Текст книги "El Idiota"
Автор книги: Федор Достоевский
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—Llevo aquí mucho tiempo —repuso Kolia, quien se hallaba ante la amplia puerta cuando llegaron su padre y el príncipe—. He estado haciendo compañía a Hipólito, porque no se encuentra bien. Ha pasado en cama todo el día. ¡En qué estado llega usted, papá! —dijo, refiriéndose al aspecto del general y a su paso titubeante—. Vamos arriba.
El encuentro con Kolia decidió a Michkin a acompañar al general a casa de Marfa Borisovna (aunque resuelto a no permanecer allí más que un instante), porque necesitaba del muchacho. Respecto al general, Michkin se proponía dejarle plantado en la casa y se reprochaba con viveza el haber pensado antes en utilizarle. Subieron por la escalera de servicio hasta el piso cuarto, donde habitaba la señora Terentiev.
—¿Va usted a presentar al príncipe? —preguntó Kolia, mientras subían.
—Sí, hijo mío, quiero presentarle. ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! ¡Figúrate! Pero, ¿por qué?... ¿Cómo?... ¿Es que Marfa Borisovna...?
—Valdría más que no la visitase hoy, papá. ¡Le va a armar un escándalo! Desde anteayer no ha asomado usted por aquí y ella esperando dinero. ¿Por qué se lo prometió? ¡Siempre es usted el mismo! Ahora a ver cómo se arregla para salir de esto...
Se detuvieron en el cuarto piso ante una puerta muy baja. Ardalion Alejandrovich, evidentemente desanimado, hizo ponerse al príncipe ante él.
—Yo me quedaré aquí —balbució—. Quiero dar una sorpresa.
Kolia fue el primero en entrar. La dueña de la casa lanzó una mirada al descansillo y entonces se produjo la sorpresa esperada por el general. Marfa Borisovna era una señora de cuarenta años, exageradamente pintada, vestida con una camisa moldava y calzada con pantuflas. Llevaba peinado el cabello en varias trenzas pequeñas sobre la cabeza. Apenas advirtió la presencia de Ivolguin rompió a gritar:
—¡Aquí está ese hombre vil y malvado! ¡Me lo decía el corazón!
Ivolguin trató de poner a mal tiempo buena cara. —Esto no tiene importancia. Entremos —cuchicheó al oído de Michkin.
Pero la cosa tenía más importancia de la que él quería atribuirle. Cuando los visitantes, atravesando el recibimiento bajo y sombrío penetraron en una angosta sala amueblada con media docena de sillas de enea y dos mesitas de juego, la señora Terentiev prosiguió sus invectivas con la voz quejumbrosa peculiar en ella:
—¿No te da vergüenza, salvaje, tirano de mi familia, déspota, monstruo? ¡Me has despojado de todo, me has comido hasta la médula de los huesos! ¿Hasta cuándo he de ser tu víctima, hombre sin vergüenza y sin honor?
—¡Marfa Borisovna, Marfa Borisovna! Te... presento al príncipe Michkin. El general Ivolguin y el príncipe Michkin... —balbució Ardalion Alejandrovich; desconcertado y tembloroso.
—¿Quiere usted creer —interrumpió la señora Terentiev dirigiéndose al príncipe– que este hombre sin pudor no ha respetado siquiera la orfandad de mis hijos? Todo me lo ha robado, se lo ha llevado todo, lo ha vendido todo, hipotecado todo, sin dejar nada. ¿Y qué voy a hacer ahora con tus pagarés, hombre sin conciencia, pérfido? Responde, embustero; responde, monstruo insaciable. ¿Con qué voy a dar ahora de comer a mis hijos huérfanos? Ahora llega borracho como una cuba, y no puede ni sostenerse sobre las piernas... ¡Oh! ¿Por qué habré incurrido por culpa tuya en la ira divina? Contesta, malvado, hipócrita.
El general no acertó a ponerse a la altura de la situación.
