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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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Pero al ir a entrar en el comedor, que estaba separado del salón por otra estancia, casi tropezó con Aglaya, que salía, sola.

—Gabriel Ardalionovich me ha rogado que le entregue esta nota —dijo Michkin, presentándosela.

Aglaya se detuvo, tomó el papel y miró de un modo extraño al príncipe. En la fisonomía de la joven no se delataba la menor confusión. Su extrañeza parecía limitada al curioso papel que Michkin desempeñaba en aquel encargo. La mirada altiva y serena de Aglaya parecía preguntar al príncipe por qué motivo se encontraba mezclado en aquel asunto con Gabriel Ardalionovich. Durante un par de segundos ambos permanecieron mirándose, en pie uno frente al otro.

Al fin, una expresión un tanto burlona se pintó en el rostro de Aglaya. Sonriendo levemente, la joven se retiró.

La generala miró en silencio por unos instantes el retrato de Nastasia Filipovna, afectando mantenerlo a mucha distancia de los ojos y con aire levemente desdeñoso.

—Sí, es bella e incluso muy bella —declaró al fin—. La he visto dos veces, pero de lejos. ¿Así que le gusta esa clase de belleza? —preguntó bruscamente a Michkin.

—Sí, me gusta —repuso él, no sin cierto esfuerzo.

—Pero ¿esta clase de belleza precisamente?

—Esta precisamente.

—¿Por qué?

—Porque en ese rostro... hay una expresión de intenso sufrimiento —articuló casi involuntariamente el príncipe, más bien hablando consigo mismo que a su interlocutora.

—Creo que no sabe usted lo que dice —declaró la generala.

Y con altanero ademán arrojó el retrato sobre la mesa.

—¡Oh, cuánta energía! —exclamó Adelaida, que, por encima del hombro de su hermana, contemplaba el retrato con vivo interés.

—¿A qué energía te refieres? —preguntó ásperamente su madre.

—A la de esta belleza —dijo Adelaida, con calor—. Una belleza así es una verdadera fuerza que puede revolucionar el mundo.

Y tornó, pensativa, a su caballete. Aglaya, después de dirigir una rápida mirada al retrato, guiñó los ojos, adelantó el labio inferior y, sentándose en un diván aparte de los demás, como ausente, cruzó las manos sobre la falda.

La generala tocó la campanilla.

—Diga a Gabriel Ardalionovich que venga. Está en el despacho —ordenó al sirviente.

—¡Maman...! —exclamó Alejandra, con tono significativo.

La generala, cuyo mal humor era notorio, no hizo caso alguno de la insinuación de su hija.

—¡Basta! —contestó, perentoria—. Quiero decirle dos palabras. ¿Sabe, príncipe? En esta casa no hay más que secretos. ¡Siempre secretos! Toda la vida lo mismo: dijérase que el secreto es aquí una especie de protocolo. ¡Qué necedad! ¡Y esto en un asunto que exige más que ninguno claridad, honradez y franqueza! Se trata de arreglar unos casamientos... que no me satisfacen en lo más mínimo...

Alejandra volvió a intentar hacer que callase.

—¿Por qué dices eso, maman?

—Vamos, querida... ¿Acaso te agradan a ti? ¿Importa algo que el príncipe nos oiga? ¿No somos amigos? Yo, al menos, soy su amiga. Dios ama a los hombres, sí, pero a los buenos, no a los malvados ni tornadizos. Menos que a ninguno a los tornadizos, que hoy deciden una cosa y mañana otra. ¿Comprendes, Alejandra Ivanovna? Mis hijas, príncipe, aseguran que soy una original; pero yo contesto que hay que saber apreciar y distinguir a las gentes. Lo que importa en una persona es su corazón y lo demás no significa nada. También la sensatez es precisa, claro... Y hasta puede que sea lo más esencial... No sonrías, Aglaya: mis palabras no se contradicen. Una tonta con corazón y sin sentido común es tan desgraciada como la que tiene sentido común y no corazón. Esta verdad es muy antigua. Yo soy una tonta con corazón y sin inteligencia; tú una tonta con inteligencia y sin corazón. Así, las dos somos igualmente desgraciadas y tanto sufrimos una como otra.

