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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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Pero ¿qué convicción? ¡Cuánto hacía sufrir al príncipe la monstruosidad de aquella convicción y qué reproches se dirigía a sí mismo al experimentarla! Se repetía sin cesar: «Ea, di, si te atreves, en qué consiste esa certeza que sientes, formula todo tu pensamiento, ten el valor de expresarte netamente y con claridad, sin rodeos.» Y sonrojado por la vergüenza, airado contra sí mismo, continuaba: «¿Cómo podré desde ahora mirar a la cara de ese hombre? ¡Oh, qué día, Dios mío! ¡Qué pesadilla!»

Así se lamentaba Michkin mientras volvía de la Petersburgskaya. Al llegar al término de aquel largo y penoso camino, experimentó de pronto un imperioso deseo: el de ir sin dilación a casa de Rogochin, esperar su vuelta, abrazarle cuando entrase, decírselo todo, entre turbadas lágrimas, terminar aquello... Pero ya estaba al lado del hotel... ¡Cuánto le habían desagradado aquel hotel, sus pasillos, su alcoba, toda la casa! Ya a la primera ojeada sintió antipatía por el conjunto y varias veces, durante el día, hubo de pensar con contrariedad en la necesidad de volver allí por la noche. «¡Vamos, vamos! —dijo para sí—. Parezco hoy una mujer nerviosa. Creo en toda clase de presentimientos.» Mientras se burlaba de sí mismo en esta forma, se detuvo a la puerta del hotel.

Entre los hechos del día figuraba uno que se había grabado en su espíritu más que todos los otros, aunque ahora ya lo mirase a sangre fría, en la plenitud de su buen sentido y no bajo el influjo de un sueño desvariado. Acababa de recordar de pronto el cuchillo que viera por la mañana en la mesa de Rogochin. «Mas, ¿por qué no ha de poder Rogochin tener en su mesa todos los cuchillos que le plazca?», se dijo el príncipe, muy maravillado de sus sospechas. Igual impresión experimentó al pensar en cuando se había detenido ante el escaparate de la cuchillería. «¿Qué relación puede haber...?», comenzó a razonar mentalmente. Pero no concluyó el pensamiento. Sofocado de vergüenza, sintiéndose al borde de la desesperación, permaneció inmóvil en el lugar en donde se hallaba, junto a la puerta. Esto sucede a veces a los seres humanos: un recuerdo insoportable —sobre todo si es humillante– paraliza, cuando despierta, la actividad física de los individuos. «Soy un hombre sin corazón y un cobarde», se dijo, irritado.

Hizo un movimiento para entrar, pero tornó a detenerse. En el amplio zaguán, nunca muy claro, reinaba ahora una oscuridad profunda. En el preciso momento en que Michkin llegaba al hotel, la nube de tormenta que cubría el cielo se había resuelto en una lluvia torrencial. Cuando el joven, tras aquel minuto de inmovilidad, quiso abandonar el sitio en que se había parado, vio de pronto, en la penumbra, la figura de un hombre que se hallaba en el portal, junto al arranque de la escalera. Aquel hombre, que parecía esperar alguna cosa, desapareció inmediatamente. El príncipe no tuvo tiempo de examinarle y no hubiera podido decir con seguridad quién era. Además, en un hotel hay siempre un vaivén continuo de gentes que entran y salen. Y, con todo, quedó persuadido, de que aquel hombre era Rogochin. Al cabo de un momento, Michkin, con el corazón desfalleciente, se precipitó tras él escalera arriba: «Todo va a aclararse ahora», pensaba.

El tramo de escalones que subía a buen paso conducía a los corredores de los pisos primero y segundo, a lo largo de los cuales se alineaban las habitaciones del hotel. Como en todas las casas viejas, la escalera, angosta y oscura, era de piedra y giraba en torno a una gruesa columna, de piedra también. Al nivel del primer piso, aquella columna presentaba un entrante, especie de nicho de medio metro escaso de anchura y de una profundidad que podía alcanzar hasta un cuarto de metro. Allí podía introducirse fácilmente un hombre. A pesar de la oscuridad, el príncipe, al llegar al rellano, notó una sombra en el nicho. Se propuso pasar a su lado sin mirar a la derecha, pero, después de dar un paso, no supo contenerse y volvió la cabeza.

