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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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—¡Vamos, vamos, Lukian Timofeievich!

—Sí, señor. Y ahora mismo lo veo. Al acercarme a usted, concentrando todas las energías de mi alma y mi corazón en usted, venía pensando: «Sé que no tengo el derecho de esperar noticias de amigo a amigo, puesto que soy indigno de ellas; pero acaso como dueño de la casa reciba, en el momento oportuno, que debe ser ahora, una orden o una advertencia relativas a ciertos acontecimientos que son de esperar para en breve.»

Y, hablando así, Lebediev fijaba sus ojillos en el rostro del príncipe, quien le contemplaba con sorpresa. Lukian Timofeievich esperaba todavía ver satisfecha su curiosidad.

—Le aseguro que no entiendo una palabra —afirmó Michkin, casi molesto—. ¡Es usted... un intrigante de mil demonios! —exclamó de repente, estallando en una carcajada.

Lebediev le hizo coro. Sus ojos relampaguearon. Aguardaba, esperaba ver satisfechas en el acto sus esperanzas.

—¿Sabe lo que voy a decirle, Lebediev? ¡Pero no se incomode! Pues bien, admiro su candidez y le aseguro que no es usted el único que me asombra. Siente usted en este momento un ansia tan ingenua de saber algo, que deploro sinceramente no tener nada que decirle. ¡Se lo juro! ¿Qué le parece? —acabó Michkin, riendo de nuevo.

Lebediev asumió un talante de digna compostura. Su curiosidad se manifestaba, en ocasiones, de manera importuna e inocente; pero, por otra parte, era hombre astuto y sabía, en ciertos casos, guardar un maquiavélico silencio. Viendo que no arrancaba confidencia alguna a su inquilino, casi sintió odio hacia él en aquel momento. Seguramente Michkin no se mostraba más comunicativo en razón a lo delicado del tema sobre el que formulaba alusiones Lebediev. Hacía aún muy poco tiempo que el príncipe consideraba un delito albergar sueños semejantes. Pero Lebediev interpretó su reserva como una ofensiva falta de confianza; se creyó desdeñado y los celos le mordieron el corazón al reflexionar que no sólo Kolia y Keller, sino incluso su propia hija Vera, participaban más que él de la confianza de Michkin. Si en aquel momento hubiera tenido alguna importante noticia que comunicar al príncipe, algo del mayor interés y que le agradara transmitirle, el rencor le habría impedido manifestárselo.

—¿En qué puedo servirle, pues, apreciado príncipe? ¿Para qué me ha mandado llamar? —preguntó tras una pausa.

Michkin dejó transcurrir un minuto antes de responder:

—Quería hablarle del general... y de ese robo de que ha sido usted víctima.

—¿Qué robo?

—Vamos, ¿por qué finge? ¿Cómo le gustan tanto las farsas? ¡El dinero, el dinero! Los cuatrocientos rublos que perdió usted el otro día, en una cartera, y de los que me habló usted aquella mañana, antes de marchar a San Petersburgo. ¿Comprende?

—¡Ah! ¿Aquellos cuatrocientos rublos? —exclamó Lebediev con el tono de quien acaba de comprender algo que no recordaba—. Gracias por su sincero interés, príncipe; me lisonjea mucho ver cómo se preocupa por mí, pero... los encontré, y hace bastantes días.

—¿Los encontró? ¡Dios sea loado!

—Su exclamación indica un corazón muy noble, porque cuatrocientos rublos no son un costal de paja para un hombre que vive de un penoso trabajo y ha de mantener una numerosa familia.

—No me refiero a eso —contestó Michkin—. Desde luego celebro que haya usted encontrado su dinero; pero ¿cómo fue?

—De un modo muy sencillo: la cartera estaba debajo de la silla donde yo había colocado mi levita, así que debió deslizarse desde el bolsillo al suelo.

—¿Bajo la silla? No es posible: me dijo usted que había buscado en todas partes y en todos los rincones. ¿Cómo no miró, pues, en el primer sitio que era lógico mirar?

