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El Idiota
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Автор книги: Федор Достоевский



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XI



El príncipe abandonó el salón y se retiró a su cuarto, donde Kolia acudió a consolarle. El pobre muchacho, ahora, parecía incapaz de separarse de Michkin.

—Ha hecho usted bien en irse de la sala —dijo—. Ahora la cosa se va a poner más agria todavía. Esta es nuestra existencia diaria. ¡Y todo por culpa de esa Nastasia Filipovna!

—Veo que aquí tienen ustedes bastantes penas, Kolia —dijo Michkin.

—Sí, muchas. Pero no merece la pena hablar de nosotros. Si sufrimos es por nuestra culpa. En cambio, yo tengo un íntimo amigo... ¡y ése sí que es desgraciado! ¿Quiere usted que se lo presente?

—Con mucho gusto. ¿Es algún camarada suyo?

—Sí, casi un camarada. Ya se lo explicaré todo más adelante. Dígame: ¿qué le parece Nastasia Filipovna? ¿Verdad que es muy hermosa? Yo no la había visto nunca, y no por falta de ganas. Y me ha deslumbrado. Si Gania se casase con ella por amor, se lo perdonaría, pero ¡que haya de recibir dinero! ¡Eso es deplorable!

—No simpatizo mucho con su hermano.

—¡No me extraña! Después que... Pero yo no miro esas cosas como suelen mirarse. Porque un loco, un imbécil, o un granuja, en un paroxismo de locura, dé una bofetada a alguien, éste ya queda deshonrado para toda la vida, a menos que lave la injuria con sangre o su agresor le pida perdón de rodillas. Esto, para mí, es absurdo y despótico. «La mascarada» de Lermontov se funda en esto, mas, a mi juicio, es una estupidez. O, mejor dicho, quiero indicar que no es natural. Claro que Lermontov era casi un niño cuando escribió ese drama...

—Su hermana me parece una mujer muy agradable.

—Es muy valiente. ¡Hay que ver cómo ha escupido a Gania en la cara! Usted no ha hecho lo mismo, aunque estoy seguro de que no por falta de valor. Pero mírela: ahí viene. En hablando del rey de Roma... Ya sabía yo que vendría: es una mujer muy noble, aunque tiene sus defectos...

Varia comenzó por increpar a su hermano.

—¡Ea, largo de aquí! Éste no es tu sitio. Vete con papá. ¿Le ha molestado Kolia, príncipe?

—No, al contrario.

—¡Ya estás con ganas de gruñir, Varia! Esto es lo que tienes de malo. Por cierto que yo pensaba que papá se había ido con Rogochin. Seguramente lamenta ya no haberle acompañado. Voy a ver qué hace —dijo Kolia, saliendo.

—Gracias a Dios, he convencido a mamá de que se acueste y no ha habido más disputas —manifestó Varia—. Gania está avergonzado y muy deprimido. Y tiene motivos para estarlo. ¡Qué lección! He venido, príncipe, para darle las gracias y para hacerle una pregunta. ¿No conocía usted antes a Nastasia Filipovna?

—No, no la conocía.

—Entonces, ¿cómo le ha dicho que no es lo que finge? Parece que ha adivinado usted. Es muy posible, en efecto, que esa mujer no sea así. ¡Pero no seré yo quien me ocupe en descifrar su carácter! Es evidente desde luego que acudía con intención de molestarnos. He oído antes de ahora contar ciertas cosas extrañas a propósito de ella. Y, si quería invitarnos, ¿por qué empezó mostrándose grosera con mamá? Ptitzin la conoce bien y afirma que no comprende la conducta de que alardeó al principio. Y luego, ese Rogochin... Una mujer que se respete no puede tener una conversación así en casa de su... Mamá está muy inquieta por usted...

—No hay motivo —dijo Michkin, con un expresivo ademán.

—¡Hay que ver lo dócil que esa mujer ha estado con usted, príncipe!

—¿Dócil?

—Usted le ha dicho que era una vergüenza para ella obrar así e inmediatamente ha cambiado por completo. ¡Tiene usted mucha influencia sobre ella! —comentó Varia, con una leve sonrisa.