Su mirada captó en el acto los mismos ojos de antes. El hombre oculto adelantó un paso fuera del nicho. Por un segundo ambos permanecieron frente a frente, tan próximos que casi se tocaban. De improviso Michkin asió a Rogochin por los hombros y le empujó hacia la escalera, para examinar mejor sus facciones.

En los ojos de Rogochin se encendió una luz siniestra, mientras una rabia contenida se exteriorizaba en su rostro desfigurado por una espantosa sonrisa. Su mano derecha se alzó blandiendo un objeto que brillaba en la oscuridad. Michkin no pensó siquiera en detener la mano que le acometía. Más tarde sólo creyó recordar haber exclamado:

—Nunca hubiese podido creer esto en ti, Parfen Semenovich.

Luego le pareció ver abrirse ante él una perspectiva indefinible y una intensa luz interior alumbró su alma.

Aquello no duró acaso ni medio segundo, pero, sin embargo, Michkin conservó después la memoria, muy nítida, del comienzo del ataque, de los primeros gritos que se escaparon, espontáneos, de su boca, y que todos sus esfuerzos mentales no lograron reprimir. Y en seguida la conciencia de sí mismo se desvaneció, sucediéndola una completa tiniebla.

Era un acceso epiléptico, el primero que sufría desde hacía mucho. Sabido es lo súbitamente que se producen los ataques de esa enfermedad. En un abrir y cerrar de ojos el rostro se descompone de un modo horrible, y la alteración de la mirada resulta espantosa. Las convulsiones que agitan el cuerpo del enfermo crispan todos los músculos de su cara. De su pecho brotan gritos terribles, inimaginables, sin comparación con cosa alguna, gritos que no parecen humanos. Al oírlos parece increíble que los profiera el paciente, más bien se creería que hay en su interior otro ser que es el verdadero vociferante. Tal es, al menos, la impresión que han descrito numerosas personas testigos de crisis epilépticas. En resumen, hay mucha gente que siente un terror indecible, insoportable, casi supersticioso, ante un atacado de epilepsia.

Fue sin duda aquella impresión de espanto, unida a la otra sensación del momento, la que detuvo en seco el brazo de Rogochin, ya alzado sobre el príncipe, este se desplomó de espaldas y rodó a la largo de la escalera, golpeándose la nuca al caer contra los peldaños pétreos. Rogochin, sin comprender todavía lo que acababa de ocurrir, bajó los escalones de cuatro en cuatro y, una vez abajo, pasando al lado de la postrada figura, salió del hotel como loco, inconsciente de lo que hacía.

El cuerpo del enfermo, agitado por violentas convulsiones, había rodado hasta el pie de la escalera, que contaba desde el primer piso unos quince peldaños. Cinco minutos después, viendo al príncipe en el suelo, se formó un grupo en torno a él. Como la cabeza estaba herida y sangraba copiosamente, se dudó al principio de si se trataba de un accidente o de un crimen. Pero algunos adivinaron en breve que se hallaban ante un caso de epilepsia, y una de las personas de la casa reconoció al herido como a un viajero llegado por la mañana al hotel.

