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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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—También yo me casaré; quiero casarme en el acto. Daré todo lo que tengo...

—Tú sales de la taberna y estás borracho. ¡Debíamos plantarte en la puerta! —contestó Daría Alexievna, indignada.

Las risas aumentaron.

—¿Qué te parece, príncipe? —dijo Nastasia Filipovna a Michkin ¡Ahí tienes a un aldeano queriendo comprar a tu futura!

—Está ebrio —observó el príncipe—, y además la quiere mucho.

—¿Y no te avergonzará después haberte casado con una mujer que ha estado a punto de ser de Rogochin?

—Cuando usted dijo eso, tenía el cerebro turbado por la fiebre. Todavía está agitada —contestó el príncipe.

—¿Y no te avergonzarás tampoco cuando te cuenten que tu esposa ha sido amiga de Totzky?

—No me sentiré avergonzado. La culpa no fue de usted.

—¿Y nunca me harás reproches?

—No se los haré nunca.

—Ándate con cuidado y no te comprometas para toda tu vida.

—Nastasia Filipovna —dijo Michkin, con voz dulce en que vibraba una nota de conmiseración—, ya le he dicho que me consideraría muy honrado obteniendo su mano en vez de juzgar que le hago un honor casándome con usted. Cuando me he explicado así, usted ha sonreído y he oído también risas a mis espaldas. Quizá yo me haya expresado ridículamente, y acaso haya sido ridículo de verdad; pero siempre he creído saber bien en qué consiste el honor y estoy seguro de haber dicho una cosa justa. Hace un momento quería usted perderse irremisiblemente, y estoy cierto de que después lo habría lamentado; pero usted no es culpable de nada. Es imposible que considere usted su vida perdida en definitiva. ¿Qué importa que Rogochin haya venido a su casa de ese modo ni que Gabriel Ardalionovich haya querido engañarla? ¿Por qué insistir tanto en eso? Repito que lo que usted hace, pocas personas serían capaces de hacerlo. Si ha querido usted atender a Rogochin, fue bajo la influencia de la fiebre. Ahora mismo se encuentra usted mal y debiera acostarse. Usted no se habría quedado con Rogochin, de marchar con él. Mañana mismo habría preferido hacerse lavandera. Es usted orgullosa, Nastasia Filipovna, pero tal vez tenga la desgracia de considerarse culpable en realidad. Necesita usted muchas atenciones, Nastasia Filipovna. Yo las tendré con usted. En cuanto he visto su retrato he creído contemplar una cara conocida. Hasta me pareció que su expresión me llamaba... Yo... yo la estimaré toda mi vida, Nastasia Filipovna —concluyó de pronto el príncipe, ruborizándose, sin duda al recordar las personas que había presentes.

Ptitzin, escandalizado, inclinó la cabeza, mirando al pavimento. Totzky pensaba: «Es un idiota, pero sabe por instinto que la adulación es el mejor modo de triunfar con las mujeres.» Michkin notó que Gania le miraba desde su rincón con ojos centelleantes, como si hubiera querido darle de golpes.

—¡Qué hombre tan bondadoso! —exclamó Daría Alexievna, muy afectada.

—Un hombre refinado, pero perdido —murmuró Ivan Fedorovich.

Totzky tomó su sombrero proponiéndose despedirse a la francesa. Él y el general convinieron, mediante una mirada, irse juntos.

—Gracias, príncipe. Hasta ahora nadie me había hablado así —dijo Nastasia Filipovna—. Nunca se había pensado más que en comprarme. Ningún hombre digno me había pedido en matrimonio. ¿Oye usted, Atanasio Ivanovich? ¿Qué le parece el modo de hablar del príncipe? Casi incorrecto, ¿eh? No te vayas aún, Rogochin..., aunque ya veo que no te apresuras a hacerlo... Acaso me marche contigo todavía. ¿Dónde querías llevarme?

—A Ekateringov —respondió Lebediev.

Rogochin, tembloroso, miró a Nastasia Filipovna con los ojos muy abiertos. No podía creer en lo que oía, sentíase incapaz de todo, estaba aturdido, como si le hubiese dado un violento golpe en la cabeza.

—¿Qué locura se te ocurre ahora? —exclamó, espantada, Daría Alexievna.