—Marfa Borisovna, ahí van veinticinco rublos. Es todo lo que puedo. Y aun esos los debo a la generosidad de mi noble amigo, el príncipe. Me he equivocado dolorosamente... ¡Así es la vida! Y ahora... dispénsenme, pero... me siento débil —dijo Ardalion Alejandrovich mientras, en pie en medio de la sala, saludaba en todas direcciones—. Me siento débil, sí... Dispénsenme... Lenotchka, hijita, un almohadón.
Lenotchka, una niñita de unos ocho años, corrió a buscar una almohada y la puso sobre un duro sofá de desgarrado cuero. El general se proponía decir muchas cosas, pero, apenas instalado en el sofá, volvió la cara a la pared y se durmió con el sueño de los justos. Marfa Borisovna, con talante ceremonioso y afligido, ofreció una silla al príncipe junto a una mesita de juego, sentóse frente a él, apoyó la barbilla en la mano y, mirándole fijamente, comenzó a suspirar. Dos niñas (la mayor de las cuales era Lenotchka) y un niño pequeño se acodaron en ella y contemplaron a Michkin. Kolia salió del cuarto contiguo.
—Me alegro mucho de haberle encontrado, Kolia —dijo el príncipe—. ¿Podía prestarme un servicio? Necesito a toda costa ver a Nastasia Filipovna. Había pedido a su padre que me llevara, pero ya ve que se ha dormido. ¿Quiere servirme de guía? No conozco el camino; sólo sé que Nastasia Filipovna habita cerca del Gran Teatro, en la casa Mitovtzov.
—¡Pero si Nastasia Filipovna no ha vivido nunca ahí! Además, papá no ha estado jamás en su casa. Me extraña que se haya confiado usted a él. Nastasia Filipovna habita cerca de la calle Vladimirsky, en Cinco Esquinas, que es un sitio mucho más cercano. Ahora son las nueve y media. Si quiere, le acompañaré.
Y Kolia y el príncipe salieron. Michkin no tenía siquiera dinero para tomar un coche y hubieron de encaminarse a pie.
—Quisiera —dijo Kolia– haberle presentado a Hipólito, que es el hijo mayor de la señora que acaba usted de conocer. Está enfermo y ha pasado en cama todo el día. Pero como es muy sensible, me ha parecido que le disgustaría verse con usted. Ha llegado en tan mal momento... A mí eso me avergüenza menos que a él, porque se trata de mi padre, y en el caso de Hipólito, de su madre. La cosa es distinta; pues lo que deshonra a una mujer no afecta al honor de un hombre. Quizá la sociedad haga mal condenando en un sexo lo que disculpa en el otro. Hipólito es un muchacho muy inteligente, pero esclavo de ciertos prejuicios.
—¿Dice que está tuberculoso?
—Sí, y creo que le valdría más morir cuanto antes. Yo, en su lugar, desearía la muerte con toda mi alma. Sufre mucho pensando en la suerte de sus hermanos, que son los niños que ha visto usted. Si él y yo tuviésemos dinero, abandonaríamos los dos a nuestras familias y nos instalaríamos en una casa para los dos. Ése es nuestro sueño. A propósito, ¿sabe una cosa, príncipe? Hace poco, cuando le hablé de su caso con Gania, Hipólito se ha enojado, y dice que ha perdido usted el honor, pues cree que quien recibe una bofetada y no lleva a su agresor al terreno es un cobarde. Y como es muy irascible he dejado de discutir con él... ¿Así que está usted invitado por Nastasia Filipovna?
—A decir verdad, no.
—Entonces, ¿cómo va a visitarla? —exclamó Kolia, deteniéndose, sorprendido, en medio de la acero—. Y además ¿piensa presentarse en una reunión con ese traje?
—Realmente, no sé cómo me arreglaré para entrar. Si me reciben, bien. Y si no, habrá sido un asunto fracasado. En cuanto a mi traje, ¿qué le parece que puedo hacer?
—¿Tiene algo que resolver en casa de Nastasia Filipovna? ¿O no va más que pour passer le temps en buena compañía?
—Mi visita tiene por objeto... Es decir, voy por un asunto que... Es difícil explicarlo, pero...
