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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¡Qué insensatez! En cuanto a lo que se refiere a mí, lo que dices no sucederá nunca. Mañana iré a veros, y...

—¿Dices que está loca? —interrumpió Rogochin—. Entonces, ¿por qué todos la juzgan normal y sólo tú la miras como una alienada? ¿Y sus escritos? De estar loca, se notaría en sus cartas.

—¿Qué cartas? —preguntó Michkin, anheloso.

—Las que escribe a Aglaya Ivanovna. ¿No lo sabías? Pues ya lo averiguarás: te las enseñará ella misma.

—¡Es imposible! —exclamó el príncipe.

—¡Vamos, León Nicolaievich! Ya veo que sólo estás empezando a recorrer tu sendero. Pero cuando te adentres más acabarás teniendo vigilantes a sueldo, pasarás en vela noche y día, espiarás cuanto suceda en torno a la que quieres y...

—¡No me hables más de eso! —interrumpió vivamente Michkin—. Escucha, Parfen: poco antes de tu llegada, yo paseaba solo y de pronto me puse a reír. ¿De qué? No lo sé; sólo he recordado que mañana es mi cumpleaños precisamente. Y ahora es casi medianoche. Ven a mi casa para esperar, juntos, la llegada del día. Tengo vino: beberemos y tú desearás para mí lo que yo no sé desear personalmente. Yo, en cambio, haré votos por tu dicha. Si no quieres, devuélveme mi cruz. ¡No me la enviaste al día siguiente de aquello! ¿La llevas aún sobre ti?

—Sí —respondió Rogochin.

—Bueno. Acompáñame. Quiero que asistas al principio de mi nueva vida. ¡Porque voy a inaugurar una existencia nueva! ¿No sabes, Parfen, que hoy ha empezado una vida nueva para mí?

—Lo veo y advierto que ha comenzado. No dejaré de decírselo a ella. No te hallas en tu estado normal, León Nicolaievich...

IV



Cuando se acercaba a su casa, Michkin quedó no poco maravillado al ver una numerosa y alegre reunión en su terraza, muy iluminada. Sonaban joviales risas, altas voces; incluso se advertían señales de animada discusión. No era difícil comprender que los reunidos pasaban el tiempo de un modo muy agradable. Al subir a la terraza encontraron, en efecto, a todos bebiendo champaña. Algunos estaban ya medio beodos, lo que daba a entender que la orgía había empezado rato atrás. Los circunstantes en su totalidad eran conocidos de Michkin; pero resultaba raro que hubiesen acudido de consuno, ya que él no había invitado a nadie y sólo por casualidad recordó poco antes que era el día de su cumpleaños.

—Has dicho que invitabas a champaña y estos tipos, han acudido en tropel —gruñó Rogochin, mientras ascendían a la terraza—. Los conozco. No hay que llamarlos a grandes voces para que aparezcan —añadió con acritud delatora de que recordaba un pasado harto reciente.

Michkin fue acogido con gritos y enhorabuenas. Todos, unos muy vehementes, otros mucho más tranquilos, le rodearon, anhelosos de felicitarle, ya que todos sabían que aquél era el aniversario de su natalicio. La presencia de ciertos visitantes, Burdovsky, sobre todo, asombró a Michkin, pero lo que le maravilló casi hasta el espanto fue ver a Eugenio Pavlovich entre los reunidos. Casi no concedía crédito a sus ojos. Lebediev se apresuró a acercarse al príncipe para darle explicaciones. Estaba muy rojo y no parecía del todo dueño de su serenidad. A través de sus confusas palabras, el príncipe comprendió que aquella gente se había congregado allí del modo más natural que pudiera darse. El primero en llegar, por la tarde, había sido Hipólito, quien, hallándose mucho mejor, resolvió esperar en la terraza, tendido en un diván, el regreso de Michkin. Sucesivamente se habían reunido en torno suyo Lebediev, con toda su familia; el general Ivolguin; Burdovsky, que acompañaba a Hipólito; Gania y Ptitzin, que cruzaron casualmente ante la casa (su llegada había coincidido con la escena de Nastasia Filipovna y el oficial); Keller, quien manifestó lo del cumpleaños y reclamó el champaña ofrecido, y, en fin, Eugenio Pavlovich, quien sólo llevaba allí media hora. Kolia, uniendo sus instancias a las de Keller, había insistido en que se celebrase a toda costa una pequeña fiesta. Lebediev, así apremiado, apresuróse a servir vino.