—¿Creías que hablaba en serio? —rió Nastasia Filipovna, alzándose del sofá de un salto—. ¿Crees que sería capaz de arruinar la vida de un niño como éste? Quédese eso para Atanasio Ivanovich, amigo de buscar niños en capullo... Veámonos, Rogochin. ¡Venga el dinero! Aunque te cases conmigo, dame el dinero. ¿O crees que porque me has ofrecido casarte puedes guardarte tus billetes? ¡Vamos, hombre! Yo soy una mujer sin honor; he sido la amante de Totzky. En cuanto a ti, príncipe, quien te conviene es Aglaya Epanchina y no Nastasia Filipovna. Si te casas conmigo, Ferdychenko te señalaría con el dedo a todos. A ti no te importa, pero no quiero hacerte desgraciado ni sufrir más adelante tus recriminaciones. En cuanto al honor que te haría concediéndote mi mano, Totzky podría decir unas cuantas palabras sobre eso. Y tú, Gania, entérate de que te has engañado con Aglaya Epanchina. Si no hubieses andado regateando con ella, se habría casado contigo. ¡Así sois todos! Hay que escoger entre el trato de las mujeres honradas y el de las que no lo son. Si se anda a la vez con unas y con otras, acaba siempre enredándose todo. Mira al general, con la boca abierta...

—¡Esto es Sodoma, Sodoma! —exclamó Epanchin, encogiéndose de hombros.

Había abandonado su sitio en el diván. Todos estaban otra vez en pie. Nastasia Filipovna parecía haber perdido la razón.

—¿Es posible? —gemía el príncipe, retorciéndose las manos.

—¿Lo habías tomado en serio? Comprende que yo también puedo tener mi amor propio, aunque no tenga honra. Antes has dicho que yo era una perfección. ¡Una perfección que por poder alardear de haber despreciado un millón y un título de princesa se arroja al arroyo! Después de esto, ¿cómo me considerarás? Aquí donde me ves, Atanasio Ivanovich, he tirado un millón por la ventana. ¡Y creían ustedes que iba a considerarme dichosa casándome con Gania mediante una dote de setenta y cinco mil rublos! Guárdate tus setenta y cinco mil rublos, Atanasio Ivanovich. ¡Ni siquiera has llegado al centenar! Rogochin ha sido más generoso que tú. Pero quiero consolar a Gania. Se me acaba de ocurrir una idea. Ahora que soy una cualquiera, me propongo divertirme. Al fin me llega la libertad, después de diez años de esclavitud. ¿Qué esperas, Rogochin? Vámonos.

—¡Vámonos! —gritó el joven, casi delirante de júbilo—. ¡A ver! ¡Venga vino!

—¡Eso es: vino! También yo quiero beber. Y, ¿tendremos música?

—Sí, sí... ¡No se acerque! —vociferó Rogochin viendo que Daría Alexievna se aproximaba a Nastasia Filipovna—. Es mía, sólo mía. ¡Mi reina, mi amor!

Sofocado por la alegría giraba en torno a la joven, gritando a todos: «¡No se acerquen!» Su cuadrilla había invadido en masa el salón. Unos bebían, otros reían y gritaban, todos se sentían animados y ya sin la menor inquietud Ferdychenko comenzaba a fraternizar con ellos. El general y Totzky hicieron un movimiento para retirarse. Gania tenía también el sombrero en la mano, pero permanecía inmóvil y silencioso, como incapaz de substraerse al espectáculo que tenía ante la vista.

—¡No se acerquen! —volvió a gritar Rogochin.