Al fin, una circunstancia afortunada hizo que se aclarara todo lo ocurrido

Kolia, que prometiera estar en «Los Dos Platillos» a las tres, en vez de hacerlo así se había dirigido a Pavlovsk, pero no aceptó la invitación de la generala Epanchina para que se quedase a comer y de vuelta a San Petersburgo se apresuró a ir a «Los Dos Platillos», donde llegó hacia las siete de la tarde. Averiguando por la nota del príncipe que éste había llegado a la ciudad, se apresuró a encaminarse a la dirección que le daba. Cuando le dijeron que Michkin había salido, Kolia bajó al salón de la fonda y esperó la vuelta de su amigo tomando té y oyendo tocar el órgano. En esto, oyendo hablar casualmente de un accidente sufrido por un viajero, se dirigió al vestíbulo movido por un presentimiento, y reconoció a Michkin. En el acto se adoptaron las medidas necesarias, empezando por la de transportar al herido a su habitación. Michkin volvió pronto de su desmayo, pero transcurrió bastante tiempo antes de que recobrase el conocimiento del todo. El médico llamado para examinar las heridas de la cabeza declaró que eran meras contusiones leves. Una hora después, Michkin comenzó a darse cuenta bastante clara de lo sucedido. Kolia le hizo subir a un coche y le condujo a casa de Lebediev. El funcionario recibió a Michkin con muchas reverencias y manifestaciones de afecto. En atención a él activó los preparativos de marcha, y, dos días más tarde, Michkin y todos los Lebediev se fueron a Pavlovsk.

VI



La casa que Lebediev ocupaba en Pavlovsk no era muy grande, pero sí linda y cómoda. La parte destinada a alquiler había sido recientemente decorada. En la terraza, bastante amplia, que se extendía ante el edificio, había varios naranjos, limoneros y jazmines plantados en grandes macetas de madera verde, que, en opinión de Lebediev, daban al lugar un aspecto fascinador. Algunas de las macetas estaban ya en la terraza cuando él adquirió la casa y, encantado del efecto que producían, se apresuró a comprar otras del mismo estilo para unirlas a las primeras. Una vez colocadas todas en su debido lugar, Lebediev salió repetidamente a la calle para apreciar la vista que ofrecían, y a cada salida resolvía para sí aumentar la suma que pensaba pedir al futuro inquilino.

Michkin, que se sentía extenuado física y moralmente, quedó muy satisfecho de la casita. La mañana del día de la marcha a Pavlovsk había recuperado ya su aspecto de salud, aunque en su interior se hallaba bastante deprimido. Cuantos rostros le rodeaban desde hacía tres días le causaban una impresión agradable. Placíale ver, no sólo a Kolia, su compañero inseparable, sino a toda la familia de Lebediev, salvo el sobrino —que había desaparecido de la casa– y al propio Lebediev. Y también le satisfizo recibir, antes de su marcha de San Petersburgo, la visita del general Ivolguin. En la tarde de la llegada a Pavlovsk varias personas se reunieron en la terraza de la casita para ver al príncipe. Gania fue el primero en acudir. Tan cambiado y enflaquecido estaba el joven, que a Michkin le costó trabajo reconocerle. Luego aparecieron Varia y Ptitzin, quienes veraneaban en la población. En cuanto al general Ivolguin, no se separaba casi nunca de Lebediev y se había trasladado definitivamente a Pavlovsk, a lo que parecía. Lebediev se esforzaba en mantenerle separado de Michkin, procurando estar con él lo más que le era dable. El funcionario hablaba al general como un íntimo amigo; dijérase que su mutuo conocimiento databa de mucho tiempo atrás. El príncipe observó en aquellos tres días que Ivolguin y Lebediev solían conversar mucho. Oíaseles gritar y discutir. Incluso trataban en ocasiones de asuntos científicos, lo que complacía sobre manera a Lebediev. Éste parecía no poder pasarse sin el general. Lebediev luchaba, no sólo para tener al general apartado del príncipe, sino para apartar también a su propia familia. So pretexto de que Michkin necesitaba reposo, había establecido en torno, suyo un auténtico cordón sanitario. En vano protestaba Michkin contra aquel exceso de precauciones. Lebediev golpeaba el suelo con el pie, increpaba a sus hijas y hacía alejarse a todas, sin exceptuar a Vera, tan pronto como insinuaba el menor movimiento para acercarse a la terraza donde estaba Michkin.

—En primer lugar, no le tendrían respeto si se les dejase libertad, y además el hacerlo sería también inconveniente para ellas —concluyó declarando en respuesta a una pregunta franca de Michkin.

—¿Por qué? —replicó el último—. Esta vigilancia de usted me fatiga... Ya le he dicho varias veces que me aburro de estar solo. Y me disgusta verle agitando siempre las manos y andando constantemente de puntillas en torno mío.