—¡Pero del mío, del mío! —aseguraba a Michkin—. Yo convido. Además tomaremos un bocado: mi hija lo está preparando ya. ¿Sabe lo que estamos discutiendo, príncipe? ¿Recuerda la frase de «Hamlet»: «Ser o no ser»? Un tema contemporáneo, moderno... Preguntas y contestaciones. El joven Terentiev está muy animado. No quiere acostarse. No ha bebido más que champaña, y eso no puede perjudicarle. Acérquese, príncipe, y corte la discusión. Todos le esperaban, todos echaban de menos su luminosa inteligencia...

Michkin percibió la bondadosa y dulce mirada de Vera Lukianovna Lebedieva, que avanzaba hacia él abriéndose camino entre los reunidos, y le tendió la mano antes que a nadie. Ella, enrojeciendo de contento, le deseó «una vida feliz a partir de aquel mismo día». Luego corrió hacia la cocina, donde los preparativos de la colación exigían su presencia. Ya desde antes de que llegara Michkin había abandonado la cocina tantas veces como pudo, para escuchar las charlas que tenían lugar en la terraza, aunque en general versasen sobre temas abstractos y harto extraños a la joven. En la habitación contigua, la hermana de Vera dormía sobre un baúl, con la boca abierta. En cambio, el hijo de Lebediev, que se sentaba entre Hipólito y Kolia, habría pasado con gusto dos horas escuchando. La animación de su rostro mostraba su interés en lo que en torno suyo se debatía.

—Le esperaba con interés y celebro verle llegar tan satisfecho —dijo Hipólito a Michkin, quien, tras recibir la felicitación de Vera, se había aproximado al enfermo para estrecharle la mano.

—¿Por qué sabe que estoy tan «satisfecho»? —preguntó el príncipe.

—Se le nota en la cara. Salude a esos señores y venga luego a sentarse a mi lado. Le esperaba con especial impaciencia —dijo Hipólito, con acento significativo.

Habiendo manifestado Michkin su temor de que una velada tan larga pudiese hacer daño al enfermo, éste contestó que le asombraba recordar que tres días antes había deseado morir, y que nunca se había sentido tan bien como esta noche.

Burdovsky, incorporándose en su silla, manifestó que «sólo había venido para acompañar a Hipólito», que en su carta de días atrás reconocía haber escrito «muchas necedades», y que ahora se encontraba «sencillamente muy contento»... Y, sin acabar, estrechó con efusión la mano del príncipe y volvió a sentarse.

Una vez que hubo cambiado cumplidos con todos, Michkin se acercó a Eugenio Pavlovich, quien le tomó por el brazo, diciéndole a media voz:

—Quisiera hablarle dos palabras a solas... Es un asunto muy importante. Separémonos un momento.

—¡Dos palabras! —cuchicheó otra voz al oído de Michkin, mientras otro brazo se deslizaba bajo el que el príncipe conservaba libre.

Michkin distinguió, con sorpresa, un rostro muy encarnado, que reía y guiñaba los ojos bajo una despeinada masa de cabellos. Reconoció en el acto a Ferdychenko, el bufón, que surgía ahora de nuevo, Dios sabía de dónde.

—¿Recuerda usted a Ferdychenko?

—¿De dónde sale usted? —dijo el príncipe, extrañado.

—¡Se ha arrepentido! —clamó Keller, acercándose—. Estaba escondido y no quería presentarse ante usted. Pero se reconoce culpable y se arrepiente.

—¿Culpable? ¿De qué?

—Yo soy quien le he encontrado, príncipe; yo quien le he traído... Es uno de mis mejores amigos. ¡Y se arrepiente!

