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El Idiota
  • Текст добавлен: 9 октября 2016, 01:07

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Автор книги: Федор Достоевский



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—¿Qué carta es esa que le ha tirado a la cara sin abrir?

—Pero... ¡Je, je! ¿No se lo he dicho? Creía que sí. He recibido una carta con el ruego de enviarla a...

—¿De quién? ¿A quién?

Entonces Lebediev se enfrascó en «explicaciones» incomprensibles. Michkin creyó entender que la carta había sido llevada muy temprano por una criada que la entregó a Vera Lebediev para ser transmitida a su destino «como antes... como antes, también entregaran una de parte de cierta persona y para cierto personaje (porque doy a una el nombre de personaje y a la otra el de persona para distinguir una joven inocente, hija de un general, de una... señora de otro estilo...). Sí, una carta escrita por cierta persona cuyo nombre comienza con A...»

—¿Es posible? ¿Una carta para Nastasia Filipovna? ¡Qué absurdo! —protestó Michkin.

—Sí... y no para Rogochin... que es lo mismo —repuso Lebediev con una sonrisa y un guiño—. Una vez también le envió otra por conducto del señor Terentiev... Una carta enviada por la persona cuyo nombre empieza por A...

Como las interrupciones no tenían otro resultado que extraviar a su interlocutor, haciéndole olvidar lo que acababa de decir, Michkin optó por callarse. Un punto quedaba oscuro: ¿era Vera o su padre el intermediario de tal correspondencia? Puesto que Lebediev aseguraba que escribir a Rogochin o a Nastasia Filipovna era lo mismo, cabía suponer que tales cartas, de existir, no pasaban por sus manos. ¿Por qué casualidad, pues, se hallaba una en su posesión? Michkin no acertaba con ello: lo probable era que Lebediev la hubiese substraído a su hija clandestinamente, llevándola a la generala por motivos que él conocería...

—¡Está usted loco! —exclamó, temblando.

—No, muy estimado príncipe —contestó Lebediev con cierta agitación—. Al principio pensé entregar a usted esa carta, para prestarle un servicio, pero luego juzgué hacer conocer a una noble madre... a quien otra vez previne bajo el velo del anónimo... Y cuando hoy, a las ocho y veinte, le escribí que me recibiese firmando «Su corresponsal anónimo», se me ha introducido en seguida, casi precipitadamente, por la entrada trasera de la casa, a presencia de la noble madre...

—¿Y...?

—Ya sabe lo demás. Por así decirlo, me ha maltratado, y en rigor le ha faltado poco para hacerlo. Me ha lanzado la carta a la cara. He notado que la hubiese retenido con gusto, pero no ha sabido contener su primer movimiento y me la ha tirado despreciativamente: Puesto que la han confiado a un hombre como tú, entrégala a su destinatario.» Parecía muy ofendida. ¡Qué carácter tiene! ¡Muy furiosa debía de estar para rebajarse hablándome así!

—¿Dónde está la carta?

—Aquí la tengo. Tómela.

Y entregó a Michkin la nota que Aglaya remitía a Gabriel Ardalionovich, y que éste, dos horas más tarde había de exhibir triunfalmente a su hermana.

—No puede usted quedarse con esta carta.

—¡Se la doy, se la doy! —exclamó, con calor, Lebediev—. Otra vez soy absolutamente suyo y le pertenezco de pies a cabeza. Tras una infidelidad transitoria, vuelvo a su servicio. «Castiga la cabeza, pero respeta la barba», como dijo Tomás Moro... en Inglaterra y en la Gran Bretaña. Mea culpa, mea culpa...

—Hay que transmitir esta carta en seguida. Yo mismo la haré llegar a su destino.

—Pero ¿no vale más, no vale más, no vale más...? ¿No vale más (¡oh mi querido y muy educado príncipe!), no vale más...? ¡Esto!

Y Lebediev hizo una mueca extraña y expresiva. Comenzó a agitarse en su asiento, como si le pinchase una aguja, y a la vez se entregó a ademanes demostrativos, subrayados por guiños maliciosos.