El caso era que Lebediev, tan preocupado de proteger contra todos los demás la tranquilidad del príncipe, no cesaba por su parte de acercarse a él. Generalmente comenzaba por entreabrir la puerta, introducía la cabeza por la rendija y examinaba la habitación como para cerciorarse de que el príncipe no había huido de allí. Luego, andando sobre las puntas de los pies, Lebediev se aproximaba, sigiloso, al sillón de su inquilino, produciéndole a veces verdaderos sobresaltos. Preguntábale, solícito, si necesitaba algo, y cuando Michkin, cansado, le pedía que le dejase en paz, el funcionario obedecía en silencio, giraba sobre sus talones y mientras se dirigía a paso de gato hacia la puerta, ejecutaba ademanes como si indicara que su visita no tenía causa importante, que no hablaría más ni tornaría en largo tiempo. Lo cual no le impedía volver a los diez o quince minutos. Kolia poseía libre acceso a todas horas a la habitación de Michkin, y ello desesperaba a Lebediev, excitándole hasta la ira. Cuando los dos amigos hablaban, el funcionario pasaba a veces hasta media hora junto a la puerta, escuchándoles. Kolia lo observó y, como era natural, lo participó al príncipe.

—¿Se considera usted mi tutor para guardarme bajo llave y cerrojo? —preguntó entonces Michkin a Lebediev—. En todo caso, deseo vivir aquí de otra manera. Le advierto que me propongo moverme cuanto se me antoje y recibir a quien me plazca.

—Sin duda, sin duda —repuso Lebediev, agitando vivamente los brazos.

El príncipe le miró de pies a cabeza.

—¿Ha traído usted aquel estante pequeño que tenía a la cabecera en su casa de la capital, Lukian Timofeievich?

—No; lo he dejado allí.

—¡Parece mentira!

—No se puede quitar. Habría que hacer una brecha en la pared.

—Pero, ¿no tiene aquí otra cosa parecida?

—La tengo mejor, mucho mejor. Por ello me decidí a adquirir esta casa.

—¡Ah! Y, dígame: ¿quién era el visitante que me buscaba hace una hora y a quien usted negó la entrada?

—Era... el general. Es cierto que no le he dejado pasar. No necesitaba verle para nada práctico. Yo, príncipe, estimo mucho al general... Es un... un gran hombre, ¿no le parece? Sí, sí, pero... sin embargo... En fin, vale más que no le reciba usted, príncipe.

—Permítame que le pregunte el motivo. Y además, ¿por qué se acerca constantemente a mí andando de puntillas, con aire de misterio, como si quisiera decirme algún secreto al oído?

—Soy un ser abyecto, lo reconozco. ¡Abyecto! —dijo insólitamente Lebediev, golpeándose el pecho, con mucha aflicción—. Pero, ¿no le parece, príncipe, que el general sería demasiado... hospitalario para usted?

—¿Hospitalario?

—Sí. En primer lugar, quiso vivir en mi casa. Pase. Pero luego ha tratado de introducirse en la familia. Hemos considerado ya varias veces nuestros parentescos respectivos y ha resultado en limpio que somos parientes en virtud de lejanos enlaces matrimoniales. Parece que también es usted primo segundo suyo, por parte de madre, de modo que, si es usted su primo, ilustre príncipe, de ello se desprende que usted y yo somos parientes. Pasemos por esto, que es, al fin y al cabo, una pequeña debilidad. Pero figúrese que hace poco el general me aseguraba que, desde su nombramiento de alférez hasta el 11 de junio del año último, sentaba todos los días a su mesa doscientos convidados por lo menos. Finalmente me ha dicho que de esa mesa nunca se levantaba nadie en todo el día, sino que allí se dormía, se cenaba y se tomaba el te durante quince horas consecutivas, lo que persistió treinta años seguidos sin la menor interrupción, de tal modo que apenas quedaba tiempo sino de cambiar los manteles. Cuando se iba un invitado le reemplazaba otro inmediatamente. Los días de fiesta el general tenía a su mesa trescientos invitados y, cuando se celebró el milenario de la fundación del Imperio ruso, llegaron a setecientos. Cuando se oyen cosas así, se comprende que eso es una manía suya, y una manía de muy mal agüero. Tener en casa personas tan hospitalarias no es conveniente, y de aquí que yo me preguntase si el general no sería demasiado hospitalario para usted y para mí.