—Mucho gusto, señores... Siéntense con los demás... Ahora mismo estoy con ustedes —dijo Michkin, deseoso de librarse de ellos para hablar a solas con Radomsky.

—Realmente uno se divierte mucho en su casa, príncipe —empezó Eugenio Pavlovich cuando quedaron solos y aparte—. He pasado media hora muy grata aguardándole. Lo que quería decirle, León Nicolaievich, es que he arreglado el asunto de Kurmichev, y por ello he venido a tranquilizarle. No se preocupe por nada. Kurmichev toma la cosa razonablemente..., aparte que, a mi juicio, empieza por no tener razón.

—¿A qué Kurmichev se refiere?

—A aquel oficial a quien antes sujetó, los brazos. Estaba tan furioso que quería enviarle los testigos mañana mismo, príncipe.

—¡Qué sandez!

—Una sandez era, sin duda, y como tal habría terminado; pero hay personas que...

—¿No le trae a usted otro motivo, Eugenio Pavlovich?

—Por supuesto, no es eso sólo por lo que venía —rió Radomsky—. Mañana a primera hora tengo que irme a San Petersburgo con motivo de ese lamentable asunto de mi tío. Imagine, querido príncipe, que cuanto se ha dicho es verdad. ¡Y todos lo sabían menos yo! Tanto me ha asombrado la noticia, que ni siquiera he visitado a la familia del general Epanchin, ni podré visitarla mañana, ya que estaré en San Petersburgo, ¿comprende? Puede que no vuelva hasta dentro de tres días. Para abreviar, le diré que mis cosas marchan bastante mal. Aunque no se trate de un asunto muy grave, he creído necesario mantener una franca explicación con usted, sin pérdida de tiempo, es decir, antes de marcharme. Si usted me lo permite, me quedaré aquí hasta que se vayan sus visitantes. No tengo nada que hacer y me hallo tan agitado que no lograría dormirme... Además, y aunque sea incorrecto molestar a una persona sin andarse con cumplidos, le diré con franqueza, querido príncipe, que he venido con el propósito de apelar a su amistad. Usted es un hombre sin par, o sea, en otras palabras, que no miente usted a cada momento... y acaso no haya mentido nunca. Y yo necesito, en determinado asunto, un consejero y un amigo, porque, a decir verdad, puedo contarme ahora entre las gentes desafortunadas...

Y volvió, a reír.

—Lo malo es —dijo Michkin, tras un momento de reflexión– que sólo Dios sabe cuándo se marcharán esos amigos. ¿No sería mejor que saliésemos a dar una vuelta por el parque? Que me esperen y nada más. Ya les pediré que me excusen.

—No, no. Por especiales razones, no deseo que se crea que hemos tenido una conferencia extraordinaria y misteriosa. Hay aquí gente que se interesaría mucho por conocer el trato que nos une. ¿No lo sabía, príncipe? Más vale que mi visita se explique meramente ante su opinión como resultado de nuestras relaciones afectuosas y que no se figuren... qué sé yo. ¿Me entiende? Dentro de un par de horas se retirarán, y entonces, le ruego que me conceda veinte minutos o media hora.

—Con mucho gusto. Celebro mucho oírle decir que median entre nosotros relaciones afectuosas. Le agradezco mucho su amabilidad. Pero usted me dispensará si me nota algo distraído. Como observará fácilmente, no consigo concentrarme en nada en este momento.

—Ya lo veo —murmuró Eugenio Pavlovich con una leve sonrisa.

Parecía hallarse de un humor muy jovial.

—¿Qué es lo que ve usted? —exclamó el príncipe, con un sobresalto.

Radomsky no contestó directamente. Continuó sonriendo y dijo:

—Supongo, príncipe, que no pensará que he venido a engañarle... y de paso a hacerle hablar, ¿verdad?

Michkin acabó, por reír también.

—Que ha venido usted a hacerme hablar, es cosa evidente —repuso—, y quizá lo sea igualmente que a engañarme un poquito también. Pero no le temo y, aunque no lo crea, ahora todo me da lo mismo. Y como, después de todo, es usted un hombre excelente, creo que terminaremos siendo buenos amigos. Me es usted muy simpático. Eugenio Pavlovich; es usted un hombre... muy correcto, verdaderamente correcto, según me parece.