—¡Pero si miré! ¡Me acuerdo muy bien de haber mirado! Anduve por el suelo a cuatro patas, toqué todos los rincones, moví la silla, no creyendo en el testimonio de mis propios ojos. No encontré nada, en el suelo no había más cartera que la que pudiese haber en mis manos y, sin embargo, me harté de tocarlo todo. Es una costumbre tonta esa que todos tenemos cuando experimentamos una pérdida dolorosa y sensible. Aunque no se vea nada, se empeña uno en tocar por todas partes, en mirar veinte veces seguidas...

—Pero, ¿cómo pudo suceder una cosa así? —exclamó Michkin, perplejo—. Según usted, no había nada y luego la cartera ha aparecido de pronto.

—Sí, de pronto.

Michkin miró a Lebediev con extrañeza.

—¿Y el general? —inquirió de repente.

—¿El general? —repuso Lebediev, fingiendo no comprender.

—¡Dios mío! Le pregunto lo que dijo el general cuando supo que usted había encontrado la cartera bajo la silla. Porque antes la habían buscado ustedes dos.

—Antes sí. Pero esta vez, lo confieso, callé, prefiriendo que ignorase que yo había encontrado la cartera por mí mismo.

—¿Por qué? Y el dinero, ¿no había desaparecido?

—No faltaba un solo rublo.

—Debió usted decírmelo —observó Michkin, pensativo.

—Temí importunarle, príncipe, dadas sus impresiones, y si me permite la expresión, extraordinarias de este momento. He procedido como si no hubiese encontrado nada. Una vez seguro de que la cantidad estaba intacta, cerré la cartera y la puse otra vez bajo la silla.

—¿Para qué?

—Para llevar la investigación hasta el fin —repuso Lebediev, riendo y frotándose las manos.

—¿Y sigue allí desde anteayer?

—No. Sólo ha permanecido veinticuatro horas. Yo deseaba, ¿sabe?, que el general la encontrara también. Pensaba que si yo había terminado por descubrir la cartera, también podría encontrarla el general, ya que es un objeto que salta a los ojos y se ve perfectamente bajo la silla. Incluso he cambiado de sitio ésta repetidas veces, para que el general no pudiese dejar de observar la cartera, pero no la ha visto a pesar de haber estado expuesta allí veinticuatro horas. Al general se le notaba muy distraído, parecía no darse cuenta de nada, hablaba, relataba historias, reía y de pronto se indignaba conmigo sin que yo supiese la causa. Al salir de la habitación dejé abierta la puerta a propósito para que reparase en la cartera. Y él estaba desconcertado, inquieto; acaso temiese por la suerte de la suma... De pronto se enfureció y guardó silencio. Apenas dimos dos pasos en la calle, me dejó plantado y se fue en dirección opuesta a la mía. Por la noche nos encontramos en la taberna.

—Pero al fin guardó usted la cartera de nuevo, ¿no?

—No. Por la noche volvió a desaparecer de debajo de la silla.

—¿Y dónde está ahora, entonces?

Lebediev se incorporó y miró jovialmente a Michkin.

—Aquí —repuso riendo—, en el faldón de mi levita. Ha vuelto a aparecer de improviso aquí. Mire, mire; toque...

En el faldón izquierdo de la levita se advertía al tacto una cartera de cuero, sin duda deslizada hasta allí a través de un bolsillo agujereado.

—La he sacado para registrarla. Los cuatrocientos rublos siguen intactos. La he puesto en el mismo sitio, y desde ayer por la mañana la llevo así, golpeándome las piernas.

—¿Y él no ha observado nada?

—Nada, ¡je, je, je! Figúrese, muy apreciado príncipe (aun cuando el asunto no sea muy digno de su atención), que mis bolsillos estaban en buen estado. ¡Y en una noche aparece semejante agujero! He examinado el interior y he visto que la abertura estaba practicada con un cortaplumas. ¡Parece increíble!

—¿Y... el general?