—¡Pero si, según creo, mantiene usted con él excelentes relaciones!

—Relaciones fraternales, cierto. Pero las tomo a beneficio de inventario. No me importa que él y yo seamos parientes políticos; incluso ello constituye un honor para mí. Y yo, a pesar de las doscientas personas y el milenario del Imperio ruso, considero al general como un hombre muy notable. Hablo con sinceridad. Hace poco, príncipe, me decía usted que yo me acercaba a usted con aire de querer contarle un secreto... Pues bien, tengo uno, en efecto, que comunicarle. Cierta persona me ha hecho saber que desearía mantener con usted una entrevista a solas.

—¿Por qué a solas? De ningún modo. Iré yo a su casa quizá hoy mismo.

—Nada de eso, nada de eso —contestó Lebediev agitando las manos—. Si ella tiene miedo no es a lo que usted cree. A propósito: ¿sabe usted que aquel monstruo viene a informarse diariamente de su salud, príncipe?

—Siempre le llama usted monstruo, y eso me resulta sospechoso.

—No debe usted tener sospecha alguna —repuso prontamente Lebediev—. Sólo quería decirle que la persona que usted sabe no tiene miedo alguno a ese hombre, sino que su temor es muy distinto, muy distinto...

—Pero, ¿qué teme entonces? ¡Dígalo de una vez! —exclamó el príncipe, con impaciencia, viendo los misteriosos ademanes de su interlocutor.

—En eso precisamente consiste el secreto. Y Lebediev sonrió.

—¿Qué secreto?

—El de usted. Usted me ha prohibido, ilustre príncipe, hablar antes de... —y, satisfecho de haber excitado sumamente la curiosidad de Michkin, acabó con decisión—: resumen, tiene miedo de Aglaya Ivanovna.

El príncipe arrugó el entrecejo y calló durante unos instantes.

—Veo, Lebediev —dijo, al cabo—, que habré de concluir por irme de su casa. Y ¿dónde están Gabriel Ardalionovich y los Ptitzin? ¿Les ha prohibido entrar también?

—Ahora vienen, ahora... Incluso dejaré pasar al general. Abriré todas las puertas y haré entrar a todas mis hijas, a todas... En seguida, en seguida... —dijo Lebediev, asustado, en voz baja.

Y corrió de una puerta a otra, con agitados ademanes.

En aquel momento apareció Kolia en la terraza. Venía de la calle, trayendo la noticia de que Lisaveta Prokofievna y sus tres hijas le seguían.

Lebediev, impresionado por esta novedad, se acercó vivamente a Michkin.

—¿Hago pasar a Gabriel Ardalionovich y a los Ptitzin? Hago pasar al general?

—¿Por qué no? ¡Que pasen cuantos quieran verme! Le aseguro, Lebediev, que padece usted un error continuo. Desde el primer momento ha interpretado mal mi posición. No tengo el menor motivo para ocultarme de nadie —aseguró Michkin jovialmente.

Viéndole reír, Lebediev creyó oportuno hacerle coro. El funcionario, aunque seguía mostrándose muy agitado, experimentaba una visible satisfacción.

Kolia no mentía. Las Epanchinas se presentaron a los pocos instantes. Mientras se acercaban a la terraza, aparecieron otros visitantes, que ya estaban en la casa, pero habían sido retenidos hasta entonces en las habitaciones de Lebediev. Eran los Ptitzin, Gania y Ardalión Alejandrovich.