—En todo caso, es muy grato tratar con usted, sea por el motivo que fuere —concluyó Eugenio Pavlovich—. Ea, voy a vaciar una copa a su salud. Me alegro mucho de hacerle esta visita. ¡Ah! —añadió, deteniéndose—. Ese joven, Hipólito Terentiev, ¿ha venido a vivir con usted?

—Sí.

—Parece que no va a morir lo pronto que se creía.

—¿Y...?

—Nada. He pasado media hora charlando con él...

Mientras ambos hablaban aparte, Hipólito, en espera de Michkin, no había dejado de observar a éste y a Eugenio Pavlovich. Cuando ambos se acercaron a la mesa, el enfermo manifestó una nerviosidad febril. Estaba agitado, excitado, tenía la frente perlada de sudor. Sus ojos inquietos y brillantes expresaban una difusa impaciencia; su mirada vagaba de un sitio a otro sin fijarse en nada concreto. Aunque tomaba parte en la conversación general, su animación era puramente febril. No escuchaba lo que se decía, sus palabras eran incoherentes, irónicas y negligentemente paradójicas; no desarrollaba las ideas hasta el fin y a veces abandonaba de repente el tema que tratara con entusiasmo un minuto antes. Michkin supo, con sorpresa y disgusto, que le habían permitido beber dos copas grandes de champaña y que tenía ante sí una tercera copa. Pero el príncipe no se informó de ello sino mucho más tarde. En aquel momento no estaba en condiciones de reparar en nada.

—Celebro que sea hoy precisamente el día de su cumpleaños —declaró Hipólito.

—¿Por qué?

—Ahora se lo diré... Pero siéntese... En primer lugar, porque toda su gente está reunida aquí. Yo lo esperaba así y, por primera vez en mi vida, no he sido defraudado en mis esperanzas. Pero siento no haber sabido que era su cumpleaños, pues, de saberlo, habría venido con algún regalo. Aunque acaso se lo haya traído de todos modos. ¡Ja, ja, ja! ¿Cuánto falta para que amanezca?

—De aquí a un par de horas apuntará el sol 13—dijo Ptitzin, después de mirar su reloj.

—¿Y qué necesidad hay de sol cuando tenemos tanta claridad que hasta podríamos leer aquí mismo? —comentó alguien.

—Quiero ver salir el sol. Debíamos beber a la salud del sol, ¿no le parece, príncipe?

Hipólito hablaba a todos con imperiosidad y altanería, pero al parecer no se daba cuenta de ello.

—Bebamos. Pero usted debía irse a descansar, Hipólito, ¿no es cierto?

—No hace usted más que insistir en que me acueste. Es usted una verdadera niñera para mí. En cuanto salga el sol y «comience a resonar» en el cielo... ¿Qué poeta ha dicho: «En el cielo comienza el sol a resonar»? Es una cosa sin sentido, pero bella... Pues cuando resuene el sol en el cielo me iré a descansar. Lebediev, ¿será el sol la fuente de la vida? ¿Qué significa en el Apocalipsis la expresión «las fuentes de la vida»? ¿Ha oído usted hablar de la estrella del Apocalipsis, príncipe?

—He oído decir que Lebediev ve en esa estrella la red ferroviaria que cubre Europa.

Comenzaron a sonar risas por todas partes. Lebediev se levantó de pronto.

—No, no, perdón; aquí no se trata de eso —dijo, agitando los brazos, como para contener la hilaridad—. Con estos señores... porque todos estos señores... —quiso aclarar, dirigiéndose a Michkin—, sobre ciertas cosas... Eso es...

Y dio dos puñetazos en la mesa, lo que aumentó las risas generales.

Lebediev se hallaba en su estado habitual de todas las noches, pero acababa de tener una discusión «científica» que le había irritado bastante. Y en casos tales solía prodigar a sus adversarios las muestras del más hondo desprecio.

