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El Idiota
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 01:07

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Автор книги: Федор Достоевский



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«Ahora todo me es igual, y no merece la pena ni siquiera enfadarse, pero entonces me crispaba de ira, y, en mi rabia, mordía la almohada y desgarraba las sábanas con los dientes. ¡Qué sueños tenía entonces! ¡Cómo hubiese deseado verme a los dieciocho años en plena calle, medio desnudo, sin hogar, sin trabajo, sin pan, sin familia, sin amigos, solo en una inmensa ciudad, hambriento, maltratado (y cuanto más, mejor), siempre que tuviese salud! Porque entonces habría demostrado...»

«¿Qué habría demostrado? Supongan, si quieren, que ignoro cuánto, sin esa ocurrencia, me he rebajado ya en mi «explicación». ¿Quién no me considerará como un chiquillo ignorante de la vida sin pensar que tengo más de dieciocho años y que en estos seis meses me he convertido en un viejo? Pero pueden mofarse y considerar todo eso como fantasía... De fantasías me he mantenido realmente. Tal era la ocupación de mis noches de insomnios; las recuerdo con toda precisión.»

«Pero ¿a qué repetir ahora mis sueños, cuando, incluso para mí, ha pasado ya el tiempo de las fantasías? Y, sin embargo, era feliz con ellas aun cuando yo veía claramente que no podía ni estudiar la gramática griega, como una vez pensé. «Me moriré antes de llegar a la sintaxis», me dije a la primera página. Y tiré el libro sobre la mesa. Allí sigue aún. He prohibido a Matrena que se lo lleve.»

«La persona en cuyas manos caiga mi explicación y tenga la paciencia de leerla hasta el fin me considerará un loco, o acaso un colegial; pero lo más probable es que me vea como un condenado a muerte quien, naturalmente, juzga que todos los hombres, excepto él, no aprecian la vida en lo que vale, dilapidándola sin darse cuenta de su valor, gozando de ella premiosamente y, por lo tanto, mostrándose indignos de ella. Pero yo declaro que mi lector se equivoca y que mi situación de condenado a muerte no influye para nada en mi convicción. Preguntad a los hombres únicamente esto: en qué hacen consistir su felicidad; todos ellos, desde el primero al último. Tened la certeza de que si Colón se sintió feliz alguna vez no fue después de descubrir América, sino cuando estaba luchando para descubrirla; estad seguros de que su ventura alcanzó el punto culminante probablemente tres días antes de descubrir el Nuevo Mundo, cuando los marineros, sublevados, querían, en su desesperación, virar de bordo y regresar a Europa. ¿Qué importaba el Nuevo Mundo? Colón no lo había visto apenas cuando murió y en el fondo ignoraba lo que había descubierto. ¡Lo importante es la vida, sólo la vida! ¿Qué vale un descubrimiento cualquiera en comparación al descubrimiento eterno y siempre renovado de la vida? Mas ¿a qué vienen estas frases? Temo que cuanto yo diga aquí tenga tales características de lugar común que se me considere como un colegial incipiente esforzándose en componer un ejercicio sobre el «nacimiento del sol». O acaso se diga que he tratado de expresar alguna cosa, sin conseguir «explicarme» a pesar de todo mi deseo. Pero debo observar que en todo pensamiento genial, nuevo, o meramente serio, que brota de un cerebro humano, hay siempre algún elemento que no se puede comunicar a los demás. Ya se pueden escribir volúmenes completos y dar vueltas a la idea durante treinta y cinco años, que, aun así, siempre quedará en ella algo que, pese a todos los esfuerzos, no querrá salir jamás de la mente y allí permanecerá en definitiva. Probablemente moriréis sin haber transmitido a nadie el mejor de vuestros conceptos. Y si también yo soy incapaz ahora de manifestar cuanto me ha atormentado durante esos seis meses, se comprenderá, por lo menos, a través de mis palabras, que acaso he pagado muy cara la «convicción definitiva» a que he llegado en este momento. Eso es lo que, en virtud de ciertas razones propias, he querido poner en claro en esta «explicación». Continúo.»

