Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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—He sido... yo —continuó Rogochin, bajando los ojos.
Hubo un silencio de cinco minutos. Rogochin, sin transición, volvió al tema que iniciase antes.
—Lo digo porque si sufres un ataque y gritas te oirán desde el patio o desde la calle, y entonces se comprenderá que hay personas aquí, llamarán a la puerta, entrarán... Porque todos imaginan que yo no estoy en casa. No he encendido ni siquiera una bujía para que no se vea la luz desde el patio o la calle. Cuando me voy, me llevo siempre la llave y aunque esté fuera tres o cuatro días, nadie en mi ausencia entra en mis habitaciones ni aun para arreglarlas. Tal es la regla que he establecido. Así, pues, para que nadie sepa que hemos pasado la noche aquí...
—Espera —interrumpió Michkin—: antes he preguntado a la vieja y al portero si había venido Nastasia Filipovna. De modo que saben.
—Ya. Pero he dicho a Pavnutievna que Nastasia Filipovna había venido ayer, que me había hecho una visita de diez minutos y que se había marchado luego a Pavlovsk. No saben que ha dormido aquí; no lo sabe nadie. Los dos entramos ayer tan a escondidas como tú y yo hoy. Antes de llegar, yo temía que ella no quisiese entrar a escondidas... ¡pero, sí, sí! Habló en voz baja, anduvo de puntillas, se recogió la falda para que no se sintiese el roce en la escalera, me hizo señal de que subiésemos despacio... Estaba muy asustada acordándose de ti. En el tren iba como una verdadera loca... de temor... Yo pensaba llevarla a casa de la viuda, pero ella misma insistió en venir aquí. «Allí me descubrirá —dijo—. Mañana temprano irá a buscarme en esa casa. Llévame a la tuya y mañana a primera hora nos vamos a Moscú.» Luego habló de Orel y se acostó hablando de que fuésemos a Orel...
—Espera... ¿Qué vas a hacer ahora, Parfen Semenovich?
—¿Por qué tiemblas de ese modo? No temas... Pasaremos la noche aquí, juntos. No hay más cama que ésta, pero he pensado que podemos quitar las colchonetas de los divanes y colocarlos junto a la cortina, para dormir en ellos tú y yo. Cuando vengan a hacer pesquisas la encontrarán inmediatamente y me detendrán. Seré interrogado, diré que he sido yo y me conducirán preso. Por lo tanto, que ella descanse ahora junto a nosotros, junto a ti y junto a mí...
—¡Sí, sí! —aprobó Michkin fervientemente.
—Así no tendremos que confesar ahora mismo, que entregarla en manos de nadie...
—¡No, no, por nada del mundo! ¡No, no!
—Ésa era mi intención, amigo mío: no cedérsela a nadie —repuso Rogochin—. La velaremos en silencio. He pasado todo el día junto a ella, excepto una hora por la mañana. Luego, al oscurecer, he ido a buscarte. Una cosa que temo es el olor, porque con esta temperatura tan sofocante... ¿No notas nada?
—Acaso lo note, pero no lo sé. Mañana por la mañana es seguro que se notará.
—La he cubierto con hule, con un buen hule americano, y he tendido una sábana por encima. Al lado he puesto cuatro frascos destapados de líquido «Chdanov». Ahí están aún.
—¿Como aquellos hombres... de Moscú?
—Es por el olor, hermano. ¿Has visto cómo descansa? Mañana por la mañana, cuando haya bastante claridad, la mirarás... ¿Qué tienes? ¡Si no puedes ni levantarte! —exclamó Rogochin, con temerosa sorpresa, viendo que el príncipe temblaba a punto de no poder sostenerse sobre sus piernas.
—Se me doblan las rodillas —murmuró Michkin—. Es el terror... ¿sabes? Pero se me pasará y yo...
—Espera. Voy a preparar nuestras camas... Te acostarás en seguida... y yo también... Luego escucharemos, hermano, porque no sé todavía... No, no lo sé del todo, hermano; te lo prevengo de antemano para que no...
Y murmurando estas obscuras palabras, Rogochin comenzó a improvisar un lecho. Era notorio que pensaba en ello desde por la mañana. Había pasado en un diván la noche anterior, pero dos no cabían en el mueble y él deseaba por encima de todo descansar aquella noche al lado de su amigo. Así, pues, levantando las dos pesadas colchonetas que cubrían los divanes, las llevó, no sin trabajo, hasta junto a la cortina y las extendió en el suelo. Esto terminado, acercóse al príncipe, le cogió en sus brazos con exaltada ternura y le condujo al lecho formado por las colchonetas. En realidad Michkin podía andar ya por sí solo, de modo que su terror había desaparecido, aunque su cuerpo siguiese temblando como antes.