—Sea lo que fuere, no tengo por qué entrar en ello. Lo importante para mí es saber que no va usted allí por el mero placer de pasar el rato en una fascinadora reunión de mujeres fáciles, generales y usureros. De ser así, permítame que le diga, príncipe, que me parecería usted ridículo y comenzaría a despreciarle. Aquí las personas honradas escasean terriblemente. Incluso no hay una que merezca absoluta estimación. Uno no puede prescindir de mirar a todos con desdén, aunque todos exigen el mayor respeto, empezando por Varia. ¿Ha notado usted, príncipe, que en nuestra época no se encuentran más que aventureros? Y sobre todo en Rusia, nuestra querida patria. Cómo se haya organizado todo esto, no lo sé. Los cimientos de las cosas parecen firmes, pero ¿qué sucede? Se descorren todos los velos, se pone el dedo sobre todas las llagas, asistimos a una orgía de relaciones escandalosas. Los padres son los primeros en rectificar sus principios, sintiéndose avergonzados de su moral a la antigua. En Moscú ha habido un padre que exhortaba a su hijo a no retroceder ante nada para ganar dinero. La Prensa lo ha hecho público. Fíjese en mi padre, y vea en lo que se ha convertido. Aunque, por otra parte, le tengo por un hombre honrado. Se lo digo de verdad. No se le puede reprochar más que su afición al vino y a las irregularidades. ¡Sí; es como le digo! Papá incluso me da lástima, aunque no me atrevo a decirlo, porque todos se burlan de mí; pero me da lástima. ¿Y qué son los demás, los que se juzgan inteligentes? ¡Todos usureros, del primero al último! Hipólito elogia la usura, afirmando que es necesaria, hablando de movimiento económico, de afluencia y reflujo de capitales y del diablo sabe qué más. Me duele mucho oírle decir esas cosas, pero como sé lo amargado que está... ¡Imagine que su madre obtiene dinero para papá y luego se lo presta a intereses semanales exorbitantes! ¿No es una vergüenza? ¿Y sabe usted que mamá proporciona a Hipólito toda clase de auxilios, dinero, ropa blanca, vestidos? También a través de Hipólito ayuda a los pequeños, en vista de que su madre los desatiende en absoluto. Varia hace lo mismo.
—Usted decía que no existen más que usureros. Vea, sin embargo, que hay también personas de carácter vigoroso: su madre y Varia. Socorrer al prójimo en tales condiciones, ¿no es acaso una prueba de fuerza moral?
—Varia obra así por amor propio, por ostentación, por no ser menos que mi madre. En cuanto a mamá... sí, realmente, mamá merece respeto por ello. La apruebo y estimo su conducta en lo que vale. El mismo Hipólito lo reconoce por muy endurecido que tenga el corazón. Al principio se burlaba diciendo que eso era una bajeza por parte de mamá, pero ahora hay veces en que se siente realmente enternecido. ¡Hum! ¿Llama usted a eso fuerza moral? Lo tendré en cuenta. Gania no cree lo que usted. Diría que eso es favorecer el vicio.
—¿Gania no cree lo que yo? Parece que hay varias cosas que Gania no cree —dejó escapar Michkin, que había quedado pensativo oyendo la última frase de Kolia.
—Usted, príncipe, me agrada mucho. No se me va de la cabeza el modo que ha tenido de proceder antes.
—También usted me es muy simpático, Kolia.
—Dígame: ¿qué propósitos tiene para en adelante? Yo pienso buscar pronto ocupación y ganar algo. Si quiere, podemos vivir los tres juntos, usted, Hipólito y yo. Alquilaremos un piso y nos llevaremos a mi padre con nosotros.
—Sería un gran placer para mí... En fin, ya veremos... Yo ahora me siento muy... muy confuso.., ¡Ah! ¿Ya hemos llegado? ¡Qué magnífica escalinata! Y veo un portero... No sé qué va a resultar de aquí, Kolia.
Michkin parecía muy inquieto.
—Ya me lo contará usted mañana. No se asuste. Le deseo mucho éxito. Yo comparto las opiniones de usted. Adiós. Voy a referir a Hipólito la proposición que le he hecho hace poco, príncipe. En cuanto a que le reciban, no tema: le recibirán. Nastasia Filipovna es originalísima. Suba esa escalera; es en el primer piso. El portero le orientará mejor...