VI



«No quiero mentir. En estos seis meses, no siempre me he evadido al engranaje de la vida real. Incluso a veces la actividad plástica me distraía de tal modo, que yo olvidaba mi condenación, o al menos no quería pensar en ella. De paso indicaré cuáles eran entonces mis condiciones de vida. Hace ocho meses, cuando mi enfermedad se convirtió en grave, rompí toda relación con el exterior y dejé de ver a mis antiguos compañeros. Como yo había sido siempre muy taciturno, mis amigos me olvidaron rápidamente, lo que no hubiesen dejado de hacer aun sin tal circunstancia. En casa me organicé una existencia solitaria. Hace cinco meses me encerré definitivamente en mi cuarto y rompí toda relación con mi «familia». Se me obedecía y nadie osaba entrar en mi habitación, salvo a las horas reglamentarias de limpiarla y de llevarme la comida. Mi madre recibía mis órdenes temblando, sin atreverse a pronunciar palabra en presencia mía en las raras ocasiones en que yo la autorizaba a verme. Ella azotaba mucho a mis hermanos para que no hiciesen ruido y no turbasen mi reposo. Me he quejado de ellos tan a menudo que literalmente no me olvidarán ahora... También creo haber atormentado no poco al «fiel Kolia», como yo le llamo. Últimamente me ha pagado en la misma moneda. Es natural: los hombres han nacido para atormentarse mutuamente. Yo notaba que él, al tolerar mi mal carácter, lo hacía pensando en mi dolencia, y ello me irritaba. Incluso creo que quería imitar la «humildad cristiana» del príncipe, lo que resulta en él, por cierto, un tanto ridículo. Kolia es un muchacho joven y entusiasta que, por supuesto, imita siempre el ejemplo de los demás; pero yo creo que ya es hora de que muestre su personalidad propia. Le quiero mucho. He atormentado también a Surikov, el vecino de arriba, que se pasa la existencia corriendo, como mandadero, de un lado a otro. Yo procuraba siempre demostrarle que él tenía la culpa de ser pobre, hasta que al fin no se atrevió a seguir visitándome. Es un hombre muy humilde, un modelo de humildad. (Nota: Se asegura que la humildad es una gran fuerza. Habrá que preguntárselo al príncipe, que es quien lo afirma.) En el mes de marzo pasado subí a su casa para ver a su hijo menor, que, según su padre, había «muerto helado». Yo sonreí ante el cadáver del niño y principié, una vez más, a demostrar a Surikov que la culpa era suya. De pronto los labios del desgraciado comenzaron a estremecerse. Me asió del hombro con una mano y, señalándome la puerta, me dijo en voz baja: «¡Váyase!» De momento este proceder me agradó y me sentí encantado viéndome despedido de tal manera; pero después recordé las palabras de Surikov con un sentimiento penoso y, a mi pesar, experimenté por él una compasión extraña, despectiva. ¡Ni siquiera bajo la impresión de una ofensa tal (pues comprendí que le ofendía, aun cuando no me lo propusiera) sabía enfadarse aquel hombre! Porque juro que el temblor de sus labios, entonces, no se debía a ira, como tampoco estaba irritado cuando me cogió por el hombro y pronunció su mayestático: «¡Váyase!» Había a en él dignidad, mucha incluso, y una dignidad que no le sentaba nada bien, hasta el punto de producir un efecto ridículo; pero no cólera. Acaso sintiera repentino desprecio por mí. Desde entonces, cuando lo encuentro en la escalera, lo que ha ocurrido dos veces o tres, él siempre se quita el sombrero, lo que no hacía antes, pero pasa de largo, confuso al parecer. En todo caso, si me desprecia lo hace a su modo, con un «desprecio humilde». Acaso no haya que considerar su saludo más que como el respeto temeroso de un deudor ante el hijo de su acreedora, ya que debe dinero a mi madre y le es imposible pagárselo. Esta conjetura es la más probable de todas. Al principio quise tener una explicación con él, seguro de que a los diez minutos me pediría perdón, pero luego juzgué preferible dejarle en paz.»