—¿Qué? —preguntó Michkin amenazador.

—Abrir la carta primero —repuso Lebediev, confidencial.

Michkin se irguió de repente, tan enfurecido, que Lebediev, en el primer impulso, emprendió la fuga. Mas, ya en la puerta, se detuvo esperando que la clemencia substituyese a aquel estallido de cólera.

—¡Lebediev! —exclamó Michkin con amargura—. ¿Es posible que sea usted tan abyecto?

El rostro del funcionario se serenó. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Soy muy vil, muy vil! —declaró dándose golpes en el pecho.

—Propone usted una cosa abominable.

—Esa es la palabra: abominable.

—¿Por qué obra usted tan... extrañamente? ¡Ha sido usted... un espía! ¿Por qué ha escrito un anónimo para inquietar a una mujer tan digna y bondadosa? ¿Por qué juzga que Aglaya Ivanovna no tiene el derecho de escribir a quien le agrade? Ha ido usted a esa casa como un delator, ¿verdad? ¿Qué esperaba ganar con ello? ¿Qué recónditos motivos impulsaban a esa delación?

—Sólo una agradable curiosidad... y el deseo de prestar un servicio a un alma noble —balbució Lebediev—. Pero ahora soy suyo, príncipe, le pertenezco en absoluto. Aunque me mande ahorcarme...

—¿Estaba usted como ahora cuando visitó a Lisaveta Prokofievna? —preguntó Michkin, con disgusto. —No; estaba más despejado y más correcto. Fue la afrenta sufrida la que me hizo ponerme... en este estado.

—Bien; déjeme solo.

Hubo de repetir varias veces la orden antes de verla obedecida. Después de abrir la puerta ya, Lebediev tornó sobre sus pasos andando de puntillas y realizó una nueva mímica expresiva del modo de abrir una carta. Ya no se atrevió a aconsejarlo de palabra. Finalmente salió sonriendo con suave afabilidad. De toda aquella conversación, tan penosa para el príncipe, sólo subsistía un hecho esencial: Aglaya estaba inquieta e irresoluta, atormentada por algún sentimiento. «Celos», se dijo Michkin. Era notorio también que la habían armado algunas gentes malintencionadas. Lo extraño era que fuese tan crédula. Sin duda en aquella cabecita inexperta habían madurado planes tal vez funestos. El príncipe, espantado y lleno de emoción, no sabía que decisión tomar. Y, sin embargo, advertía que era preciso tomar una resolución. Miró otra vez el pliego cerrado. No radicaba allí la causa de sus titubeos y temores. No, él creía... Pero otra cosa le inquietaba en aquella carta: no tenía confianza en Gania. Con todo, resolvió entregarle la misiva en persona, y salió con tal intención, pero por el camino cambió de idea. En el momento en que llegaba a casa de Pitzin, se encontró con Kolia, y le rogó que transmitiera la nota a su hermano, como si le hubiese sido confiada por la propia Aglaya. Kolia cumplió el encargo sin pedir explicaciones, y Gania, en consecuencia, no sospechó que la nota había atravesado tantas manos antes de llegar a la suya. De vuelta a su casa, Michkin llamó a Vera y la consoló del modo que juzgó mejor, ya que la muchacha buscaba, deshecha en lágrimas, la carta que pensaba perdida. La joven, abrumada al saber que su padre se la había substraído, informó a Michkin de que había servido más de una vez como intermediaria entre Rogochin y Aglaya Ivanovna, sin imaginar ni remotamente que pudiera perjudicar así los intereses de Michkin.