—Ha seguido furioso todo el día. Hoy continúa de muy mal humor. A veces manifiesta una alegría alcohólica o una sensibilidad lacrimosa, y a lo mejor se indigna hasta un punto que me espanta. Yo, príncipe, no soy hombre de armas tomar. Ayer estábamos juntos en la taberna. De pronto el general observa el faldón de mi levita, abultado por la cartera, y se enoja. Hace mucho que no me mira a la cara, no siendo cuando está muy ebrio o muy conmovido, pero ayer me miró de un modo que dióme escalofríos. Mañana me propongo informarle del encuentro de la cartera, pero antes pasaré hoy una veladita en la taberna con él.

—¿Por qué le atormenta así? —preguntó Michkin.

—No le atormento, príncipe, no le atormento —repuso, con calor, Lebediev—. Le quiero sinceramente... y le estimo. Además, créalo usted o no lo crea, ahora le quiero más que nunca. ¡Le aprecio mucho más que antes!

Pronunció aquellas palabras en tono tan serio y con tal apariencia de sinceridad, que el príncipe no pudo oírlas sin indignarse.

—¿Le quiere y le hace padecer así? Fíjese: se ha arreglado para que usted encuentre lo perdido, lo ha colocado bajo la silla y en su levita. Con eso le da bien a entender que no quiere disputar con usted y que le ruega sinceramente que le perdone. ¡Sí, le pide perdón! Es decir, que cuenta con la delicadeza de los sentimientos de usted y, por lo tanto, cree en su amistad. ¡Y usted rebaja de tal modo a un hombre tan... honrado!

—Muy honrado, príncipe, muy honrado —repitió Lebediev, con los ojos brillantes—. Sólo usted, nobilísimo príncipe, era capaz de pronunciar palabra tan justa. Sólo por ello le veneraré toda mi vida, príncipe, por muy corrompido que yo sea. ¡Me he decidido! Voy a encontrar la cartera ahora mismo, no mañana. La sacaré de la levita ante sus propios ojos, príncipe. Aquí la tiene, con todo el dinero. Guárdemela hasta mañana, noble príncipe: Mañana o pasado mañana se la pediré.

—No, vaya a decirle sin rodeos que la ha encontrado. Primero procure que él se fije en que no lleva usted el faldón abultado. Con eso comprenderá.

—¿No valdría más decirle que la he encontrado y fingir que no he tenido nunca duda alguna?

—No —dijo el príncipe, tras un momento de reflexión—. Es muy tarde ya: sería peligroso. Más vale que calle. Muéstrese amable con él... sin exagerar... Ya sabe...

—Lo sé, príncipe, lo sé... Es decir, sé que no ejecutaré bien el proyecto, porque para eso hace falta un corazón como el suyo... Además, yo mismo estoy disgustado. A veces el general me abraza sollozando, luego me humilla y me colma de desprecios. Ea, voy a hacer que repare en el faldón de mi levita... ¡Ja, ja! Hasta luego, príncipe. Le molesto, le distraigo de sentimientos muy interesantes, si vale la expresión.

—Pero, por amor de Dios, ni una palabra sobre lo pasado...

—Seré silencioso..., silencioso...

Aun cuando el asunto hubiese concluido, Michkin quedó más preocupado que antes. Y esperó con impaciencia la entrevista que debía tener al día siguiente con el general.

IV



La cita era al mediodía, pero el príncipe se retardó insólitamente y cuando volvió a casa halló al general esperándole ya. Michkin notó en seguida que Ivolguin estaba descontento, acaso con motivo de la espera. El príncipe se sentó y presentó excusas al visitante. Pero sentía una extraña timidez. Dijérase que el general era de porcelana y que él tenía miedo de romperlo. Hasta entonces la presencia de Ivolguin no le había intimidado nunca; ni siquiera se le ocurrió jamás que ello pudiera suceder, mas ahora observó que su visitante era un hombre muy distinto al de la víspera: Ardalion Alejandrovich no estaba turbado ni distraído; parecía dueño de sí y su rostro evidenciaba una resolución definida. No obstante, aquella calma era más aparente que real. Pero, en todo caso, hoy todo unía en él una especie de dignidad reprimida a la naturalidad aristocrática de sus maneras. Acogió incluso con cierta altiva indulgencia las disculpas del príncipe, a las que contestó en términos amables, pero sin disimular cierto disgusto de hombre orgulloso e injustamente ofendido.