«Hace diez días, Rogochin estuvo en mi casa para pedirme informes sobre un asunto que creo innecesario detallar aquí. Yo no había visto nunca a ese hombre, aunque sí oído hablar de él. Le dije cuanto quería saber, y se retiró. No me sentí obligado a devolverle su visita, puesto que me había ido a ver sólo por asuntos y no por cortesía; pero Rogochin me interesó mucho y pasé todo el día ocupado en extraños pensamientos, hasta el extremo de que resolví visitarle a la siguiente mañana. Rogochin me recibió con mal disimulado descontento, y me dio a entender delicadamente que no existía razón alguna para que hubiesen entre él y yo relaciones continuas. No obstante pasé con él una hora muy interesante para mí y creo que también para él. Nuestro mutuo contraste era harto fuerte para que no lo notásemos ambos, y yo sobre todo. Yo soy un hombre que tiene los días contados, mientras él, por el contrario, goza plenamente de la vida, no necesita hacer cómputos como yo y carece de toda preocupación que no sea su chifladura... Que el señor Rogochin me perdone esta expresión, hija de la torpeza de un literato inexperto. Pese a su poco amable acogida me pareció hombre inteligente y capaz de comprender las cosas bien, aunque no se interese por lo que no le afecta directamente. No le hablé palabra sobre mi «convicción definitiva», pero creo que la adivinó sólo con oírme. Les extrêmes se touchent, le dije antes de retirarme, añadiendo la traducción del proverbio en ruso, para que Rogochin lo comprendiese, y explicándole que, pese a la diferencia existente entre nosotros, era muy probable que él no estuviese tan lejos de mi «convicción definitiva» como lo parecía. Me contestó con una mueca agria, fingiendo creer que me marchaba, se levantó, me dio el sombrero y, so capa de acompañarme por cortesía, me puso bonitamente en la puerta de su sombría casa. Dicha casa me asustó: parecíame una tumba. Pero a él le agrada, y es natural, porque tiene tanta vida en él que no necesita hallar más a su alrededor.»

«Esta visita a Rogochin me fatigó mucho. Toda aquella mañana me había sentido mal y a la tarde, encontrándome muy débil, me acosté. El cuerpo me ardía; en ciertos momentos incluso deliré. Kolia estuvo conmigo hasta las once. Recuerdo bien, a pesar de mi estado, todo lo que hablamos. Pero a veces yo sentía una niebla ante los ojos e imaginaba ver a Ivan Fomich convertido en millonario. No sabía qué hacer de su fortuna, se quebraba la cabeza para resolver el problema, temblaba ante el temor de verse robado y, al fin, resolvía enterrar sus millones. Yo le hacía notar que obraba mal enterrando inútilmente tantas riquezas. «Haría usted mejor —le aconsejaba– mandando fundir todo ese oro y construir con él un ataúd para su niño, el que ha muerto helado, exhumando su cuerpo previamente.» Surikov recibía con lágrimas de agradecimiento aquel sarcástico consejo y se apresuraba a salir para ponerlo en práctica, mientras yo, solo ya, escupía. Cuando recuperé el sentido completamente, Kolia me aseguró que yo no había dormido un solo instante, y que en todo aquel tiempo había estado hablándole de Surikov. Mi agitación a veces era tan grande que Kolia, cuando se retiró, iba muy inquieto. Cuando salió, me levanté para cerrar la puerta, y entonces recordé un cuadro que había visto en uno de los más sombríos aposentos de la casa de Rogochin, sobre una puerta. Él me lo había mostrado al pasar y creo que permanecí cinco minutos ante aquel lienzo. Aunque no ofreciese nada notable desde el punto de vista artístico, no dejó de turbarme de un modo extraño.»