Dos horas más tarde llegó un mensajero de Kolia comunicando al príncipe la noticia de la enfermedad del general Ivolguin. Michkin, en su desorden mental, apenas comprendió de momento de qué se trataba. Sin embargo, aquel suceso, al sacarle de sus preocupaciones, estimuló su ánimo. Pasó casi todo el día en casa de Ptitzin, adonde había sido transportado el doliente. La presencia de Michkin no constituyó una gran ayuda, pero sabido es que existen personas a las que les agrada ver cerca en ciertos momentos penosos. Kolia, consternado, lloraba como bajo el efecto de un ataque nervioso, lo que no le impedía estar en constante movimiento. Fue a buscar a tres médicos, y al barbero, y medicinas. El general pudo ser reanimado, pero no recobró el conocimiento y, según los doctores, estaba muy grave. Varia y Nina Alejandrovna no se apartaban de su cabecera. Gania, inquieto y agitado, no quería subir a la alcoba de su padre, como si tuviese miedo de verle. El joven se retorcía las manos. En una incoherente conversación que mantuvo con Michkin llegó a decirle: «¡Qué desgracia! ¡Y en este momento! ¡Parece a propósito!» El príncipe creyó adivinar a lo que Gania se refería. Cuando Michkin llegó a casa de Ptitzin, Kolia había salido ya. Por la tarde se presentó Lebediev, quien, después de la explicación de la mañana, había dormido de un tirón hasta entonces, y estaba casi sereno ya. Lloró amargamente cual si el enfermo hubiera sido su propio padre, se acusó en alta voz de su desgracia, aunque sin concretar los motivos, y repetía sin cesar a Nina Alejandrovna:

—Yo he sido el culpable, y sólo yo... Sólo hice eso movido por una agradable curiosidad... y el difunto —Lebediev se obstinaba en enterrar al general prematuramente– era un hombre de verdadero genio...

Insistía con especial seriedad sobre el genio de Ardalion Alejandrovich, como si ello en tales circunstancias pudiese ser de alguna utilidad. Viendo las sinceras lágrimas de Lebediev, Nina Alejandrovna concluyó por decirle:

—¡Dios le asista! No llore más. ¡Dios le perdone!

Tales palabras y el tono con que fueron pronunciadas impresionaron tanto a Lebediev, que no quiso separarse ya de la esposa del enfermo, y permaneció casi constantemente en casa de Ptitzin todos los días sucesivos, hasta la muerte del general. Lisaveta Prokofievna envió, por dos veces, a informarse acerca del estado de Ardalion Alejandrovich. Cuando, a las nueve de la noche, Michkin entró en la casa le preguntó minuciosamente y con interés por el estado del enfermo. La princesa Bielokonsky manifestó su deseo de saber «quién era aquel paciente y quién era aquella Nina Alejandrovna», y la generala contestó con una gravedad que agradó mucho a Michkin. Según dijeron después las hermanas de Aglaya, él mismo, mientras hablaba con Lisaveta Prokofievna, habló «maravillosa y modestamente, con dignidad, sin agitación, sin palabras superfluas, presentándose muy bien y sin dejar nada que desear». Y no sólo no resbaló en el suelo encerado, como temiera la víspera, sino que produjo a todos una impresión muy atrayente.