Parfen Semenovich hizo acostarse a su amigo en el colchón de la izquierda, que era el mayor y el más apartado de la cortina, y él se tendió en el otro, sin desvestirse, colocando ambas manos bajo la cabeza.
—Ahora hace calor, hermano —comenzó de súbito—, y el olor... No me atrevo a abrir las ventanas... En las habitaciones de mi madre hay jarrones de flores, una enormidad de flores... Y huelen muy bien. Me hubiese gustado traerlas, pero Pavnutievna es tan curiosa...
—Mucho —reconoció Michkin.
—Podríamos comprar unos ramilletes. Pero creo, amigo mío, que nos entristecería verla rodeada de flores.
Michkin experimentaba una intensa confusión mental. Dijérase que buscaba la pregunta que se proponía formular y que la olvidaba en cuanto conseguía concretarla.
—Escucha —dijo—. ¿Con qué la has...? ¿Con un cuchillo? ¿Con aquel mismo?
—Con aquel mismo.
—Un momento, Parfen Semenovich; aún deseo preguntarte otra cosa. Quisiera preguntarte muchas, pero vale más que me lo cuentes tú todo, para que yo sepa... ¿Querías matarla antes de la boda, antes de que nos bendijeran, en la misma iglesia? ¿Sí o no?
—No sé si quería hacerlo o no quería —repuso Rogochin, algo secamente, sorprendido de la pregunta y como si no la comprendiese siquiera.
—¿Llevaste el cuchillo a Pavlovsk?
—No lo he llevado jamás. —Y añadió, tras una pausa—: Ahora te diré lo referente a esa arma, León Nicolaievich. La cogí esta madrugada (porque la cosa pasó esta madrugada, entre las tres y las cuatro) de mi cajón donde la había guardado entre las páginas de un libro. Y... y... lo que más me sorprende es que el cuchillo entró lo menos verchock y medio, y hasta puede que dos verchocks, debajo del seno izquierdo, y apenas si brotó sangre... A lo más, como media cucharada sopera...
—Eso... eso... —dijo Michkin sobresaltado y presa de intensa agitación—, yo sé en qué consiste. He leído algo sobre ello. Se llama hemorragia interna: a veces no brota una sola gota de sangre. Suele suceder cuando... cuando el golpe va directo al corazón.
—¡Chist! ¿Oyes? —interrumpió Rogochin bruscamente, sentándose, espantado, en el lecho—. ¿Oyes? El príncipe sintió una inmensa inquietud.
—No —respondió fijando los ojos en su amigo.
—¿No oyes andar? En la sala...
Los dos aplicaron el oído.
—Oigo —dijo Michkin en voz baja, pero con acento seguro.
—¿Pasos?
—Pasos.
—¿Cerramos la puerta o no?
—Cerrémosla.
Corrieron el cerrojo y volvieron a acostarse. Siguió un prolongado silencio. De pronto Michkin tomó la palabra. Acababa de aferrar, por decirlo así, una de las ideas fugaces que relampagueaban en su mente y temía dejarla escapar.
—¡Ya, ya! —murmuró con agitación, incorporándose en un brusco movimiento—. ¡Ya! Yo quería... las cartas... Porque me han dicho que jugabas a las cartas con ella...
Rogochin no contestó de momento. Al cabo dijo:
—Sí.
—¿Dónde están... las cartas?
—Aquí las tengo —repuso, Rogochin, tras un nuevo silencio todavía más prolongado—. Míralas.
Sacó del bolsillo una baraja envuelta en un papel y la ofreció a Michkin, quien la cogió tras un breve titubeo. Un sentimiento nuevo y penoso le oprimió el corazón. Acababa de comprender que entonces, desde hacía ya mucho tiempo, cuanto decía y hacía no era lo que hubiese deseado hacer o decir. Aquellos naipes que tenía en la mano, y con cuya posesión parecía feliz, no podían servir de nada, de nada... Levantóse y se golpeó las manos, sin que Rogochin, siempre tendido e inmóvil reparase ostensiblemente en lo que Michkin hacía. Sus ojos fijos y abiertos, brillaban intensamente en la oscuridad. Michkin se sentó en una silla y contempló a aquel hombre con temor. Así transcurrió media hora. De repente, Rogochin, olvidándose de hablar bajo, rompió en una risa estridente y exclamó con fuerte voz:
—¡El oficial, el oficial! ¿Recuerdas cómo golpeó la cara de aquel oficial en el concierto? ¡Ja, ja, ja! ¡Y aquel cadete, aquel cadete, aquel cadete que dio un salto!