XIII
Michkin, muy inquieto mientras subía la escalera, se esforzaba en infundirse valor.
«Lo peor que puede pasar —pensaba– es que no me reciban, o que me juzguen mal, o que sólo me permitan la entrada para reírse en mis barbas. Pero ¿qué importa?»
Aquella posibilidad no era, en efecto, lo más temible de todo, ya que Michkin se preguntaba también: «¿Qué voy a hacer? ¿Por qué visito esta casa?» Y no hallaba respuesta satisfactoria a su pregunta. Podía lograr, en un aparte, decir a Nastasia Filipovna: «No se case con Gania, porque ese hombre haría la desgracia de usted. No la ama, sólo quiere su dinero; él mismo me lo ha dicho y Aglaya Epanchina me ha hablado en el mismo sentido. He venido para advertírselo.» Pero aun admitiendo que lograse esto ¿podría considerar correcta su actitud en algún sentido? La contestación era asaz dudosa. Aún faltaba resolver otra cuestión, tan importante que el príncipe no quería pensar en ella, ni aun osaba planearla. Cada vez que acudía a su mente, el rostro de Michkin enrojecía y su cuerpo temblaba. Pero, pese a todas sus vacilaciones e inquietudes, acabó subiendo y preguntando por Nastasia Filipovna.
Ésta vivía en un piso realmente magnífico, aunque no muy grande, alquilado cinco años antes, a su llegada a San Petersburgo. En tal sentido, Totzky se atenía a la joven. Él aún confiaba entonces en recuperar su amor y había querido fascinarla a fuerza, principalmente, de lujo y comodidades, sabiendo lo fácilmente que se adquieren costumbres suntuarias y lo difícil que es prescindir de ellas después, una vez que el lujo se convierte en necesidad. En tal sentido, Totzk se atenía a la buena tradición antigua, sin tratar de modificarla en modo alguno. Nastasia Filipovna no rehusaba el lujo y hasta la satisfacía; pero, por extraño que pareciera, jamás se dejaba esclavizar por él. Incluso dijérase que estaba dispuesta a prescindir en cualquier momento de aquellas comodidades, lo que se tomó la molestia de participar a Totzky, no sin viva confusión de éste. Había muchas cosas en Nastasia Filipovna que a él le incitaban a desagrado y desprecio. Aparte la benignidad de Nastasia Filipovna con las gentes vulgares que se complacía en tratar, mostraba otras extrañas tendencias, como, por ejemplo, la de manifestar agrado en poseer el conocimiento de cosas que una persona refinada y de buena educación no podía ni siquiera admitir como existente. Si Nastasia Filipovna hubiese acreditado una elegante y encantadora ignorancia del hecho de que las mujeres campesinas no podían adquirir las ropas de batista que ella gastaba, Totzky se hubiese sentido muy halagado. Todo el plan de la educación de la joven había sido concebido desde el principio con miras a tal finalidad por el propio Totzky, hombre muy entendido en aquellos respectos. Pero lo logrado era desconcertante, porque Nastasia Filipovna conservaba, pese a todo, un modo de ser peculiar que en tiempos había fascinado a Atanasio Ivanovich y que aun ahora, ya olvidados todos sus ulteriores proyectos sobre ella, le atraía vivamente.
Michkin fue recibido por una doncella (pues Nastasia Filipovna sólo tenía mujeres a su servicio), que oyó el nombre del joven sin manifestar sorpresa alguna, no sin bastante extrañeza por parte de él. La sirvienta no vaciló un solo segundo ante las sucias botas de Michkin, ni ante su sombrero de anchas alas, ni ante su capote sin mangas, ni ante su aspecto turbado. Después de ayudarle a quitarse el abrigo, hízole pasar a una salita de espera y entró a anunciarle.