—¿Cómo que no? —dijo Nastasia Filipovna, riendo—. ¡Yo soy todavía dueña de mi casa! Si quiero puedo arrojarte por la escalera. Además, no he tomado tu dinero aún; está en la mesa. Tráelo y dámelo. ¿Y este paquete contiene cien mil rublos? ¡Qué barbaridad! ¿Qué te parece, Daría Alexievna? ¿Crees que sería capaz de hacerle desgraciado? —preguntó señalando a Michkin—. ¿Casarse el príncipe? Lo que necesita es una niñera... Pero ya veo que el general se prepara a encargarse de serlo: mírenle cómo anda alrededor de él... ¿Ves, príncipe? Tu prometida ha cogido el dinero, porque no es una mujer honrada. ¡Y tú querías casarte con ella! ¿Por qué lloras? ¿Estás disgustado? ¡Ríete, hombre, haz como yo! —mientras hablaba así, Nastasia Filipovna tenía dos gruesas lágrimas en las mejillas. —Confía en el tiempo: ya verás como todo pasa. Más vale prevenir que lamentar. Pero, ¿por qué lloran todos ustedes? ¿Por qué lloras tú también, Katia? ¿Qué tienes, querida? No creas que os dejaré sin nada a Pacha y a ti; ya he tomado disposiciones... Y ahora, adiós. ¡Cuando pienso que una mala mujer como yo te ha obligado a servirme, a ti, que eres una muchacha honrada! Créelo, príncipe: es preferible esto. Si no, más adelante me habrías despreciado y no hubiéramos vivido felices. Nada de protestas; no te creo. ¡Qué estúpido hubiera sido...! Sí: es preferible que nos digamos adiós en definitiva. ¿Para qué soñar en quimeras? ¡Aunque también yo he soñado en ellas! ¿Imaginas que no he soñado contigo? Tenías razón antes: hace mucho tiempo que estos sucesos acudían a mi espíritu. Muchas veces, durante los cinco años transcurridos en la aldea de Totzky, he esperado que un hombre como tú, bondadoso, honrado, simpático, un poco necio incluso, me buscara de pronto para decirme: «La culpa no es de usted, Nastasia Filipovna. ¡Y la adoro!» Pero el despertar de tales sueños casi me hacía enloquecer. Cada verano este hombre llegaba para pasar dos meses conmigo, llevándome la vergüenza, la deshonra, la corrupción, la degradación... Y luego se iba. Mil veces he pensado en arrojarme al agua, pero he sido cobarde y nunca me he decidido. Y ahora... ¿Estás listo, Rogochin?

—¡Sí! ¡No se acerquen!

—¡Listos! —gritaron varias voces.

Nastasia Filipovna cogió el fajo de billetes.

—Se me ocurre una idea, Gania. Quiero indemnizarte. ¿Por qué has de perderlo todo? ¿Es cierto, Rogochin, que Gania andaría en cuatro pies por el bulevar Vassilievsky a cambio de tres rublos?

—Sí.

—Escucha, pues, Gania. Quiero darme una vez más la satisfacción de asistir a una muestra de tu grandeza de alma. Tú me has atormentado durante tres meses; ahora llega mi momento. Mira este paquete: contiene cien mil rublos. Voy a tirarlo al fuego delante de todos. Cuando esté rodeado de llamas tú puedes recogerlo en la chimenea. Pero sin guantes y con las mangas recogidas. Si así lo haces, el dinero es tuyo: todos los billetes te pertenecen. Cierto que te quemarás algo los dedos, pero se trata de cien mil rublos. ¡Hazte cargo!... ¡Es cosa de un momento! Y yo admiraré tu valor viéndote sacar mi dinero de entre las llamas. Pongo por testigos a todos de que el dinero será para ti. Si tú no lo retiras, el dinero arderá, porque no he de consentir que nadie más lo toque. Retírense. ¡Quítense de en medio! Este dinero me pertenece. Rogochin me lo da a cambio de acceder por una vez a sus pretensiones... ¿Es mío ese dinero, Rogochin?

—¡Es tuyo, encanto mío; es tuyo, reina!

—Muy bien. Retírense. Puedo hacer con esto lo que se me antoje. Déjenme obrar como me parezca. Atice la lumbre, Ferdychenko.

—No me siento con fuerzas para ello, Nastasia Filipovna —repuso Ferdychenko, estupefacto.

—¡Bah! —exclamó Nastasia Filipovna.

Cogió las tenazas de la chimenea, empujó dos leños que se calcinaban sin arder y cuando hubo conseguido hacer brotar una viva llamarada arrojó el paquete al fuego.

Un clamor llenó el salón. No faltó quien se santiguara.

—¡Está loca, está loca! —gritaron casi todos a una voz.

—¿No cree que debíamos... que debíamos atarla? —dijo el general a Ptitzin, con voz reprimida—. Atarla o enviar a por... Porque está loca, está loca, ¿no es cierto?