Se abrió la puerta y con gran sorpresa de los interlocutores, Gabriel Ardalionovich entró en la habitación.

La presencia de su hermana no le desconcertó en lo más mínimo. Permaneció unos instantes en el umbral y después adelantó resueltamente hacia Michkin.

—Príncipe, he cometido una cobardía. Perdóneme, amigo mío —dijo con acento emocionado.

Su semblante expresaba vivo sufrimiento. El príncipe le miró con extrañeza y no contestó.

—¡Perdóneme, perdóneme! —suplicó Gania ¡Si quiere, le besaré la mano!

Michkin, muy enternecido, tendió los brazos a Gania, sin decir palabra. Los dos se abrazaron con un sentimiento sincero.

—Yo distaba mucho de juzgarle mal —manifestó el príncipe, respirando con dificultad—. Pero me parecía usted incapaz de...

—¿Incapaz de reconocer mis errores? Y, por mi parte, ¿de qué había sacado yo antes que era usted un idiota? Usted siempre repara en lo que no reparan los demás. Con usted se podría hablar de... Pero más vale callar.

—Hay otra persona ante la que debe usted reconocerse culpable —dijo Michkin, señalando a Varia.

—La enemistad de mi hermana conmigo es definitiva ya. Esté seguro, príncipe, de que hablo con fundamento. Aquí nunca se perdona nada sinceramente —replicó Gania con viveza, apartándose de Varia.

—Te engañas —dijo Varia—. Sí, te perdono.

—¿E irás esta noche a casa de Nastasia Filipovna?

—Iré si me lo exiges, pero yo soy la que te pregunto: ¿No crees absolutamente imposible que la visite en las circunstancias actuales?

—No. Nastasia Filipovna es muy amiga de plantear enigmas. Pero todo ha sido un juego.

Y Gania sonrió con amargura.

—Ya sé que esa mujer no es así y que todo ello constituye un juego por su parte. Pero, ¡qué juego! ¿No ves, además, por quién te toma, Gania? Cierto que ha besado la mano de mamá; admito también que su insolencia fuera ficticia; mas, aparte eso, hermano, se ha burlado de ti. Te aseguro que setenta y cinco mil rublos no compensan semejante cosa. Te hablo así porque sé que eres aún capaz de sentimientos nobles. Tampoco tú debieras ir. Ten cuidado. Esto no puede terminar bien.

Y Varia, muy agitada, salió precipitadamente de la habitación.

—He aquí el modo de ser de los de esta casa —dijo Gania, sonriendo—. ¿Es posible que imaginen que yo ignoro todo lo que me predican? ¡Lo sé tan bien como ellos!

Y se sentó en el diván con evidente deseo de alargar la visita.

—Entonces yo me pregunto —repuso Michkin con timidez– cómo puede ser que esté usted decidido a afrontar un tormento así sabiendo que setenta y cinco mil rublos no lo compensan.

—Yo no hablaba de eso —murmuró Gania—. Pero ya que viene a propósito, dígame: ¿Cree usted que setenta y cinco mil rublos valen la pena de sufrir ese «tormento»?

—A mi juicio, no.

—Ya sabía que usted opinaría así. ¿Y cree vergonzoso casarse en esas condiciones?

—Muy vergonzoso.

—Pues sepa usted que me casaré, y que ahora estoy absolutamente decidido. Hace un rato aún titubeaba, pero ahora, no. No me haga observaciones. Todo lo que usted pueda decirme lo sé de antemano.

—No; lo que voy a decirle no se le ha ocurrido. A mí me extraña mucho su extraordinaria certeza.

—¿De qué?

—De que Nastasia Filipovna no pueda dejar de casarse con usted. Su seguridad de que el asunto es cosa arreglada. Y aun admitiendo que se case con ella, me sorprende verle tan seguro de recibir los setenta y cinco mil rublos. Desde luego hay en este caso muchos detalles que ignoro...

Gania, con un brusco movimiento, se acercó a Michkin.

—Claro: no lo sabe usted todo —dijo—. ¿Por qué había de resignarme yo a esa carga de no mediar dinero?

—Me parece que casos así se producen con mucha frecuencia: uno se casa por interés y el dinero queda en manos de la esposa.