Por su parte, él, apenas se hubo sentado y mirado en su derredor, advirtió que los reunidos no tenían nada de común ni con los personajes de que Aglaya le había hablado la víspera ni con sus pesadillas de la noche. Por primera vez en su vida veía a parte de eso que, con terrible frase, se llama «el gran mundo». Hacía tiempo que, en virtud de diversas consideraciones, ansiaba penetrar en aquel círculo encantado, sintiéndose curioso de saber qué impresión le produciría a primera vista. Y la primera impresión fue deliciosa. Parecióle que todas aquellas personas habían nacido para vivir juntas, que las Epanchinas no daban una reunión en el sentido mundano de la palabra, sino que habían congregado únicamente a algunos íntimos. Él mismo creía encontrarse, tras breve separación, con personas a cuyo lado había vivido siempre y cuyas ideas compartía. Estaba subyugado por el encanto de las buenas maneras, por aquella aparente sencillez y aquella externa franqueza. No se le ocurrió siquiera que tal cordialidad, tan buen humor, tanta nobleza, tanta dignidad personal pudiesen ser un barniz meramente exterior. A despecho de su aspecto imponente, la mayoría de los circunstantes eran personas bastante hueras que, en su presunción, ignoraban por ende la superficialidad de casi todas sus cualidades. Y ello no era culpa suya, ya que semejante capa superficial la habían adquirido, sin duda, por herencia. La seducción de aquel ambiente desconocido obró con fuerza sobre Michkin, porque no sospechaba nada de lo que indicamos. Veía por ejemplo, que aquel alto dignatario, que por la edad podría ser abuelo suyo, se interrumpía a veces en medio de una conversación para escucharle a él, a pesar de su juventud, y no sólo le escuchaba, sino que parecía ser de su opinión, a juzgar por lo afable y benévolo que se mostraba. No obstante, no se conocían para nada y era la primera vez que se veían. Acaso aquella cortesía refinada produjese impresión en el ánimo del príncipe. O acaso había acudido a la velada en un estado que le predisponía al optimismo. Pero, en realidad, los invitados, aunque «amigos de la familia» y amigos también entre sí, distaban mucho de ser lo que el joven imaginaba. Había allí personas que por nada del mundo hubiesen consentido en tener a los Epanchin por iguales suyos, había allí otras que se detestaban cordialmente. La Bielokonsky había aborrecido siempre a la esposa del alto dignatario, y ésta, a su vez, experimentaba gran antipatía por la esposa de Epanchin. El alto dignatario, que ocupaba el lugar de honor y había protegido al matrimonio Epanchin desde su juventud, era un personaje tal ante los ojos de Ivan Fedorovich, que éste no experimentaba en presencia de aquel protector otro sentimiento que no fuese de temor y veneración. El general se habría despreciado a sí mismo si por un solo momento se hubiese considerado igual a aquél, o no le hubiese parangonado a un verdadero Júpiter Olímpico. Algunos de los visitantes no se habían visto entre sí desde años atrás y se miraban con indiferencia cuando no con animadversión, pero, no obstante, al hallarse allí se interpelaban tan amistosamente como si hubieran estado el día antes en agradable compañía. Por otra parte, la reunión era poco numerosa. Además de la Bielokonsky, el «alto dignatario» y su mujer, debemos mencionar, en primer término, un general muy ilustre, conde o barón además, y que ostentaba un nombre tudesco. Aquel hombre, muy taciturno, tenía fama de ser altamente versado en materia de ciencia gubernamental. Era uno de esos olímpicos administradores que lo conocen todo, excepto Rusia, que pronuncian cada cinco años una frase suya de extraordinaria profundidad que todos admiran y que, tras eternizarse en el servicio suelen morir colmados de honores y riquezas, aun cuando no hayan hecho nada agradable jamás y hayan sido hostiles a toda idea grande. En la jerarquía burocrática, aquel general era el jefe inmediato de Ivan Fedorovich, el cual, por natural reconocimiento e incluso por un especial amor propio, se empeñaba en considerarle como un bienhechor. En cambio, el insigne personaje no se consideraba protector de Epanchin, se mostraba siempre muy frío con él, aunque aprovechase con gusto su servicialidad, y le habría reemplazado gustosamente por otro funcionario cualquiera en cuanto alguna consideración, por secundaria que fuese, lo hubiera exigido.

Había también un gran señor a quien se le suponía, sin razón, cierto parentesco con Lisaveta Prokofievna. Rico, bien nacido, de grado muy alto en el servicio, muy entrado en años y poseedor de una salud soberbia, aquel señor, muy elocuente además, pasaba por ser un descontento (si bien en el sentido más anodino de la palabra). Se le tenía por un hombre algo neurasténico (lo que en él resultaba incluso agradable) y sabíase que se inclinaba a los gustos ingleses en lo concerniente a la carne medio cruda, los troncos de caballos, la servidumbre y otras cosas por el estilo. En aquel momento charlaba con el alto dignatario, que era uno de sus mejores amigos. A Lisaveta Prokofievna se le ocurrió una idea extraña: la de que aquel maduro caballero, hombre no poco frívolo y muy inclinado a las mujeres, acabaría haciendo a Alejandra el honor de pedir su mano. Después de aquellas zonas superiores de la reunión, seguían los invitados más jóvenes, poseedores también de espléndidas cualidades. Aparte de Eugenio Pavlovich y el príncipe Ch., pertenecía a aquel grupo el príncipe N., persona muy conocida y fascinadora, que antaño llenara Europa con el rumor de sus empresas galantes. A la sazón era hombre de cuarenta y cinco años, pero mantenía su agradable apariencia y poseía un notable talento de narrador. Era dueño, además, de una considerable fortuna, aunque, rindiendo culto a la costumbre, hubiese dilapidado en el extranjero gran parte de sus bienes.