—¿Y qué es lo que te hace tan desgraciada, maman? —preguntó Adelaida.

Parecía ser la única entre todos que conservaba el buen humor.

—En primer término me hacen desgraciada mis sabias hijas —respondió la generala—. Y como con eso basta, sobra extenderse sobre lo demás. Ya se ha hablado bastante. Veremos cómo vosotras (no hablo ya de Aglaya) salís del asunto con toda vuestra facundia y vuestra inteligencia. Ya veremos si tú, admirable Alejandra Ivanovna, serás feliz con tu noble adorador... ¡Ah! – añadió, viendo entrar a Gania—. ¡Otro que se dispone al matrimonio! Buenos días —dijo en respuesta a la inclinación del joven y sin invitarle a sentarse—. ¿Así que se prepara usted a la boda?

—¿A la boda? ¿Qué boda? —balbució Gania, atónito, perdiendo toda su presencia de ánimo.

—Quiero decir si va usted a casarse, si es que prefiere esa expresión.

—No... no... Yo.., no —tartamudeó Gabriel Ardalionovich, rojo de vergüenza.

Lanzó una mirada a Aglaya, sentada aparte, y luego se apresuró a separar la vista. Aglaya le contemplaba fríamente, observando la confusión de Gania.

—¿No? ¿Ha dicho usted que no? —prosiguió la implacable generala—. Conste que recordaré que hoy por la mañana, usted, contestando a mi pregunta, me ha dicho: «No». ¿Qué día es hoy? ¿Miércoles?

—Creo que sí, maman —contestó Adelaida.

—¡Nunca se acuerdan de los días! ¿Y qué fecha del mes?

—Veintisiete —repuso Gania.

—¿Veintisiete? Bueno es saberlo. Adiós. Creo que tiene usted muchas ocupaciones y además es hora de que yo me vista para salir. Tome su retrato. ¡Y salude de mi parte a la desgraciada Nina Alejandrovna! ¡Hasta la vista, querido príncipe! Ven siempre que puedas. Yo iré adrede a ver a la vieja Bielokonsky para hablarle de ti. Y oye esto querido: creo que Dios te ha hecho venir desde Suiza a San Petersburgo para mi bien. Quizá te traigan también otros asuntos, pero Dios te envía sobre todo por mí. Sin duda eso entraba precisamente en sus designios. Hasta la vista, queridas. Acompáñame, Alejandra.

La generala salió. Gania, abrumado, irritado, confuso, cogió el retrato de sobre la mesa y se dirigió a Michkin tratando de sonreír.

—Me voy a casa, príncipe. Si no ha cambiado usted de intenciones y se propone instalarse con nosotros, yo le llevaré, puesto que no conoce usted nuestra dirección.

—Espere, príncipe —dijo Aglaya, levantándose de pronto—. Quiero que escriba alguna cosa en mi álbum. Papá dice que es usted un gran calígrafo... Voy a buscarlo...

Y desapareció.

—Hasta la vista, príncipe; yo me voy también —se despidió Adelaida.

Estrechó cordialmente la mano de Michkin, le sonrió con afabilidad y se fue sin mirar siquiera a Gania. Éste, que no esperaba más que la salida de las mujeres para dar libre curso a su irritación, se lanzó hacia el príncipe y, con los ojos centelleantes y el rostro inflamado por la ira, le interpeló con violencia, si bien en voz baja:

—¡Ha sido usted, usted quien les ha hablado de mi matrimonio! —profirió, rechinando los dientes—. ¡Es usted un descarado charlatán!

—Le aseguro que se engaña —repuso Michkin con tranquila cortesía—. Ni siquiera sabía que iba usted a casarse.

—¡Ha oído usted antes decir a Ivan Fedorovich que todo se resolvería esta noche y lo ha repetido aquí! ¡Así que miente usted! ¿Cómo iban a saberlo ellas si no? ¡El diablo me lleve si hay otro que pudiera habérselo contado! ¿Acaso no me ha dirigido la vieja alusiones suficientemente claras?

—Si cree usted hallar alusiones en las palabras de la generala, mejor podrá saber a través de quién tiene informes. Yo no le he dicho una sola palabra.

—¿Ha entregado usted mi nota? ¿Y la contestación? —preguntó Gania, ardiendo de impaciencia.