—Le he traído el libro que me prestó el otro día —dijo señalando un folletón que había puesto sobre la mesa—. Gracias.

—¿Lo ha leído? ¿Qué le parece? Curioso, ¿verdad? —preguntó Michkin, satisfecho de poder llevar la conversación sobre temas indiferentes.

—Curioso, si usted quiere, pero tosco y, sin duda, absurdo. Tal vez no sea más que una trama de embustes —dijo el general con seguridad, engolando mucho la voz.

—Me parece un relato muy cándido. Las impresiones de un soldado veterano testigo ocular de la estancia de los franceses en Moscú... Algunos detalles resultan encantadores. Esas memorias de testigos presenciales son siempre de interés, sea quien sea el narrador. ¿No es verdad?

—En el puesto del director, yo no habría publicado eso. El público, cuando se trata de descripciones de testigos oculares, suele creer mejor en las mentiras desvergonzadas de un embustero que en los relatos verídicos de un hombre que ha merecido bien de su país. Conozco ciertas memorias sobre el año 1812 que... He tomado una resolución, príncipe: dejar esta casa, la casa del señor Lebediev —dijo de repente el general, mirando significativamente a Michkin.

—Tiene usted habitación en Pavlovsk en... en casa de su hija —comentó el príncipe, no sabiendo qué decirle y recordando que el general se proponía hablarle de un importante asunto del que dependía su suerte.

—Perdón: en la de mi mujer. En otras palabras, en mi casa, que es también la de mi hija.

—Excúseme... Yo...

—Abandono esta casa, querido príncipe, porque he reñido con Lebediev. He roto anoche, lamentando no haberlo hecho antes. Soy muy considerado en todo, príncipe, y deseo que las personas a quienes, en cierto modo entrego mi corazón me paguen en la misma moneda. He sabido dar mi corazón a menudo y casi siempre he sido defraudado. Ese hombre es indigno de mí...

—Es algo extravagante —observó discretamente Michkin—: tiene ciertas facetas... Pero, a pesar de todo, se advierte en él corazón, un espíritu ingenioso y un carácter divertido...

El príncipe medía sus expresiones y hablaba con acento respetuoso, lo cual halagaba al general, quien, sin embargo, no dejaba de mirar a veces a su interlocutor con desconfianza. Pero el tono de Michkin era tan natural y sincero que no autorizaba sospecha alguna.

—Soy el primero en reconocer —contestó el general– que posee algunas buenas cualidades. Sólo por eso concedí mi amistad a semejante individuo. Pero poseo una familia y no necesito su hospitalidad ni su casa. No pretendo carecer de defectos; soy intemperante, bebía mucho vino en su compañía, y acaso sea yo mismo el primero en deplorarlo ahora. Pero (y perdone esta brutal franqueza a un hombre enojado), ¿acaso yo le trataba sólo por amor al vino? No: me habían seducido en él precisamente las cualidades que acaba usted de señalar. Mas hay un límite a todo, y cuando Lebediev tiene el descaro de sostener que en 1812, siendo niño, perdió la pierna izquierda y la hizo enterrar en el cementerio Vagankovsky en Moscú, ¿no lo hace para faltarme al respeto? ¿No constituye tal atrocidad una verdadera insolencia?

—Sería una broma. Lo diría para hacer reír.

—Me hago cargo. Una mentira inocente contada para despertar la risa no puede ofender a nadie. Incluso hay gentes que mienten por afecto, para divertir a sus interlocutores. Pero si se muestra que se toma al oyente por un imbécil, si con tal desatino se trata de indicar al interesado que se está harto de su amistad, entonces un hombre de honor no puede hacer sino una cosa: llamar al orden al desvergonzado y suspender su relación con él.

El general estaba rojo de indignación.

—Lebediev no pudo estar en Moscú en 1812. Es demasiado joven... La anécdota es ridícula.

