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El Idiota
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Текст книги "El Idiota"


Автор книги: Федор Достоевский



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Había sucedido lo siguiente: Hipólito, parándose junto a la escalera, con la copa de champaña en la mano izquierda, había hundido la derecha en el bolsillo lateral de su levita. A lo que contó después Keller, el muchacho tenía ya la mano en aquel bolsillo durante su conversación con Michkin, a quien había estrechado con su brazo izquierdo, lo que despertó las primeras ligeras sospechas del boxeador, según éste. Fuese como fuera, una cierta inquietud le hizo correr hacia Hipólito. Pero llegó tarde. Sólo vio brillar un objeto en la mano de Hipólito y en seguida percibió una pistolita de bolsillo aplicada a la sien del joven. Keller quiso asirle la mano, pero Hipólito oprimió el disparador. Oyóse el seco chasquido del gatillo en la cazoleta, mas ninguna detonación lo siguió. Keller cogió a Hipólito entre sus brazos y el muchacho se dejó caer en ellos privado de conocimiento, al parecer. Acaso se creyera muerto. Keller aferró la pistola, e hizo sentar a Hipólito en una silla. Todos se apiñaron en torno, preguntando. Se había oído el chasquido del gatillo, y sin embargo, el suicida estaba vivo, sin un solo arañazo. Hipólito, sin comprender lo que sucedía, miraba, desde su asiento, los rostros de todos, con una expresión absorta. Lebediev y Kolia llegaron corriendo.

—¿Ha fallado el arma? —inquirían algunos.

—¿No estaba cargada? —sugerían otros.

—Lo estaba —repuso Keller, examinando la pistola—, pero...

—¿Cómo ha fallado el tiro entonces?

—Porque no había fulminante —explicó el boxeador.

Sería difícil relatar la lamentable escena que se produjo. Al temor del primer momento sucedieron grandes carcajadas. La hilaridad de algunos revelaba cierta aviesa satisfacción. Hipólito, sollozando como en un ataque de nervios, retorciéndose los puños, iba de un lado a otro, se aproximó incluso a Ferdychenko, le asió las manos y le juró que había olvidado, «olvidado en absoluto», colocar el fulminante; que ello era pura inadvertencia y no deliberación; que tenía (y los mostró a todos) diez fulminantes en el bolsillo de su chaleco; que no lo había colocado antes por temor a que la pistola le estallara en el bolsillo y que había contado poner el detonador en el momento necesario, olvidándose de hacerlo a última hora. El joven dio iguales explicaciones a Michkin y a Radomsky, y pidió a Keller que le devolviese el arma. Quería probar a todos, y en el acto, que «su honor, su honor...» Ahora estaba «deshonrado para siempre».

Finalmente se desmayó. Lleváronle al departamento de Michkin, y Lebediev, ya completamente despejado, envió a buscar un médico, y quedó a la cabecera del paciente con su hija, su hijo, Burdovsky y el general. Cuando condujeron a Hipólito desvanecido, Keller, en pie en medio del cuarto, en un ataque de notoria inspiración, declaró en alta voz para que todos pudieran oírlo, recalcando mucho cada palabra:

—¡Caballeros! Si cualquiera de ustedes se permite insinuar en mi presencia que el fulminante fue olvidado a propósito y que ese desgraciado joven ha querido representar una comedia... el que lo insinúe tendrá que vérselas conmigo.

Pero nadie le contestó. Al cabo todos se retiraron casi a la vez. Gania, Ptitzin y Rogochin se fueron juntos. Michkin se extrañó al ver que Eugenio Pavlovich, que había expresado antes el deseo de explicarse con él, se marchaba sin hablarle.

—¿No quería usted hablar conmigo cuando se fueran los demás? —le preguntó.

—En efecto —repuso Eugenio Pavlovich, tomando una silla y haciendo sentar a Michkin junto a él—. Pero ahora prefiero dejar esa conversación para más adelante. Le confieso que estoy un poco agitado. Y usted lo está también. Tengo un gran desorden mental... Por otra parte, lo que quiero decirle es muy importante para mí y para usted. Una vez en mi vida, príncipe, he querido realizar una cosa completamente honrada, es decir, sin reservas mentales. Pero creo que ahora no me hallo en condición de hacer una cosa completamente honrada... y acaso usted tampoco... Aplacemos la explicación. Si esperamos mi regreso de San Petersburgo, será más clara por ambas partes. Voy a la capital ahora y estaré allí hasta pasado mañana.