En aquel momento entró Aglaya y Michkin no tuvo tiempo de responder.

—Tenga, príncipe —dijo la joven, poniendo el álbum sobre una mesita—; escoja la página que desee y escriba algo en ella. Tome una pluma. ¡Y nueva además! ¿No le importa que sea de acero? He oído decir que a los calígrafos no les gusta usarlas...

Aglaya hablaba con el príncipe sin parecer notar la presencia de Gania. Mientras Michkin se preparaba a escribir, el secretario se acercó a la joven, que permanecía en pie junto a la chimenea, a la izquierda del príncipe, y con temblorosa y entrecortada voz la dijo casi al oído:

—Una palabra, una sola palabra, y me salvo...

Michkin se volvió rápidamente y miró a los dos. En el rostro de Gania se pintó una verdadera desesperación. Era notorio que había hablado de aquel modo sin reflexionar, casi sin saber lo que decía. Aglaya le miró durante unos segundos con el secreto asombro que el príncipe notara poco antes en ella cuando la había encontrado en el comedor. Era indudable que en aquel momento el más violento desprecio hubiese herido menos a Gania que el aire fríamente sorprendido de aquella mujer que parecía no comprender su ruego.

—¿Qué quiere que escriba? —preguntó Michkin a Aglaya.

—Voy a dictarle —repuso la joven, volviéndose a él—. Ponga esto: «No acepto esa clase de tratos.» Y debajo la fecha. ¿A ver?

El príncipe le ofreció el álbum.

—¡Perfecto! ¡Admirablemente escrito! ¡Tiene usted una letra soberbia! Muchas gracias, príncipe, y hasta la vista... Espere —añadió, como recordando algo—. Venga: quiero darle un recuerdo.

Michkin la siguió. Aglaya se detuvo en el comedor.

—Lea esto —dijo, tendiéndole la nota de Gania. El príncipe, cogiendo el papel, miró a la joven con indecisión.

—Estoy segura de que no lo ha leído y que usted no puede ser el confidente de ese hombre. Léalo, quiero que lo lea...

La nota, apresuradamente escrita, rezaba así:

«Hoy se decide mi suerte, usted sabe cómo. Hoy tengo que dar una palabra irrevocable. No poseo derecho alguno a su interés, no me atrevo a albergar esperanza alguna; pero en cierta ocasión usted pronunció una palabra, una sola palabra, que desde entonces ha iluminado la noche de mi existencia, y sido un faro para mí. Dígame ahora una palabra semejante y me salvará usted de la ruina. Diga sólo: «Rómpalo todo» y lo romperé todo hoy mismo. ¿Qué trabajo le cuesta decirlo? Al solicitar esas palabras sólo imploro de usted una muestra de interés y compasión y nada más, nada... No oso concebir esperanza alguna, porque reconozco que soy indigno de ello. Pero si usted pronuncia esa frase yo aceptaré la pobreza de nuevo y soportaré con alegría mi situación —¡tan sin esperanza!– en el mundo, afrontando la lucha que me aguarda con satisfacción y renovado esfuerzo.»

«Envíeme esa frase de piedad (sólo de piedad; se lo juro). No se enoje contra un desesperado, contra un hombre que se ahoga y hace el postrer intento para salvarse de la perdición.»

«G. A. I.»


Cuando el príncipe concluyó la lectura, Aglaya dijo secamente:

—Ese hombre me asegura que la expresión «rómpalo todo» no me comprometería, no me obligaría a nada, y él mismo da con esa nota la garantía escrita de lo que ofrece. Repare en su cándido e intenso deseo de subrayar ciertas palabras y con qué brutal claridad evidencia sus pensamientos ocultos. Él sabe, aparte esto, que si lo rompiese en efecto todo, pero por sí mismo, sin esperar una palabra mía, sin incluso hablarme de ello, en fin, sin fundar en mí ninguna esperanza; él sabe, repito, que en ese caso mis sentimientos respecto a él cambiarían y hasta tal vez consintiese en ser amiga suya. Él lo sabe positivamente. Pero su alma es vil. Y por eso, aun no ignorando lo que digo, no se decide a obrar, exige garantías previas, no se resuelve a actuar con fe. A cambio de renunciar a cien mil rublos, quiere que yo le autorice a esperar mi mano. En cuanto a la palabra de antaño a que se refiere, y que según dice ha iluminado su vida, al mencionarla comete una desvergonzada mentira. En cierta ocasión me limité a testimoniarle piedad. Pero como es un insolente desvergonzado ha fundado sobre mi piedad sus esperanzas. Lo comprendí en seguida. Desde entonces no ha cesado de tenderme lazos, como ahora. Tome su nota y devuélvasela cuando salga con él. No aquí, por supuesto.