—¡No es eso! Hace media hora, príncipe, se convino que nadie interrumpiría, que nadie reiría, que cada uno podría exponer su pensamiento libremente y que luego podrían aducirse réplicas y objeciones, incluso por parte de los ateos que pudiese haber aquí. Y hemos otorgado la presidencia al general. ¡Eso es! De otro modo, cabe poner en ridículo a cualquiera, incluso al que desarrolle la idea más profunda y más alta...

—Hable, hable; nadie le interrumpirá —exclamaron varias voces.

—Hable, pero no divague.

—En primer lugar, ¿qué estrella era ésa? —indagó uno.

—No tengo la menor idea —repuso el general Ivolguin, que desempeñaba la presidencia con toda la dignidad propia del cargo.

—Me gustan mucho estas discusiones, príncipe —murmuraba entre tanto Keller, quien, muy bebido por cierto, se movía sin cesar en su silla—. Y también las políticas —y añadió interpelando a Radomsky, que se sentaba a su lado—. Me encanta leer en los periódicos las sesiones del Parlamento inglés, ¿sabe? No es que me interesen los debates, porque yo no soy un político, ¿comprende?, pero me parece admirable el modo que tienen de hablar esas gentes entre sí: «el noble vizconde que se sienta frente a mí; el noble conde que comparte mi opinión; mi noble adversario cuya moción ha admirado a Europa...» Todas esas expresiones, ese parlamentarismo de un pueblo libre, es lo que me seduce, príncipe. Le juro, Eugenio Pavlovich, que en el fondo he sido siempre un artista.

—¿Así que, según usted —exclamó Gania– los ferrocarriles son una maldición, constituyen la perdición de la humanidad, el veneno caído sobre la tierra para envenenar las «fuentes de la vida»?

Aquella noche Gabriel Ardalionovich, parecía bastante animado y, a lo que estimó, Michkin, evidenciaba en su talante una especie de aspecto triunfal. La pregunta dirigida a Lebediev era pura broma, desde luego, sin más fin que acalorar al funcionario, pero acabó acalorándose él también.

—¡Los ferrocarriles no! —rebatió Lebediev, con un sentimiento mixto de satisfacción intensa y violenta cólera—. Los ferrocarriles, considerados en sí mismos, aisladamente, no corrompen las fuentes de la vida; pero todo aquello de que forman parte es lo que considero maldito en conjunto: toda esta tendencia de los últimos siglos, en su aspecto científico y práctico, es lo que probablemente puede considerarse maldito, en efecto.

—¿Maldito con certeza, o sólo probablemente? Es importante discernirlo —intervino Eugenio Pavlovich con seriedad.

—¡Es maldito, maldito, maldito con toda certeza! —replicó, con vehemencia, Levediev.

—¡Prudencia, Levediev! Por las mañanas está usted mucho más ponderado —sonrió, Ptitzin.

—Pero por las noches soy más franco. ¡Por las noches soy más franco y más sincero! —afirmó fogosamente el empleado—. Sí: más cándido, más preciso, más honrado, más respetable... Y aunque con esto le descubra mi punto débil, me tiene sin cuidado. Y yo desafío a todos los ateos a contestarme: ¿cómo salvarán ustedes al mundo? ¿En dónde le encontrarán un camino normal, ustedes, hombres de ciencia y de industria, partidarios de la cooperación, de los salarios y de todo lo demás? ¿En el crédito? ¿Y qué es el crédito? ¿A qué les conducirá el crédito?

—¡No pregunta usted poco! —observó Radomsky.

—Mi opinión es que quien no se interese en tales cuestiones no es más que un chenapan, por distinguido que sea.

—El crédito, por lo menos, conduce a la solidaridad general y al equilibrio de los intereses —sentenció Ptitzin.

—¿Y conseguirá usted eso sólo con el crédito? ¿Sin recurrir a ningún principio moral? ¿Fundándose exclusivamente en el egoísmo privado y la satisfacción del bienestar material? ¿La paz y la felicidad universales dependen sólo de la satisfacción de las necesidades? ¿Debo entenderlo así, señor mío?