Nastasia Filipovna estaba rodeada sólo por los concurrentes más habituales de su casa. Los invitados eran en relación a los que, de ordinario, se reunían con ella en la misma fecha, en años anteriores. Señalemos en primer término la presencia de Atanasio Ivanovich Totzky y de Ivan Fedorovich Epanchin. Los dos se mostraban muy amables, pero disimulaban mal la inquietud que les producía la espera de la decisión de la suerte de Gania. Éste se encontraba allí también, muy sombrío e inquieto, sin preocuparse de exteriorizar gentileza alguna, casi constantemente apartado de los demás y silencioso. No había logrado hacerse acompañar de su hermana, mas Nastasia Filipovna no pareció reparar en ello siquiera. En compensación, una vez cambiados con Gania los naturales saludos, se apresuró a mencionar la escena, sucedida poco antes entre él y Michkin. El general, ignorante de todo, quiso informarse más y Gania, seca y discretamente, pero con plena franqueza, relató el incidente de la mañana, añadiendo que había ido a pedir perdón al príncipe y exponiendo, en términos categóricos, su firme creencia de que constituía un error juzgar a Michkin un idiota, ya que él por su parte, le tenía por hombre harto sagaz.
Nastasia Filipovna escuchaba con curiosidad semejante opinión, sin separar los ojos de Gania. La conversación no tardó en recaer sobre Rogochin, que tan considerable parte tomara en el episodio. Totzky y Epanchin se sintieron muy interesados al oírlo. Ptitzin se hallaba en condiciones de proporcionar amplias noticias sobre Parfen Semenovich, puesto que éste le había hostigado hasta las nueve de la noche con insistentes requerimientos para que el prestamista le facilitara cien mil rublos.
—Cierto que Rogochin estaba bebido —comentó Ptitzin—, pero, aunque cien mil rublos no se encuentran así como así a la vuelta de una esquina, creo firmemente que se los podrán procurar, si bien dudo de que los consiga hoy íntegramente. Lo probable es que haya de contentarse con parte de la suma, para recibir lo demás mañana. Hay varios individuos realizando la gestión: Kinder, Trepalov y Biskup. Rogochin está dispuesto a pagar cualquier interés que sea. Como está ebrio y acaba de heredar... —concluyó Ptitzin.
Estos informes fueron preocupación. Nastasia exteriorizar sus pensamientos. Lo mismo le ocurría a Gania. El general Epanchin era quizá, en su interior, el más inquieto de todos: las perlas ofrecidas como regalo por la mañana habían sido aceptadas con fría amabilidad, casi rayana en la ironía. El único invitado realmente alegre entre toda la reunión era escuchados con interés, aunque no sin cierta Filipovna callaba, sin duda proponiéndose no Ferdychenko. A veces estallaba en carcajadas extemporáneas, sin otro motivo que el de conservar su reputación bufonesca. Totzky mismo parecía algo violento y, aun cuando era un brillante conversador y de costumbre llevaba en aquellas veladas el timón de las pláticas, hoy distaba mucho de acreditar espontaneidad y buen humor. Los demás invitados, además de pocos en número, eran positivamente incapaces, no ya de sostener una conversación animada, sino casi de decir alguna cosa. Figuraban entre ellos un anciano profesor, invitado Dios sabía por qué, y un desconocido muy joven a quien su timidez condenaba a constante silencio, así como una desenvuelta dama de cuarenta años, probablemente actriz, y una joven extraordinariamente bella, extraordinariamente bien vestida y de una taciturnidad no menos extraordinaria.
Así, pues, la aparición del príncipe fue muy oportuna. El anuncio de su visita produjo viva sorpresa. Cuando el rostro algo extrañado de Nastasia Filipovna hizo comprender que no había invitado a Michkin se produjeron varias sonrisas muy expresivas. Pero la dueña de la casa, después de su asombro, exteriorizó repentinamente tanta satisfacción, que la mayoría de los asistentes se dispusieron a recibir con regocijo al visitante inesperado.
—Aunque su presencia es atribuible a su ingenuidad —dijo Epanchin—, y aunque podría resultar peligroso alentar tales inclinaciones, en este caso el príncipe ha hecho bien en venir, por original que sea su modo de presentarse. Si la idea que me he formado de él no es equivocada, es incluso posible que nos divierta bastante.
