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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? —dijo con infinito desdén contestando a la observación de Nastasia Filipovna.

—Debe haberme entendido mal —repuso Nastasia Filipovna, sorprendida—. ¿De qué modo le he hablado?

—Si era usted una mujer honrada, ¿por qué no abandonó a su seductor con sencillez y sin escenas teatrales? —preguntó Aglaya bruscamente.

—¿Y quién es usted ni qué sabe de mí para juzgar de mi situación? —replicó Nastasia Filipovna, pálida y temblorosa.

—Sé que no abandonó a Totzky para ponerse a trabajar, sino que fue con el opulento Rogochin para adoptar aires de ángel caído. ¡No me hubiera extrañado que Totzky hubiese sido hasta capaz de suicidarse para huir de semejante ángel caído!

—¡Basta! —atajó Nastasia Filipovna con voz dolorida y disgustada—. Usted me mira como si fuese... la doncella de Daría Alexievna, que ha ido a reclamar ante el jurado contra su novio... Pero esa misma mujer me comprendería mejor que usted.

—Que yo sepa, quien usted dice es una muchacha honrada y vive de su trabajo. ¿Por qué considera a una doncella con ese desprecio?

—Mi desprecio no se refiere al trabajo, sino a usted cuando habla del trabajo.

—Si usted hubiese querido ser honrada, se habría dedicado a lavandera.

Las dos se levantaron y se miraron cara a cara. Estaban palidísimas.

—¡Cállese, Aglaya! ¡Es usted muy injusta! —exclamó Michkin, fuera de sí.

Rogochin no sonreía ya. Escucliaba atentamente apretando los labios, con los brazos cruzados.

—¡Miren, miren qué señorita! —dijo Nastasia Filipovna, estremeciéndose de ira—. ¡Y yo que la tenía por un ángel! ¿Ha venido usted sin institutriz, Aglaya Ivanovna? ¿Quiere usted que le diga, en el acto y sin rodeos, por qué ha venido aquí? Pues ha venido porque tiene miedo...

—¿Miedo de usted? —repuso la joven, profunda e ingenuamente extrañada al oír a su interlocutora hablarle con tal atrevimiento.

—Sí, de mí. Cuando se ha decidido a visitarme, es porque me teme. A quien se teme no se le desprecia. ¡Y pensar en lo mucho que la he apreciado hasta hace un momento! ¿Sabe usted por qué me teme y cuál es ahora su finalidad principal? Usted ha querido saber en persona cuál de nosotras dos ama más al príncipe, porque está usted horriblemente celosa...

—Él mismo me ha dicho que la odiaba... —articuló Aglaya con dificultad.

—Es posible... Quizá yo no merezca... Pero creo que miente usted. ¡Él no ha podido decir semejante cosa! De todos modos, teniendo en cuenta... su situación, estoy dispuesta a perdonarla. Sólo que tenía mejor opinión de usted; le aseguro que le creía más inteligente... e incluso más hermosa. Ea, llévese su tesoro. Ahí le tiene, mirándole embobado. Lléveselo, pero con una condición: que se vaya de aquí inmediatamente. ¡En el acto!

Dejóse caer en una butaca y estalló en llanto. De improviso una nueva llama se encendió en sus ojos. Levantóse y clavó en Aglaya una mirada obstinadamente fija.

—¿Quieres que le dé una orden? ¿Oyes? Me bastará mandárselo y se quede conmigo para siempre. Basta que se lo mande para que nos casemos. ¡Y tú volverás sola a tu casa! ¿Quieres verlo, quieres? —gritó enloquecida, trémula y desencajada.

Era posible que ni ella misma se hubiese juzgado capaz de semejante lenguaje. Aglaya, aterrorizada, corrió hacia la puerta. Pero se detuvo en el umbral, inmóvil como clavada en tierra, y escuchó.