Y se levantó, aunque sólo se hubiese sentado un minuto antes. Michkin creyó advertir que su interlocutor estaba insatisfecho e irritado. En su mirada, muy diversa a la de antes, había una expresión hostil.

—Y a propósito, ¿va a ir al lado del enfermo?

—Sí; estoy inquieto por él —dijo Michkin.

—Tranquilícese; vivirá lo menos seis semanas, y hasta puede que recobre la salud aquí. Pero hará usted bien en ponerle en la puerta mañana mismo.

—¿No pudiera ser que yo, con mi silencio, le impulsara a lo que ha hecho, creyendo que yo también dudaba de su decisión? ¿Qué le parece?

—No se preocupe. Es usted demasiado bondadoso. He oído hablar de casos semejantes; pero en la práctica nunca he visto a nadie que se disparase un tiro adrede para obtener elogios o por despecho de no conseguirlos. Nunca hubiera creído que se pudiese manifestar abiertamente semejante flaqueza. De todos modos, despídalo mañana.

—¿Cree que volverá a intentar matarse?

—No; no reincidirá. Pero hay que tener cuidado con estos tipos. Es un asesino en ciernes. Le aseguro que el crimen es con frecuencia la salida de estas nulidades ambiciosas, rebeldes e impotentes.

—¿Le considera así?

—Creo que el mozo es de esa manera, aunque tal vez el destino le haya reservado otra misión. Usted verá si ese señor es, o no, capaz de degollar diez o doce personas, aunque sólo sea por «bromear», como decía antes de su «explicación». Esas palabras van a quitarme el sueño...

—Acaso se inquiete usted demasiado.

—Es usted admirable, príncipe. ¡No creerle capaz de matar diez personas ahora!

—No me atrevo a contestarle. Todo esto es muy extraño, pero...

—Como quiera, como quiera... —repuso Radomsky, con cierta irritación—. Además, es usted un hombre muy valeroso. ¡Con tal de que no sea uno de los diez!

—Lo más probable es que Hipólito no mate a nadie —dijo Michkin, mirando, pensativo, a Eugenio Pavlovich.

Éste rió agriamente.

—Adiós; ya es hora de que me vaya. ¿Ha notado usted que el tipo legaba una copia de su confesión a Aglaya Ivanovna?

—Sí; lo noté, y he pensado en ello.

—Claro: eso da que pensar... Acuérdese de las diez personas —dijo Eugenio Pavlovich, riendo otra vez, y saliendo.

Una hora después, entre tres y cuatro de la madrugada, el príncipe bajó al parque. Había tratado de dormir, pero no lo consiguió. Le latía el corazón con loca fuerza. En la casa todo estaba tranquilo: Hipólito descansaba y el médico que le había visitado dictaminó que el desmayo no era grave. Lebediev, Kolia y Burdovsky se habían acostado en la alcoba del enfermo para vigilarle por turno. No había, pues, nada que temer. Pero, sin embargo, la inquietud del príncipe era cada vez más viva. Paseaba por el parque dirigiendo en torno distraídas miradas, y se sorprendió al llegar a la placita que se abre ante la estación y verse frente a las hileras de sillas y el tablado de la banda. Aquel lugar le desagradó y parecióle terriblemente desolado. Alejóse por el camino que siguiera el día anterior, acompañando a las Epanchinas, y al llegar al banco donde Aglaya le diera cita, se sentó y dejó escapar una risa que le hizo indignarse consigo mismo un minuto después. Su melancolía no le abandonaba: experimentaba el deseo de alejarse, de ir no sabía adónde... En el árbol inmediato cantaba un pajarillo. Michkin le buscó con los ojos. Entonces recordó la frase de Hipólito: «Hasta una mosca que vuela bajo un rayo de sol participa también en el banquete de la vida, concurre al concierto de las cosas, y es feliz; sólo yo soy un paria.» Tales palabras, que antes impresionaran mucho a Michkin, le acudieron repentinamente a la memoria. Un recuerdo olvidado hacía mucho comenzó a despertar en él y adquirió repentinamente una forma concreta.