Las Epanchinas acababan de saber por Kolia la enfermedad del príncipe y su viaje a Pavlovsk. Hasta entonces la generala había permanecido en un estado de penosa incertidumbre. La antevíspera, Ivan Fedorovich comunicó a su familia que el príncipe le había dejado tarjeta. Al saberlo, Lisaveta Prokofievna se persuadió firmemente de que Michkin iría a visitarlas a Pavlovsk sin demora. Las jóvenes se apresuraron a objetar que no había por qué concebir interés semejante en un hombre que no escribía hacía seis meses, y que acaso sólo hubiese ido a San Petersburgo por asuntos propios, pero tales observaciones sólo sirvieron para irritar a su madre, quien afirmaba que el príncipe se presentaría al día siguiente «a más tardar». Y al día siguiente esperó por la mañana, durante la comida y hasta por la tarde, y cuando la noche llegó, Lisaveta Prokofievna, encolerizada, comenzó a querellarse con toda la casa, sin insinuar, naturalmente, una sola palabra sobre el verdadero motivo de su mal humor. Durante el día inmediato guardó idéntico silencio acerca de Michkin. En el curso de la comida una palabra imprudente de Aglaya motivó un minúsculo incidente.

—Mamá está incomodada porque el príncipe no viene —había dicho de pronto la joven.

Y, contestando el general que no era suya la culpa, Lisaveta Prokofievna se puso en pie y salió del comedor, furiosa.

Por la tarde llegó Kolia contando lo sucedido al príncipe. La generala triunfaba; pero, con todo, Kolia recibió una fuerte recriminación:

—Este chico pasa aquí días enteros, no podemos nunca vernos libres de él y cuando hace falta que venga, no viene. Si no quería molestarse, bien podía habernos enviado aviso.

Kolia se hubiese indignado de buena gana al oír que «no podían verse nunca libres de él», pero resolvió aplazar su enojo para mejor ocasión. Y, de no ser tan ofensiva la frase, incluso le hubiera agradado, a causa de lo mucho que le placía ver la agitación e inquietud que causaba en la generala la enfermedad de Michkin. Lisaveta Prokofievna insistió enérgicamente en la necesidad de enviar un propio a San Petersburgo, para hacer acudir una celebridad médica de primera fila. Sus hijas la disuadieron de tal propósito, pero, sin embargo, resolvieron acompañar a su madre cuando ésta manifestó su intención de visitar al paciente.

—Está en su lecho de muerte —dijo Lisaveta Prokofievna, muy excitada—. ¿Vamos, pues, a andarnos ahora con cumplidos? ¿Acaso no es un amigo de la familia?

—Pero antes quizá conviniera explorar el terreno —sugirió Aglaya.

—No hay por qué. Además, tú puedes quedarte aquí. Precisamente es fácil que venga Eugenio Pavlovich y no habrá nadie para recibirle...

Como es natural, Aglaya, oyendo estas palabras, se apresuró a unirse a su madre y hermanas, como había deseado desde el primer momento. El príncipe Ch., que había acudido a visitar a Adelaida, consintió en acompañar a las señoras. A partir del primer día en su trato con las Epanchinas había oído hablar de Michkin y lo que se decía de éste le había interesado mucho. Resultó que él mismo le conocía, porque tres meses antes se habían encontrado en una pequeña ciudad de provincias y pasado quince días juntos. Ch. contó a las mujeres diversos detalles sobre el príncipe y en general habló de él en los términos más favorables. Aceptó, pues, con sincera satisfacción, la propuesta de hacerle una visita. Ivan Federovich no estaba en Pavlovsk y Eugenio Pavlovich no había llegado aún.

Entre la casa de las Epanchinas y la de Lebediev no mediaban más de trescientos pasos. Al entrar en la última, Lisaveta Prokofievna experimentó como primera contrariedad la de hallar a Michkin en numerosa compañía, a dos o tres miembros de la cual aborrecía de todo corazón. Luego, en vez de encontrar un moribundo, como esperaba, sorprendióse no poco cuando vio acercarse a ella un joven sonriente, elegante y, a lo que cabía juzgar a primera vista, muy sano. La generala quedó atónita, con viva satisfacción de Kolia. Cierto que éste hubiera podido desengañarla de antemano, pero el malicioso escolar dejó de hacerlo previendo la cómica indignación que causaría a la Epanchina ver a Michkin en tan buen estado de salud. Kolia extremó su indelicadeza hasta jactarse públicamente de su éxito, a fin de concluir de indignar a la generala, con quien, pese a su buena y mutua amistad, se hallaba en constante disputa.