—Tanto más cuanto que se ha invitado a sí mismo —acrecentó Ferdychenko.
—¿Qué quiere usted decir con su observación? —preguntó secamente el general, que sentía fuerte antipatía por el desagradable personaje.
—Que debe pagar su entrada– explicó el último. El general no pudo contenerse y respondió:
—En todo caso, sepa que el príncipe Michkin no es un Ferdychenko.
El hallar a Ferdychenko en un salón y verle colocado en pie de igualdad con él era cosa a la que el general no había podido acostumbrarse aún.
—Vamos, general, deje en paz a Ferdychenko —sonrió su interlocutor—. A mí me asisten derechos especiales.
—¿Cuáles son?
—Ya tuve el honor de exponerlos con claridad, en la pasada reunión, a los presentes. Hoy volveré a hacerlo para informar a Vuestra Excelencia. Escuche, general: todos tienen ingenio y yo no tengo ninguno. De modo que me está permitido decir la verdad, porque todos saben que sólo dicen la verdad los que carecen de ingenio. Soporto pacientemente todas las ofensas, hasta la primera desgracia de mi ofensor. En cuanto sufre algún fracaso, lo aprovecho para vengarme. Entonces le doy de coces, como dice Ivan Petrovich Ptitzin, advirtiendo que desde luego, nunca cocea a nadie. ¿Conoce usted, Excelencia, esa fábula de Krilov que se titula «El león y el asno»? Pues esos somos usted y yo; la fábula parece escrita para nosotros.
—Creo que empieza usted a decir tonterías, Ferdychenko —declaró el general, excitándose un tanto.
—¿Por qué, Excelencia? Tranquilícese, sé que no debo salirme de mi lugar. Si he dicho que usted y yo éramos el león y el asno de Krilov ha sido, desde luego, atribuyéndome el papel de asno. Vuecencia es el león que menciona la fábula.
« Un potente león, espanto de las selvas,
por la vejez privado de sus fuerzas antiguas...»
En cuanto a mí, Excelencia, yo soy el asno.
—En lo último concuerdo —dijo Ivan Fedorovich, conteniendo su enojo.
Todo aquello era de mal gusto y premeditado, sin duda, pero a Ferdychenko se le consentía siempre desempeñar a su albedrío el papel de bufón.
—Si se me deja entrar aquí y se me tolera —había explicado una vez– es únicamente porque hablo de este modo. Porque, ¿acaso sería posible, de lo contrario, recibir a un hombre como yo? ¡Me hago perfecto cargo de ello! ¿Acaso es lógico que yo, un Ferdychenko, me siente al lado de un caballero tan distinguido como Atanasio Ivanovich? Eso sólo tiene una explicación posible: la de que se me sienta a su lado precisamente porque se trata de una cosa inaudita.
Aunque groseras y a veces hasta ofensivas, o quizá por ello, semejantes ocurrencias parecían complacer a Nastasia Filipovna. Los que deseaban frecuentar su salón habían de aceptarlo con la añadidura de Ferdychenko. Quizá éste acertara suponiendo que sólo se le recibía por molestar a Totzky, quien, desde el principio, había sentido por Ferdychenko viva repulsión. En cuanto a Gania, era blanco frecuente también de los sarcasmos de aquel hombre, el cual sabía que con sus ataques al joven se granjeaba la benevolencia de Nastasia Filipovna.
—Propongo que el príncipe comience por cantar una canción de moda —dijo Ferdychenko mirando a la dueña de la casa para compulsar su opinión.
—Pues yo no pienso lo mismo, Ferdychenko. Y le ruego que se contenga —dijo ella con sequedad.
—Desde el momento en que usted dispensa al príncipe su particular protección, yo seré discreto con él.
La joven, sin atenderle, se levantó para recibir en persona al visitante.
—Lamento haber olvidado invitarle esta mañana, en la precipitación de mi marcha —dijo al verle—. Celebro que me haya dado usted ocasión de agradecer y aplaudir su visita.
Y al hablar examinaba a Michkin, proponiéndose leer en su expresión el motivo de su presencia allí.