Se hallaba luego una tercera categoría de invitados, quienes, aunque no perteneciesen a la crema de la sociedad, se encontraban a veces, como los propios Epanchin, en los más aristocráticos salones. El general y su mujer, cuando daban una de sus raras reuniones, mantenían el principio de unir a la alta sociedad algunos representantes escogidos de la clase media. Esto valía a los Epanchin el elogio siguiente (que los enorgullecía mucho): «Tienen tacto; se hacen cargo de lo que son». Uno de los representantes de esta clase era un coronel de ingenieros, hombre serio, un amigo del príncipe Ch., que era quien le había presentado a los Epanchin. Aquel señor hablaba poco y ostentaba en el índice de la mano derecha un grueso anillo, procedente de un regalo, según todas las apariencias. Finalmente cabe mencionar un literato de origen alemán, que cultivaba la poesía rusa. Era hombre de treinta y ocho años, de aventajada figura, aun cuando algo antipático. Sus modales eran muy correctos, por lo cual se le podía presentar en cualquier parte. Pertenecía a una familia alemana tan intensamente burguesa como intensamente respetable. Sabía adquirir y mantener con gran habilidad la amistad de los más insignes personajes. Cuando traducía del alemán una obra notable, sabía adaptar la musa germánica a las exigencias de la versificación rusa, sabía a quién dedicar su trabajo y sabía, en fin, explotar sus pretendidas relaciones amistosas con un célebre poeta ruso ya fallecido. Son muy numerosos los escritores que se proclaman, gustosos, amigos de otro y más grande escritor cuando la muerte de éste les impide desmentirlos. El escritor a que nos referimos había sido presentado poco antes a los Epanchin por la esposa del alto dignatario. Aquella dama tenía fama de proteger a los sabios y literatos, y, en realidad, había logrado hacer pensionar a dos o tres escritores mediante ciertos personajes influyentes que no podían negarle nada. Y ella era influyente también, a su modo. Mujer de cuarenta y cinco años, y por tanto más joven que su marido, había sido antaño muy bella, y a la sazón, por una manía frecuente en las damas de esa edad, tenía la de vestir deslumbrantemente. Su inteligencia era mediocre, y sus conocimientos literarios muy discutibles. Pero, así como la manía de vestir con lujo, tenía la de proteger a los escritores. Se le habían dedicado muchas obras y traducciones y dos o tres escritores habían publicado, con su autorización, cartas que le dirigieran sobre asuntos de la mayor importancia.

Tal era la sociedad que Michkin tomó como oro de ley. Cierto que, en virtud de una coincidencia curiosa, todos los presentes se sentían aquel día muy cordiales con los demás y muy satisfechos de sí mismos. Todos también, del primero al último, juzgaban hacer un gran honor a los Epanchin con su visita. Pero el príncipe no sospechaba estos pensamientos. No advertía, por ejemplo, que los Epanchin no hubiesen osado realizar paso tan serio como el de prometer a su hija sin someter el asunto al asenso del alto dignatario. Y éste, que hubiese visto hundirse en la ruina a todos los Epanchin con la mayor indiferencia, no habría dejado de incomodarse si casara a su hija sin pedirle consejo. El príncipe N., aquel hombre tan espiritual, tenía la plena certeza de que su personalidad era como un sol que iluminaba la mansión de los Epanchin. Juzgábalos infinitamente por debajo de él, y era precisamente tal opinión la que le llevaba a mostrarse tan amable con ellos. Sabía, por ende, que debía necesariamente contar algo para entretener a los reunidos y no sentía el menor deseo de prescindir de tal obligación. Cuando Michkin oyó el relato del brillante narrador, hubo de confesarse que no había escuchado jamás nada semejante, ni tan espiritual, alegre e ingenuo, de una ingenuidad casi conmovedora en la boca de aquel Don Juan que era el príncipe N. ¡Sí hubiese sabido el pobre joven lo vieja, tronchada y repetida que era la historia a la que tanto placer daba oído! En los salones había acabado por aburrir y sólo contando con la mucha candidez de los Epanchin podía ofrecérseles aquel refrito como una novedad. Incluso el poetilla alemán creía, pese a su modestia y a sus maneras amables, que honraba con su presencia a los dueños de la casa. Pero el príncipe no supo adivinar el reverso de la medalla. Aquélla era una desgracia que Aglaya no había previsto.