—¿Quieres ver cómo echo de aquí a Rogochin? Creías que ya me había casado con él para complacerte, ¿eh? Pues voy a ordenar a Rogochin que se vaya y luego diré al príncipe: «Acuérdate de lo que me has prometido.» ¡Dios mío! ¿Por qué me ha humillado de este modo ante esta gente? ¿No me has dicho, príncipe, que te casarías conmigo, que no te importaría nada de nada, que no me abandonarías jamás, que me amabas, que me lo perdonabas todo y que me esti... me esti...? ¡Sí, lo has dicho! No huí de tu lado sino para devolverte tu libertad. ¡Pero ahora no quiero dejarte libre! ¿Quién es esa mujer para tratarme como a una perdida? ¡Pregunta a Rogochin si soy una perdida! ¿Serás capaz, León Nicolaievich, ahora que esa mujer me ha puesto como un trapo delante de ti, de salir del brazo de ella? ¡Maldito seas si lo haces! Porque eres el único hombre en quien he creído... ¡Vete, Rogochin, no te necesito! —gritó casi inconsciente.

Las palabras surgían con trabajo de su garganta, su rostro estaba descompuesto, sus labios ardían. Era notorio que no creía ni por asomo en lo que decía, pero se obstinaba en engañarse y prolongar su ilusión por un segundo más. Michkin tuvo la impresión de que aquel arrebato tan violento podía incluso costar la vida a Nastasia Filipovna.

—¡Mírale! —gritó ella a Aglaya, señalando al príncipe con el dedo—. Si no me prefiere en el acto, si no opta por mí... llévatelo, te lo cedo.

Las dos mujeres esperaban, fijando en Michkin las miradas de sus ojos extraviados. Es probable, e incluso seguro, que él no comprendiese toda la emoción de aquella llamada. Sólo reparó en el ser loco y desesperado que tan dolorosa impresión le produjera siempre, como había dicho una vez Aglaya. No pudo contenerse más y dirigiéndose a la joven dijo, mostrándole a Nastasia Filipovna:

—¿Es posible? ¡Con una mujer tan desgraciada!

No pudo continuar. Enmudeció bajo la tremenda mirada de Aglaya, cuyos ojos mostraban una expresión de inmenso sufrimiento y de odio infinito. Michkin se golpeó las manos, lanzó un grito y se precipitó hacia Aglaya. Pero ésta había percibido el momento de vacilación del príncipe y semejante vacilación fue más de lo que se sentía capaz de soportar.

—¡Dios mío! —gritó.

Y huyó de la habitación, cubriéndose el rostro con las manos. Rogochin se apresuró a seguirla para abrirle la puerta. Michkin quiso salir también en pos de Aglaya, pero al ir a cruzar el umbral se sintió sujeto por los brazos de Nastasia Filipovna. El rostro dolorido y convulso de la joven le contempló fijamente. Sus labios exangües murmuraron:

—¿Te vas con ella? ¿Con ella?

Y la pobre mujer cayó desmayada en los brazos de Michkin. Él la sostuvo, la llevó a un sillón y permaneció inclinado hacia ella, sin saber a qué decidirse. Rogochin volvió, tomó un vaso de agua de sobre una mesilla y arrojó su contenido al rostro de la desmayada. Ella abrió los ojos. Por unos instantes pareció desconcertada, sin darse cuenta de lo que ocurría. De pronto miró en torno suyo, se estremeció, emitió un grito y se precipitó hacia Michkin.

—¡Es mío! ¡Mío! —gritó—. ¿Se ha ido esa chiquilla orgullosa?

Y prorrumpió en una risa histérica.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¿Yo se lo había dicho a esa mujer? ¿Por qué razón? ¡Loca de mí! ¡Vete, Rogochin! ¡Ja, ja, ja!

Rogochin los miró atentamente, cogió su sombrero y salió sin pronunciar una palabra. Diez minutos más tarde, Michkin, sentado junto a Nastasia Filipovna, la miraba sin cesar, acariciando su cabeza y su rostro como a una niña. Reía viéndola reír y cuando ella lloraba sentíase a punto de romper en llanto. Escuchaba en silencio, probablemente sin comprenderlas, pero con una dulce sonrisa en los labios, las palabras entrecortadas, entusiastas e incoherentes que pronunciaba la joven. Y tan pronto como imaginaba que ella le dirigiría algún reproche o que recaía en su dolor, le prodigaba nuevas caricias y palabras tiernas como a un niño desconsolado.