—¿Y qué le contesto de parte suya?

—Nada. Es la mejor contestación. ¿Va usted a vivir en su casa?

—Ivan Fedorovich me ha comprometido a hacerlo —dijo el príncipe.

—Pues guárdese de ese hombre. No le perdonará el devolverle su nota.

Aglaya estrechó ligeramente la mano del príncipe y se fue. Su rostro aparecía grave y ceñudo. Ni siquiera sonrió al inclinarse ante Michkin.

—Soy con usted. Permítame antes recoger mi paquete —dijo el príncipe a Gania.

Éste golpeó el suelo con el pie. Estaba impaciente, congestionado de ira.

Al fin los dos jóvenes salieron de la casa. Michkin llevaba en la mano su modesto equipaje.

—¡La respuesta, la respuesta! —exclamó violentamente Gania—. ¿Qué le ha dicho Aglaya? ¿Le entregó usted mi nota?

El príncipe, en silencio, le devolvió el papel. Gania quedó estupefacto.

—¡Cómo! ¡Si es mi nota! —exclamó—. ¡No la ha entregado! ¡Ya debí yo haberlo supuesto! ¡Oooh, maldición! ¡Claro: no es extraño que ella no me comprendiera hace un momento! Pero, ¿cómo ha podido usted, cómo ha podido usted no entregarla? ¡Oooh, maldi...!

—Perdóneme. No es lo que usted piensa. Tuve ocasión de entregar la nota un momento después de dármela usted y la di tal como me lo había rogado. Si ahora se encontraba en mis manos se debía a que Aglaya Ivanovna acababa de dámela para que se la devolviera.

—¿Cuándo se la dio? ¿Cuándo?

—Al terminar de escribir en su álbum me pidió que la acompañase. ¿No lo oyó usted? Pasamos al comedor, me ofreció el escrito, me lo hizo leer y me ordenó devolvérselo a usted.

—¿Que se lo ha hecho leer? —gritó Gania—. ¡Que se lo ha hecho leer! ¿Y lo ha leído?

En su estupefacción permanecía como clavado en el suelo, abierta la boca en medio de la acera.

—Sí, lo he leído hace un momento.

—¿Y ella misma se lo ha dado a leer? ¿Ella misma? —Ella misma. Tenga la seguridad de que no siendo así no me habría permitido semejante cosa.

Gania calló por un minuto, haciendo penosos esfuerzos para ordenar sus ideas; pero al fin exclamó de pronto:

—¡Es imposible! ¡Ella no puede habérselo hecho leer! ¡Miente usted! ¡Lo ha leído por propia iniciativa!

—Digo la verdad —repuso el príncipe, sin perder la calma—. Y crea que lamento el disgusto que esto le produce.

—Pero, desgraciado, ¡al menos le habrá dicho alguna cosa más! ¿No le ha dado otra contestación?

—Sí.

—¡Pues dígala, demonio! ¡Hable!

Y Gania golpeó el suelo con el pie dos veces seguidas.

—Cuando hube leído su nota, Aglaya Ivanovna me dijo que usted le tendía un lazo, que su intención era comprometerla, y que antes de renunciar a cien mil rublos usted quería que ella le compensase de ese sacrificio permitiéndole esperar su mano. Añadió que si usted lo hubiera hecho sin querer entrar en tratos sobre su sacrificio, si lo hubiese roto todo sin pedir garantías previas, ella quizá habría accedido a ser amiga suya. Creo que esto es todo. ¡Ah, no: una cosa más! Cuando le pregunté, después de coger la nota, si debía dar a usted alguna respuesta, me dijo que el silencio sería la mejor contestación. Creo que se ha expresado así. Dispense si no recuerdo las palabras con exactitud; pero desde luego le reproduzco el sentido, tal como he creído entenderlo.