«El cuadro representa a Cristo en el momento de ser descendido de la cruz. Creo haber notado que los pintores que muestran a Jesús crucificado o descendido suelen representarle con un rostro extraordinariamente bello, esforzándose en conservarle esa belleza aun en medio de los más crueles suplicios. En el lienzo de Rogochin no hay nada semejante: allí se ve realmente un cadáver que antes de morir ha sufrido infinitamente, que ha sido golpeado por los soldados y el populacho, que llevó su cruz y sucumbió bajo su peso, que soportó luego seis horas (al menos así lo calculo) la terrible tortura de la crucifixión. En verdad, el semblante de ese Cristo es el de quien acaba de ser descendido de la cruz, es decir, que no ofrece rigidez alguna, y presenta aún signos de calor y de vida, y una expresión dolorosa tal como si el muerto experimentase todavía el dolor de su suplicio. El artista ha captado eso muy bien. En cambio, el rostro es de un realismo implacable: allí se ve un cadáver cualquiera con la expresión propia del que ha padecido previos tormentos. Me consta que, según la creencia adoptada por la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo, Cristo no sufrió sólo simbólicamente, sino en realidad y, por consecuencia, su cuerpo en la cruz estuvo plenamente sometido a la ley de la naturaleza. El semblante representado en el cuadro está tumefacto y cubierto de laceraciones; los ojos, dilatados, aparecen vidriosos y turbios...»

«Pasé hora y media después de la marcha de Kolia pensando en todo eso: acaso deliré. A veces mis ideas revestían una forma plástica. En mi alcoba hay siempre encendida por las noches una lamparilla ante el icono. Esa luz, aunque débil, permite distinguir todos los objetos. A su pie incluso se puede leer. Creo que debía de ser medianoche. Yo no dormía y tenía los ojos abiertos. De pronto se abrió la puerta de mi alcoba y entró Rogochin.»

«Franqueó el umbral, cerró la puerta y me miró en silencio. Luego se encaminó, sin ruido, hacia una silla situada en un rincón, bajo la lámpara. Yo le miré, extrañado y suspenso. Rogochin se acodó en la mesita y me contempló sin pronunciar una palabra. Así transcurrieron dos o tres minutos y recuerdo que el silencio del visitante me desagradó vivamente. ¿Por qué no hablaba? A mí me parecía raro que se presentase allí tan tarde, pero si he de decir la verdad no me sentía extraordinariamente sorprendido. Al contrario, por la mañana yo no le había revelado mi idea, pero me constaba que él la supo comprender con medias palabras, y desde luego era de tal naturaleza que podía justificar el que Rogochin me visitase para hablar de ella, incluso tan a deshora. Pensé, pues, que había acudido por eso. Por la mañana nos habíamos separado muy poco amistosamente. Él me miró incluso por dos veces con aspecto de viva burla. Ahora yo advertía en su mirada la misma expresión burlona y me sentía herido. En cuanto al hecho de que la figura que veía era Rogochin en persona y no una imagen engendrada por el delirio, no tenía la menor duda de ello. Él no se movía de su sitio, contemplándome con la misma mirada sarcástica. Furioso, me volví en la cama, acodándome sobre el almohadón, resuelto a callar también aunque la situación se prolongase indefinidamente. Estaba decidido a no hablar el primero. Debieron de transcurrir así unos veinte minutos. De pronto se me ocurrió una idea. ¿Y si no fuese Rogochin, sino una aparición?»