—Eso en primer lugar. Pero, suponiendo que ya hubiese nacido entonces, ¿cómo admitir que un «chasseur» francés le apuntó con un cañón y le arrancó la pierna para divertirse y cómo creer que él recogió la pierna y la hizo inhumar en el cementerio Vagankovsky? Añade que en el lugar donde está enterrada hizo erigir un mausoleo en uno de cuyos lados se lee: «Aquí yace la pierna del secretario del colegio Lebediev», y en el otro: «Reposad, queridos restos, en espera del día de la resurrección.» Hasta asegurar que hace decir una misa anual por ella (lo cual es un sacrilegio) y que todos los años va a Moscú a fin de asistir a la ceremonia. Para probarme la verdad de sus palabras me invita a ir a Moscú y asistir a la misa, así como ver el cañón que, según él, fue tomado luego por los rusos y se halla en el Kremlin. Es el decimoprimero a partir de la puerta, un antiguo falconete francés.

—¡Y, además, Lebediev tiene las dos piernas, o, al menos, lo parece! —rió Michkin—. No se enfade con él. Es una broma inocente.

—Permítame sostener mi opinión. Lo de las dos piernas que parece tener no sería lo más grave, porque, según afirma, una de ellas es un miembro ortopédico articulado.

—Según dicen, con una pierna artificial de las inventadas por Chernozvitov se puede hasta bailar.

—Lo sé muy bien. Cuando Chernozvitov la inventó se apresuró a venir a enseñármela. Pero no la inventó hasta mucho después de 1812. Para colmo, Lebediev asegura que su difunta esposa ignoró durante todo su matrimonio que él tenía una pierna artificial. «Si tú eras en 1812 paje de Napoleón —me dijo cuando le hice observar los absurdos de su relato—, no te asiste el derecho de extrañarte de que yo tenga una pierna enterrada en el cementerio Vangankovsky.»

—¿Pero usted...? —comenzó el príncipe, muy turbado.

Ivolguin pareció algo confuso también. Mas se repuso en seguida y miró a Michkin con aire irónico.

—Acabe, príncipe, acabe —dijo con excepcional dulzura—. Yo soy indulgente: dígalo todo. Le asombra que un hombre a quien ve en tal estado de degradación... e inutilidad, haya podido ser testigo de vista de... de grandes acontecimientos. ¿No es así? ¿No le ha venido ese hombre con habladurías?

—Lebediev, si se refiere a él, no me ha dicho nada.

—Ya... Yo creía lo contrario... Ayer, estando juntos, hablamos de ese folletón absurdo que acabo de devolver a usted. Yo indiqué sus inexactitudes, y como he sido testigo personal... ¿Sonríe usted, príncipe? Porque noto que me mira a la cara.

—No: yo...

—Parezco bastante joven —prosiguió el general con naturalidad—, pero soy algo más viejo de lo que parezco. En 1812 yo contaba diez o doce años. Nadie sabe mi edad a punto fijo, ni yo mismo. En mi hoja de servicios no está indicada tampoco. Siempre he tenido la debilidad de hacerme pasar por más joven.

—No me extraña, general que estuviese en 1812 en Moscú. Y sin duda puede narrar sus recuerdos como todos los que estuvieron entonces allí. Uno de esos autobiógrafos moscovitas ha contado que él, en 1812, era niño de pecho y los soldados franceses le hicieron comer un trozo de pan.

—Mi caso, desde luego, se sale de lo corriente —dijo el general, benévolo—. Y sin embargo, no tiene nada de extraordinario en sí. La verdad, muy a menudo, parece imposible. ¡Paje de Napoleón! Sin duda eso parece una cosa muy rara. Pero la aventura de un niño que podría contar sobre diez años se explica precisamente por su edad. A los quince años no habría sucedido por la poderosa razón de que a los quince años yo no hubiese huido de casa para presenciar la entrada de Napoleón en Moscú, sino que habría quedado junto a mi madre, que sorprendida por la irrupción del enemigo, permanecía, temblando de miedo, en nuestra casa de madera de la Staray Basmanaya. A los quince años yo hubiese tenido miedo, pero a los diez no lo tenía y por eso, abriéndome camino a través de la multitud apiñada ante el palacio, llegué a la escalera en el momento en que Napoleón se apeaba.