—La necesidad universal de vivir, comer y beber, y la convicción plena y científica de que sólo se satisfarán esas necesidades mediante la asociación general y la solidaridad de intereses, es, me parece, una idea lo bastante sólida para ofrecer un punto de apoyo y una «fuente de vida» a la humanidad en los siglos venideros —dijo Gania, con calor.

—La necesidad de comer y beber... o sea únicamente el instinto normal de conservación...

—¿Y no basta? El instinto de conservación personal es la ley común de la humanidad.

—¿Quién le ha dicho semejante cosa? —intervino súbitamente Eugenio Pavlovich—. Esa es una ley, sin duda, pero una ley no más ni menos normal que la de la destrucción, e incluso la de la destrucción personal. ¿Acaso la única ley normal de la humanidad consiste en el instinto de personal conservación?

—¡Ah! —exclamó Hipólito de repente.

Y contempló a Radomsky con extraña mirada. Pero notando que Radomsky reía, rió él también, tocó a Kolia con el codo y le preguntó nuevamente la hora. Después, cogió él mismo el reloj de plata de su amigo y examinó las manecillas con ansiedad. Luego, como olvidándolo todo, Hipólito se tendió en el diván, púsose las manos cruzadas tras la cabeza y miró al cielo. Medio minuto más tarde se incorporó, sentóse en una silla ante la mesa y prestó oído a las palabras de Lebediev, que rebatía apasionadamente la paradoja de Eugenio Pavlovich.

—¡Es una idea pérfida y burlona, una idea insidiosa e hiriente! —vociferaba el funcionario—. Ha sido lanzada aquí como una manzana de discordia... y, sin embargo, es justa... Usted, oficial de caballería e irónico hombre de mundo, a pesar de lo cual no está desprovisto de inteligencia, no sabe bien lo verdadera y profunda que su idea es. ¡Sí: la ley de conservación personal y la de destrucción personal son igualmente poderosas en el mundo! El diablo seguirá conservando su imperio de siempre sobre la humanidad hasta un momento y un límite que nos son desconocidos todavía. ¿Se ríe? ¿No cree usted en el diablo? Pues yo le digo que la incredulidad en el diablo es una idea francesa, y un concepto frívolo. ¿Sabe usted quién es el diablo? ¿Sabe cómo se llama? Pues, no obstante, sin saberlo, se burla usted de su forma, a ejemplo de Voltaire, de sus patas ganchudas, de su cola, de sus cuernos, de todo eso que ustedes han inventado. En realidad, el demonio es un espíritu amenazador y potente y no tiene cuernos ni cola: ustedes son quienes le atribuyen esos detalles. ¡Pero ahora no se trata de él!

—Y, ¿por qué sabe usted que no se trata de él ahora? —preguntó Hipólito, con una risa convulsiva.

—La idea es sutil e invita a pensar —aceptó Lebediev—; pero tampoco se trata de eso. Se discutía si hemos debilitado o no las fuentes de la vida con la extensión...

—¿De los ferrocarriles? —sugirió vivamente Kolia.

—No precisamente de los ferrocarriles, impetuoso joven, sino en general con la tendencia de la que los ferrocarriles pueden ser considerados símbolo y expresión. Se nos asegura que ellos, al apresurarse, al precipitarse, al correr, trabajan por la dicha humana. «La humanidad es ya demasiado industrial y demasiado agitada», deplora un pensador solitario. «Sí, pero el fragor de los vagones que llevan pan a la humanidad hambrienta vale más que la tranquilidad de espíritu», replica triunfalmente otro pensador, del que hallamos ejemplares en todas partes. Y después continúa su camino, satisfecho. Pero yo, el despreciable Lebediev, no creo en los vagones que transportan pan para la humanidad. Porque, si les falta un principio moral de la acción, los vagones que transportan pan, pueden, fríamente, privar de él a parte de la humanidad, como ya se ha visto que sucede a veces...

—¿Son los vagones los que privan fríamente? —insinuó uno.

Lebediev no se dignó atender la interrupción.