—En este caso, no... Aquí median... median circunstancias especiales —repuso Gania, tomándose pensativo y preocupado—. Y en cuanto a la contestación de ella no hay duda alguna —se apresuró a añadir—: ¿De qué saca usted en limpio que puede negarme su mano?

—No sé sino lo que he visto. También Bárbara Ardalionovna le ha manifestado hace un momento...

—Las palabras de mi hermana no tienen importancia. No sabe lo que dice. Y respecto a Rogochin, estoy seguro de que Nastasia Filipovna se ha burlado de él. Me he dado muy buena cuenta... Era evidente. Antes he tenido cierto temor, pero ahora lo veo todo con claridad. Acaso me objete usted que su modo de comportarse con mis padres y con Varia...

—Y con usted.

—Lo admito. Pero en todo esto hay un antiguo rencor femenino, y nada más. Nastasia Filipovna es una mujer terriblemente irascible, vengativa y orgullosa. ¡Parece un empleado pospuesto en el ascenso! Ella quería alardear de su desprecio por mí y por mí, no lo niego... Y sin embargo, se casará conmigo. Usted no tiene idea de las comedias que el amor propio sugiere al ser humano. Nastasia Filipovna me considera despreciable, porque me caso únicamente por el dinero con una mujer que ha sido de otro hombre, y no sabe que cualquiera en mi caso se portaría mucho más vilmente, parque se aproximaría a ella dirigiéndole discursos liberales y avanzados, explotando hábilmente la cuestión de los derechos femeninos, haciendo creer sin dificultad a esa necia vanidosa que sólo deseaba casarse con ella por su «nobleza de alma» y por su «desgracia», cuando, en fin de cuentas, se casaría con ella por el dinero. Lo que la indigna es que yo no finja cuando convendría fingir. Ella, a su vez, ¿qué hace sino lo mismo que yo? Así, pues, la conclusión es ésta: ¿por qué me desprecia y finge de ese modo? Porque yo, en vez de humillarme, le he dado pruebas de orgullo. ¡Pero ya veremos!

—¿La amó usted antes de esto?

—Al principio, sí. Pero ya, no. Hay mujeres muy buenas como amantes y detestables como esposas. No quiero decir, entiéndame, que yo haya sido amante de Nastasia Filipovna. Si se propone vivir en paz conmigo, yo viviré en paz con ella. Pero si se rebela la abandonaré llevándome el dinero. No quiero hacer el ridículo; sobre todo, no quiero hacer el ridículo.

—Sigo creyendo que Nastasia Filipovna es inteligente —dijo Michkin, no sin temor de ofender a Gania—. ¿Por qué acepta este matrimonio pudiendo prever las tribulaciones que la esperan? Le cabría casarse con otro... Eso es lo que me extraña.

—Hay ciertas razones... Usted no lo sabe todo, príncipe... Es que... Además, está convencida de que la amo con locura, se lo aseguro. Incluso me inclino a creer que ella me quiere a su modo. Ya conoce usted el proverbio: «Quien bien te quiere, te hará llorar.» Ella me considerará siempre como un bellaco (y puede que sea lo que le convenga en el fondo), pero a pesar de todo me amará a su manera. Y está preparándose para ello: tal es su carácter. Es una verdadera rusa, se lo juro, príncipe. Pero yo le preparo una sorpresa. Aunque impremeditadamente, la escena de antes con Varia ha resultado oportuna para servir mis intereses. Nastasia Filipovna ha tenido así la prueba de mi devoción por ella, devoción que me llevó, en apariencia, a mostrarme dispuesto a romper todos los vínculos con mi familia. Esté usted seguro de que no soy un necio... Pero sí dirá usted que soy un charlatán, ¿no? Quizá yo no acierte, querido príncipe, al hacerle estas confidencias, mas me he lanzado sobre usted, porque es el primer hombre honrado que he conocido. Al decirle que me he lanzado sobre usted no pretendo hacer un juego de palabras. No está usted disgustado ya conmigo por lo de antes, ¿verdad? Acaso sea ésta la primera vez desde hace dos años que hablo con el corazón en la mano. Créame que aquí padecemos una terrible escasez de personas honorables. Ninguno supera en honradez a Ptitzin... ¡Figúrese! Creo que se ríe usted... Pero, ¿no sabe que los granujas estiman a la gente honrada? Y yo... Aunque, por otra parte, ¿por qué he de ser yo un granuja? Dígame con franqueza, ¿me cree usted un granuja? ¿Por qué me califican todos así, empezando por Nastasia Filipovna? Mas, ya que lo hacen, sigo el ejemplo de ellos y de ella y me califico de granuja también. ¡Adelante, pues, con la granujería!