IX



En el curso de los quince días que siguieron a aquella escena, las situaciones respectivas de los principales personajes de esta historia se modificaron de tal modo, que no es fácil proseguir el relato sin entrar en explicaciones previas. Y sin embargo, nos parece mejor limitarnos, en lo posible, a la mera exposición de los hechos, ya que medían algunas circunstancias cuyos detalles no podemos esclarecer. Tal advertencia parecerá probablemente muy extraña al lector. ¿Cómo, dirá éste, relatar aquello que no tiene una idea clara? Para no colocarnos en una situación más falsa todavía, trataremos de explicar nuestro pensamiento con un ejemplo, y así acaso se comprenda en qué consiste, hablando propiamente, nuestra dificultad, tanto más cuanto que este ejemplo no ha de introducir una laguna en el relato, sino que constituirá su continuación directa.

Pasadas dos semanas, es decir, a principios de julio, la última aventura de nuestro protagonista se había convertido en objeto de las conversaciones de todos, mencionándose como anécdota extraña, divertida, inverosímil y, a la vez, casi cierta. En Pavlovsk no había quien no refiriese, con mil variantes, el caso de un príncipe que, a punto de casarse con una muchacha de familia honrada y muy conocida, se había prendado de una mujer equívoca, rompiendo con su novia y proponiéndose a despecho de todos, y a trueque de arrostrar la pública indignación, casarse en breve con dicha mujer. La historia incluía tales escándalos, se hacían figurar en ella personajes tan importantes, se presentaba bajo colores tan fantásticos, se alegaban hechos tan positivos, que la general curiosidad y las desbordadas habladurías se hallaban, en aquel caso, justificadas en gran parte. La versión que parecía más probable y que divulgaban los narradores más serios —es decir, esa clase de comentaristas que se encuentran en todas las capas sociales, que conocen todo lo concerniente a quienes tratan, y que parecen hallar su ocupación y hasta su consuelo en semejante trabajo– era la siguiente: un joven de buena familia con título de príncipe, casi imbécil, demócrata, trastornado por el nihilismo contemporáneo que acaba de descubrir Turguenev, y casi ignorante del idioma ruso, se había prendado de una de las hijas del general Epanchin y sido aceptado como novio oficial. Pero su intención era jugar a la familia una pasada semejante a la de aquel seminarista francés que, tras dejarse ordenar y cumplir todas las fórmulas rituales, había hecho, al día siguiente de ser ordenado, pública profesión de ateísmo, en carta dirigida al obispo y reproducida por los periódicos liberales. Decíase que a ejemplo de aquel hombre, el príncipe había resuelto promover un escándalo en casa de los padres de su prometida, aprovechando una recepción en que iba a ser presentado a varios elevados personajes. Había, en efecto, aguardado aquel momento para proclamar sus opiniones ante todos, injuriar a funcionarios de alta jerarquía y retirar públicamente la palabra dada a la novia. En vista de ello se ordenó a los criados que le expulsaran y, luchando con ellos, había roto un magnífico jarrón de China. Como detalle característico de las costumbres modernas, se añadía que aquel joven amaba locamente a la hija del general y que si había roto con ella era sólo por fidelidad a los principios nihilistas, ya que deseaba proporcionarse la satisfacción de casarse con una cualquiera, probando así que a sus ojos no existía diferencia entre las mujeres virtuosas y las mujeres sin honra, y que, de existir dicha diferencia, era en favor de las últimas. Esta explicación parecía la más plausible y los moradores de Pavlovsk la aceptaban con tanto mayor motivo cuanto que los hechos diarios tendían a confirmarla. Existían, desde luego, circunstancias oscuras. Contábase, por ejemplo, que la pobre joven quería tanto a su prometido —algunos decían «a su seductor»– que al día siguiente del escándalo había ido a buscarle a casa de su amante. Otros, por el contrario, decían que era él quien la había traído allí para afirmar sus principios nihilistas cubriéndola de oprobio. Fuese como fuera, el caso despertaba un interés que aumentaba de un día a otro y la curiosidad pública estaba muy excitada. La perspectiva de una boda escandalosa era juzgada indudable para todos. Y si ahora se nos pidieran a nosotros esclarecimientos, no sobre el aspecto nihilístico del asunto —¡oh, eso no!—, pero sí sobre si tal casamiento entraba o no en los propósitos del príncipe, y sobre cuáles eran los deseos reales de éste confesaríamos que nos veríamos en grave dificultad. Sólo podemos decir que el casamiento, en efecto, había sido decidido y que Michkin había descargado el trabajo para cumplir los trámites necesarios en Keller, Lebediev y un amigo presentado al príncipe por Lebediev. Estos hombres tenían orden de no reparar en gastos para abreviar las gestiones. Nastasia Filipovna insistía en que el casamiento tuviese efecto lo antes posible; Keller había suplicado al príncipe que le aceptase como padrino y Michkin accedió a ello; Burdovsky, designado para llenar idénticas funciones cerca de Nastasia Filipovna, las aceptó con entusiasmo, y la boda debía celebrarse a primeros de julio.. Pero, aparte esos hechos, de exactitud indiscutible, poseemos otros detalles que nos desconciertan, porque desmienten los primeros. Así, o mucho nos engañamos o, casi inmediatamente de haber dado poderes a Lebediev y a los demás, Michkin olvidó al maestro de ceremonias, a los padrinos y a todo lo concerniente a la boda. Y si se dio tanta prisa en descargarse de aquellas gestiones, tal vez fuese porque deseara olvidarlo todo cuanto antes. ¿Qué cabe pensar, pues? ¿Qué quería recordar y a qué aspiraba? Es indudable, por ende, que ninguna clase de coacción fue ejercida sobre él, ni por parte de Nastasia Filipovna ni por parte de nadie. Cierto que la joven anhelaba un casamiento rápido y que era ella quien lo había propuesto; pero él consintió de buen grado aunque con cierta distracción, como si se tratara de cosa que le fuese indiferente o poco menos. Aun podríamos indicar otros detalles singulares, pero creemos que, lejos de esclarecer las cosas, las tornarían más obscuras. Citaremos, sin embargo, un ejemplo más.