—Acaso no lo esté del todo —repuso Ptitzin, tembloroso, y más blanco que su pañuelo, sin poder apartar los ojos del paquete arrojado a las llamas.

Ivan Fedorovich interpeló a Totzky.

—¡Está loca! ¿Verdad que está loca?

—Siempre le he dicho que era una mujer extravagante —repuso Totzky, cuyo rostro se había demudado.

—¡Es que cien mil rublos...!

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamaban los presentes.

Todos, ávidos de presenciar aquel espectáculo se apiñaban en torno a la chimenea, entre palabras de desolación. Algunos se habían subido a las sillas para mirar por encima de las cabezas de los demás. Daría Alexievna, realmente asustada, pasó a la habitación contigua y comenzó a cuchichear con las doncellas. La hermosa alemana había huido.

—¡Señora, princesa mía, mujer todopoderosa —gemía Lebediev arrastrándose a los pies de Nastasia Filipovna y tendiendo los brazos hacia la chimenea—. ¡Cien mil rublos! ¡Cien mil! ¡Yo mismo los he visto con estos ojos! El envoltorio ha sido atado delante de mí. ¡Señora, misericordia! Mándame lanzarme al fuego; me meteré entre él; hundiré en las llamas mi cabeza gris... ¡Piénsalo! ¡Una mujer enferma e inválida; tres niños huérfanos; un padre enterrado la semana pasada: un hombre muerto de hambre. Nastasia Filipovna.

Y pretendió acercarse a la chimenea.

—¡Atrás! —gritó la joven, rechazándole—. ¡Todos atrás! ¿Qué haces ahí, Gania? ¡No te avergüences! Recoge el paquete: es la felicidad para ti.

Gania había padecido en exceso durante todo el día y no estaba preparado para esta última prueba. La gente se apartó, dejándole cara a cara con Nastasia Filipovna, sólo a tres pasos de ella. En pie junto a la chimenea, la dueña de la casa esperaba sin separar de Gania su mirada relampagueante.. Gania, inmóvil, vestido de etiqueta, calzados los guantes, el sombrero en la mano, cruzados los brazos, miraba al fuego. Una sonrisa extraviada contraía su rostro, blanco como la cal. No podía, en realidad, retirar los ojos de la lumbre, donde las llamas envolvían ya el paquete, pero en su alma se producía un súbito cambio. Dijérase que anhelaba soportar hasta el fin aquella tortura, porque no se movía de su sitio. A los pocos instantes todos tuvieron la certeza de que dejaría arder el paquete.

—¡Van a quemarse los billetes! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Y luego te avergonzarás, te sentirás desesperado! ¡Acabarás ahorcándote si no los coges! ¡Te lo aseguro!

El envoltorio, al caer sobre el fuego que lucía entre los dos tizones, produjo inicialmente el efecto de apagarlo. Sólo una llamita azul persistió adherida al extremo de una de las ascuas. Al fin, la larga y estrecha lengua de fuego lamió también el paquete y éste se inflamó al fin de repente, proyectando en el aire una llama de viva resplandor.

Un grito se escapó de todas las gargantas.

—¡Oh, señora! —clamó una vez más Lebediev.

E hizo un movimiento hacia la chimenea. Rogochin le rechazó rudamente.

Toda la vida de Parfen Semenovich parecía haberse concentrado en sus ojos, que no separaba de Nastasia Filipovna. Estaba ebrio de éxtasis; se sentía en el séptimo cielo.

—¿Qué le parece? —gritaba sin cesar dirigiéndose al que tenía más cerca—. ¡Esto es estilo! ¿Quién de ustedes haría lo mismo, granujas? ¡Es una verdadera reina!

El príncipe contemplaba la escena en silencio, con los ojos tristes.

—Denme nada más que un millar de rublos y sacaré el paquete con los dientes —declaró Ferdychenko.

—¡También yo sabría sacarlo con los dientes! —gritó el señor forzudo en un paroxismo de desesperación—. ¡El diablo me lleve! ¡Está ardiendo, todo se quema! —añadió viendo elevarse la llama.

—¡Se quema, se quema! —gritaron todos a una, precipitándose en su mayoría hacia la chimenea.