«Yo no he visto una aparición jamás, ni estando enfermo ni estando sano; pero en mi infancia e incluso recientemente, he creído que, pese a mi absoluto escepticismo respecto a las apariciones, me moriría de terror si viese una. Y, con todo, no me aterré al pensar que lo que veía pudiese ser un espectro y no Rogochin. Diré más: esa posibilidad no produjo otro efecto sino el de irritarme. Y aún se dio otra particularidad extraña, y fue que la cuestión de si mi visitante era un fantasma o un ser de carne y hueso me dejó mucho más indiferente de lo que pudiera creerse. Incluso pensé en otras cosas según creo. Me preocupaba, por ejemplo, el que Rogochin, a quien yo había visto antes en traje de casa y pantuflas, llevase ahora frac, corbata y chaleco blanco. Además me preguntaba: «Si es una aparición y no la temes, ¿por qué no te levantas para comprobar que lo es?» Acaso, en realidad, fuese el temor lo que me lo impedía. Pero apenas se me ocurrió tal idea, sentí que me temblaban las rodillas y que un frío glacial me recorría la espalda. En aquel momento, Rogochin, como si advirtiera mi terror, apartó la mano en que apoyaba la cabeza, se irguió, miróme fijamente y abrió la boca como si fuese a reír. En mi furia, sentí el deseo de arrojarme sobre él; pero, como me había jurado no ser el primero en hablar, me quedé donde estaba. Además continuaba preguntándome interiormente si sería Rogochin o una sombra lo que tenía ante mi vista. No puedo decir cuánto duró esto. Ni siquiera recuerdo si me dormí entonces algún rato. Al cabo, Rogochin se levantó, me contempló larga y atentamente, como hiciera desde su entrada, aunque esta vez sin sonreír, y luego se dirigió lentamente a la puerta, abrióla y salió, cerrándola tras sí. No me levanté; tampoco podría decir cuánto tiempo seguí acostado, con los ojos abiertos, pensando Dios sabe en qué... Tampoco sé cómo me dormí. Por la mañana, después de las nueve, desperté al oír llamar a la puerta. Es norma en casa que, si yo no he pedido el té antes, Matrena llame en mi puerta a las nueve. Cuando abrí, me hice la siguiente reflexión: «¿Cómo pudo entrar Rogochin, estando la puerta cerrada?» Pregunté y adquirí la convicción de que era imposible que Rogochin hubiese entrado en casa, ya que todas las puertas se cierran con llave.»

«Fue este caso particular narrado con tantos detalles lo que constituyó la causa determinante de mi decisión, a la que no me condujeron la lógica ni el razonamiento, sino un sentido de repulsión. No puedo seguir viviendo cuando la vida asume, para herirme, formas tan extrañas. Esa aparición me ha humillado... Y sólo cuando al declinar el día hube adoptado mi resolución final, me sentí mejor. Pero aquélla era sólo la primera fase; para que se produjese la segunda hube de ir a Pavlovsk. Antes he explicado eso suficientemente.»

VII



«Yo poseía una pistolita de bolsillo, que me procuré de niño, a esa edad absurda en que se deleita uno con historias de duelos y de salteadores y en que uno imagina que puede ser provocado a desafío y se siente dispuesto a afrontarlo con valentía. Examiné la pistola hace un mes, y vi que se hallaba en buen estado. La caja que la guarda contiene dos balas y un cuernecillo de pólvora con cantidad suficiente para tres cargas. Es un arma deleznable, con la que nunca se hace blanco, ni alcanza a más de quince pasos; pero útil, sin duda, para saltarse los sesos si se aplica el cañón a la sien.»

«He decidido morir en Pavlovsk, al salir el sol. Para no dar un escándalo aquí, iré a matarme al parque. Mi «explicación» aclarará suficientemente mi muerte a la policía. Los psicólogos, y en general todo el que quiera, pueden sacar de este escrito las conclusiones que gusten. Pero no deseo que sea dado a la publicidad. Ruego al príncipe que haga copia de él y la conserve, y que envíe otra a Aglaya Ivanovna. Tal es mi voluntad. Lego mi esqueleto a la Facultad de Medicina en provecho de la ciencia.»

«No reconozco a hombre alguno el derecho a juzgarme y sé que ningún castigo podrá infligírseme. No hace mucho formulé una hipótesis que me divirtió: «Si ahora se me ocurriese matar a alguien, asesinar, por ejemplo, a diez personas, cometer el más horrendo crimen del mundo, ¿qué podría hacer, dada la abolición de la tortura, un tribunal en presencia de un acusado al que sólo quedan dos o tres semanas de vida? Yo moriría cómodamente en el hospital, donde, bien caliente, atendido por un médico celoso, estaría sin duda mejor que en mi casa.» No comprendo cómo no se les ocurre esa idea, al menos en calidad de broma, a las personas que se encuentran en mi situación. Pero acaso la piensen. Hay mucha gente de buen humor, incluso en Rusia.»