Nos consta de manera indudable que durante aquellas dos semanas el príncipe pasaba los días y las veladas en casa de Nastasia Filipovna. Iban juntos a paseo o a oír el concierto y se los veía a diario en coche. Si se veía privado por una sola hora de la presencia de Nastasia Filipovna, Michkin comenzaba a inquietarse por ella, lo que, con otros indicios, nos lleva a suponer que la amaba sinceramente. Cuando ella le hablaba de un tema cualquiera, él la escuchaba hora tras hora con sonrisa plácida y dulce, sin hablar apenas por su parte. Pero sabemos también que, por entonces, fue varias veces, incluso con frecuencia, a casa de las Epanchinas, sin ocultarlo a Nastasia Filipovna, a quien tal actitud desesperaba. Hasta su marcha de Pavlovsk las Epanchinas se negaron en redondo a recibir a Michkin y no le permitieron ni una sola entrevista con Aglaya. El príncipe, cada vez que era rechazado, se iba sin protestar, y al día siguiente tornaba como si hubiese olvidado su fracaso de la víspera, cosechando, como era natural, otro nuevo. Aún un detalle más ha llegado a nuestro conocimiento y es que, como una hora después de que Aglaya huyera de casa de Nastasia Filipovna, Michkin compareció en casa de Epanchin, sin duda convencido de que encontraría a la joven. Su llegada sumió la casa en consternación, porque Aglaya Ivanovna no estaba allí y las primeras noticias que su familia tuvo de que había salido y visitado a Nastasia Filipovna las dio Michkin. Tenemos entendido que la generala, sus hijas y hasta el príncipe Ch. se mostraron muy duros con Michkin y le declararon, con enojo, que no querían volver a verle en su vida. Lo que más contribuyó a irritarlos contra él fue, sin duda, la súbita intervención de Bárbara Ardalionovna, la cual se presentó diciendo que Aglaya Ivanovna llevaba una hora en su casa, que se encontraba en un estado terrible y que no quería volver al hogar paterno. Esta última noticia, que abrumó a la generala más que todo el resto de la historia, era perfectamente exacta. Cuando salió de entrevistarse con su rival, Aglaya hubiera preferido la muerte a volver a casa de sus padres. Por eso se dirigió a la de Nina Alejandrovna. Varia consideró necesario informar en el acto a Lisaveta Prokofievna. Ésta y sus hijas partieron hacia la casa de Ptitzin, y el general Epanchin hizo lo mismo, después de ellas, cuando llegó de San Petersburgo. Michkin siguió igualmente a las Epanchinas, pese a la ruda despedida de que le hicieron objeto, pero Varia había tomado las medidas precisas para que no pudiera avistarse con Aglaya. Ésta aguardaba inmensos reproches y cuando vio que su madre y hermanas se limitaban a llorar en silencio, se arrojó en sus brazos y tornó con ellas al hogar. Corrió también el rumor de que Gania había querido aprovechar aquellos momentos, a cuyo efecto, mientras su hermana iba a buscar a Lisaveta Prokofievna, él declaró sus sentimientos a Aglaya. Por desolada que ésta se encontrase, rompió a reír al oírle y le hizo una curiosa pregunta: «¿Sería capaz de quemarse un dedo, sometiéndolo a la llama de una bujía, para probarme su amor?» Proposición semejante dejó atónito al joven y su rostro exteriorizó una perplejidad tan grotesca que Aglaya redobló sus risas y se alejó precipitadamente, dirigiéndose al gabinete de Nina Alejandrovna, donde la encontraron sus padres. Michkin se informó de la anécdota por Hipólito. Éste, que ya no podía levantarse del lecho, envió aviso al príncipe de que lo visitara, sólo para comunicarle aquella novedad. Ignoramos cómo pudo saberla a su vez. Cuando Michkin oyó contar la prueba propuesta a Gania por Aglaya rió también, sorprendiendo no poco al enfermo. Luego comenzó a temblar y se deshizo en llanto. Por aquel entonces su estado general era de extrema inquietud, de penosa agitación debida a causas indefinibles. Hipólito afirmaba sin titubear que el príncipe había perdido la cabeza; pero ello no puede afirmarse con certidumbre.