—Desde ahora, yo no lo consideraré nunca de tal modo —dijo Michkin—. No hace mucho le juzgaba un malvado, y sus palabras presentes me producen una gran alegría. Esto es una lección, e indica que no se puede juzgar con ligereza. Ya veo, Gabriel Ardalionovich, que usted, lejos de ser un malvado, no puede ser considerado ni aun como un hombre muy corrompido. Mi opinión es que usted es una de las personas más corrientes que existen. Si por algo se distingue, es por una gran flaqueza de carácter y por una falta absoluta de originalidad.

Gania sonrió para sí, con sarcasmo, pero no habló. Michkin comprendió que su opinión había desagradado a su interlocutor y calló también, confuso.

—¿Le ha pedido dinero mi padre? —interrogó Gania de repente.

—No.

—Se lo pedirá, pero no se lo dé. Antes mi padre era un hombre correctísimo, lo recuerdo bien. Frecuentaba la mejor sociedad. Mas ¡qué pronto empieza la decadencia de estos señores tan correctos, cuando llegan a viejos! Al primer revés de fortuna, se opera en ellos una transformación completa. Antaño, se lo aseguro, mi padre no mentía jamás; apenas si era un poco más entusiasta de lo debido. ¡Y vea en lo que ha venido a parar! La culpa es del vino, sin duda. ¿No sabe usted que tiene una querida? De modo que no es ya un mero charlatán inofensivo. No comprendo la paciencia de mamá, ¿Le ha contado ya mi padre el asedio de Kars? ¿No le ha dicho que tenía un caballo gris que hablaba? Se ve que no ha tenido tiempo todavía...

Y Gania rompió en una franca carcajada.

—¿Por qué me mira usted así? —preguntó bruscamente al príncipe.

—Porque me sorprende verle reír tan sinceramente. Tiene usted, en realidad, una alegría casi infantil. Cuando ha venido a reconciliarse conmigo y me ha dicho: «Si quiere, le besaré la mano», he pensado que un niño no habría podido portarse de otro modo... Es usted, pues, capaz de hablar y proceder todavía con la candidez de la infancia. Luego, de improviso, me habla usted de sus tenebrosos proyectos concernientes a los setenta y cinco mil rublos. Verdaderamente, todo ello me parece absurdo e increíble.

—¿Y qué quiere deducir de eso?

—Que se lanza usted atolondradamente a la empresa y que haría bien en pensarlo dos veces. Puede que Bárbara Ardalionovna tenga razón.