«Mas, aunque ningún tribunal pueda nada contra mí ni yo le reconozca tal derecho, sé que se me juzgará cuando sólo sea un acusado sordo y mudo. No quiero, pues, irme sin pronunciar unas palabras de defensa, de una defensa voluntaria, no forzada, no tendente a justificarme ni a pedir perdón a nadie, sino debida a que deseo exponerla y nada más. Y mi última explicación es ésta: si muero, no es porque me falten energías para soportar otras tres semanas. Me siento bastante fuerte para eso y, de querer, siempre encontraría valor en el sentimiento de la injuria que el destino me hace al forzarme a morir tan joven... Hasta una mosca participa también en el banquete de la vida, concurre al concierto de todas las cosas y es feliz. Sólo yo soy un paria... Pero no quiero consolarme de esa manera. En mi acto encuentro un aspecto más seductor: al limitar mi vida a tres semanas, la naturaleza restringe de tal modo mi esfera de acción que acaso el suicidio sea el único acto que mi voluntad pueda presidir íntegramente, del principio al fin. Y quizá quiera aprovechar esa última posibilidad de acción. A veces una protesta dista mucho de ser un acto minúsculo...»

* * *

Había terminado la «explicación». Hipólito se interrumpió.

En ciertos casos excepcionales, un hombre nervioso, irritado, fuera de sí, llega a tal grado de franqueza cínica que no tiene miedo de nada y produce, incluso con satisfacción, el más monstruoso escándalo. Entonces es capaz de precipitarse sobre cualquiera, albergando en su interior la intención vaga, pero firme, de tirarse un momento después desde lo alto de una torre, substrayéndose así a las consecuencias que su loca conducta pudiera originarle. El agotamiento físico es ordinariamente el signo precursor de tal estado. Hipólito había llegado a él bajo el influjo de la sobreexcitación anormal que le sostuviera hasta entonces. Por sí mismo, aquel mozo de dieciocho años, extenuado por la enfermedad, parecía tan débil como la hoja que, estremecida, se desprende de un árbol; pero, aun así, cuando, por primera vez después de una hora, miró uno a uno a los presentes, sus ojos y su sonrisa expresaban el más ofensivo y altanero desprecio. Le urgía provocar a sus oyentes. Éstos, por su parte, ardían de indignación. Todos se levantaron con un arranque tumultuoso y airado al que el vino, el cansancio y la tensión nerviosa infundían una vehemencia maligna.

Hipólito se levantó también, como a impulsos de un resorte.

—¡Ha salido el sol! —gritó viendo las copas de los árboles bañadas en luz y mostrándolas al príncipe, como si fuesen un portento—. ¡Ha salido!

—¿Pensaba usted que no saldría? —dijo Ferdychenko.

—Creo que va a hacer hoy un calor horrible —bostezó Gania, con acento de despectivo enojo, estirándose y cogiendo el sombrero—. ¿Nos vamos, Ptitzin?

Hipólito oyó aquellas palabras con estupefacción profunda. Palideció súbita y profundamente y comenzó a temblar.

—Finge usted indiferencia adrede, para ofenderme —dijo, con los ojos clavados en el rostro de Gania—. ¡Es usted un granuja!

—¡Es el colmo! —gruñó Ferdychenko—. ¡En mi vida he visto cobardía más fenomenal que la de este muchacho!

—Es sencillamente un imbécil —declaró Gania.

Hipólito procuró dominarse.

—Señores —comenzó, temblando como antes e interrumpiéndose casi a cada palabra—, reconozco que merezco su resentimiento personal... y lamento haberlos enojado con esas lucubraciones —y señalaba el manuscrito—... aunque en realidad lo que lamento es no haberlos enojado... más completamente —al decir esto sonrió de un modo estúpido e interpeló a Radomsky—: ¿He sido muy pesado, Eugenio Pavlovich? ¿Sí o no? Dígamelo.

—El escrito era un poco largo, pero...

—¡Dígalo todo! ¡Sea sincero por una vez en su vida! —exigió Hipólito, más tembloroso cada vez.

—Todo ello, a decir verdad, me tiene sin cuidado. Le ruego que me deje en paz —repuso Radomsky, volviéndole la espalda desdeñosamente.