Al relatar estos hechos sin comentarlos, no tratamos de justificar a nuestro protagonista ante los lectores. Antes bien, nos sentimos inclinados a asociarnos a la hostilidad que su conducta provocaba incluso entre sus amigos. La misma Vera Lebediev estaba indignada, el propio Keller lo estaba también, pese a haber sido nombrado padrino de boda, y en cuanto a Lebediev, su indignación era tal, que le impulsó a ciertas intrigas contra Michkin, como veremos después. Nuestra opinión concuerda en un todo con ciertas palabras llenas de profunda verdad y psicología que pronunció Eugenio Pavlovich en una conversación que tuvo con el príncipe seis o siete días después de la escena acaecida en casa de Nastasia Filipovna. Advirtamos de paso que cuantos, por una u otra causa, frecuentaban la casa de Epanchin, se habían creído en el deber de concluir sus relaciones con el príncipe. Ch., por ejemplo, ni le saludaba, y si se cruzaba con él volvía el semblante. Pero Pavlovich no vaciló en comprometerse visitando a Michkin, aun cuando las Epanchinas le acogían a la sazón con más acusada cordialidad que antes. Pero él no fue a casa de Michkin sino al día siguiente de haber la familia Epanchin abandonado Pavlovsk. Radomsky sabía bien los rumores que circulaban, y acaso él mismo hubiese contribuido en parte a divulgarlos. El príncipe, muy satisfecho al verle, le preguntó por las Epanchinas. Tan franca manera de abordar las cosas hizo que Radomsky resolviera explicarse sin ambages. Michkin ignoraba todavía la marcha de los Epanchin. La noticia impresionóle mucho. Palideció, movió la cabeza con talante pensativo y dijo, al cabo de un momento, que aquello «era lo lógico». Luego preguntó adónde se había trasladado la familia.

