355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Владимир Набоков » Ada o el ardor » Текст книги (страница 9)
Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



сообщить о нарушении

Текущая страница: 9 (всего у книги 39 страниц)

—Espera, ahora no —respondió, en un murmullo medio ahogado.

Ella insistió:

—Quiero saber. Quiero que me digas...

Él acariciaba y entreabría con sus partes carnosas ( parties très charnuesen el caso de nuestra apasionada parejita), la cortina suave y sedosa de su negra cabellera (cuando Ada echaba la cabeza atrás, los cabellos le llegaban más abajo de los ríñones) y trataba de abrirse camino hasta el esplenio, tibio aún del calor del lecho. (No hace falta, ni aquí ni en otras partes —ya he encontrado otro pasaje similar —echar a perder un estilo relativamente puro con el empleo de esos vagos términos anatómicos que el psiquiatra recuerda de sus años de estudiante. Nota escrita más tarde por Ada.)

—Quería preguntar... —repetía ella, mientras la boca golosa ele Van alcanzaba su cálido y pálido objetivo.

—Quería preguntarte —repitió, esta vez con gran claridad, y, sin embargo, ya algo fuera de sí, pues la mano viajera había vuelto a ascender por el brazo, y el pulgar, que acababa de posarse en un pezoncito, le producía un hormigueo en el paladar, eso que en las novelas georgianas se describe como «llamar a la doncella»... cosa naturalmente inconcebible cuando falta la elletricità...

(Protesto. No tienes derecho. Eso está prohibido, hasta en lituano y en latín. Nota de Ada.)

—Preguntarte...

—¡Pregunta —gritó Van—, pero no lo estropees todo! (es decir: no me impidas que me alimente de ti, que me retuerza contra ti).

—Bien. ¿Por qué? —preguntó, exigió, reclamó, mientras una llama crepitaba y un cojín iba a parar al parquet—. ¿Por qué te pones tan duro y tan gordo por ahí cuando...?

—¿Dónde? ¿Cuando qué?

Con el fin de explicarse mejor, con un tacto y un contacto exquisito, hizo danzar su vientre contra él, que seguía casi arrodillado, estorbada por la larga cabellera que se interponía, y con un ojo casi metido en la oreja del muchacho (sus posiciones recíprocas habían llegado a estar considerablemente embrolladas).

—¡Repítelo! —gritó Van, como si ella estuviese muy lejos, un mero reflejo en la ventana oscura.

—¡Vas a enseñármelo inmediatamente! —dijo Ada, con autoridad.

Van se despojó de su improvisado kilt. Y Ada cambió en seguida de tono.

—¡Dios mío! —murmuró, como un niño que habla a otro niño—. ¡Está todo desollado, en carne viva! ¿Te duele? ¿Te duele mucho?

Él suplico:

—¡Tócalo, pronto!

—¡Van, pobre Van! —siguió ella, con la vocecita que emplean las niñas buenas para hablar a los gatos, a las orugas, a los perritos—. Estoy segura de que eso te quema. ¿Crees que te aliviarías si te lo tocara?

—¿Que si lo creo? ¡Puedes apostar!

—Mapa en relieve: los ríos de África —dijo la pedantilla. Su índice remontó el Nilo Azul, hasta las selvas, y luego volvió a seguir la dirección de la corriente—. ¿Y esto? El sombrerete del champiñón rojo no es ni la mitad de suave. De veras (en un tono intrascendente), me recuerda una flor de geranio, o, mejor, de pelargonio.

—¡Dios mío, ya estás con la botánica!

—¡Ay, Van, Van, ese fruto me gusta! ¡Francamente, me gusta!

—¡Apriétalo entonces, tonta! ¿No ves que me muero?

Pero la ingenua botánica no tenía la menor idea de cómo manejar aquel objeto. Van, ya in extremis, lo oprimió contra el volante de su camisón y gimió, al disolverse en un charco de placer.

Ella observaba, consternada.

—No es lo que tú crees —comentó Van, calmoso—. No tiene nada que ver con el pipí. Es limpio, como la savia de una hierba. Bien. El curso del Nilo ya está precisado: telegrama del explorador Speke.