—¡Ah, ahora salimos con la moral! —replicó vivamente Gania—. Ya sé que soy un muchacho, y lo acredito por el simple hecho de haber entablado tal conversación con usted. Pero no me lanzo por cálculo a este tenebroso asunto, príncipe —continuó el joven, herido en su amor propio e incapaz ya de dominar sus palabras—. Si hiciese un cálculo, seguramente me engañaría, porque soy muy débil aún de mente y de carácter. Obedezco a una pasión y a un impulso que para mí son antes que todo lo demás. Usted cree que una vez en posesión de los setenta y cinco mil rublos yo me apresuraré a comprar un coche. No: entonces concluiré de usar este abrigo viejo que llevo hace tres años y renunciaré a todas mis amistades del círculo. Seguiré el ejemplo de los que han triunfado. A los diecisiete años, Ptitzin dormía al raso y vendía cortaplumas. Empezó con un kopecy ahora posee sesenta mil rublos. Pero, ¡hay que ver lo que le ha costado llegar a ello! Esos principios penosos son los que quiero evitar. Empezando ya con un capital, de aquí a quince años podrá decir la gente: «Ese es Ivolguin, el rey de los judíos». Usted opina que esto carece de originalidad, que es mera flaqueza de carácter, que no poseo talentos particulares, que soy un hombre corriente... Usted me ha hecho el honor de no considerarme un granuja y no sabe que le hubiera golpeado de buena gana en recompensa de su buena opinión. Me ha ofendido usted más cruelmente que Epanchin, que me juzga capaz de venderle mi mujer (y observe que esa conjetura por parte suya es completamente gratuita, ya que nunca se ha tratado de semejante cosa entre nosotros, ni ha procurado siquiera inducirme a ello, de modo que sólo lo cree porque él mismo es un ingenuo en el fondo). Todo esto me trae muy disgustado hace tiempo, amigo. Yo necesito dinero. Una vez rico, entérese, seré un hombre muy original. Lo que el dinero tiene de más vil y despreciable es que incluso proporciona talentos. Y los proporcionará mientras el mundo sea mundo. Usted dirá que todo esto son chiquilladas y acaso novelería. Pues, entonces, resultará doblemente divertido para mí. Haré lo que me propongo. «Rira bien qui rira le dernier.» ¿Por qué cree usted que Epanchin me ofende de ese modo? ¿Por maldad? Nada de eso. Sólo porque soy un Don Nadie en la sociedad. Pero luego... En fin, ya hemos hablado bastante: he visto asomar dos veces la nariz de Kolia, lo que quiere decir que la mesa está servida. Me voy a comer. Acudiré a hablarle con frecuencia. No se encontrará usted mal con nosotros. Desde ahora va a ser considerado como un miembro más de la familia. Pero, fíjese en esto, no se le ocurra traicionarme. Creo que usted y yo hemos de ser, o amigos, o enemigos. Dígame, príncipe: si antes le hubiese besado la mano como estaba sinceramente resuelto a hacer, ¿no cree usted que después de eso me habría convertido en su enemigo?

Michkin reflexionó un momento y luego rompió a reír.

—Sí, se habría convertido en ello, sin duda; pero no por mucho tiempo. Más adelante, le hubiera sido imposible conservar semejante sentimiento y me habría perdonado.

—¡Hola! ¡Con usted hay que ser prudente! ¿Quién sabe si no es usted ya enemigo mío? A propósito —y rió—, ya olvidaba preguntárselo... Me parece que Nastasia Filipovna le ha gustado mucho. ¿Es cierto?

—Sí, me gusta.

—¿Está usted enamorado de ella?

—No... no.

—Vaya, se pone usted encarnado y se siente inquieto... No importa, no importa... ¿Ve? Ya no me río. Hasta luego... Escuche: ¿sabe que Nastasia Filipovna es una mujer virtuosa? ¿No le parece increíble? ¿Se figura que mantiene relaciones íntimas con Totzky? ¡Nada de eso! Hace mucho tiempo que no. ¿Y ha notado también que a veces es muy poco dueña de sí, y que hoy ha perdido la serenidad en algunos momentos? Eso es indudable. Así son siempre las personas amigas de dominar a los demás. Ea, adiós...

Gania salió con mucha más animación que había entrado y ya en la plenitud de su buen humor. Michkin permaneció inmóvil y pensativo durante diez minutos.

Kolia entreabrió la puerta otra vez y asomó apenas la cabeza.

—No tengo ganas de comer, Kolia. He almorzado muy fuerte con los Epanchin.

Kolia penetró en la habitación y tendió al príncipe un pliego doblado y cerrado. Era una nota escrita por el general. En el rostro del muchacho se notaba lo ingrato que le era encargarse de semejante comisión. Una vez leído el mensaje, Michkin se levantó y cogió su sombrero.

—Es a dos pasos de aquí —dijo Kolia, confuso—. Papá está bebiendo. Cómo se ha podido arreglar para abrirse crédito en ese establecimiento, es cosa que no acierto a comprender. Querido príncipe, le ruego que no diga a mi familia que le he traído esa nota. He jurado mil veces que no aceptaría tales comisiones, poro no tengo luego el valor de negarme. Le ruego que no haga cumplidos con papá. Déle unas pocas monedas, lo que tenga suelto, y asunto terminado...

—Tengo interés en ver a su padre, Kolia. Quiero hablarle de un asunto... Vamos...