Una cólera infinita se adueñó de Gania haciéndole perder todo dominio de sí mismo.

—¡Con que eso es! —vociferó, rechinando los dientes—. ¡Conque así se tiran mis cartas por la ventana! ¡Conque se niega a esos tratos! ¡Conque le proponía cotizar mi sacrificio! ¡Pero ya lo veremos! Todavía quedan teclas que tocar. ¡Ya veremos! ¡Yo seré quien diga al fin la última palabra!

Su rostro estaba pálido y convulso, sus labios blanqueaban de espuma, su puño se agitaba, amenazador en el aire. Los dos jóvenes caminaron así, uno al lado del otro, durante varios minutos. Sin inquietarse ni un ápice por la presencia del príncipe, con el que no contaba para nada, Gania daba curso a su exasperación tan libremente como si hubiese estado a solas en su habitación. Pero de improviso una idea acudió a su mente.

—¿Cómo puede ser —preguntó a Michkin con brusquedad– que Aglaya le testimoniara de pronto semejante confianza...? ¡A usted, a quien sólo conoce hace dos horas! —Y añadió aparte—: Y que es un idiota, además... —Luego insistió—: ¿Cómo es posible?

Para que su desgracia fuese completa, sólo le faltaba a Gania estar celoso, y he aquí que ahora los celos le punzaban el corazón.

—No puedo decírselo —respondió el príncipe—. No lo sé.

Gania le miró con rencor.

—¿Así que le ha conducido al comedor para otorgarle su confianza? Al rogarle que la siguiera, ¿no le dijo que quería darle algo?

—Eso fue lo que me pareció entender.

—Pero, ¡el diablo me lleve!, ¿por qué? ¿Qué hizo usted allí? ¿Cómo puede haberle agradado y tan pronto? Escuche —prosiguió Gania, que no lograba coordinar sus pensamientos a causa de la terrible confusión de su mente—: ¿No puede usted recordar de lo que han hablado durante su visita? ¿Ha notado algo de particular? ¿No recuerda nada?

—Me acuerdo muy bien de todo —dijo Michkin—. Al principio de entrar y de ser presentado a las señoras empezamos a hablar de Suiza.

—Siga... ¡Al diablo con Suiza!

—Después, de la pena de muerte...

—¿De la pena de muerte?

—Sí: de una cosa a otra la conversación recayó sobre ese tema. Luego les hablé de mi vida en Suiza durante tres años y les relaté la historia de una pobre aldeana...

—Siga, siga. ¡Al diablo con la pobre aldeana! ¿Qué más? —exclamó Gania, impaciente.

—A continuación les expliqué la opinión del doctor Schneider sobre mi carácter y cómo me instó vivamente a...

—¡Que ahorquen a Schneider y sus opiniones sobre usted! ¿Qué más?

—Más tarde el curso de la conversación nos llevó a hablar de la expresión de los semblantes, e hice observar que Aglaya Ivanovna era casi tan bella como Nastasia Filipovna... Entonces fue cuando tuve esa malhadada ocurrencia sobre el retrato...

—Pero, ¿no contaría usted lo que nos oyó hablar antes en el despacho? ¿No, no?

—Le repito que no.

—Pero, entonces, ¿cómo demonio...? ¿Enseñó Aglaya la nota a la vieja?

—Puedo asegurarle formalmente que no. He estado allí todo el tiempo, y si ella hubiera mostrado la carta a su madre, yo habría reparado en ello.

—Quizá no... ¡Oh, maldito idiota! —exclamó Gania, fuera de sí—. ¡Ni siquiera sabe contar las cosas bien!

Envalentonado por la paciencia de su interlocutor, como les suele suceder a ciertas personas, Gania se entregaba cada vez más a la violencia de su carácter. Tan furioso estaba que, de soportar Michkin nuevas ofensas, quizá su compañero hubiese concluido golpeándole. El furor le cegaba. De no ser así habría notado ya hacía tiempo que aquel a quien llamaba «un idiota» sabía a veces comprender las cosas con tanta prontitud como sagacidad y relacionarlas entre sí de modo satisfactorio. Por eso lo que sucedió entonces fue inesperado para Gania.