—Con razón dice usted que un niño de diez años puede no tener miedo de nada —asintió Michkin, muy mortificado al notar que se ruborizaba.

—Sin duda, y por ello todo se desarrolló del modo más sencillo y natural, como sólo en la realidad sucede. Si un novelista lo cuenta, lo colma de detalles disparatados, inverosímiles.

—Así es —se apresuró a reconocer el príncipe—. Ya se me ha ocurrido esa idea hace algún tiempo. Los periódicos han hablado de un asesinato que tuvo por objeto robar un reloj sin valor. Si un escritor hubiese inventado tal cosa, los críticos y las personas que se juzgan conocedoras del carácter humano dirían que era inverosímil. Y, no obstante, los detalles de ese crimen llevan el sello auténtico de la realidad rusa. Su observación es muy justa, general —concluyó el príncipe con vehemencia, satisfecho de poder engañar a Ivolguin sobre la causa de su rubor.

—¿Verdad que sí? —exclamó el general, radiante de alegría—. Un chiquillo, un niño ignorante de todo se atreve sin duda a deslizarse entre el gentío para ver un cortejo brillante, uniformes y un hombre ilustre del que ha oído hablar mucho. Porque hacía varios años que no se hablaba de otra cosa que de él. El mundo estaba lleno de aquel nombre; yo lo había, por decirlo así, bebido en el seno de mi madre. Napoleón, al pasar junto a mí, me miró por casualidad, y, como yo vestía muy bien, con mis ropitas de «bartchenok» 15, se fijó en mí. Yo, ostentosamente ataviado, entre aquella turba, solo, tan niño... Usted comprenderá...

—Sin duda. Debió de impresionarse, además, ver que no todos habían abandonado la población, y que incluso quedaba en ella gente distinguida.

—¡Justo, justo! Quería atraerse a la nobleza. Cuando su mirada de águila se fijó en mí, probablemente vio encenderse una llama en mis ojos, porque dijo: «Voilà un gaillard bien eveillé!» Y luego me preguntó: «Qui est ton père?» Yo le respondí con voz casi sofocada por la emoción: «Un general que ha caído en el campo de batalla defendiendo su patria.» «Le fils d'un boyard et d'un brave par-dessus le marché! J'aimes les boyards. M'aimes tu, petit?» La respuesta brotó, espontánea, de mis labios: «Un corazón ruso sabe distinguir entre el grande hombre y el enemigo de su patria.» No recuerdo si me expresé así literalmente, puesto que era un niño; pero fue tal el sentido de mis palabras. E impresionaron mucho a Napoleón, porque dijo a quienes le rodeaban: «Me gusta el orgullo de este niño. Pero si todos los rusos piensan como él...» Y, sin decir más, entró en el palacio. Le seguí, mezclado con la escolta, que viéndome tratado así por él me consideraban ya favorito suyo. Todo pasó en un instante. Recuerdo que al entrar en el primer salón el emperador se detuvo ante el retrato de la emperatriz Catalina, lo miró largamente, pensativo, y al fin exclamó: «¡Era una gran personalidad!», tras lo cual siguió adelante. Dos días después, todos me conocían ya en el palacio y en el Kremlin y me llamaban «le petit boyard». Yo no volvía a casa más que a la hora de acostarme, y por cierto que allí todo andaba desquiciado. Dos días después murió el paje de cámara de Napoleón, el barón de Bazancourt, que no pudo resistir las fatigas de la campaña. Napoleón se acordó de mí y me envió a buscar. Me condujeron a palacio sin decirme el motivo y, una vez allí, me vistieron el uniforme del muerto, que era un niño de doce años, y en tal forma me llevaron al emperador. Éste me hizo un leve signo de cabeza. Después me informaron de que su Majestad se había dignado nombrarme paje de cámara. Me sentí encantado, porque experimentaba por él hacía mucho tiempo viva simpatía. Y además un uniforme bello es cosa siempre agradable a un niño. Llevaba un frac verde oscuro, faldones largos y estrechos, botones dorados, ribetes rojos y adornos de oro en las bocamangas y faldones; un cuello alto, rígido, abierto; calzón corto blanco de gamuza, chaleco blanco de seda, medias de seda y zapatos de hebilla. Cuando estaba de servicio y había de acompañar al emperador en sus paseos a caballo, usaba botas de montar a la escudera. Aunque la situación no era muy buena y se presentían grandes desastres, la etiqueta no se rebajaba en lo más mínimo, e incluso era más rigurosa cuando se advertían síntomas de malos momentos.