El príncipe se levantó de pronto, poseído de un nuevo terror. Cuando Rogochin cesó bruscamente de hablar, Michkin se inclinó hacia él, sentóse a su lado y contempló a su amigo. Su corazón latía con fuerza; apenas podía respirar. Rogochin, con la cara vuelta hacia el otro lado, parecía haber olvidado la presencia de Michkin. Éste, fijos los ojos en su amigo, esperaba. Pasó el tiempo; comenzó a despuntar la aurora. A veces Rogochin rompía el silencio profiriendo en alta voz palabras incoherentes riendo y llorando. Entonces el príncipe tendía hacia él su mano temblorosa, le tocaba suavemente la cabeza, le acariciaba el cabello y las mejillas... ¡No podía hacer otra cosa por él! El temblor de antes le dominaba de nuevo; ya no podía siquiera mover las piernas. Una sensación inédita, la sensación de un sufrimiento infinito, desgarraba su corazón. Al fin se hizo día claro. Vencido por la fatiga y la desesperación, Michkin se tendió unos momentos en la colchoneta y apoyó la cabeza en el rostro pálido e inmóvil de Parfen Semenovich. Las lágrimas que brotaban de los ojos del príncipe humedecían las mejillas de su amigo, pero éste acaso no sintiera correr ni aun sus propias lágrimas ni tuviera tampoco conciencia de ellas.
Cuando, algunas horas después, fue abierta la puerta, los que entraron en la habitación hallaron al asesino totalmente falto de conocimiento y presa de una ardorosa fiebre. Al lado de él se sentaba Michkin, pálido y silencioso. Cada vez que el enfermo comenzaba a gritar en su delirio, el príncipe le pasaba por los cabellos y las mejillas sus manos temblorosas, queriéndole calmar con aquella caricia. Michkin no comprendió nada de cuanto le preguntaban, ni reconoció a las personas que había en torno suyo. Y si Schneider hubiese contemplado en aquel momento a su antiguo paciente, habría recordado la situación en que el príncipe estaba durante su primer año de tratamiento en Suiza, y de seguro hubiera vuelto a pronunciar, con un gesto de desaliento, la misma palabra que entonces:
—¡Idiota!
XII
CONCLUSIÓN
La viuda del profesor dirigióse precipitadamente a Pavlovsk y corrió a casa de Daría Alexievna. Ésta, ya muy trastornada desde la víspera, experimentó inmenso terror al oír el relato de la visitante. Ambas mujeres resolvieron entrevistarse con Lebediev, quien en su doble calidad de casero y de amigo particular del príncipe, se inquietó no menos que ellas. Vera Lukianovna contó cuanto sabía. Por consejo de Lebediev, los tres se encaminaron a San Petersburgo para «procurar impedir lo que bien podía suceder». La consecuencia fue que, al día siguiente, la policía se personó en casa de Rogochin, acompañada por las dos señoras, Lebediev y Semen Semenovich, el hermano de Rogochin, que habitaba un pabellón contiguo a la casa. El portero proporcionó un dato precioso al indicar que la víspera por la noche había visto a Rogochin subir la escalera con otra persona, ambos evidenciando el deseo de querer pasar inadvertidos. En vista de este testimonio, se forzó la puerta cuando se comprobó que, pese a los muy repetidos campanillazos, permanecía cerrada.
Rogochin estuvo enfermo de fiebre cerebral durante dos meses. Pasado aquel tiempo, y curado ya, se le instruyó proceso. Hizo una confesión franca y completa. El príncipe fue dejado al margen de todo desde que comenzó a iniciarse la causa. El delincuente, al ser presentado al tribunal, habló muy poco. Su abogado, hombre hábil y elocuente, quiso probar con mucha claridad y lógica que el crimen había sido cometido bajo el influjo de una dolencia mental que el acusado sufría hacía largo tiempo y cuya base radicaba en ciertos crueles sufrimientos morales. Sin contradecir a su defensor, Rogochin no dijo nada en apoyo de tal tesis y, como ante el juez de instrucción, se limitó a contar detalladamente el asesinato. Considerado culpable, si bien con algunas circunstancias atenuantes, se le condenó a quince años de trabajos forzados en Siberia, sentencia que oyó pronunciar sin salir de su sombrío silencio. Su inmensa fortuna, de la cual sólo había disipada pequeña parte en la época de las locuras, pasó a su hermano Semen Semenovich, que la recibió con no escaso contento. La anciana señora Rogonchina vive aún y a veces parece recordar a su querido hijo Parfen, aun cuando sólo conservé de él una memoria muy vaga. Dios ha evitado a la mente y al corazón de la anciana el conocimiento de la catástrofe que ensombreciera su hogar.