—Debo hacerle observar, Gabriel Ardalionovich —dijo de pronto el príncipe—, que si antaño, en efecto, mi enfermedad me condujo a una especie de idiotismo, hace tiempo que estoy curado y en consecuencia hoy me es algo desagradable oírme tratar abiertamente de idiota. Sin duda eso es perdonable en consideración al disgusto que en este momento padece usted; pero el caso es que, en su exaltación, me ha injuriado usted dos veces. Ello me molesta, especialmente cuando apenas nos conocemos, como es nuestro caso. De manera que, como ahora llegamos a una bocacalle, lo mejor es que nos separemos. Usted puede torcer a la derecha para seguir su camino y yo tomaré por la izquierda. Tengo veinticinco rublos y no me será difícil encontrar habitación en una casa de huéspedes.

Gania había creído hasta entonces entendérselas con un imbécil. Por ello su confusión fue mucho mayor. Reconociendo su error se ruborizó de vergüenza y su tono insolente dejó el puesto a una excesiva amabilidad.

—Perdóneme, príncipe —dijo con voz suplicante—. ¡Perdóneme, por amor de Dios! ¡Ya ve usted lo desgraciado que soy! Usted no sabe apenas nada, pero de estar informado de todo comprendería mi situación y tendría, sin duda, alguna indulgencia para conmigo, aunque no la merezca...

—No son necesarias tantas excusas —se apresuró a interrumpir Michkin—. Comprendo que está usted muy contrariado y me explico por ello sus palabras hirientes. Ea, vamos a su casa. Le acompañaré con mucho gusto.

«Era imposible dejarle marcharse así —pensaba Gania mientras caminando, contemplaba a Michkin con enojados ojos—. ¡El muy socarrón me ha hecho soltarlo todo y luego se ha quitado la careta! Es una circunstancia que no debo olvidar. Ya veremos... Todo va a decidirse, todo... ¡Y hoy mismo!»

En aquel momento llegaban a su casa.

VIII



Una escalera amplia, clara y limpia conducía a la morada de Gania, situada en el tercer piso y que comprendía seis o siete piezas, entre pequeñas y grandes. El piso, sin tener nada de extraordinario, parecía superar las posibilidades de un funcionario cualquiera, aun admitiéndole un ingreso de dos mil rublos al año. Pero Gania y su familia sólo llevaban allí dos meses y lo habían alquilado con miras a tomar huéspedes a pensión.

Este acuerdo fue adoptado con gran disgusto de Gania, quien hubo, no obstante, de ceder a las instancias de su madre y hermana, deseosas de aumentar a toda costa los ingresos familiares y de ser útiles también. Gania consideraba denigrante aceptar huéspedes, porque creía que ello le avergonzaba ante la sociedad en que estaba hecho a brillar como un joven a quien se le abría un espléndido porvenir. Tales concesiones a lo inevitable y las demás ingratas condiciones de su existencia causábanle heridas morales cada vez más profundas. Durante cierto tiempo, después de acceder mostróse extremada y desmesuradamente irritable sobre cualquier nadería. De todos modos, sólo aceptó a título provisional y transitorio, ya que estaba resuelto a modificar la situación en un inmediato futuro. Pero este cambio total, este camino de escape que se hallaba resuelto a seguir, ofrecía una dificultad, una formidable dificultad cuya solución amenazaba ser más difícil y complicada que todas las precedentes.

Un pasillo que comenzaba en el recibidor dividía en dos zonas del departamento. A un lado estaban las tres habitaciones destinadas a huéspedes «especialmente recomendados». Además, en el mismo lado, había al final del corredor, junto a la cocina, una cuarta pieza, más pequeña que las restantes, en la que se alojaba el general Ivolguin, es decir, el cabeza de familia, quien dormía allí sobre un amplio diván y estaba obligado a entrar y salir por la cocina, usando para ir a la calle la escalera de servicio. El mismo cuarto servía de estancia a Kolia, hermano menor de Gania y colegial de trece años a la sazón, quien allí hacía sus trabajos escolares y allí dormía sobre un diván pequeño y estrecho, entre rasgadas sábanas. Además, el muchacho tenía la misión de esperar a su padre y de vigilarle, lo que se iba haciendo más necesario cada vez.