De haberse sentido menos turbado, el príncipe habría correspondido tal vez a aquellas frases amables, pero en su enorme confusión no acertó a proferir palabra, lo que Nastasia Filipovna observó con placer. Aquella noche, la joven, vestida de fiesta, producía un efecto extraordinario. Tomando el brazo del príncipe, le condujo al salón. M se detuvo en el umbral y murmuró, agitadísimo:
—En usted todo es perfecto: incluso su delgadez y su color pálido. Resultaría imposible imaginarla de otro modo. Usted perdonará que... ¡Sentía unos deseos tan vivos de verla!
—No se disculpe —repuso ella, riendo—. Eso quitaría a su visita la originalidad que tiene. Aciertan los que dicen que es usted un hombre extraño. ¿De modo que me considera usted una perfección?
—Sí.
—Pues a pesar de su sagacidad, se equivoca usted. Hoy mismo lo verá.
Y presentó el príncipe a sus invitados, la mitad de los cuales ya le conocían. Totzky articuló algunas palabras corteses en honor del recién llegado. La conversación, que empezaba a languidecer, tendió a animarse mucho. Todas las lenguas se soltaron, todos empezaron a reír. Nastasia Filipovna hizo que Michkin se sentase a su lado.
Ferdychenko, con voz que dominó las de los demás, exclamó:
—Al fin y al cabo, ¿qué hay de extraño en la visita del príncipe? ¡Si se explica por sí sola!
—En efecto, la visita es muy comprensible y se explica por sí sola —intervino repentinamente Gania, hasta entonces silencioso—. Casi todo el día he tenido la constante oportunidad de observar al príncipe desde que el retrato de Nastasia Filipovna atrajo su atención por primera vez en el despacho de Ivan Fedorovich. Recuerdo bien que ya entonces se me ocurrió una idea, que ahora es firme convicción, confirmada por las declaraciones que el príncipe tuvo a bien hacerme.
Gania no parecía bromear. Muy al contrario, se mostraba tan sombrío, que todos quedaron extrañados.
—No le he declarado nada —rectificó el príncipe, ruborizándose—. Me limité a contestar a sus preguntas.
—¡Bravo, bravo! —gritó Ferdychenko—. ¡Esa sí que es sinceridad! El príncipe es a la vez tímido y sincero.
Una explosión de risa coreó aquellas palabras.
—No chille tanto, Ferdychenko —dijo Ptitzin, con disgusto.
—No esperaba tales hazañas en usted, príncipe —manifestó Ivan Fedorovich—. Le había tomado por un hombre muy diferente, casi por un filósofo. Pero ya veo que es usted muy despejado.
—Viendo enrojecer al príncipe ante esa broma inofensiva, como pudiera hacerlo una jovencita inocente, concluyo que es un joven muy noble, cuyo corazón alberga las intenciones más loables —observó inesperadamente el anciano profesor.
Tratábase de un septuagenario que, por falta de dientes, padecía de un acusado defecto de pronunciación. No había dicho palabra en toda la noche, ni nadie esperaba que la dijese. Todos, pues, estallaron en risas, y el profesor, considerando tales carcajadas como un homenaje rendido a su ingenio, se asoció a ellas animadamente, lo que le produjo un fuerte acceso de tos.
Nastasia Filipovna, que gustaba de aquellos viejos y viejas excéntricos, sin exceptuar siquiera a los fanáticos incultos, dedicó sus cuidados al buen hombre, besóle y pidió otra taza de té para él. Encargó a la doncella que se la trajo que le llevase un chal, se envolvió en él y mandó poner más leña en la chimenea. Luego preguntó qué hora era y alguien le dijo que las diez y media.
—¿Quieren champaña, señores? —preguntó Nastasia Filipovna—. Lo hay en casa. Tal vez eso les ponga de buen humor y les alegre un poco. No gasten cumplidos, se lo ruego.