El hecho había sucedido en Suiza, en el primer año —y, más concretamente, en los primeros meses– de su tratamiento. En aquella época él seguía estando todavía absolutamente idiota, costábale trabajo expresarse y a veces ni siquiera entendía lo que le hablaban. Un día de tiempo muy despejado salió a pasear por las montañas y anduvo mucho tiempo, con el corazón oprimido por una sensación penosa, aunque indefinible y vaga. Sobre él se extendía el cielo radiante, espejeaba un lago a sus pies y el paisaje soleado se ensanchaba hasta perderse de vista. Largo trecho estuvo contemplando el panorama con extraña melancolía. Recordaba muy bien que incluso había llorado y tendido los brazos hacia el infinito azul, torturado por la idea de que para él no existía nada de aquello. ¡Oh, aquel festín universal, aquel interminable regocijo que le atraía desde su infancia, y del que siempre había quedado al margen! Cada mañana salía el mismo sol esplendente, cada mañana se pintaban sobre la cascada los colores del arco iris, cada tarde se teñía de púrpura aquella cima nevada que se erguía en los confines del horizonte; todos, hasta las moscas, participaban en el banquete de la vida, en el concierto de todas las cosas. Sí: hasta la menor brizna de hierba vivía y era feliz. Todo ser tenía su camino, lo conocía, lo emprendía y lo concluía cantando con júbilo, mas sólo él no sabía nada, no comprendía nada, ni los hombres, ni su lenguaje. Era extraño a todo, era el desecho de la naturaleza. Cierto que entonces el príncipe no había acertado, sin duda, a expresar todas aquellas palabras y su sufrimiento había sido mudo; pero ahora le parecía haberlas pronunciado textualmente y hasta pensaba que Hipólito había tomado de él su expresión sobre «la mosca». Su corazón latió a este pensamiento... Al fin el sueño le sorprendió en el banco; pero no por eso acudió el reposo a su espíritu. Un momento antes de dormirse recordó que, según Radomsky, Hipólito acabaría matando a diez personas, y sonrió, ante idea tan absurda. En torno suyo reinaban la paz y la serenidad. El rumor de las frondas, único que turbaba el silencio, acrecentaba aquella sensación de calma. Michkin soñó mucho. Todos sus sueños fueron inquietantes; algunos incluso le hicieron estremecerse. Al fin soñó que una mujer avanzaba hacia él. La conocía, la conocía bien... Incluso podía designarla por su nombre. Y, sin embargo, parecíale apreciar en ella un rostro muy diferente al que tenía antes, y Michkin sólo podía aceptar con gran esfuerzo la noción de que era la misma mujer. Viendo la expresión de terror y arrepentimiento que mostraban las facciones de aquella persona, se la creería culpable de algún crimen horroroso, que acababa de cometer. Una lágrima temblaba en su pálida mejilla. Llamó a Michkin con un ademán, y se puso un dedo sobre los labios, como para advertirle que debía acercarse sin ruido. El corazón del príncipe desfallecía. Por nada en el mundo hubiese querido ver en ella a una culpable, pero presentía que iba a suceder un hecho terrible, que afectaría de rechazo a toda su vida. Parecíale que la mujer deseaba mostrarle algún lugar del parque, no lejos de aquel sitio. Michkin se levantó, para acercarse a la mujer. Y entonces resonó una risa argentina y fresca, y una mano rozó la suya. El príncipe asióla, la estrechó con fuerza y despertó. Ante él, riendo con todo su corazón, estaba Aglaya.

VIII



Ella, aunque reía, estaba indignada.

—¡Dormido! ¿Se había usted dormido? —exclamó con despectivo asombro.

—Sí —repuso Michkin, soñoliento aún, reconociendo, con sorpresa, a la joven—. ¡Ah, ya! La cita... Me he dormido, si.

—Ya lo he visto.