A Michkin le dieron el cuarto central de los tres de huéspedes. El primero de todos a la derecha de la puerta del príncipe, lo ocupaba Ferdychenko y el tercero estaba desalquilado aún. Al entrar, Gania introdujo a Michkin en la parte del piso que la familia se había reservado. Aquella zona se componía de tres aposentos: un comedor; un salón que sólo era salón por la mañana, transformándose, entrando el día, en despacho y dormitorio de Gania; y un tercer cuarto, muy pequeño y siempre cerrado, donde dormían las dos mujeres. En resumen, todos se hallaban muy apretados en el piso. Gania se limitaba a rechinar los dientes en silencio. Aunque era y deseaba ser respetuoso con su madre, se notaba desde el primer momento que se consideraba el gran déspota de la familia.

Nina Alejandrovna no estaba sola en el salón, sino con su hija. Ambas mujeres hacían calcetas mientras hablaban con un visitante: Iván Petrovich Ptitzin.

Nina Alejandrovna representaba unos cincuenta años. Tenía la faz delgada y consumida, con profundas y obscuras ojeras. Aunque melancólica y de aspecto enfermizo, su fisonomía y mirada resultaban agradables. En cuanto se la oía hablar comprendíase que era mujer de genuina dignidad y que poseía firmeza e incluso resolución. Vestía muy modestamente, como una vieja, un traje de color oscuro de antigua hechura; pero su apariencia, su conversación, el conjunto de sus modales denotaban que había frecuentado la mejor sociedad.

Bárbara Ardalionovna, muchacha de veintitrés años, bastante delgada y de mediana estatura, poseía uno de esos semblantes que, sin ser hermosos, tienen, sin embargo, el don de atraer y aun de fascinar casi tanto como la propia belleza. Era muy parecida a su madre, incluso en el atavío, ya que no albergaba pretensiones de elegancia. Sus ojos pardos, aunque a veces muy alegres y muy afables, de ordinario aparecían serios y pensativos. Sobre todo desde poco tiempo a aquella parte la mirada de la joven delataba una intensa preocupación. En su rostro leíanse energía y firmeza como en el de su madre, pero la hija delataba un carácter aún más vigoroso y decidido. Bárbara Ardalionovna tenía el genio vivo y hasta su propio hermano la temía. También el visitante que se hallaba a la sazón en la sala, Iván Petrovich Ptitzin, la temía un poco. Ptitzin era un joven de treinta años escasos, vestido con elegante sencillez y de modales agradables, aunque un poco solemnes. Usaba barba castaña, lo cual indicaba que no servía en los departamentos ministeriales. Sabía hablar bien y con inteligencia, pero en general solía permanecer silencioso. En conjunto producía una impresión favorable. Era obvio que Bárbara Ardalionovna le atraía y no se esforzaba en disimularlo. Por su parte la joven le trataba como a un amigo, si bien prescindiendo de contestar a ciertas insinuaciones. No obstante, Ptitzin no se había desanimado. Nina Alejandrovna le acogía con mucha amabilidad y desde hacía tiempo le testimoniaba gran confianza. Todos sabían que Ptitzin había logrado amasar una fortuna prestando dinero a elevado interés sobre garantías más o menos sólidas. Era muy buen amigo de Gania.

Éste saludó secamente a su madre, sin decir palabra a su hermana, y tras presentar a Michkin y dar explícitos detalles sobre él, salió en seguida del salón con Ptitzin. Nina Alejandrovna recibió al príncipe con afabilidad y viendo que Kolia entreabría la puerta le ordenó que llevase a su estancia al nuevo huésped. Kolia era un mozo de rostro sonriente y bastante atractivo y de modales francos e ingenuos.

—¿Dónde está su equipaje? —preguntó, introduciendo a Michkin en la habitación.

—Traigo un paquetito que he dejado en el pasillo.

—Voy a buscarlo. No tenemos más servidumbre que la cocinera y Matrena, de modo que yo me ocupo también en el servicio. Varia nos vigila a todos y está rezongando siempre. ¿Ha llegado usted de Suiza hoy? Lo he oído decir a Gania.