—¡Espera, espera un poco, buen mozo! ¡No eches a perder tu triunfo tan pronto! —le gritó, acomodándose en el sillón que le ofrecía el príncipe.

Lebediev, Ptitzin y Ardalion Alejandrovich se apresuraron a ofrecer asientos a las muchachas. Lebediev acercó otro al príncipe Ch., inclinándose profundamente al hacerlo. Varia, como de costumbre, cambió en voz baja afectuosos saludos con sus tres amigas.

—Verdaderamente, príncipe, creía encontrarte en cama, dado lo muy aumentadas que el temor me hacía ver las cosas. No quiero ocultarte que, en el primer momento, tu buen aspecto casi me ha enfurecido; pero ha sido cosa de un momento, es decir, hasta que tuve tiempo de reflexionar. Cuando reflexiono, siempre hablo y obro muy inteligentemente. Creo que a ti te pasa lo mismo. La verdad es que si yo tuviese un hijo enfermo y lo viera curado, no sentiría más placer que el que siento viéndote curado a ti. Si no lo crees, allá tú. Pero ese travieso muchacho se pasa la vida gastándome bromas de mal gusto. Parece que es tu protégé; mas te advierto que el día menos pensado voy a prescindir del honor y el placer de seguir cultivando más tiempo su amistad.

—¿En qué he faltado yo? —exclamó Kolia—. Si le hubiese dicho que el príncipe estaba casi restablecido, no me habría hecho caso, puesto que era mucho más interesante imaginarlo en su lecho de muerte.

—¿Cuánto tiempo piensas pasar aquí? —preguntó la generala a Michkin.

—Todo el verano y acaso más...

—¿Estás solo? ¿O te has casado?

—No; no me he casado —repuso Michkin, sonriendo ante aquella insinuación, tan ingenuamente formulada.

—¿Por qué sonríes? Casarse es una cosa muy natural... Y ahora dime: ¿por qué no te has instalado con nosotros? Tenemos un pabellón desocupado. Pero en fin, como quieras... ¿Es ése el dueño de la casa? —preguntó a media voz, señalando con un movimiento de cabeza a Lebediev —¿Por qué hace tantas muecas?

Vera, con la niña en brazos, como siempre, salió de la casa en aquel momento y se acercó a la terraza. Lebediev giraba en torno a las sillas, sin saber dónde situarse, pero no se resolvía a irse. Apenas divisó a su hija, se lanzó hacia ella, agitando los brazos, para alejarla de la terraza En su azoramiento, incluso se olvidó de golpear el suelo con el pie.

—¿Está loco? —preguntó la generala.

—No; pero...

—Está borracho, ¿verdad? Tus amistades no son muy selectas —añadió Lisaveta Prokofievna, después de pasear la mirada sobre el resto de los visitantes—. Y esa muchacha tan bonita, ¿quién es?

—Vera Lukianovna, la hija de Lebediev.

—Es muy linda. Quiero conocerla.

Apenas oyó Lebediev aquellas palabras corrió en busca de su hija para presentarla a la generala.

—¡Estamos solos, solos! —exclamó en tono patético, aproximándose—. Y esa niñita que lleva en brazos es huérfana también... Es hermana de Vera, se llama Lubova y es hija de mi legítimo matrimonio con mi difunta esposa Elena que murió de sobreparto, hace seis semanas, por designio de Dios... Sí... Y Vera le sirve de madre, aunque no sea más que su hermana, y nada más... Nada más, nada más...

—Y tú, padrecito, no eres más que un imbécil, y perdóname. ¡Bien lo sabes tú mismo! —dijo la generala, profundamente irritada.

Lebediev se inclinó, respetuoso.

—¡Esa es la pura verdad! —repuso con verdadera convicción.

—Perdone, señor Lebediev —intervino Aglaya—. ¿Es cierto que explica usted el Apocalipsis?

—Desde hace quince años. ¡Es la pura verdad! —He oído hablar de usted. Creo que incluso le han mencionado los periódicos...