Eugenio Pavlovich le miraba con atención, sorprendido de la sencillez y el interés con que su interlocutor le interrogaba. La extraña franqueza del príncipe, su agitación, su inquietud, le impresionaban aún más. Satisfizo, complaciente, la curiosidad de Michkin, quien desconocía muchas cosas sobre las Epanchinas. Eugenio Pavlovich era la primera persona que le daba noticias de ellas. A la sazón relató que Aglaya había estado enferma y que durante tres noches tuvo una alta fiebre que le impedía dormir ni un solo momento. Ahora estaba aliviada y fuera de peligro, pero se encontraba muy nerviosa e histérica...

—Y todavía hay que celebrar que haya paz en la casa. Tanto en presencia de Aglaya como en ausencia de ésta, todos evitan la menor alusión al pasado. Los padres han tratado de un posible viaje al extranjero, adonde la familia iría en otoño, después de la boda de Adelaida. Aglaya ha acogido en silencio las primeras indicaciones que le han formulado.

Era posible que Radomsky se fuese también al extranjero. El príncipe Ch. pensaba hacer un viaje de dos meses con Adelaida si sus ocupaciones se lo permitían. El general pensaba quedarse en Rusia. Ahora los Epanchin se habían trasladado a su finca de Kolmino, situada a veinte verstas de San Petersburgo y donde poseían una vasta casa solariega. La princesa Bielokonsky no había marchado a Moscú todavía. Dijérase que aplazaba su viaje deliberadamente. Lisaveta Prokofievna había insistido mucho en abandonar Pavlovsk, asegurando que era imposible continuar allí después de lo sucedido. El propio Eugenio Pavlovich transmitía diariamente a la generala los rumores que circulaban por la población. No se había juzgado oportuno trasladarse a la villa que poseían en Ielaguin.

—Y usted reconocerá, querido príncipe —añadió el narrador—, que era imposible continuar aquí, especialmente teniendo en cuenta que nadie ignora la actitud de usted, a pesar de la cual usted va a diario a llamar a la puerta del general, sin inmutarse por las negativas que recibe...

—Sí, sí, sí, tiene usted razón —repuso el príncipe, moviendo la cabeza—. Pero yo deseaba ver a Aglaya Ivanovna...

Radomsky se animó repentinamente.

—Y entonces, querido príncipe, ¿cómo ha permitido que sucediesen todas esas cosas? —preguntó en un arranque—. Ya sé que estaba usted muy lejos de esperar tales complicaciones. Reconozco que tuvo usted motivo para perder la cabeza y que el retener a esa loca muchacha era superior a sus fuerzas. Pero también debió haber comprendido los serios sentimientos que ella albergaba hacia usted. Ella no quería compartirlo con otra, y usted... usted ha sacrificado un tesoro tan valioso...

—Sí, sí, sí, tiene usted razón. Confieso mi culpa —dijo Michkin, muy afligido—. Pero sólo Aglaya consideraba a Nastasia Filipovna del modo que lo hacía. Nadie más la ha considerado así.

—Lo que hay en todo esto de exasperante es que no encierra nada serio —replicó con vivacidad Eugenio Pavlovich—. Perdóneme, príncipe, pero... He pensado mucho en esto, conozco todos los antecedentes del asunto, me consta cuanto viene sucediendo desde hace seis meses... y le afirmo que en ello no había el menor elemento de seriedad. Todo ha sido imaginación, espejismo, fantasía, y sólo los vivos celos de una muchacha inexperta han podido tomar tales cosas en serio.

Y entonces, sin andarse con rodeos, Eugenio Pavlovich dio libre curso a su indignación, analizando con mucha lucidez y —repitámoslo– con rara penetración psicológica la conducta del príncipe respecto a Nastasia Filipovna. Radomsky poseía siempre dotes de palabra, pero esta vez casi se manifestó elocuente.