XII



Kolia condujo a Michkin a la Litinaya. Allí, en un café con billar anexo, situado en un piso bajo, Ardalion Alejandrovich se hallaba en un reservado del rincón derecho, con el aire de un parroquiano habitual. Tenía una botella ante sí y leía un ejemplar de la «Indépendence Beige», mientras esperaba al príncipe. Viéndole entrar, dejó el periódico y se entregó a una explicación prolija y verbosa de la que Michkin no comprendió casi nada, porque el general distaba mucho de hallarse sereno.

—No llevo diez rublos sueltos —atajó Michkin—. Tome este billete de veinticinco, cámbielo y déme los quince que sobran, porque si no me quedo sin un groch.

—Por supuesto. Ahora mismo...

—Aparte eso quiero pedirle un favor... ¿No ha estado usted nunca en casa de Nastasia Filipovna?

Ardalion Alejandrovich sonrió con irónica y triunfal fatuidad.

—¿Que si no he estado en su casa? ¿Es posible que me lo pregunte? ¡Varias veces, querido, varias veces! Pero finalmente he dejado de visitarla porque no quiero formar una unión inadmisible. Usted mismo lo ha visto y ha sido testigo de ello esta mañana. He hecho cuanto debe hacer un padre... pero un padre indulgente y benigno. Ahora va usted a saber cómo obra un padre deferente, y entonces veremos si un militar veterano y benemérito de su patria triunfa de la intriga o si una desvergonzada mujerzuela entra a viva fuerza en una familia noble.

—Quería preguntarle si, como conocido, podía usted presentarme esta noche en casa de Nastasia Filipovna. Es absolutamente preciso que la vea hoy, porque necesito hablarle. Pero no sé cómo hacerme presentar en su casa. Cierto que ya me conoce; mas no he sido invitado a la reunión de hoy, y hoy precisamente la reunión es privada. Desde luego estoy dispuesto a prescindir de ciertas conveniencias... Si logro entrar en la casa, me tiene sin cuidado que luego se burlen de mí.

—Su idea, joven amigo, coincide en todos los puntos con la mía —exclamó el general, encantado—. No ha sido sólo con motivo de esta pequeñez por lo que le he llamado —añadió, sin dejar por eso de embolsarse el billete—. Precisamente le quería proponer una expedición a casa de Nastasia Filipovna, o, mejor dicho, contra Nastasia Filipovna. ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! ¡Habrá que ver el efecto que le causa! Con el pretexto de una atención, la visitaré hoy, día de su cumpleaños, y entonces le haré saber mi voluntad... Indirectamente, claro, pero para el caso será lo mismo. Entonces Gania comprenderá cuál es su deber, y veremos si un padre anciano, encanecido al servicio de la patria y... y todo eso... impone la razón, o si... En fin: lo que haya de ser, será. Ha tenido usted una idea luminosa. Iremos a las nueve; nos sobra, pues, mucho tiempo.

—¿Dónde vive Nastasia Filipovna?

—Bastante lejos. En la casa Mitovtzov, cerca del Gran Teatro, en el primer piso. A pesar de ser el día de su cumpleaños, no habrá mucha gente y todos se retirarán pronto.

Había anochecido hacía rato y aún continuaba el príncipe allí, escuchando la charla del general, quien iniciaba infinitos relatos sin terminar ninguno. Al llegar Michkin, Ivolguin había encargado una botella más, que bebió en una hora. Luego pidió otra, que vació igualmente. Era presumible que en el curso de sus libaciones el general habría tenido tiempo de narrar toda su historia.

Al fin, el príncipe se levantó diciendo que no podía esperar más. Ardalion Alejandrovich bebió las últimas gotas restantes en la botella y salió, tambaleándose, de la habitación.

Michkin se sentía desesperado. No acertaba a comprender cómo había tenido la necia ocurrencia de confiar en el general. En el fondo nunca aguardó de éste sino que le introdujera en casa de Nastasia Filipovna, aunque fuese a costa de cierto escándalo, pero el escándalo amenazaba sobrepasar las calculadas previsiones de Michkin. Ardalion Alejandrovich, perfectamente ebrio, dirigía a su compañero toda clase de discursos facundiosos y sentimentales, desbordándose en recriminaciones contra su familia, ya que el mal arrancaba, a su juicio, de la mala conducta de todos ellos, y había llegado el momento de poner límites a la situación.