—¿No me ha despertado otra persona? ¿Está usted sola? Creía que estaba aquí... otra mujer.

—¿Había aquí otra mujer?

Las ideas de Michkin comenzaron a aclararse.

—Ha sido un sueño —contestó, pensativo—. Es extraño tener en tal momento un sueño así. Siéntese...

Tomóla por la mano y la hizo acomodarse en el banco. Él se sentó también y meditó. Aglaya miraba atentamente al príncipe, sin hablar palabra. Él la miraba también, pero a veces parecía no verla. La joven se ruborizó.

—¿Sabe —dijo él con un escalofrío– que Hipólito se ha disparado un pistoletazo?

—¿Cuándo? ¿En su casa? —dijo ella, no testimoniando, sin embargo, una sorpresa excesiva—. Porque ayer noche vivía aún. —Y con súbita vivacidad añadió—: ¿Y ha podido usted dormirse después de eso?

—¡Si no ha muerto! Marró el tiro.

Instado por Aglaya, el príncipe hubo de contar la historia con bastante detenimiento. La joven parecía tener prisa de ver terminado el relato, pero, pese a sus exhortaciones para que Michkin lo abreviase, interrumpíale a cada momento con preguntas casi siempre fuera de lugar. Entre otras cosas, oyó con mucha curiosidad lo referente a las palabras pronunciadas por Eugenio Pavlovich y varias veces hizo preguntas acerca de ellas.

—Bien; basta. El tiempo apremia —dijo cuando Michkin hubo terminado—. Sólo podemos pasar juntos una hora, ya que a las ocho debo estar en casa para que no sepan que he venido a sentarme aquí. Tengo muchas cosas que contarle. Pero lo malo es que ha hecho usted perder el hilo de mis ideas. Respecto a lo de Hipólito, no me extraña nada de lo sucedido: son cosas muy propias de él. Pero ¿está usted seguro de que quería realmente suicidarse y que no hubo en todo ello una farsa?

—Absolutamente ninguna.

—También ello me parece verosímil. Dice usted que expresó por escrito su deseo de que se me diese una copia de su confesión. ¿Por qué no me la ha traído?

—Porque no ha muerto. Pero puedo hablarle, para...

—No necesita pedirle permiso para traérmela. No deje de hacerlo. Seguramente le agradará mucho, porque acaso no haya querido pegarse un tiro, sino para forzarme a leer su confesión. Le ruego que no se ría, León Nicolaievich. Es muy posible que no quisiera suicidarse más que por eso.

—No me río, con tanta más razón cuanto que estoy seguro de que hay mucha verdad en su conjetura.

Aquellas palabras causaron a Aglaya profunda sorpresa.

—¿Lo cree así? ¿Es posible que también tenga usted esa idea? —preguntó vivamente.

Hablaba con cierta brusquedad, rápidamente, formulando interrogaciones que a veces, por turbación al parecer, dejaba sin terminar. A cada instante hacía a Michkin observaciones insistentes y, en resumen, se mostraba poseída de una agitación extraordinaria y dijérase que, a pesar de su talante seguro, casi provocativo, experimentaba cierto temor interno. No había esmerado su atuendo para acudir a la cita; vestía un trajecillo muy modesto, que le sentaba muy bien. Con frecuencia se estremecía y se ruborizaba. Sólo apoyaba su cuerpo en el borde del banco. Cuando oyó a Michkin confirmar su suposición referente al motivo de que Hipólito hubiera querido darse un pistoletazo, quedó muy sorprendida.

—Aparte de por usted —continuó el príncipe—, Hipólito quería despertar también nuestras alabanzas.

—¿Sus alabanzas? No lo entiendo.

—No sé cómo decírselo. Es difícil de explicar. En todo caso, contaba obtener por nuestra parte testimonios de amistad y estima. Creía sin duda que íbamos a rodearle, conmovidos, suplicándole que no se matase. Es muy posible que pensara en usted más que en nadie, puesto que la mencionaba en un momento así. Pero también puede ser que no se diera cuenta de que pensaba en usted principalmente.