(Van, me pregunto por quéte esfuerzas tanto en transformar un pasado poético e inigualable en una farsa sucia. Honradamente, Van. ¡Pero si soy honrado, todo lo honrado que se puede ser! Fue así como pasaron las cosas. Yo no conocía bien el terreno en que me aventuraba, y de ahí las audacias y los fingimientos. Eso es cosa tuya. Por mi parte, querida, afirmo que esas famosas excursiones digitales desde tu África hasta el fin del mundo no comenzaron hasta mucho más tarde, cuando ya me sabía de memoria el itinerario. Lo lamento, pero te engañas. Y además, si las personas tuviesen iguales recuerdos, ¿cómo diablos iban a ser unos seres distintos? Fue-así-como-pasaron-las-cosas. ¡Pero nosotros no somos diferentes! En buen francés, pensar y soñar son sinónimos. Van, piensa en 'a dulzura... ¡Oh, ya pienso en ella, desde luego que pienso! Todo fue dulzura, mi niña, mi rima. Eso está mejor, dijo Ada.)

—Sigue tú, ¿quieres?

Van se tendió, desnudo, a la luz ahora inmóvil de la vela.

—Durmamos aquí —dijo—. No regresarán antes de que el alba cienda de nuevo el cigarro de mi tío.

—Tengo empapado el camisón —musitó Ada.

—Quítatelo. Esta manta puede taparnos a los dos.

—¡No mires, Van!

—Eso no vale —dijo éste, ayudándola a pasarse el camisón por los rebeldes cabellos. Sólo un ligero toque de carbón sombreaba el punto de misterio de su cuerpo blanco como la tiza. Entre dos costillas, un grano maligno le había dejado una cicatriz rosa. Van puso un beso en aquel lugar, y se acostó de espaldas, a reposar, con las manos cruzadas bajo la nuca. Ada, inclinada sobre su cuerpo moreno, contemplaba la caravana de pelos que subían desde el hormiguero hacia el oasis del ombligo. Para ser un muchacho tan joven, Van era notablemente hirsuto. Los juveniles pechos redondos de Ada estaban justo sobre la cara de él. En tanto que médico, y en tanto que artista, repruebo el uso pequeño burgués del cigarrillo después de hacer el amor. Reconozcamos sin embargo, en atención a la verdad, que Van no era indiferente a la presencia de una caja de cristal con «Traumatis» turcos, pero la consola en la que se encontraban estaba demasiado lejos para que pudiese alcanzarla con un indolente movimiento del brazo. El gran reloj dejó oír un cuarto de una hora anónima: Ada, con la mejilla apoyada en un puño, contemplaba ahora la inquietud emotiva, aunque extrañamente morosa, el lento y continuado desperezo, la erección finalmente poderosa del renacimiento viril.

Pero el pelo del sofá era tan cosquilleante al tacto como lo era a la vista el cielo espolvoreado de estrellas. Antes de que ocurriese cualquier cosa nueva, Ada se puso a cuatro patas para colocar bien los cojines y la manta. Niña indígena imitando un conejo. Van tendió una mano exploradora. Su palma se adaptó, por detrás, a la pequeña hendidura cálida. De un bote frenético, tomó la posición del niño que construye un castillo de arena, pero Ada se volvió boca arriba, dispuesta ingenuamente a abrazarle como se recomendaba a Julieta que recibiese a su Romeo. Hizo bien. Por primera vez en su aventura amorosa, la gracia, el genio y la inspiración lírica descendieron sobre el atropellado joven. Susurrando, gimiendo, besaba el pálido rostro con una voluble ternura, gritaba en tres idiomas —los tres grandes del mundo —palabras mimosas que debían más tarde proporcionar la materia para un Diccionario de diminutivos secretos, muchas veces revisado y corregido hasta la edición definitiva de 1967. Cuando se ponía demasiado ardoroso, ella trataba de calmarle como se calma a un niño, haciéndole «sssh, sssh» y soplándole en la boca, y sus cuatro miembros estaban anudados sin pudor en torno a él, como si hubiera hecho el amor desde siempre, en todos nuestros sueños, pero la impaciencia de la pasión juvenil (desbordante como la bañera de Van, del viejo Van, maníaco incubador de palabras, ocupado en retocar estas páginas sentado al borde de la cama en una habitación de hotel) no resistió a las primeras estocadas aplicadas a ciegas: estalló sobre el labelo de la orquídea. Un mirlo azul emitió su «choc-choc» de alarma, y los faroles lejanos reaparecieron al fondo de un alba rugosa y volvieron a dar la vuelta al estanque. Pronto los puntos luminosos de los coches se convirtieron en estrellas y las ruedas de las carretas rechinaron en la gravilla. perros de toda especie regresaron muy complacidos de sus correrías nocturnas. Blanche, la sobrina del cocinero, se apeó de un coche de policía color calabaza, calzada únicamente con las medias (¡ay, las doce de la noche habían sonado mucho tiempo antes!), y los dos niños desnudos, recogiendo manta y camisón, se despidieron del sofá cómplice con una palmadita y volvieron a subir a hurtadillas a sus cuartitos de inocencia, llevando cada uno su vela.