—No andes con cumplidos, Gania. Te lo digo por última vez.

Ferdychenko, fuera de sí, se acercó al joven y le tiró de una manga.

—¡Anda, fanfarrón! —le increpó—. ¿No ves que se quema, maaal... dito?

Gania rechazó violentamente a Ferdychenko, giró sobre sus talones y se encaminó a la puerta. Pero antes de que diera dos pasos se tambaleó y cayó pesadamente sobre el pavimento.

—¡Se ha desmayado! —exclamaron los asistentes.

—¡Que se quema, señora! —gemía Lebediev.

—¡Cien mil rublos abrasados inútilmente! —se comentaba por doquiera.

—Katia, Pacha, traed agua y aguardiente —ordenó Nastasia Filipovna.

Empuñó las tenazas y retiró el envoltorio. Casi todo el papel que lo protegía estaba consumido, pero se vio muy pronto que el fajo de billetes no había sido alcanzado. Gracias a su triple envoltura, el dinero estaba intacto. Todos respiraron con alivio.

—Sólo un millar de rublos ha sufrido algún deterioro. Lo demás se encuentra a salvo —dijo, emocionado, Lebediev.

—Este dinero pertenece a Gania. Todo es suyo, ¿lo oyen, señores? —dijo Nastasia Filipovna depositando el fajo junto al joven—. Al fin y al cabo, no lo ha cogido. Ha logrado dominarse. De modo que su amor propio puede más que su codicia. No le pasa nada; se recuperará en seguida. De no desmayarse, hubiera sido capaz de matarme, quizá... Miren: ya reacciona. General, Ivan Petrovich, Daría Alexievna, Katia, Pacha, Rogochin y todos, ¿me han entendido? El dinero es de Gania. Se lo cedo plenamente para indemnizarle... de lo que sea. Díganselo así. Quiero que lo encuentre junto a él cuando vuelva de su desmayo. Vámonos, Rogochin. Adiós, príncipe: es usted el primer hombre de verdad que he conocido. Adiós, Anastasio Ivanovich y gracias.

Todo el grupo de Rogochin se dirigió en tropel hacia la salida en pos de su jefe y de Nastasia Filipovna. Ésta se encontró en la sala a las criadas, que le ofrecieron su abrigo de piel. La cocinera Marfa llegó corriendo desde la cocina. Nastasia Filipovna las abrazó a todas.

—¿Es posible que nos abandone para siempre, señora? ¿A dónde se va? ¡Y el día de su cumpleaños! —sollozaban las doncellas, desoladas, besando la mano de la joven.

—Ya lo has oído, Katia. Me voy a la calle, que es lo que me corresponde. Si no, tendría que ponerme a trabajar de lavandera. Estoy harta de Atanasio Ivanovich. Saludadle de mi parte y no conservéis mal recuerdo de mí.

Michkin salió, presuroso. Ante la escalinata, Rogochin y sus secuaces entraban en cuatro trineos provistos de campanillas. El general logró alcanzar al príncipe en la meseta de la escalera.

—Sé razonable, príncipe —dijo, cogiéndole del brazo—. ¡Déjala! Ya ves lo que es. Te hablo como un padre...

Michkin le miró y, desasiéndose sin decir una palabra bajó los escalones de cuatro en cuatro.

Al ponerse en marcha la caravana, Epanchin advirtió desde la escalera que Michkin tomaba un carruaje de alquiler y ordenaba al cochero que siguiese a las troicas a Ekateringov. Entonces Ivan Fedorovich subió a su coche y tornó a su casa, llevándose las perlas que, pese a su agitación, no había olvidado. Por el camino comenzó a acariciar nuevas esperanzas y hacer nuevos cálculos en medio de los cuales se deslizó por dos veces en su pensamiento la imagen de Nastasia Filipovna.

—¡Qué lástima! —suspiró el general—. ¡Qué lástima! ¡Una mujer perdida! ¡Una loca! Pero Michkin no la necesita para nada. Vale más que todo haya acabado así.

Dos de los invitados de Nastasia Filipovna, que habían resuelto hacer juntos y a pie parte del camino, cambiaban reflexiones morales de parecido género.