—Desde el principio —declaró– empezó usted a vivir entre una serie de falsedades. Lo que empieza por mentira debe concluir con mentira; tal es la ley de la naturaleza. No admito que se le califique de idiota, príncipe, y no sólo no lo admito, sino que ello me indigna; pero convendrá usted conmigo en que es hombre de una originalidad excepcional. A mi juicio, todo lo acontecido se debe, en primer lugar, a lo que yo llamaría su inexperiencia innata (advierta que le digo innata, príncipe) y después, a su extraordinaria ingenuidad, a su fenomenal falta de ponderación (que usted mismo ha reconocido más de una vez) y a una enorme cantidad de convicciones intelectuales y ficticias que usted, a pesar de su sinceridad poco común, ha tomado y toma por verdaderas, naturales, intuitivas e inmediatas. Confiese, príncipe, que su modo de proceder con Nastasia Filipovna tuvo desde el comienzo un cierto matiz que llamaremos, para abreviar, «convencionalmente democrático», o, para abreviar más aún, calificaremos de influido por las polémicas de la «cuestión feminista». Conozco al detalle la escena absurda y escandalosa que se produjo en casa de Nastasia Filipovna cuando Rogochin se presentó a ofrecerle dinero. Si me lo permite, le diré cuánto pasó por el alma de usted, príncipe, le haré ver la imagen de sus reacciones como en un espejo. Desde su adolescencia, en Suiza, usted suspiraba por su patria, una patria desconocida que era la meta de todas sus aspiraciones. Usted leyó allí muchos libros sobre Rusia, obras notables quizá, pero que le fueron perniciosas. Desde que usted comenzó a dar sus primeros pasos en el suelo natal, despertaron en usted impacientes necesidades de actividad. Y he aquí que en aquel mismo día le cuentan la triste y emocionante historia de una mujer ultrajada. Usted es un caballero, un hombre inmaculado... y se trata de una mujer. El mismo día la conoce y su belleza fantástica y diabólica (porque reconozco que es muy bella) le subyuga. Añada a eso los nervios, añada la epilepsia, añada el deshielo de San Petersburgo, que trastorna todo el sistema nervioso, añada una jornada transcurrida en una ciudad casi fantástica y extraña para usted, y una jornada, por cierto, tan movida, tan llena de encuentros inesperados y de incidentes imprevistos (entre ellos el conocimiento con la familia Epanchin, y sobre todo con Aglaya Ivanovna); añada, en fin, la fatiga, el vértigo, el salón, y... Dígame francamente: ¿qué podía usted esperar de sí mismo en un momento tal, bajo el influjo de semejantes circunstancias?

El príncipe comenzó a ruborizarse.

—Sí, sí —admitió, moviendo otra vez la cabeza—. Sí; eso fue, poco más o menos. Además, ¿sabe?, llevaba cuarenta y ocho horas de viaje, y había pasado dos noches en el tren sin dormir. Estaba exhausto y fuera de mí.

—Claro. ¿A qué conclusión quiero llevarle si no a esta? —continuó Radomsky, acalorándose—. Es indudable que usted acogió con verdadera embriaguez, por decirlo así, la ocasión de manifestar públicamente que usted, hombre puro, usted, de una familia de príncipes, no consideraba deshonrada a una mujer que se había pervertido sin culpa propia, sino por la de un repugnante libertino del gran mundo. ¡Es cosa muy comprensible, Dios mío! Pero aquí no se trata de eso, príncipe, sino de saber si su sentimiento es auténtico, justo, natural o una mera exaltación de su cerebro. Veamos: usted sabe que en el templo se perdonó a una mujer semejante. ¡Pero no se le dijo que hubiera hecho bien, que fuese digna de todos los honores y respetos! Y en los seis meses transcurridos, ¿no le ha probado su sentido común, príncipe, el verdadero estado de las cosas? Que ella sea inocente, lo concedo, o al menos no lo discuto; pero ¿acaso sus peripecias pueden justificar su orgullo insoportable y diabólico, su egoísmo insaciable e insolente? Perdone, príncipe, si empleo expresiones un tanto fuertes, pero...

—Sí: todo ello es posible; quizá tenga usted razón —murmuró Michkin Filipovna está muy irritada y... sin duda tiene usted razón. Sin embargo...