—Sí.

—¿Y es bonito ese país?

—Mucho.

—¿Montañoso?

—Sí.

—Bien. Ahora mismo le traigo sus paquetes. Bárbara Ardalionovna entró en aquel momento. —Matrena va a poner en su cama las ropas necesarias. ¿Trae usted maleta?

—No. Sólo un paquetito. Su hermano ha ido a buscarlo. Lo dejé en el recibidor.

—No hay equipaje alguno, aparte ese paquete —dijo Kolia, tornando—. ¿Dónde ha puesto usted sus equipajes?

—No tengo más que eso —dijo Michkin, cogiendo su paquetito.

—¡Ah! Ya estaba yo temiendo que Ferdychenko se los hubiera llevado.

—No digas necedades —ordenó, Varia con sequedad. Incluso para hablar al nuevo huésped, la joven empleaba un acento seco y no muy cortés.

—Podías tratarme más amablemente, chére Babette. Yo no soy Ptitzin, ¿oyes?

—Eres tan tonto, Kolia, que aún necesitarías de vez en cuando unos buenos azotes. Usted, príncipe, diríjase a Matrena para cuanto desee. La comida es a las cuatro y media. Puede usted comer con nosotros o hacerse servir en su habitación. A su gusto. Vamos, Kolia; no molestes más.

—Voy, voy... ¡Qué genio!

Al retirarse se cruzaron con Gania.

—¿Está papá en casa? —preguntó a Kolia.

El muchacho respondió afirmativamente y su hermano le habló unas palabras al oído.

Kolia asintió con la cabeza y siguió a Varia. Gania habló:

—Dos palabras, príncipe... Con todo este... asunto, había olvidado pedirle una cosa. Y es que, si ello no le resulta muy desagradable, se abstenga de hablar aquí de lo sucedido entre Aglaya y yo, y procure no mencionar allá lo que vea aquí, porque, ¡maldita sea!, verá sin duda cosas harto enfadosas... Al menos le ruego que calle por hoy.

—Le aseguro que he hablado mucho menos de lo que usted piensa —dijo Michkin, algo resentido por los reproches de Gania.

Las relaciones entre ambos, lejos de mejorar, tomaban cada vez peor cariz.

—Sí; pero el caso es que ya he tenido bastantes contratiempos hoy a causa de usted. Lo que le digo ahora es un ruego que le dirijo.

—Permítame indicarle, Gabriel Ardalionovich, que antes yo no me había comprometido a guardar silencio sobre nada. ¿Por qué no había, pues, de mencionar el retrato? Usted no me pidió que guardase reserva sobre él.

—¡Qué cuarto tan horrible! —exclamó Gania, mirando en torno—. ¡Sin luz apenas y con las ventanas a un patio! Verdaderamente, viene usted con inoportunidad en todos los sentidos... En fin: esto no es cosa mía. No soy yo quien me ocupo en instalar a los huéspedes.

Ptitzin llegó y llamó a Gania. Éste abandonó en seguida a Michkin. Había querido, sin duda, decirle algo más, pero una especie de vergüenza le retuvo y por ello se desahogó en imprecaciones contra la alcoba.

Apenas acababa Michkin de lavarse y arreglarse un poco, se abrió la puerta y dio paso a un nuevo personaje. Era éste un hombre de unos treinta años, alto y corpulento, con el cabello rojo y rizado. Tenía el rostro purpúreo y carnoso, nariz grande y chata y unos ojos pequeños y burlones que, perdidos en la gordura de aquel semblante, parecían estar haciendo guiños constantemente. Presentaba, en suma, una fisonomía descarada y vestía bastante mal.

El recién llegado comenzó entreabriendo la puerta e introduciendo la cabeza por la abertura. Luego, alargando el cuello, miró la estancia durante cinco segundos. Después la puerta se abrió lentamente del todo y el visitante apareció en pie en el umbral. Pero no entró en el acto, sino que continuó por unos instantes mirando a Michkin y guiñando los ojos. Al fin cerró la puerta tras sí, se acercó, tomó asiento y, cogiendo con fuerza el brazo del príncipe, le forzó a instalarse en el diván.

—Soy Ferdychenko —dijo mirando a Michkin atenta e inquisitivamente.


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