—No comprendo una palabra. ¿Pensaba en mí sin saberlo? No obstante, se me figura entreverlo todo. ¿Sabe usted que yo, a los trece años, imaginé más de treinta veces envenenarme y dejar una carta explicando a mis padres los motivos de mi resolución? Yo pensaba también en el efecto que produciría tendida en el ataúd; me figuraba a mis padres inclinados sobre mi cuerpo, deshechos en lágrimas y reprochándose la dureza que habían mostrado conmigo. ¿Por qué vuelve usted a sonreír? —preguntó vivamente, arrugando el entrecejo—. ¿En qué piensa usted cuando se halla solo? Acaso imagine usted ser mariscal de campo y vencer a Napoleón en batalla.

—¡Palabra de honor que es siempre lo que pienso, especialmente cuando estoy dormido! —repuso, riendo, Michkin—. Pero no bato a Napoleón, sino a los austriacos.

—No tengo ganas de bromear con usted, León Nicolaievich. Pienso ver a Hipólito y entre tanto ruego a usted que le aconseje bien. Pero encuentro mal el lenguaje que usted emplea, porque me parece brutal considerar así las cosas y juzgar un alma humana como juzga usted la de Hipólito. No siente usted la ternura: sólo siente la justicia, y, por consecuencia, es injusto.

Michkin reflexionó.

—Creo —dijo por fin– que es usted quien me considera injustamente. Yo no reprocho a Hipólito el haber tenido esa idea, porque todos suelen inclinarse a pensar así. Además, ello pudo ser un deseo que tuviese sin confesárselo... Quería tratar una última vez con los hombres, ganar su estima y su afecto... Ello acredita buenos sentimientos es verdad. Por desgracia, el resultado no ha respondido. La culpa es de la enfermedad y, por añadidura, de otra cosa. Además, hay gentes a quienes todo les sale bien, mientras otras no llegan a conseguir más que tonterías...

—¿Piensa usted en sí mismo al decirlo? —preguntó Aglaya.

—En efecto —contestó el príncipe, sin reparar en el sarcasmo de la insinuación.

—Pues yo, en su lugar, no me habría dormido ahora. Si se duerme usted de ese modo en cualquier sitio, nadie podrá decir que eso es una cosa correcta.

—Es que no he cerrado los ojos en toda la noche. Después de lo que le he contado, anduve mucho y vine a donde la música...

—¿Qué música?

—A donde la música tocaba ayer. Luego seguí hasta este lugar, y mientras reflexionaba, sentado en el banco, el sueño se apoderó de mí.

—¿Sí? Entonces el caso es más perdonable... ¿Y por qué fue a donde tocaba la orquesta?

—No lo sé. Por nada...

—Bueno, bueno, luego me dirá... ¡No hace usted más que interrumpirme! ¿Qué me importa que fuese usted allí o no? ¿Con qué mujer soñaba usted?

—Con... Usted la ha visto...,

—Comprendo, comprendo..., Usted la... ¿Cómo la vio en sueños? ¿Qué hacía? Aunque, en realidad, no quiero saber nada de eso —exclamó Aglaya de repente, con enojo —¡No me interrumpa!

Se detuvo por un instante, ya para tomar aliento, ya para dejar a su ira tiempo de calmarse. Luego añadió:

—Le he citado sólo para proponerle que seamos amigos. ¿Por qué me mira usted así?

Michkin, en efecto, examinaba a la joven con mucha atención, observando que su rostro empezaba a tornarse del color de la púrpura. Y en los ojos brillantes de Aglaya se leía claramente que cuanto más se ruborizaba más furia sentía contra sí misma. Por regla general, en casos tales solía descargar sobre su interlocutor la indignación que contra sí misma la embargaba. Conocedora de lo fácilmente que perdía la paciencia, Aglaya solía ser más taciturna que sus hermanas, incluso con exceso. Pero cuando no podía callar, se dirigía a sus interlocutores con una arrogancia que parecía desafiar a quien interpelaba. Siempre presentía el momento en que iba a comenzar a ruborizarse.

—¿No quiere usted aceptar mi proposición? —preguntó a Michkin con altivo talante.

—¡Oh, sí, desde luego! Pero —respondió él, confuso– no me parecía necesario formularla...