—Los japoneses, Atanasio Ivanovich —decía Ivan Petrovich Ptitzin– hacen, según creo, una cosa semejante. Parece que allí cuando un hombre se considera ofendido se presenta a su insultador y le dice: «Me has injuriado, y por lo tanto vengo a abrirme el vientre delante de ti.» Y cumple lo que dice, sin duda experimentando un viva placer en esa venganza. En el mundo hay caracteres muy extraños, Atanasio Ivanovich.

—¡Hum! —sonrió Totzky—. ¿Piensa usted que ésta ha sido una cosa análoga? En todo caso, su comparación es ingeniosa. Usted ha visto, querido Ivan Petrovich, que yo he hecho todo lo que he podido. No voy a esforzarme en procurar lo imposible, compréndalo. En esa mujer hay, por otra parte, cualidades raras, aspectos magníficos... Antes no he querido hablar en medio de aquel tumulto, pero varias veces se me ha ocurrido decirle, contestando a sus reproches, que ella misma es la justificación de mis actos. Porque, ¿a quién no haría olvidar esa mujer la razón... y todo lo demás? Ahí tiene usted a ese aldeano de Rogochin: ¡le ha llevado cien mil rublos! Admitamos que todo lo de esta noche haya sido efímero, novelesco, incorrecto. Pero no por eso carece de pintoresquismo ni de originalidad. ¡Dios mío, cuántas cosas se hubieran podido hacer de un carácter así, unido a semejante belleza! Pero a pesar de todos los esfuerzos, a pesar incluso de la educación, esas excelentes dotes no aprovecharán a nadie. Ya lo he dicho más de una vez: esa mujer es un diamante en bruto...

Y Atanasio Ivanovich exhaló un profundo suspiro.

PARTE SEGUNDA



I



Dos días después de la extraña aventura ocurrida en la reunión de Nastasia Filipovna y con la que concluyó la primera parte de nuestro relato, el príncipe Michkin se encaminó a Moscú para recibir su inesperada fortuna. Se rumoreó por aquel entonces que pudieron existir ciertos motivos para que apresurara su viaje, pero no tenemos suficientes informes sobre este extremo, ni en general sobre la vida del príncipe durante los seis meses que estuvo ausente de San Petersburgo. Incluso quienes por un motivo u otro no eran indiferentes a su suerte, pasaron mucho tiempo sin saber nada de él. Cierto que a los oídos de algunas personas llegaron diversos rumores, pero todos raros y casi siempre contradictorios. En ningún sitio interesaba el príncipe más que en casa de Epanchin, de cuya familia no se había despedido al marchar. El general Epanchin sí le vio, desde luego, dos o tres veces, y hasta mantuvo con él algunas conversaciones serias, pero no habló de ello a su familia. Al principio, es decir, durante el primer mes de la marcha de Michkin, pareció cosa convenida entre las Epanchinas el no mencionarle. Lisaveta Prokofievna fue la única que faltó a esta regla en los primeros días para declarar que «se había engañado terriblemente con el príncipe». Dos o tres días después, añadió, si bien en términos genéricos y sin mencionar a nadie, que «el rasgo más peculiar de su vida había sido equivocarse siempre respecto a la gente». Y por fin, diez días después, a continuación de una disputa con sus hijas, sentenció: «¡Basta de equivocaciones! ¡No volveré a cometer ni una más!»

Preciso es indicar aquí que durante bastante tiempo se cernió sobre todos los Epanchin un denso malhumor. Las relaciones familiares, ya antes difíciles y tensas, se agriaron mucho. Dijérase que todos se ocultaban algo unos a otros. No había quien no tuviera el rostro hosco. El general se absorbía día y noche en sus tareas. Nunca se le había visto más ocupado, sobre todo en asuntos del servicio. Alguna rara vez, muy de cuando en cuando, realizaba una fugaz aparición ante su mujer e hijas. Las muchachas se guardaban bien de hablar delante de sus padres y acaso no charlasen gran cosa más cuando estaban solas. Eran mujeres orgullosas y altaneras, incluso reservadas entre sí en ciertas ocasiones. Además sabían comprenderse, no sólo a media palabra, sino hasta a media mirada, lo que en muchos casos hacía innecesaria la conversación.

