michkin informes sobre su salud, y cuando los hubo conocido dijo bruscamente:

—¿No hay más? He oído decir que ayer... Pero no tengo el derecho de... De todos modos, si necesita usted en cualquier caso un servidor leal, aquí lo tiene. Ninguno de los dos somos felices, príncipe... ¿verdad que no? No le pregunto, dispense... No quiero preguntarle...


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