—¿Qué está usted pensando? ¿Por qué cree que le he invitado a venir aquí? ¿Qué se figura? Puede que me considere usted una locuela, como todos los de casa...

—No sabía que se la considerase de ese modo, y no comparto tal opinión.

—¿No la comparte? Eso demuestra mucha inteligencia por su parte. Y sobre todo lo ha dicho con ingenio.

—A mi juicio —continuó Michkin– acaso usted sea incluso muy inteligente en ocasiones. Hace unos instantes ha hablado usted en términos muy sensatos. Ha dicho: «No siente usted más que la justicia, y por consecuencia es usted injusto.» No olvidaré esa frase; he de pensar mucho en ella.

Aglaya se ruborizó, ahora de placer. Cambios así se producían en ella de modo tan sincero como repentino. Michkin, satisfecho también, rió alegremente, mirándola.

—Escuche —dijo la joven—, llevo mucho tiempo esperando poder decirle todo esto. Espero desde que me envió aquella carta, e incluso desde mucho antes. Ayer le dije la mitad de lo que quería decirle. Le considero un hombre muy recto y honrado, más honrado y recto que nadie, y aunque se diga que su mente... que está enfermo del cerebro, yo juzgo lo contrario, y sostengo mi opinión contra todos. Porque, aun cuando tuviese usted enferma la mente (y le ruego que me perdone, porque sólo hablo en un sentido elevado), en cambio la inteligencia esencial está más desarrollada en usted que en el resto de los hombres y la posee usted en grado que los otros no han entrevisto jamás ni aun en sueños. Digo inteligencia esencial, porque hay dos inteligencias: la esencial y la secundaria. ¿No es eso? ¿No lo cree?

—Acaso pueda ser así, en efecto —logró articular Michkin, cuyo corazón latía con extraordinaria violencia.

—Ya sabía yo que usted me comprendería —dijo ella con gravedad—. El príncipe Ch. y Eugenio Pavlovich no entienden una palabra respecto a esas dos inteligencias. Alejandra tampoco. Y en cambio (¡pásmese!) mamá sí.

—Usted se parece mucho a Lisaveta Prokofievna.

—¿Es posible? —exclamó, con extrañeza, la joven.

—Se lo aseguro.

—Gracias —repuso ella, tras un momento de reflexión—. Me agrada mucho parecerme a maman. ¿La aprecia usted mucho? —añadió, sin reparar en la ingenuidad de la pregunta.

—Mucho, y me alegro de que lo haya comprendido usted tan pronto.

—También me alegro yo, porque he notado, a veces... que no falta quien se mofe de ella. Escuche lo más importante de todo: he reflexionado mucho tiempo y al fin mi elección se ha fijado en usted. No quiero que en casa se burlen de mí, que me consideren como una tontuela, que se rían de mis cosas. Y por pensarlo así, he rechazado de plano a Eugenio Pavlovich. ¡No quiero que mi familia se pase la vida pensando en casarme! Y quiero... quiero... En fin, quiero huir de casa... y le he elegido a usted para que me ayude.

—¡Que quiere huir de su casa! —exclamó Michkin.

—¡Sí, sí, huir de mi casa! —afirmó la joven airadamente—. No quiero, no, no quiero que me hagan ruborizarme a cada momento. No quiero ruborizarme ante mi familia, ni ante el príncipe Ch., ni ante Eugenio Pavlovich, ni ante nadie. Y por eso le he elegido a usted. Quiero poderle decir todo, todo, hablarle incluso de las cosas más importantes cuando se me ocurra; quiero también que usted no tenga tampoco secretos para mí. Quiero un hombre con el que poder hablar como conmigo misma. Todos han comenzado a decir de repente que yo estaba enamorada de usted, que le esperaba... Y ello antes de que usted llegase, y a pesar de que no les había enseñado su carta. Ahora otra vez empiezan, y con más calor. Quiero ser audaz y no temer a nada. No deseo pasar la vida en bailes, como mis hermanas: quiero ser una mujer útil. Hace mucho que sueño en huir. Veinte años hace que vivo encerrada, sin que se piense en otra cosa que en casarme. A los catorce años, por boba que yo fuese entonces, ya tenía la idea de huir. Ahora lo he calculado todo. Y deseo pedirle informes sobre los países extranjeros. No he visto una sola catedral gótica... Y me propongo ir a Roma, visitar los centros culturales, seguir cursos en París. Durante un año he leído multitud de libros, especialmente los prohibidos. Alejandra y Adelaida pueden leer todo lo que se les antoja y a mí, en cambio, aún me vigilan las lecturas. No quiero disputar con mis hermanas, pero hace tiempo ya que declaré a mis padres mi propósito de cambiar de condición social. He resuelto ocuparme en cuestiones de educación y me he interesado en hablar con usted, porque sé cuánto ama a los niños. ¿No podríamos dedicarnos ambos a la enseñanza, si no ahora mismo, en el porvenir? Unidos, podemos ser útiles. No quiero seguir siendo una joven ociosa, de buena familia... Dígame: ¿es usted muy culto?