Lebediev, Keller, Gania, Ptitzin y varios otros personajes de nuestro relato prosiguieron haciendo su vida habitual. Nada ha cambiado en sus vidas y poco podríamos decir sobre ellos. Hipólito murió algo antes de lo que se pensaba, es decir, quince días después de Nastasia Filipovna. Su agonía fue terrible. Kolia quedó muy impresionado por todos aquellos acontecimientos, y ahora vive en relación mucho más estrecha con su madre, la cual considera que su hijo es demasiado melancólico para su edad v se inquieta bastante por él. Es muy probable que Kolia llegue a ser un hombre práctico y útil. Gracias, al menos en parte, a sus gestiones se tomaron las medidas que requería el estado del príncipe Michkin. Kolia había advertido que entre las personas que tratara últimamente la más capaz de todas era Eugenio Pavlovich Radomsky y, en consecuencia, no vaciló en visitarle. Le contó lo ocurrido y le manifestó la situación en que se encontraba Michkin. No se había engañado. Radomsky tomó el más fervoroso interés en la futura suerte del desgraciado «idiota», y merced a su activa intervención el príncipe fue llevado de nuevo a Suiza, al sanatorio del doctor Schneider. A la sazón Eugenio Pavlovich se ha ido también al extranjero y piensa pasar bastante tiempo allí, porque se ha convencido y lo confiesa sin rebozo, de que es hombre completamente superfluo en Rusia. Bastante a menudo, es decir, una vez cada dos meses, va a ver a su pobre amigo a casa de Schneider, y a cada visita encuentra al doctor más descorazonado. Schneider mueve la cabeza, arruga el entrecejo, da a entender que las facultades mentales del paciente se encuentran arruinadas casi en definitiva y, si no diagnostica una dolencia incurable, al menos dice lo suficiente para autorizar las más desoladoras conjeturas. Eugenio Pavlovich ha tomado esto muy a pecho y lo siente de todo corazón, porque tiene corazón, como lo acredita la circunstancia de que consiente en recibir cartas de Kolia y hasta incluso contesta algunas veces. Aún se conoce otro curioso detalle acerca de Radomsky, y como habla mucho en su favor nos apresuramos a declararlo. Después de cada una de sus visitas al sanatorio de Schneider, Eugenio Pavlovich no sólo escribe a Kolia, sino también a otra persona de San Petersburgo, a la que da muy detallados informes referentes a la salud del príncipe. Aparte repetidas protestas de la más sincera devoción, esas cartas expresan ciertas opiniones, ciertas ideas, ciertos sentimientos que, vagos al principio, se van precisando cada vez más a medida que se prolongan tales relaciones epistolares, y, en resumen, parecen revelar una amistad íntima y tiernamente fervorosa. La persona a quien esas cartas (poco frecuentes, cierto es) van dirigidas y a quien se atestigua una estima tan cordial, es Vera Lukianovna Lebedievna. No podemos saber con exactitud cuándo se iniciaron semejantes relaciones, pero cabe creer que comenzaron a raíz de lo sucedido al príncipe, hecho que afectó tanto a Vera que casi le costó una enfermedad. Si mencionamos esa correspondencia, se debe a que en ella había referencias a la familia Epanchin y sobre todo a Aglaya Ivanovna. En una carta un tanto incoherente, escrita desde París, Eugenio Pavlovich relataba que Aglaya, tras un breve y fogoso amor con un conde polaco refugiado en Francia, se había casado con él contra la voluntad de sus padres, quienes tuvieron que consentir en el matrimonio para evitar un escándalo. Después de un lapso de seis meses, en el transcurso del cual Vera no tuvo noticias de Eugenio Pavlovich, recibió al fin una carta muy larga y con detalles muy minuciosos, informando a la joven de que, con motivo de la última visita al sanatorio de Schneider, Radomsky había encontrado al príncipe Ch. y a toda la familia Epanchin (excepto, por supuesto, al general, a quien sus ocupaciones retenían en San Petersburgo. La entrevista fue curiosa: todos acogieron a Radomsky con verdadero embeleso. Alejandra y Adelaida le estaban muy agradecidas por su «angelical bondad con el desgraciado príncipe Michkin». Al saber el estado de enfermedad y decaimiento en que se hallaba el pobre León Nicolaievich, Lisaveta Prokofievna