Al cabo, se hallaron en la Litinaya. Continuaba el deshielo. Un viento tibio e insalubre azotaba las calles. Los vehículos salpicaban pelladas de barro. Los cascos de los caballos herían el suelo con metálico rumor. Una multitud de gentes mojadas y cabizbajas circulaba por las aceras. De vez en cuando cruzaba algún beodo.

—¿Ve usted esos pisos principales tan brillantemente iluminados? —dijo Ivolguin—. Todos pertenecen a camaradas míos, y yo que he servido y sufrido más que cualquiera de ellos, voy a pie hasta el Gran Teatro para visitar a una mujer de reputación dudosa. ¡Un hombre que tiene trece balas en el pecho...! ¿No lo cree? Pues, sin embargo, fue exclusivamente por mí por quien el doctor Pirogov telegrafió a París, abandonando adrede Sebastopol en la época del sitio. Nélaton, el médico de la Corte de Francia, obtuvo un salvoconducto en nombre de la ciencia y entró para curarme en la ciudad asediada. Los primeros personajes del Imperio supieron lo que ocurría: «¡Ah —dijo—, Ivolguin tiene trece balas en el pecho!» ¡Así se hablaba de mí! ¿Ve esta casa, príncipe? En el primer piso habita un antiguo camarada mío, el general Sokolovich; en unión de su familia, muy noble y numerosa, por cierto. Esta familia, con otras tres de la Perspectiva Nevsky y dos de la Morskaya, son todas las relaciones que conservo ahora... Quiero decir relaciones personales. Nina Alejandrovna se ha sometido hace tiempo a las circunstancias. Yo continúo acordándome..., y, por así decirlo, desenvolviéndome en un círculo escogido, compuesto por antiguos compañeros y subordinados que me veneran, literalmente. A este general Sokolovich hace algún tiempo que no le visito, como tampoco a Ana Fedorovna. Usted sabe, querido príncipe, que cuando uno mismo no recibe en su casa se abstiene, aun sin darse cuenta, de acudir a las de los demás. Pero observo que parece usted dudar de lo que digo. Y, sin embargo... ¿Qué inconveniente puede haber en que yo presente en casa de esta amable familia al hijo del compañero de mi infancia? ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! Conocerá usted a una joven impresionante... ¿Qué digo una? Verá dos, tres incluso, que son la flor de la sociedad y la crema de la capital. Apreciará en ellas hermosura, educación, inteligencia, comprensión de la cuestión feminista, poesía... Y todo reunido en una mezcla feliz. Sin contar con que cada una de ellas tiene lo menos ochenta mil rublos de dote, lo cual no estorba nunca, pese a las cuestiones feministas o sociales... En resumen, es absolutamente necesario que le presente en esta casa; ello constituye para mí un deber, una obligación... ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin. ¡Figúrese!

—Pero, ¿ahora? ¿Ha olvidado usted...? —comenzó Michkin.

—¡Venga, venga, príncipe! No olvido nada. Es aquí, en esta soberbia escalera. Me extraña no ver al portero; pero es fiesta y debe de haber salido. ¿Cómo no habrán despedido aún a ese borracho? Sokolovich me debe a mí, a mí solo, todo su éxito en la vida y en el servicio... Ea, ya estamos.

El príncipe, sin objetar más, siguió dócilmente a su compañero, tanto por no incomodarle como con la firme esperanza de que el general Sokolovich y su familia se desvaneciesen totalmente cual un engañoso espejismo, lo que pondría a los visitantes en la precisión de tornar a descender la escalera. Pero, con gran horror suyo, esta esperanza comenzó a disiparse cuando notó que el general le guiaba peldaños arriba con la precisión de quien conoce bien la casa en que entra, dando, por ende, de vez en cuando algún detalle biográfico o topográfico matemáticamente preciso. Cuando llegaron al piso principal y el general empuñó la campanilla del lujoso piso de la derecha, Michkin resolvió huir a todo evento. Pero una extraña y favorable circunstancia le detuvo.