La joven estaba muy bella aquella noche. Las tres hermanas vestían muy elegantemente, aunque sin excesiva suntuosidad, y habíanse esmerado sobre todo en sus tocados respectivos. Aglaya, sentada junto a Radomsky, conversaba amistosamente con él. Radomsky parecía más reservado que de costumbre, acaso porque le intimidara la presencia de tales personajes. Pero, a pesar de su juventud, tenía la costumbre de moverse en el mundo y se hallaba como en su elemento. Llevaba un crespón en el sombrero, lo que le valió los elogios de la princesa Bielokonsky. Otro sobrino mundano no habría, en circunstancias tales, puéstose luto por la muerte de un tío como aquél. Lisaveta Prokofievna alabó también la delicadeza del joven. Aparte eso, sentíase muy inquieto, dos veces notó Michkin que Aglaya le miraba atentamente, y creyó advertir que estaba satisfecha de su comportamiento. Cada vez se sentía más dichoso. A menudo recordaba las ideas y temores «fantásticos» que concibiera antes de su entrevista con Lebediev, y se le aparecían como un sueño ridículo y absurdo. Por supuesto había pasado todo el día deseando hallar razones para no creer en sueños tales. Hablaba poco, y sólo cuando le preguntaban, y al final acabó enmudeciendo en absoluto limitándose a escuchar. Y, con todo, le inundaba un ostensible contento. Poco o poco se adueñó de él una inspiración profunda que sólo esperaba una ocasión propicia para manifestarse, pero, sin embargo, cuando comenzó a hablar, fue sólo casualmente, en respuesta a una pregunta y, al parecer, sin intención particular.

VII



Fue el caso que mientras Michkin contemplaba, arrobado, a Aglaya, quien a la sazón hablaba alegremente con el príncipe N. y Eugenio Pavlovich, en otro rincón el gran señor anglómano interpelaba con animación al alto dignatario. De pronto profirió el nombre de Nicolás Andrievich Pavlitchev, y entonces el príncipe, volviéndose, puso atento el oído. Tratábase de las instituciones nuevas y de las complicaciones que irrogaban a los propietarios rurales. En las palabras del anglómano debía existir algún elemento divertido, porque el alto dignatario parecía muy regocijado con la humorística indignación de su interlocutor. Éste contaba, con voz perezosa, recalcando ligeramente las palabras, que, a causa de la creciente legislación, se había visto obligado, aun sin tener precisión de dinero, a vender a mitad de precio un magnífico dominio que poseía en el Gobierno de... y a la vez a conservar una finca improductiva, ruinosa y sometida a pleito.

—Para evitar más dificultades —decía– he renunciado a entrar en posesión de los bienes que he heredado de Pavlitchev. ¡Una o dos herencias más, me arruino! Y sin embargo, yo tenía allí tres mil deciatinas de excelente tierra...

Viendo la mucha atención que Michkin prestaba a aquella charla, el general Epanchin se acercó a él.

—¿No buscabas a los parientes del difunto Nicolás Andrievich Pavlitchev? —dijo a media voz—. Pues, Ivan Petrovich lo es.