no pudo contener las lágrimas. Sin duda le había perdonado todo. El príncipe Ch. formuló algunos comentarios llenos de oportunidad y buen sentido. Eugenio Pavlovich creía notar que aún no existían comprensión y armonía perfectas entre Adelaida y el príncipe Ch., pero tenía la certeza de que en el porvenir la experiencia y el buen sentido del príncipe acabarían imponiéndose a la impetuosidad de la joven, quien aceptaría aquella dirección de buen grado. Por lo demás, las recientes lecciones sufridas por los suyos habían hecho reflexionar mucho a Adelaida. La triste suerte de su hermana menor no había sido, por supuesto, lo que menos la impresionara. En los seis meses transcurridos, los hechos confirmaron los temores que la familia Epanchin sentían respecto al conde emigrado. Aquel individuo no era en realidad ni conde ni emigrado en el sentido político de la palabra, sino que había debido abandonar su país a consecuencia de un asunto bastante turbio. La noble añoranza de la patria, de que alardeaba tanto el aventurero, era lo que había hecho que Aglaya le encontrase interesante. La joven se enamoró de él de tal manera que, antes de casarse, había incluso entrado a formar parte de una comisión organizada en el extranjero para luchar por la restauración de la nacionalidad polaca, y comenzado a frecuentar, además, el confesionario de un célebre sacerdote católico, quien ejercía gran influjo sobre el ánimo de la joven. Las vastas posesiones de que el supuesto conde polaco presentara pruebas casi irrefutables a Lisaveta Prokofievna y al príncipe Ch., resultaron ser un mito. Pero todo ello no tenía importancia comparado con el hecho de que el «conde» había logrado enemistar completamente a Aglaya con su familia, hasta el extremo de que hacía varios meses que la recién casada no veía siquiera a los suyos. Todavía hubiesen podido contarse muchas otras cosas al respecto, pero aquellas desgracias habían afectado tanto a Lisaveta Prokofievna, a sus hijas y hasta al príncipe Ch., que no se atrevieron a mencionar ciertos hechos en su charla con Radomsky, aunque le suponían completamente informado de la gran equivocación de Aglaya. La pobre Lisaveta Prokofievna anhelaba vivamente volver a Rusia y, siempre según la carta de Eugenio Pavlovich, criticaba con amargura todas las cosas del extranjero. «En ningún sitio se sabe cocer bien el pan —decía a su interlocutor—; en invierno se hielan como ratones en un agujero... Yo, al menos, he llorado como una buena rusa por este pobre hombre —añadió señalando a Michkin, que no acababa de reconocerlas—. Ya estamos hartos de extravagancias. Todo esto, todo extranjero, y este Occidente, y esta Europa de que tanto hablan ustedes, no es más que una fantasía también... ¡Ustedes mismos se convencerán! ¿Acuérdese de lo que le digo!», había concluido, casi enojada, al despedirse de Eugenio Pavlovich.
FIN DE LA NOVELA
Notas a pie de página
1Los siervos de los antiguos propietarios rusos eran denominados «almas».
2La palabra rusa rodsignifica, a la vez que raza, género, por lo que el equívoco resulta más completo en el idioma original que en la versión castellana.
3Diminutivo de Semen.
4Fanáticos religiosos en la Rusia de los Zares.
5Diminutivo de Gavrilo (Gabriel).
6En francés en el original, como las demás expresiones no españolas reproducidas en esta versión.
7Rabanera, verdulera.
8Kolia es diminutivo de Nicolás. Se trata, pues, del mozalbete sólo mencionado hasta aquí con el nombre de Kolia.
9Secta religiosa cuyos miembros practican la automutilación.
10Alusión a la costumbre de las gentes distinguidas de Rusia de hablar en francés.
11Alusión a la célebre novela «¿Qué hacer?», de Nicolás Gavrilovich Chernichevsky.
12En el Pavlovsk de la época, el tinglado de la orquesta estaba contiguo a la estación del ferrocarril.
13Ténganse en cuenta las especiales condiciones del clima de San Petersburgo para explicar las incoherencias aparentes que respecto a las horas y al alba se presentan ahora y luego.
14En Rusia era considerado descortesía interpelar a los interlocutores sin agregar la derivación del nombre de pila paterno (partícula vich o vna, según el sexo).
15Niño noble.