—No; los periódicos hablaron de otro comentarista; pero ése murió hace tiempo, y ahora yo le substituyo —dijo Lebediev, satisfechísimo.

—Puesto que somos vecinos, tenga usted la bondad de ir un día a casa y explicarme el Apocalipsis. No entiendo nada de eso...

El general Ivolguin, que se sentaba junto a Aglaya y ardía en vehementes deseos de hablar, interpeló a la joven.

—Permítame advertirle, Aglaya Ivanovna, que todo eso del Apocalipsis es mero charlatanismo por parte de Lebediev. Sin duda el vivir en el campo implica ciertas originalidades y entretenimientos, y recibir un intrus tan extraordinario para hacerle perorar sobre el Apocalipsis es un capricho como cualquier otro; pero yo... Veo que me mira usted con extrañeza. Tengo el honor de presentarme a usted: soy el general Ivolguin. La he llevado a usted en mis brazos, Aglaya Ivanovna.

—Encantada. Ya conozco a Nina Alejandrovna y Bárbara Ardalionovna —murmuró la joven, esforzándose para no estallar en carcajadas.

Lisaveta Prokofievna enrojeció de indignación. No podía tolerar al general, a quien tratara en otros tiempos, pero con el que había suspendido toda relación.

—Mientes como acostumbras, padrecito. ¡Jamás la has llevado en tus brazos! —dijo al general, con voz enojada.

—Te olvidas, mamá, de que sí me ha llevado en brazos —aseguró Aglaya, de improviso—. Me acuerdo muy bien. Tenía yo seis años entonces y habitábamos en Tver. El general me fabricó un arco y una flecha, me enseñó a manejarlos y maté con ellos un pichón. ¿No se acuerda de aquel pichón que matamos juntos?

—Y yo recuerdo que a mí me llevó un casco de cartón y una espada de madera —declaró, risueña, Adelaida.

—Es cierto —afirmó Alejandra—. Las dos reñisteis a propósito del pichón herido, y se os castigó poniéndoos en un rincón a cada una. Adelaida estuvo de pie en el suyo sin soltar su casco ni su espada.

Al asegurar a Aglaya que la había llevado en sus brazos, el general no creyó decir otra cosa que una palabra cualquiera, como pretexto de conversación; pero esta vez resultó que había dicho la verdad, e incluso una verdad que él había olvidado. Cuando Aglaya recordó el pichón que mataran entre los dos, la memoria del general despertó instantáneamente y, como sucede a menudo a tales edades, todos los detalles del pasado revivieron en su memoria. Será difícil concretar qué era lo que, en sus sueños, pudo afectar tan vivamente al general, quien estaba algo ebrio, como de costumbre; pero, fuese lo que fuera, manifestó una emoción extraordinaria.

—¡Me acuerdo, me acuerdo de todo! —exclamó—. Yo era entonces capitán de Estado Mayor. Y usted era pequeñita, muy mona... Y Nina Alejandrovna... Y Gania... Yo estaba en casa de ustedes; solían invitarme. En cuanto a Ivan Fedorovich...

—Sí: y mira en lo que has venido a parar —replicó la generala– No has ahogado en la bebida todo sentimiento noble, puesto que ese recuerdo te produce tal emoción. Y, sin embargo, has amargado la vida de tu mujer. En vez de ser un ejemplo para tus hijos, has hecho que te llevaran a la cárcel por deudas. Vete de aquí, padrecito, escóndete en cualquier sitio, en un rincón, detrás de una puerta, y llora. Y puede que Dios te perdone si recuerdas el tiempo en que eras un hombre puro. Vete: te hablo en serio. El mejor modo de corregirse es pensar con remordimiento en el pasado.

No necesitaba insistir. El general poseía la sensibilidad corriente en los beodos habituales y, como todos aquellos a quienes la bebida ha hecho perder una posición brillante, sólo pensaba en el pasado con disgusto. Levantóse, pues, y se dirigió dócil, hacia la puerta. Aquella humildad enterneció a Lisaveta Prokofievna.


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