La invitación, hecha con naturalidad, pareció bastante extraña en una mujer que siempre que recibía se mostraba rígida observadora de ciertas conveniencias. La reunión comenzaba a animarse, pero no se asemejaba a las de costumbre. Mas la oferta de vino no fue rechazada. El primero en aceptarla fue el general, seguido inmediatamente por la dama desenvuelta, luego por el anciano, a continuación por Ferdychenko y finalmente por todos los demás. Totzky siguió el ejemplo común, si bien para disimular lo atrevido de tal proposición trató de darle aspecto de una broma amistosa. Únicamente Gania no quiso beber. Nastasia Filipovna declaró que acompañaría a sus invitados, y que pensaba beber hasta tres copas de champaña. Aquellas súbitas y extrañas ocurrencias desorientaban a todos. En ocasiones la veían pensativa, taciturna, incluso hosca, y momentos más tarde les maravillaba entregándose a accesos de risa histérica sin causa justificada. Algunos sospechaban que tenía fiebre. Y al cabo repararon en que la joven miraba el reloj con frecuencia, y parecía nerviosa y preocupada.
—Creo —dijo la señora desenvuelta– que tienes algo de calentura.
—Algo no: mejor dirías mucho —repuso Nastasia Filipovna, más pálida cada vez y temblando de pies a cabeza—. Por eso he pedido este chal.
Entre los visitantes surgió un movimiento de inquietud.
—Quizá conviniera que la dejásemos descansar —dijo Totzky mirando a Epanchin.
—Nada de eso, señores. Les ruego que se sienten. Hoy necesito muy particularmente su presencia —rebatió Nastasia Filipovna, con acento apremiante y significativo.
Como casi todos los presentes sabían que aquella noche la joven debía adoptar una resolución muy importante, sus palabras causaron honda sensación. El general y Totzky volvieron a cambiar una mirada. Gania se agitaba convulsivamente.
—No estaría mal que organizásemos un petit-jeu —sugirió la señora desenvuelta.
—Yo conozco un petit-jeu nuevo y magnífico —declaró Ferdychenko—. Sólo se ha ensayado una vez, y además fracasó.
—¿En qué consiste? —preguntó la señora desenvuelta.
—Un día yo estaba en una reunión donde todo el mundo se sentía aburrido. De pronto no sé quién formuló la siguiente propuesta: que los presentes relatasen la acción que su alma y su conciencia juzgaran más malvada de toda su vida. Pero había que ser sinceros: la primera condición era la veracidad. No valía mentir.
—¡Extravagante idea! —dijo el general.
—Precisamente, Excelencia. En esa extravagancia radica su encanto.
—La idea es grotesca —dijo Totzky– y, como bien se comprende, puede constituir un pretexto para que cada uno se jacte de lo que quiera.
—Lo cual acaso sea lo que nos propongamos, Atanasio Ivanovich.
—Pero con un petit-jeu de ese estilo vamos a acabar llorando en vez de riendo —observó la señora desenvuelta.
—Es una cosa imposible y absurda —opinó Ptitzin.
—¿Y tuvo éxito la idea? —preguntó Nastasia Filipovna.
—No. Fue un fracaso completo. Cada uno refirió una anécdota, y todos dijeron la verdad, algunos incluso con placer; pero a continuación todos se sintieron avergonzados y no pudieron disimularlo. En cualquier caso, resultó muy divertido... en cierto modo.
—¡Sería agradable! —exclamó, con súbita animación, Nastasia Filipovna—. Ensayemos, señores. La verdad es que no parecemos divertirnos mucho esta noche. Si cada uno de nosotros consintiera en contar algo... de esa clase. Entendido que sólo si quiere. Con plena libertad, ¿eh? Acaso resultase bien. Originalidad, por lo menos, no le falta a la idea.
—¡Como que es genial! —proclamó Ferdychenko—. Además, las señoras quedan excluidas. Sólo hablarán los hombres, echando a suertes, como la otra vez. Por supuesto, no se obliga a nadie. ¡Naturalmente! Quien quiera abstenerse, que lo haga, aunque no mostrará así gran amabilidad. Escriba cada uno de ustedes su nombre en un trozo de papel, échenlos en mi sombrero y el príncipe los sacará. El juego no ofrece complicaciones. Relatar la peor acción de uno es cosa muy fácil. ¡Ya lo verán! Si a alguien le falla la memoria, yo me encargo de refrescar sus recuerdos.