—Claro, claro —murmuraba el príncipe, anonadado—. Sus memorias serían... muy interesantes.

El general no hacía sino repetir lo que contara la víspera a Lebediev, y sus palabras fluían por sí solas; pero en aquel instante volvió a dirigir a su interlocutor una mirada suspicaz.

—¿Mis memorias? —repuso con más dignidad aún—. ¿Escribir mis memorias? Nunca me ha tentado tal cosa, príncipe. En realidad, ya están escritas, pero no han salido de mis gavetas. No me opongo a que se publiquen cuando yo esté enterrado. Y entonces sin duda serán traducidas a varias lenguas, no por su mérito literario, sino por los grandes sucesos que relatan y de los que fui testigo presencial. Cierto que yo entonces no era más que un niño, pero merced a ello pude penetrar en la intimidad del gran hombre, e incluso en su alcoba. Por las noches yo escuchaba los gemidos del «Titán angustiado», ya que él no tenía motivos para ocultar sus ansiedades y sus lágrimas a un niño. Lo que más le desolaba era el silencio del emperador Alejandro.

—Sí... Napoleón le escribía... proponiendo negociaciones de paz —balbució Michkin.

—No se sabe a punto fijo qué proposiciones contenían sus cartas, pero escribía sin cesar, a todas horas; enviaba emisario tras emisario. Estaba muy inquieto... Una noche, hallándonos solos, yo, que le quería mucho, me lancé hacia él llorando. «Pedid perdón al emperador Alejandro», pero como niño que era, expresé ingenuamente mi pensamiento. Él, que paseaba a lo largo del aposento, me contestó (porque parecía haber olvidado que yo era un niño y le gustaba departir conmigo): «Hijo mío, estoy dispuesto a besar los pies del emperador Alejandro, pero al rey de Prusia y al emperador de Austria los odiaré eternamente... En fin, tú no entiendes de política.» De pronto pareció darse cuenta de a quién hablaba y calló. Pero sus ojos siguieron brillando de fiereza durante largo rato... Bien, príncipe: si yo cuento por escrito todos esos hechos, los grandes hechos de que fui testigo, si los entrego a la publicidad, entonces vendrían todos esos críticos, todas esas vanidades, todas esas envidias, todos esos partidos políticos, y... No, príncipe, ese riesgo no lo corre este respetuoso servidor.

—Respecto a eso, tiene usted razón evidentemente —contestó Michkin, tras una pausa—. Últimamente he leído el libro de Charasse sobre la campaña de Waterloo. Es sin duda un libro serio, y, según los especialistas, no deja nada que desear. Pero en todas las páginas se evidencia la alegría que el autor experimenta en el fracaso de Napoleón; y si se pudiese discutir a éste todo talento militar incluso en sus restantes campañas, se observa que Charasse se sentiría dichoso. De modo que el espíritu partidista echa a perder una obra tan seria. Y diga: ¿le entretenía mucho tiempo su... servicio al emperador?

Aquel lenguaje produjo al general vivo contento. Oyendo al príncipe expresarse con tan ingenua seriedad, sintió que se disipaban los últimos restos de su desconfianza.