Un observador imparcial habría llegado, examinándolas, a la conclusión de que Michkin, a juzgar por todos los datos precedentes, había causado una fuerte impresión en las Epanchinas, aunque sólo las hubiese visto una vez. Acaso ello se explicara por el interés que solían despertar ciertas estrafalarias aventuras del príncipe. Fuera como fuese, la impresión persistía.

Gradualmente, los rumores que circulaban, en la ciudad se tornaron más inconsistentes y confusos. Se hablaba de un príncipe joven y no poco necio, cuyo nombre no sabía nadie, que había heredado de pronto una gran fortuna y casándose con una célebre danzarina francesa del «Château des Fleurs», que bailaba el «cancán» en San Petersburgo. Pero otros pretendían que la enorme herencia había sido recibida por un general y que el esposo de la bailarina era un comerciante inmensamente rico. Añadíase que aquel hombre, el día de su boda, había quemado, por pura fanfarronada, setecientos mil rublos en títulos del último empréstito, acercándolos a la llama de una bujía. Al fin, pronto se dejaron de comentar tales historias en vista de la imposibilidad de ponerlas en claro.

La banda de Rogochin, cuyos miembros hubiesen podido dar minuciosos informes sobre aquellos asuntos, salió para Moscú en pos de su jefe después de celebrar en Ekateringov una tremenda orgía —en la que participó Nastasia Filipovna– durante una semana. Algunos afirmaban que la joven, terminada la orgía, había desaparecido, y se la presumía refugiada en Moscú, lo que parecía quedar confirmado por la presencia de Rogochin en aquella ciudad. Igualmente circulaban diversas voces acerca de Gabriel Ardalionovich Ivolguin, que era bastante conocido en ciertos ambientes. Pero pronto surgió una circunstancia que hizo enmudecer las malas lenguas, y fue que el joven cayó enfermo de gravedad y no volvió a aparecer ni entre sus amigos ni en su oficina. La enfermedad duró un mes, pasado el cual Gania dimitió su empleo en la compañía de que era secretario. Y la compañía hubo de substituirle. Gania no apareció más tampoco en casa del general Epanchin, y éste tuvo que tomar también nuevo secretario. Los enemigos de Gania podían suponer ficticia su enfermedad, atribuyendo su desaparición a vergüenza de presentarse en público después de cuanto le había ocurrido, pero en realidad estaba enfermo, e incluso su dolencia le tomó hipocondríaco, sombrío e irritable.

Aquel invierno, Bárbara Ardalionovich se casó con Ptitzin. Todas las amistades de los Ivolguin se explicaron la boda por el hecho de que Gania, al renunciar a sus ocupaciones, había dejado de subvenir a las necesidades de la familia, convirtiéndose incluso en carga para ella.

En casa de Epanchin no se hablaba más de Gania que si no hubiese existido nunca. Y, sin embargo, ningún miembro de la familia ignoraba un curioso detalle referente al joven: el de que éste, después de la ingrata escena en la reunión de Nastasia Filipovna, había esperado en su casa con febril inquietud la llegada de Michkin, quien volvió de Ekateringov a las siete de la mañana. Entonces Gania, llevando en la mano el fajo de billetes que Nastasia Filipovna le regalara cuando yacía desmayado, los colocó sobre la mesa de Michkin, rogándole que entregase el dinero a su propietaria en cuanto tuviera ocasión. Gania entró en la habitación enfurecido y casi desesperado, sentimientos que, sin embargo, desaparecieron tras unas breves palabras con Michkin. Pasó dos horas con éste y en todo aquel tiempo no cesó de llorar. Luego se separaron amistosamente.

Esta noticia, conocida de toda la familia del general, era, según más adelante se supo, exacta en todas sus partes. Sin duda parecerá extraño que tales hechos se divulgasen tan pronto, pero el caso fue que todo lo ocurrido en casa de Nastasia Filipovna se divulgó, casi al día siguiente, en casa de los Epanchin. Los informes acerca de Gabriel Ardalionovich podían suponerse recibidos de su hermana, ya que entre ésta y las jóvenes Epanchin se entablaron súbitas relaciones de amistad, con gran asombro de Lisaveta Prokofievna.