—Nada de eso.

—Es lástima. Yo le creía muy instruido. ¿Cómo se me habrá puesto esa idea en la cabeza? Pero no importa: usted me guiará, ya que le he elegido.

—¡Pero eso es absurdo, Aglaya Ivanovna!

—¡Quiero huir de casa! ¡Lo quiero! —replicó ella con vehemencia, relampagueantes los ojos—. Si no consiente en eso, me casaré con Gabriel Ardalionovich. No quiero que en casa me consideren una mala mujer y me acusen de Dios sabe qué cosas...

—¡Está usted loca! —exclamó Michkin, a quien, en su emoción, le faltó poco para dar un salto—. ¿De qué le acusan? ¿Quién le acusa?

—Todos: mi madre, mis hermanos, mi padre, el príncipe Ch... ¡Hasta ese odioso Kolia! Si no lo dicen francamente, al menos lo piensan. Y yo lo he dicho así a todos, lo he declarado en la cara a mi padre y a mi madre. Maman ha estado mala todo el día; al siguiente Alejandra y papá me dijeron que yo no sabía el significado de las palabras que empleaba. Le contesté que lo comprendía muy bien y que no era ninguna niña pequeña. Y añadí: «Hace dos años ya que leí dos novelas de Paul de Kock, precisamente para comprenderlo todo.» Maman, al oír esto, estuvo a punto de desmayarse.

A Michkin se le ocurrió de súbito una idea extraña. Miró a Aglaya y sonrió. Parecíale increíble que la mujer que estaba ante él fuese la misma orgullosa joven que leyera con tanto desprecio la carta de Gania. ¿De modo que aquella altanera belleza era tal vez una niña que no sabía el significado de las palabras que empleaba? ¿No lo sabría quizá ni siquiera ahora?

—¿Ha vivido usted siempre en su casa, Aglaya Ivanovna? —preguntó—. Quiero decir si no ha estado alguna vez en un colegio, en un internado.

—Yo no he ido nunca a ningún sitio; he estado siempre metida en casa, como en una redoma, y estaba destinada a pasar directamente de la redoma al matrimonio... ¿Por qué se ríe? Me parece que usted se burla también de mí y se pone en contra mía —añadió la joven, con acento amenazador, frunciendo las cejas—. No me encolerice; ¡bastante irritada estoy ya! Estoy segura de que ha acudido usted aquí en la certeza de que le amaba y le había dado una cita de amor... —acabó, enojada.

—Ayer —confesó cándidamente el príncipe, no poco confuso– lo temía, pero hoy me he persuadido de que...

—¡Cómo! —exclamó Aglaya, cuyo labio inferior comenzó a temblar repentinamente—. ¿Temía usted que yo...? ¿Se atrevía usted a pensar que...? ¡Cielos! ¿Acaso pensaba usted que al citarle le tendía un lazo para que nos sorprendiesen aquí y nos obligaran a casarnos?

—¿No le da vergüenza, Aglaya Ivanovna? ¿Cómo ha podido germinar en su corazón puro e inocente un pensamiento tan innoble? Apuesto a que usted misma no cree una palabra de lo que me ha dicho y que... no se da cuenta de sus palabras.

Aglaya permanecía con los ojos bajos, como asustada de su propio lenguaje.