Hasta entonces Epanchin había conversado con su superior jerárquico, el otro general; pero viendo que el príncipe se hallaba solo, comenzó a sentir cierta inquietud. Quería hacer hablar a Michkin, mezclarle en la conversación general hasta cierto punto, presentarle nuevamente, por decirlo así, a aquellas elevadas personalidades. Hallando en aquel momento la mirada de Ivan Petrovich fija en él, manifestó:

—León Nicolaievich fue educado por Nicolás Andrievich Pavlitchev después de la muerte de sus padres.

—Celebro mucho conocerle —dijo el interpelado con voz amable—. Incluso recuerdo muy bien al príncipe. Antes, en cuanto Ivan Fedorovich lo presentó, le reconocí en seguida, aunque sólo le había visto de niño a los diez o doce años de edad. No ha cambiado usted mucho. Su expresión sigue siendo muy parecida.

—¿Me conoció usted de niño? —exclamó Michkin, sorprendidísimo.

—Hace mucho —repuso Ivan Petrovich—, en Zlatoverjovo, donde habitaba con mis primas. Yo iba mucho entonces a Zlatoverjovo. ¿No me recuerda? Pero puede ser que usted me haya olvidado... Sufría usted entonces... una enfermedad... Incluso una vez quedé extrañado viéndole...

—No me acuerdo —repuso Michkin vivamente.

Todo se aclaró tras unas cuantas palabras que cambiaron Ivan Petrovich y su interlocutor, el primero apacible e indiferentemente, el segundo con una agitación extraordinaria. Las dos solteronas parientes del difunto Pavlitchev, que habitaban su dominio de Zlatoverjovo y a quienes se había confiado la educación del príncipe, eran primas también de Ivan Petrovich. Éste ignoraba, como todos, los motivos de que Pavlitchev hubiera resuelto cuidarse del niño, convirtiéndolo en su hijo adoptivo. «No tuve curiosidad de averiguarlo», declaró. En todo caso poseía una excelente memoria, pues recordaba que una de sus primas, Marfa Nikitichna, la mayor era bastante severa con el niño que tenía a su cargo, «hasta el punto de que una vez disputé con ella a causa de la educación que le daba, acusándola de mantener un pésimo sistema y de azotar en exceso a un niño enfermo... Usted mismo reconocerá que...» También recordó que, en cambio, la menor, Natalia Nikitichna, era muy afectuosa con el pequeño.

—Ahora —añadió– las dos, si es que no han muerto, habitan en el Gobierno de... donde Pavlitchev les legó una buena propiedad. Creo, sin asegurarlo, que Marfa Nikitichna quería ingresar en un monasterio. Acaso me confunda... Sí; me han dicho eso respecto a la viuda de un médico...

Oyendo las palabras de Ivan Petrovich, la ternura y la alegría se leían en los ojos de Michkin. Declaró luego, con extraordinaria vehemencia, que no se perdonaría jamás el haber recorrido durante seis meses las provincias rusas del centro y no haber visitado a las mujeres que le cuidaron en su niñez. Todos los días hacía propósitos de ir a verlas y siempre las circunstancias aplazaban su resolución... Pero ahora se prometía ir, por encima de todo.

—¿Así que conoce usted a Natalia Nikitichna? ¡Qué corazón tan santo, tan bondadoso! Y también Marfa Nikitichna... Perdóneme, pero yo creo que usted se engaña respecto a ella. Cierto que era severa, pero ¿qué otra cosa podía ser con un idiota como yo era entonces? ¡Ja, ja, ja! Porque, aunque usted no lo crea, yo era entonces completamente idiota. ¡Je, je, je! Aunque, si usted me vio entonces... ¿cómo no me acordaré de usted? ¿Qué le parece...? ¡Dios mío! ¿Es posible que sea usted pariente de Nicolás Andrievich Pavlitchev?

—Le aseguro que sí —repuso Ivan Petrovich, sonriendo y examinando al príncipe con atención.