Pero aunque Varia hubiese creído oportuno por alguna razón estrechar su trato con las Epanchin, no era mujer capaz de hablarles de las intimidades de su hermano. A su modo no le faltaba orgullo, aunque ahora se hubiese insinuado en una casa en la que Gania había sido poco menos que puesto a la puerta. Las Epanchinas y ella se conocían ya de antes, pero apenas se relacionaban. Incluso ahora, Varia no se mostraba nunca en el salón y subía siempre por la escalera de servicio, como si sólo fuese de paso. Lisaveta Prokofievna no exteriorizaba hacia Varia benevolencia alguna, pese a que estimaba mucho a su madre. La nueva amistad de sus hijas le producía tanta sorpresa como desagrado, viendo en ella únicamente un capricho de sus hijas «que querían hacer su voluntad en todo y no sabían qué inventar para contrariarla». Esta opinión suya no impidió que Varia continuase sus visitas a las Epanchinas, antes y después de su matrimonio.

Había transcurrido un mes desde la marcha del príncipe cuando la esposa del general Epanchin recibió una carta de la anciana princesa Bielokonsky, que se hallaba en Moscú hacía quince días con su hija mayor, casada en aquella ciudad. Lisaveta Prokofievna se reservó las noticias que le daba su amiga, pero su familia apreció en ella diversos indicios de que la lectura la había puesto en un extraño estado de agitación. Comenzó a hablar mucho con sus hijas, y por cierto de cosas extraordinarias. Era notorio que deseaba hacer confidencias y no se resolvía a empezar.

El día que recibió la carta colmó de caricias a sus hijas, abrazó a Aglaya y Adelaida, y hasta les hizo una especie de confesión de la que ellas no comprendieron nada. La generala llegó a mitigar su aspereza con su marido, con quien se mostraba muy adusta desde hacía un mes. Al día siguiente se arrepintió de su afabilidad de la víspera y antes de comer había encontrado tiempo para disputar con todos; pero a la tarde el horizonte se aclaró de nuevo. En resumen, pasó ocho días de mucho mejor humor que el normal en ella hacía bastante tiempo.

A fines de semana llegó otra carta de la princesa Bielokonsky y esta vez Lisaveta Prokofievna se decidió a explicarse. Declaró, pues, con gran solemnidad, que «la vieja Bielokonsky» (nunca se refería a la princesa por otro apelativo) le daba noticias muy satisfactorias acerca de «aquel excéntrico del príncipe», la anciana había buscado a Michkin en Moscú y pedido informes sobre él, recibiéndolos muy buenos. Finalmente Michkin había ido a verla y causado en ella una impresión extraordinaria. La Bielokonsky le había invitado a visitarla a diario, de una a dos, y él no faltaba ni una sola vez, sin que la princesa se hubiese cansado hasta entonces de su asiduidad. La generala añadió que «la vieja» había presentado a Michkin en casa de dos a tres familias muy distinguidas.

—Es conveniente —concluyó Lisaveta Prokofievna– que no se encierre en casa y no se muestre tímido como un tonto.

Las jóvenes, oyendo aquellas noticias, comprendieron que su madre les ocultaba buena parte del contenido de la carta. Acaso ellas estuviesen al corriente de todo por Bárbara Ardalionovna, quien se enteraba de muchas cosas a través de su marido, pues Ptitzin se hallaba en situación de estar bien informado sobre ciertas cosas, y, aun cuando excesivamente reservado en sus asuntos, hablaba bastante de ellos con su mujer. La generala encontró en este hecho un motivo más de desagrado contra la joven.

Pero el hielo estaba roto y ya se podía hablar abiertamente del príncipe. Entonces se evidenció de nuevo el interés que el joven había despertado. Lisaveta Prokofievna llegó a sorprenderse de la impresión causada en sus hijas por las noticias de Moscú.

Por su parte, las muchachas observaban una extraña contradicción entre las palabras y los hechos de su madre. Mientras ella, de un lado, les declaraba con toda solemnidad que «el rasgo más peculiar de su vida había sido engañarse siempre respecto a la gente», por otro recomendaba el príncipe a la atención de la «poderosa» princesa Bielokonsky, lo que no era cosa desdeñable, puesto que «la vieja» distaba mucho de aceptar con facilidad tales recomendaciones.


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