—No siento vergüenza alguna —repuso—. ¿Y por qué sabe usted que mi corazón es inocente? Y en ese caso, ¿cómo se ha atrevido a escribirme una carta de amor?

—¿Una carta de amor? ¡Mi carta una carta de amor! Brotó de mi corazón en el momento más doloroso de mi vida, y no podía ser más respetuosa. Entonces pensé en usted como en una luz, y...

—Bueno, bueno... —interrumpió la joven, bruscamente, con acento que no era ya el de un momento antes, sino que sonaba como arrepentido y en cierto modo como asustado.

Incluso se inclinó hacia el príncipe, trató de fijar sus ojos en él y se propuso tocarle en el hombro para insinuarle más apremiantemente a que no se enfadara. Añadió, bastante confusa:

—Reconozco que me he servido de una expresión bastante torpe. Era para... probarle. Déla por no dicha. Y si le he ofendido, perdóneme. No me mire a la cara. Vuélvase, se lo ruego. Ha dicho usted que mi pensamiento era innoble; pues bien, lo he hecho a propósito, para molestarle. A veces me asusta lo que voy a decir y de pronto lo digo. Asegura usted que escribió aquella carta en el momento más doloroso de su vida. Ya sé a qué momento alude usted.

Pronunció tales palabras en voz baja, fijando otra vez la vista en el suelo.

—¡Si usted supiera!

—Lo sé todo —repuso ella con súbita fogosidad—. Sé que ha vivido usted un mes entero al lado de esa mala mujer con la que huyó.

Al hablar así Aglaya, de roja que estaba, se había vuelto lívida. Levantóse de improviso con movimiento que parecía maquinal y casi en seguida, recuperando la conciencia de sí misma, volvió, a sentarse. Su labio siguió temblando durante largo tiempo. Hubo unos instantes de silencio. El insólito arranque de la joven dejó atónito a Michkin, que no sabía a qué atribuirlo.

—Cónstele que no le amo —declaró ella bruscamente.

Michkin no contestó. Se produjo otro silencio de un minuto.

—Amo a Gabriel Ardalionovich —dijo Aglaya con voz casi ininteligible, inclinando aún más la cabeza.

—No es verdad —repuso Michkin, bajando también la voz.

—¿Miento, entonces? Pues es verdad; le he dicho que sí anteayer, en este mismo banco.

—No es verdad —repitió con decisión—. Acaba usted de inventar todo eso.

—¡No se puede ser más cortés! Pues entérese de que Gania se ha transformado y me ama más que a su vida. Sólo para probármelo, se quemó la mano ante mis propios ojos.

—¿Se quemó la mano?

—Sí, la mano. Si no lo cree, me tiene sin cuidado. El príncipe reflexionó antes de contestar. Aglaya no bromeaba y parecía enfurecida.

—Si ello sucedió aquí, Gabriel Ardalionovich debió de traer una bujía. Si no, no veo como...

—Sí; la trajo. ¿Qué hay de inverosímil en ello?

—¿Una bujía entera, o un cabo en un candelero?

—Sí... no... La mitad de una bujía... un cabo. Una bujía entera... Pero ¿qué más da? Y, si quiere saberlo, le diré que también trajo cerillas. Encendió la vela y pasó media hora con el dedo expuesto a la llama. ¿Acaso es un imposible?

—Le he visto ayer y no tenía quemaduras en las manos.

Aglaya rompió a reír.

—¿Sabe por qué acabo de contar esa mentira? —dijo con ingenuidad infantil, mientras una mal reprimida hilaridad hacía temblar sus labios aún—, pues porque, cuando se inventa una historia, si se desliza en ella adrede un detalle extraordinario, extravagante, inaudito, la mentira parece más verosímil. Siempre lo he notado. Pero el procedimiento ha sido un fracaso, porque no he sabido...

Recordó, y su alegría se extinguió en un momento.

—Si el otro día le recité el poema del «hidalgo pobre» —continuó, mirando a Michkin, seria y casi sombría– fue, sin duda, para elogiar a usted en cierto sentido; pero también para criticar su conducta y demostrarle que yo estaba al corriente de todo.


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