—Se ha visto ya —repitió—. Malthus se consideraba un amigo de la humanidad. Pero, cuando tiene principios morales inciertos, el más amigo de la humanidad es un antropófago, aun prescindiendo de hablar del desprecio con que la mira. Si quieren verlo, hieran la vanidad de uno de esos innumerables filántropos y verán como, para vengar su minúsculo amor propio, será capaz de prender fuego al mundo por sus cuatro costados. Y para ser justos, hemos de confesar que todos somos lo mismo. Yo personalmente soy el más infecto de todos: sería capaz de acarrear el combustible y huir luego para ponerme a salvo. ¡Pero tampoco se trata de eso!

—Pues entonces, ¿de qué?

—¡Es usted un cargante!

—Se trata de la anécdota siguiente, una anécdota de antaño, porque creo absolutamente necesario citar una ocurrencia de otros tiempos. En nuestra época, en nuestra patria, que, según creo, señores, ustedes aman tanto como yo, y por la cual, en lo que me concierne, estoy dispuesto a verter hasta la última gota de mi sangre...

—¡Al grano, al grano!

—En nuestra patria, como en Europa, terribles y generales hambres visitan la humanidad a épocas fijas. A lo que puedo recordar, ahora no se presentan sino cada cuarto de siglo, o, en otros términos, una vez cada veinticinco años. No discuto la exactitud absoluta de la cifra: lo esencial es que esas hambres son relativamente raras...

—¿Relativamente, a qué?

—A las del siglo doce y a los anteriores y posteriores a él. Porque entonces, según aseguran los historiadores, las grandes escaseces sobrevenían cada dos o tres años, hasta el punto de que, dado tal estado de cosas, el hombre solía recurrir hasta la antropofagia, si bien, eso es cierto, a escondidas. Pues bien, uno de esos caníbales, al llegar a una edad avanzada, declaró espontáneamente y sin que le obligasen, que en el curso de su larga y mísera vida había personalmente dado muerte y devorado en el más profundo secreto a sesenta monjes y a algunos niños seglares. El número de éstos no pasaba de seis, es decir, que resultaba insignificante en comparación al enorme número de eclesiásticos consumidos por aquel hombre. Respecto a los adultos seglares, se supo que no los tocaba jamás.

—¡Es imposible que eso sea cierto! —exclamó el general, casi enojado—. Suelo discutir con Lebediev a menudo, señores, y siempre sobre cosas de ese jaez, y no hace nunca sino contar absurdidades que molestan a todos los oídos. Lo que ha dicho no tiene la menor apariencia de verdad.

—Pues, ¿y tu asedio de Kars, general? Y ustedes señores, deben saber que mi anécdota es rigurosamente verídica. Quiero advertirles, de paso, que la realidad, aunque sometida a leyes invariables, casi siempre parece inverosímil. A veces una cosa es tanto más real cuanto más inverosímil parece.

—¿Cómo puede nadie comerse sesenta monjes? —exclamaron riendo, los oyentes.

—De una sola vez, claro que no; pero el hombre los devoró en un lapso de quince o veinte años. La cosa así, resulta perfectamente comprensible y natural...

—¿Natural?

—¡Natural! —insistió Lebediev con tenacidad y suficiencia—. No veo por qué aquel hombre no podía atraer a sus víctimas a un bosque o a cualquier lugar misterioso y hacer allí lo que he dicho. Tampoco discuto que la cantidad de muertos no sea extraordinaria y no acredite gula...

—Eso puede ser cierto, señores —observó el príncipe, de improviso.

Hasta entonces había escuchado en silencio, sin intervenir en la conversación. A menudo reía de corazón con todos los demás, notoriamente satisfecho de ver que la gente se divertía, hablaba con animación y bebía en abundancia. Acaso no hubiese dicho una palabra en toda la noche de no ocurrírsele aquella inesperada salida. Ya la sazón habló con tal seriedad que todos le miraron, curiosos.