—Buenas noches, príncipe —dijo Ptitzin a Michkin.

—Pero ¿en qué piensan? ¿No ven que va a pegarse un tiro? ¡Mírenle! —gritó Vera. Y llena de inquietud se lanzó hacia Hipólito y le sujetó los brazos—. ¿En qué piensan? ¿No han oído que iba a saltarse los sesos al salir el sol?

—No se los saltará —murmuraron malignamente varias voces, entre ellas la de Gania.

—¡Cuidado señores! —exclamó Kolia, cogiendo también el brazo de Hipólito—. ¡Mírenle, por Dios! ¡Príncipe, príncipe, atiéndale!

Vera, Kolia, Keller y Burdovsky se habían agrupado en torno a Hipólito, sujetándole.

—Tiene el derecho... el derecho... —balbucía Burdovsky, que parecía también fuera de sí.

—Perdóneme, príncipe, pero ¿qué disposiciones va usted a tomar? —dijo Lebediev, muy ebrio ya, con enojo rayano en la insolencia.

—¿Disposiciones?

—Permítame; pero yo soy el dueño de la casa, dicho sea sin faltarle al respeto. Admito que usted también es el amo aquí, pero como propietario de la casa no quiero en ella cosas semejantes. Eso es...

—No se matará. El condenado chico está bromeando —dijo de repente, con indignado aplomo, el general Ivolguin.

—¡Bien, general! —aprobó Ferdychenko.

—Sé que no se matará, general, amado general; pero, no obstante, soy el dueño de la casa, y...

—Escuche, señor Terentiev —dijo Ptitzin, tendiendo la mano a Hipólito, tras despedirse de Michkin—: creo que en su escrito se habla de legar un esqueleto a la Facultad de Medicina. ¿Se trata de su esqueleto? ¿Son sus huesos los que lega?

—Sí, mis huesos.

—Entonces, nada. Temía haberme equivocado. Creo haber oído hablar de otro caso semejante.

—¿Por qué se burla usted de él? —intervino Michkin, vivamente.

—Le ha hecho llorar —añadió Ferdychenko.

Pero Hipólito no lloraba. Hizo un ademán para abandonar su sitio y los cuatro que le rodeaban le sujetaron. Oyéronse risas.

—Ya contaba él con que le impidiesen moverse. Y por eso ha escrito ese mamotreto —comentó Rogochin—. Adiós, príncipe. ¡Me duelen los huesos de tanto estar sentado!

—Si tenía usted en realidad la intención de matarse, Terentiev —dijo Radomsky, riendo—, yo, en su lugar, en vista de semejante acogida, no me mataría, para fastidiar a todos.

—¡Tienen un deseo terrible de ver cómo me agujereo la sien! —repuso Hipólito, amarga y agresivamente—. Y les disgusta que ello no suceda.

—¿Así que cree usted que no sucederá? No hablo para ofenderle: por lo contrario, creo muy posible que se suicide usted. Pero tranquilícese, aquí lo importante es no perder la calma —dijo Eugenio Pavlovich con acento protector.

—Hasta ahora no me había dado cuenta del gran error cometido al leer esa explicación —repuso Hipólito, mirando a Eugenio Pavlovich con expresión franca, como si solicitase consejo a un amigo.

—La situación es absurda; en realidad no sé qué decirle... —declaró Radomsky, sonriendo.

Su interlocutor le examinó severamente, con singular fijeza. Parecía perder de momento en momento toda conciencia de sí mismo.

—¡Qué manera de hacer las cosas! —exclamó Lebediev—. ¡Suicidarse en el parque para no producir escándalo en la casa! ¡Como si el matarse a tres pasos de distancia no trajese complicaciones para nadie de aquí!

—Señores... —empezó Michkin.

—Dispénseme, estimado príncipe —interrumpió Lebediev con energía—. Usted mismo ve que no se trata de una broma. La mitad de los presentes piensan como yo: después de las palabras que ese joven ha pronunciado aquí, el honor le obliga a saltarse la tapa de los sesos. Por lo tanto, y como dueño de la casa, declaro ante testigos que requiero la ayuda de usted.