—No, no es que lo dude... ¿Cómo lo voy a dudar? ¡Je, je! ¡Ni por asomo! De ninguna manera. ¡Ja, ja! Lo digo, porque el difunto Pavlitchev era un hombre muy bueno. Un hombre magnánimo, se lo aseguro...

Michkin está «sofocado por la emoción de su noble corazón», según comentó Adelaida al día siguiente con su prometido el príncipe Ch.

—¡Dios mío! —comenzó Ivan Petrovich, riendo—. ¿Por qué no puedo yo ser pariente de un hombre tan magnánimo como Pavlitchev?

—¡Qué necedad he dicho! ¡Válgame Dios! —exclamó el príncipe, cada vez más agitado—. Es natural que sea así... porque yo... Pero ya he dicho otra cosa diferente a la que quería... Mas ¿qué importan mis palabras en este momento al lado de intereses tan vastos y comparados con el noble corazón de aquel hombre tan magnánimo? Porque era muy magnánimo, ¿verdad? ¿Verdad que sí?

Y Michkin temblaba de pies a cabeza. Sería difícil explicar por qué le excitaba de aquel modo un tema de conversación tan poco excitante. Pero, fuese como fuera, estaba muy emocionado, y su corazón rebosaba un agradecimiento ardiente y enternecido motivado no se sabía por qué y dirigido a alguien, acaso a Ivan Petrovich, acaso a todos los presentes en general. Se sentía «muy feliz». Ivan Petrovich empezó a examinarle muy atentamente; el otro dignatario le contempló con extrema curiosidad. La Bielokonsky clavó en Michkin sus ojos enojados y apretó los labios. El príncipe N., Radomsky, el príncipe Ch. las jóvenes, interrumpieron su charla para escucharle. Ch., parecía asustado y Lisaveta Prokofievna lo estaba realmente. Tras opinar que la mejor actitud en Michkin sería guardar silencio toda la velada, se habían sentido inquietas en cuanto le vieron sentarse inmóvil en un rincón, satisfecho de su papel pasivo y su mutismo. Alejandra había querido incluso cruzar el salón para llevárselo consigo a su grupo, en el que figuraban el príncipe N. y la princesa Bielokonsky. Y he aquí que ahora, cuando el príncipe comenzaba a hablar, las Epanchinas se sentían más inquietas que nunca.

—Dice usted con razón que Pavlitchev era muy bueno —manifestó Ivan, dejando de sonreír—. Sí, muy bueno... Bueno y digno —añadió, tras un instante—. Digno de toda estima, puedo asegurarlo —prosiguió tras un nuevo silencio– y me... me alegra que usted, por su parte...

—¿No tuvo ese Pavlitchev una historia rara con el abate... el abate...? He olvidado cómo se llamaba, pero en sus tiempos se habló mucho de ello —dijo el alto dignatario.

—Con el abate Gouraud, un jesuita —respondió Ivan Petrovich—. ¡Eso les sucede a nuestros hombres mejores y más dignos! Pavlitchev era bien nacido, rico, chambelán ya y de continuar sirviendo... Y de pronto abandona el servicio, lo deja todo, se convierte al catolicismo e ingresa en la compañía de Jesús... Realmente murió muy a tiempo.

—¿Al catolicismo? ¡Es imposible! —exclamó Michkin, asombrado.

—Imposible es mucho decir —repuso, sereno, Ivan Petrovich—. Usted mismo lo reconocerá, querido príncipe. Por otra parte, usted estima mucho al difunto. Era, en efecto, un hombre muy bueno, y eso mismo... Pero ¡si le dijera cuántas dificultades me ha originado su conversión! Imagine —y se dirigió al viejo dignatario– que me disputaban su herencia y hube de recurrir a las medidas más enérgicas para hacerles entrar en razón... Gracias a Dios, eso sucedía en Moscú. Yo fui a ver al conde en seguida y... les hicimos entrar en razón, lo repito...

—Me deja usted estupefacto —contestó el príncipe—. Pero en el fondo no significa nada... Estoy persuadido de ello. —Y hablando al alto dignatario manifestó—: También se asegura que la condesa K. ha ingresado en un convento católico, en el extranjero.


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