—Merece compasión, ¿verdad? ¿No es eso lo que quiere usted decir? Pero ¿era justo compadecerla y para demostrarlo afrentar a otra mujer, a una joven bien nacida y pura, humillándola bajo esos ojos altaneros, bajo esos ojos rencorosos? En tal caso, ¿hasta dónde puede llegar la piedad? ¿No le parece una increíble exageración? Y, si se ama a una muchacha, ¿cree usted que se la puede humillar de tal modo ante una rival, abandonarla por la otra en presencia de la misma, incluso después de haber pedido su mano? Porque usted pidió su mano en presencia de sus padres y hermanas. Perdóneme, pues, una pregunta, príncipe: ¿puede usted considerarse un hombre de honor después de eso? ¿No ha engañado usted a esa divina joven al asegurarle que la amaba?

—Sí, sí, tiene usted razón; me reconozco culpable —declaró Michkin con infinito disgusto.

—Pero, basta —acrecentó Radomsky, indignado—; basta de exclamar: «¡Soy culpable!» Usted se confiesa culpable, pero se obstina en obrar mal. ¿Dónde está su corazón, ese corazón tan «cristiano»? Usted vio el rostro de Aglaya Ivanovna en aquel momento. ¿Sufría acaso menos que la otra, que la suya? ¿Cómo no lo vio, y cómo, si lo vio, no hizo nada para impedir lo que sucedía? ¿Cómo?

—Hice todo lo que pude... —articuló Michkin, verdaderamente confuso.

—¿Todo lo que pudo?

—Se lo aseguro. Aún no he comprendido cómo ocurrió aquello. Yo... yo salí corriendo detrás de Aglaya Ivanovna, pero Nastasia Filipovna se desmayó y después no me han permitido acercarme a Aglaya Ivanovna.

—No importa. Debió usted seguir a Aglaya Ivanovna aun viendo a la otra desvanecida.

—Sí, sí, debí hacerlo... pero ello hubiese costado la vida a una mujer. Se habría matado. ¡Usted no la conoce! Yo, de poder, hubiese explicado las cosas a Aglaya Ivanovna, y... Observo, Eugenio Pavlovich, que no lo sabe usted todo. Dígame: ¿por qué no me permiten ver a Aglaya Ivanovna? Yo podría explicarle... Todo lo que pasó fue que surgió un equívoco entre las dos y por eso las cosas tomaron aquel rumbo. No acierto a explicárselo a usted, pero sí lo sabría explicar a Aglaya. ¡Dios mío, Dios mío! Me hablaba usted de su rostro en el momento que huyó. ¡Si supiera cómo lo recuerdo! ¡Vamos, vamos!

Y Michkin, alzándose de repente, comenzó a tirar de la manga de Eugenio Pavlovich.

—¿Adónde?

—A casa de Aglaya Ivanovna... ¡En seguida!

—Acabo de decirle que no está en Pavlovsk. Y, además, ¿para qué?

—Me comprenderá, me comprenderá... —balbucía Michkin, juntando las manos, como para suplicar a su interlocutor—. Comprenderá que no ha sido eso, sino otra cosa muy diversa...

—¿Muy diversa? ¿No va usted a casarse? Luego persiste usted... ¿Se casa o no?

—Sí, me caso, me caso...

—Y entonces, ¿cómo dice que no es eso?

—¡No es eso, no lo es! ¿Qué importa que me case? ¿Qué significa que me case?

—¿No significa nada? Pues a mí no me parece una bagatela. Se casa usted para hacer la felicidad de una mujer a quien ama, Aglaya Ivanovna lo ve y lo sabe, ¿y dice usted que eso no significa nada?

—¿Para hacer su felicidad? Me caso, a secas, porque ella lo quiere, pero el que me case, ¿qué tiene que ver con...? No, ello no significa nada. Si no me casara con ella, Nastasia Filipovna moriría, estoy seguro. Ahora comprendo que su boda con Rogochin sería una locura. Comprendo muchas cosas que antes no he sabido comprenderlas. Mire: aquel día, cuando estaban las dos frente a frente, no pude soportar la visión del semblante de Nastasia Filipovna. Antes ha dicho usted la verdad acerca de la velada que pasé en el salón de Nastasia Filipovna, pero ha omitido usted un detalle que ignora: que yo había mirado su cara. Por la mañana, viendo el rostro de esa mujer, no pude soportarlo ya. Vera... Vera Lebedievna tiene unos ojos muy diferentes... ¡Tengo miedo de ese rostro! —añadió presa de infinito espanto.


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