—Quiero decir, señores, que antaño había grandes hambres con mucha frecuencia. Así lo tengo entendido, aunque no conozco bien la historia. Y creo que no podía ser de otro modo. Cuando yo vivía en Suiza miraba con estupor las ruinas de antiguos castillos feudales encaramados sobre rocas escarpadas, a media versta de altura como mínimo en línea vertical, lo que significa varias millas de senderos tortuosos para llegar hasta ellos. Ya saben lo que es un castillo: una montaña de piedras. ¡Un trabajo tremendo, increíble! Los que los construían eran los siervos. Además, debían pagar toda clase de impuestos y mantener a sus señores. ¿De qué vivirían, pues, y cuándo encontrarían tiempo para dedicarse a las labores de la tierra en provecho propio? Es seguro que pocos debían cultivarla y que los más debían perecer de hambre. Lo que yo me pregunto con frecuencia es cómo la gente ha podido resistir, sin ser aniquilada, tanta miseria. Lebediev no se ha engañado ciertamente al decir que entonces debía de haber antropófagos, y en gran número. Pero, esto admitido, quiero preguntarle: ¿cuál es su conclusión, Lebediev?

Hablaba con seriedad al dirigirse al funcionario, de quien todos se mofaban, y su tono, exento de toda ironía. Contrastaba cómicamente con el de los demás. De seguir así, corría el riesgo de que incluso se burlasen de él, mas no lo advertía. Radomsky se inclinó hacia Michkin y le cuchicheó al oído:

—¿No ve usted que ese hombre está loco, príncipe? Antes me ha dicho que le atrae la profesión forense y que piensa examinarse de abogado. ¡Habrá que verlo!

—Mi conclusión —dijo Lebediev, con voz tonante– contiene la respuesta a uno de los mayores problemas de antaño y de hogaño. El culpable concluyó entregándose a las autoridades. Dadas las costumbres de entonces, ¿qué torturas no le esperaban, qué instrumentos de suplicio no se ofrecían ante él? ¿Qué le impulsó a denunciarse? ¿Por qué no se detuvo meramente en la cifra de sesenta víctimas, ocultando el secreto hasta la hora de su muerte? ¿No podía dejar en paz a los monjes e ir a hacer penitencia en un desierto? Pero ésta es la clave del enigma. Para él había algo más fuerte que los suplicios, la rueda, el fuego, el potro, algo más fuerte que una costumbre de veinte años. Un sentimiento íntimo más poderoso que todas las calamidades de entonces como el hambre, las torturas, la lepra; una idea que, guiando los corazones y ampliando las fuentes de la vida, hacía soportable a la humanidad aquel infierno. Pues bien, muéstrenme algo semejante en nuestro siglo de vicios y de ferrocarriles... Ya sé que debía decirse «en nuestro siglo de vapores y de ferrocarriles»; pero yo digo «en nuestro siglo de vicios y de ferrocarriles», porque puedo estar borracho, pero tengo razón. Señálenme una sola idea que ligue entre sí a los hombres con la mitad de fuerza que aquélla los unía en tales siglos. ¡Y aún se atreven ustedes a sostener que las fuentes de la vida no se han debilitado y corrompido bajo esa «estrella», dentro de esa red en que los hombres se encuentran apresados! No me hablen de prosperidad, de riquezas, de la rareza de las carestías, de la rapidez de los medios de transporte... Hoy hay más riquezas, pero menos fuerza. Ya no existe idea alguna que una los corazones: todo se ha ablandado y relajado, todo está lisiado y nosotros también. ¡Todo, todos! Pero en fin, no se trata tampoco de eso, respetable príncipe. Se trata ahora de prepararnos para la colación que vamos a ofrecer a nuestros visitantes.

Las palabras de Lebediev habían indignado a varios de los concurrentes (debe advertirse que en el intermedio se habían descorchado varias botellas más), pero su inesperada conclusión apaciguó los ánimos por completo. El propio Lebediev definió tal modo de terminar su perorata como «un hábil procedimiento abogacil de hacer cambiar de aspecto un asunto». El buen humor de los visitantes se manifestó con nuevas risas. Todos, levantándose, comenzaron a pasear por la terraza para desentumecer los miembros. Sólo Keller se manifestó descontento y extremadamente agitado cuando Lebediev acabó su discurso. Iba de uno a otro, exclamando con fuerte voz:


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