—Se ha equivocado usted, general —dijo—. En la puerta se lee «Kulakov», y a quien busca usted es a Sokolovich.

—¿Kulakov? Kulakov no significa nada. Este piso pertenece a Sokolovich, y es por Sokolovich por quien preguntaré. ¡Que cuelguen a Kulakov! Ea, ya abren.

Se abrió la puerta, en efecto, y el criado anunció desde luego a los visitantes que los dueños de la casa estaban ausentes.

—¡Qué lástima, qué lástima! ¡Qué desagradable coincidencia! —dijo Ardalion Alejandrovich, con muestras de vivo disgusto—. Cuando sus señores vuelvan, querido, dígales que el general Ivolguin y el príncipe Michkin deseaban tener el gusto de saludarles, y que lamentan muchísimo...

En aquel instante apareció en la entrada otra persona de la casa. Era una señora de sobre cuarenta años con un traje de color oscuro, probablemente ama de llaves, o acaso institutriz. Oyendo los nombres del general Ivolguin y el príncipe Michkin, se acercó con desconfiada curiosidad.

—María Alejandrovna no está en casa —dijo, examinando especialmente al general—. Ha ido a visitar a la abuela con la señorita Alejandra Mijailovna.

—¿También ha salido Alejandra Mijailovna? ¡Dios mío, cuánto lo siento! ¡Imagine usted, señora, que siempre sucede lo mismo! Le ruego encarecidamente que se sirva saludar de mi parte a Alejandra Mijailovna y darle recuerdos míos... En resumen, dígale que le deseo de todo corazón que se realice lo que ella deseaba el jueves por la noche, mientras oíamos tocar una balada de Chopin... Se acordará muy pronto... ¡Y lo deseo sinceramente! Ya sabe: el general Ivolguin y el príncipe Michkin.

—No lo olvidaré —dijo la señora, inclinándose, con expresión más confiada.

Mientras descendían, el general manifestó lo mucho que lamentaba que Michkin hubiese perdido la oportunidad de conocer a aquella encantadora familia.

—Yo, ¿sabe querido?; soy en el fondo un poco poeta. ¿No lo había observado? Pero... pero —añadió de improviso– creo que nos hemos equivocado. Ahora recuerdo que los Sokolovich viven en otra casa, e incluso, si no me engaño, deben hallarse en Moscú en este momento. Sí, he cometido un pequeño error. Mas no tiene importancia.

—Quisiera saber —dijo el príncipe, desalentado—, si no debo ya contar con usted y si he de ir solo a casa de Nastasia Filipovna.

—¿No contar conmigo? ¿Ir solo? ¿Cómo puede usted preguntarme tal cosa cuando eso constituye para mí una empresa importantísima, de la que depende la suerte de todos los míos? Conoce usted mal a Ivolguin, joven amigo. Decir Ivolguin es decir «una roca». «Ivolguin es firme como una roca», decían en el escuadrón donde inicié mi servicio. Pero vamos a entrar primero por unos instantes en la casa donde, desde hace algunos años, mi alma reposa de sus inquietudes y se consuela en sus aflicciones.

—¿Quiere usted subir a su domicilio?

—¡No! Quiero... visitar a la señora Terentiev, viuda del capitán Terentiev, mi antiguo subordinado... y mi amigo. En casa de esta señora recupero el valor, hallo fuerzas para soportar las penas de la vida, los sinsabores domésticos... Precisamente hoy llevo sobre mi alma un gran peso moral, y...

—Temo haber cometido una ligereza entreteniéndole esta noche —murmuró Michkin—. Además usted, ahora... En fin: adiós...

—¡No puedo dejarle marchar así, joven amigo! ¡No, no puedo! —exclamó el general—. Esta señora es una viuda, una madre de familia, de cuyo corazón brotan afectuosos ecos que repercuten en todo mi ser. Visitarla es cosa de cinco minutos. Aquí no tengo que andar con cumplidos. Estoy en mi casa, como quien dice. De modo que me lavaré un poco y luego iremos al Gran Teatro en un coche de punto. No puedo abandonarle en toda la noche. Ya estamos. Pero, Kolia, ¿qué haces aquí? ¿Está en casa Marfa Borisovna? ¿O acabas de llegar?


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