—¡Ese autor! También yo me he indignado. Incluso le escribí y... No me acuerdo de más en este momento. ¿Me preguntaba usted si el servicio me daba muchas ocupaciones? No. Aunque nombrado paje de Cámara, yo no lo tomé en serio. Napoleón perdió muy pronto las esperanzas de granjearse las simpatías de los rusos y como me había tomado a su servicio por razones políticas, sin duda habría concluido olvidándome... de no haberme tomado mucho afecto. Puedo decirlo con justicia. También yo lo experimentaba por él. El servicio se reducía a poca cosa: ir a veces a palacio y acompañar al emperador cuando paseaba a caballo. Yo montaba bastante bien. Napoleón salía generalmente antes de comer. Solíamos acompañarle Davout, yo, el mameluco Roustan...

—Constant —rectificó Michkin casi involuntariamente.

—No. Constant no estaba entonces en Moscú. Había marchado con una carta para... la emperatriz Josefina. Pero había en su lugar dos ordenanzas y algunos lanceros polacos, que completaban el séquito, aparte, naturalmente, los generales y mariscales, quienes acompañaban a Napoleón para explorar los contornos y tratar de la disposición de las tropas. Casi siempre iba con él Davout. Aún me parece verle: era un hombre recio, flemático, con gafas, de extraños ojos... El emperador le consultaba con mucho interés y se dejaba llevar mucho por sus opiniones. Recuerdo que celebraron consejo durante varios días. Davout acudía mañana y noche, y a menudo discutía con Napoleón. Este, al fin pareció aceptar la opinión de su consejero. Yo estaba en el aposento donde se celebraba la entrevista, pero nadie hacía caso de mi presencia. De pronto la mirada de Napoleón se fijó en mí. Y me dijo repentinamente: «Niño, ¿qué te parece? Si me convierto a la religión rusa y liberto los siervos, ¿se aliarán los rusos a mí?» «¡Nunca!», exclamé indignado. La palabra impresionó a Napoleón. «La llama patriótica que acaba de encenderse en los ojos de este niño —exclamó– me revela el pensamiento de todo el pueblo ruso. ¡Basta, Davout! Todo eso son fantasías. Explíqueme su otro plan.»

—El proyecto no estaba mal imaginado —dijo Michkin, que escuchaba al general con gran interés al parecer—. ¿Atribuye usted la idea a Davout?

—Al menos se habló de ella durante aquella reunión. Era sin duda una idea de águila, una idea muy napoleónica. Pero tampoco el otro plan era ningún absurdo. Fue el famoso conseil de lion, como el propio emperador llamó a aquella idea de Davout. Consistía en lo siguiente: matar todos los caballos, salarlos, requisar todo el trigo posible, fortificar el Kremlin e invernar en él. Llegada la primavera, las tropas francesas se abrirían paso entre los rusos. El proyecto seducía a Napoleón. A diario dábamos la vuelta al Kremlin a caballo y Napoleón indicaba las obras defensivas necesarias: lunetas, medias lunas, blocaos... La cosa, no obstante, estaba semiparalizada, y Davout insistía en que se acordase definitivamente. Tuvieron, pues, una nueva conferencia, a la que asistí también. Napoleón paseaba por la estancia con los brazos cruzados. Mi corazón latía con fuerza, mis ojos no podían apartarse del emperador. «Me voy», dijo Davout. «¿Adónde?», preguntó Napoleón. «A mandar salar los caballos», repuso el mariscal. Napoleón se estremeció; su suerte iba a decidirse. «Niko —me interrogó repentinamente—, ¿qué opinas de nuestro plan?» Naturalmente me hacía tal pregunta lo mismo que a veces, en un momento culminante, el hombre más inteligente se juega el porvenir a cara o cruz. En vez de contestar a Napoleón, me dirigí a Davout: «General —le dije con acento en el que había auténtica inspiración—, vuélvase a su país». Y se abandonó el proyecto de quedarse en Moscú. Davout se encogió de hombros y salió rezongando: Bah!, il devient superstitieux! Al día siguiente se dispuso la retirada. —Todo eso es interesantísimo —comentó Michkin en voz baja—, si es que ha sucedido así... Quiero decir... Entiéndame..., —se apresuró a decir, temeroso de haber ofendido al general.


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