—Estoy dispuesto a ayudarle. ¿Qué quiere que hagamos?

—Primero, quitarle la pistola y las municiones de que nos ha hablado hace poco. Con esta condición, y por respeto a su estado de salud, consiento en que pase la noche aquí, sometido a mi vigilancia, desde luego. Pero mañana, y perdóneme, príncipe, es absolutamente necesario que se vaya. Si se niega a entregarnos su arma, yo le cogeré de un brazo, el general de otro y enviaremos a llamar a la policía, para que se entienda con él. El señor Ferdychenko nos hará un favor de amigo yendo a avisar al puesto policiaco.

Siguió una confusión en la terraza. Lebediev, acalorándose, perdía los estribos, Ferdychenko se disponía a ir en busca de la policía, Gania aseguraba que no había miedo de que nadie se matara, y Eugenio Pavlovich permanecía silencioso.

—¿Se ha tirado usted alguna vez desde lo alto de un campanario, príncipe? —preguntó ingenuamente el interpelado.

—¿Y cree usted que yo no había previsto esta explosión de odio? —prosiguió en el mismo tono de voz, Hipólito, cuyos ojos centelleaban, mirando a Michkin como si realmente aguardase una respuesta. Y dirigiéndose a todos en general, exclamó—: ¡Basta! La culpa es mía más que de nadie. —Y sacando un anillo de acero del que pendían tres o cuatro llavecitas, dijo—: Aquí está la llave, Lebediev. Es la penúltima. Kolia le enseñará. ¡Kolia! ¡Kolia! —su amigo estaba ante él, pero Hipólito no le veía– ... ¡Ah, sí! Kolia le enseñará... Él me ayudó a guardar mis cosas. Vete con él, Kolia. En el cuarto del príncipe, debajo de la mesa... Mí maleta... Con esta lleve abres una caja... Está en el fondo... Y en la caja... están mi pistola y un cuerno de pólvora. Kolia me ha hecho la maleta, señor Lebediev; él le enseñará... Pero a condición de que mañana por la mañana, cuando yo regrese a San Petersburgo, me devuelva usted la pistola. ¿Me entiende? Hago esto por el príncipe y por usted.

—Más vale así —repuso Lebediev, con maligna sonrisa, cogiendo la llave y encaminándose al aposento inmediato.

Kolia quiso hacer una observación, pero Lebediev, sin atenderle, le arrastró consigo.

Hipólito miraba a los presentes, que reían. Michkin notó que el enfermo rechinaba los dientes, como si tiritase.

—¡Qué malos son todos! —murmuró Hipólito, exasperado, al oído del príncipe.

Siempre que interpelaba a Michkin bajaba la voz y le hablaba inclinándose hacia él.

—Déjelos... Está usted muy débil.

—Sí: voy a retirarme. En seguida... en seguida. Repentinamente, rodeó con sus brazos el cuerpo de Michkin.

—¿Acaso me cree usted loco? —le preguntó, mirándole y riendo extrañamente.

—No; pero...

—En seguida, en seguida... Ahora cállese, no diga nada... Espere: quiero mirarle a los ojos. Así: quiero mirarle y decir adiós a un hombre...

Y miró, durante diez segundos, inmóvil y silencioso, el rostro de Michkin. El suyo estaba muy pálido; el sudor humedecía sus sienes. Sujetaba reciamente la mano del príncipe, como temeroso de que éste quisiera escapar.

—Hipólito, Hipólito, ¿qué le pasa? —exclamó Michkin.

—En seguida... Basta; voy a descansar. Quiero beber una copa a la salud del sol. Lo quiero, lo quiero... Déjeme

Cogió una copa de sobre la mesa, abandonó el lugar en que estaba y se dirigió a la entrada de la terraza. Michkin quiso correr hacia el enfermo, pero en aquel instante, coma adrede, Radomsky le tendió la mano para despedirse de él. Transcurrió un segundo. Súbitamente estallaron gritos por todas partes. Siguió un momento de extrema confusión.


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