—Y... ¿te acuerdas? —dijo Van el del bigote gris, tomando un cigarrillo Cannabina de su mesa de noche y sacudiendo una caja de cerillas amarilla y azul—. ¿Te acuerdas de nuestra despreocupación, y de cómo Larivière dejó de roncar para volver a atronar la casa un momento más tarde, y qué fríos estaban los escalones de hierro, y de lo desconcertado que yo estaba por tu... cómo lo diría... por tu falta de comedimiento?

—Idiota —dijo Ada, que se había vuelto hacia la pared y ni siquiera le dirigió una mirada.

¿Verano de 1960? ¿Un hotel atestado de viajeros en cualquier lugar entre Ex y Ardez?

Debería empezar a poner las fechas en las páginas de este manuscrito, por consideración a mis soñadores desconocidos.

XX



A la mañana siguiente, con la nariz todavía hundida en el saco de los sueños de una mullida almohada, único detalle que moderaba la austeridad de su lecho y que debía al favor de la dulce Blanche (a la cual, en una angustiosa pesadilla, había cogido la mano tiernamente: porque así lo querían las reglas del Salón de Juegos del Sueño, o quizá, simplemente, su perfume barato), Van supo que la felicidad llamaba a su puerta. Se esforzó en prolongar el ardiente incógnito de aquel visitante, recreándose en los últimos vestigios, lágrimas y jazmín, de un sueño ingenuo. Pero el tigre de la felicidad franqueó de un salto las puertas de la realidad.

¡Qué alegría de libertad recién adquirida! Van había conservado su reflejo, y se lo había llevado consigo hasta el fondo de su sueño: en la última parte de éste revelaba a Blanche que había aprendido el arte de la levitación. La facultad de recorrer los aires con mágica facilidad iba a permitirle batir todos los récords de salto de longitud, lo que para él no sería más que un cómodo paseo a algunas pulgadas del suelo sobre una distancia de diez o doce metros (una distancia mayor podía parecer sospechosa) ante unas tribunas delirantes de entusiasmo, mientras Zambovski, de Zambia, con las manos en las caderas, le miraría con ojos consternados y estupefactos.

La ternura redondea el triunfo verdadero, la dulzura lubrifica la liberación genuina: esas emociones no son síntomas de gloria o de pasión en nuestros sueños. La alegría fantástica que Van iba a conocer a partir de entonces (y para siempre, según esperaba) se debía en buena medida a la certidumbre de que podría prodigar sobre Ada, abiertamente y con toda libertad, los tesoros de ternura acariciadora e infantil que el respeto humano, el egoísmo masculino y los escrúpulos morales le habían impedido hasta entonces considerar como un sueño posible.

El sábado y el domingo, las tres comidas del día eran solemnemente anunciadas por tres gongs: uno pequeño, otro mediano y un tercero grande. El primero acababa justamente de anunciar que el desayuno estaba servido en el comedor. Sus vibraciones evocaron en el espíritu de el pensamiento de que en veintiséis pasos habría franqueado la distancia que le separaba de su joven cómplice (de cuyo delicado almizcle sentía aún impregnada su mano) y le hicieron experimentar una especie de deslumbrado asombro; ¿había ocurrido aquello verdaderamente?, ¿somos ahora verdaderamentelibres? Todas las mañanas de Dios, según dicen, con hilaridad de hombres gordos, los chinos que aman, ciertos pájaros cautivos se lanzan, apenas despiertan, contra los barrotes de sus jaulas (y quedan varios minutos inconscientes) en un impulso automático que prolonga sus sueños, mientras que, durante el resto del día, esos tornasolados prisioneros son perfectamente alegres, dóciles y charlatanes.

Van metió su pie desnudo en una zapatilla solitaria y recuperó la otra de debajo de la cama. Bajó la escalera precipitadamente, saludando al pasar a un príncipe Zemski aparentemente satisfecho y a un lúgubre Vincent Veen, obispo del Balticomore y Como.

Pero ella no había bajado todavía... En el comedor inundado de luz, donde las grandes flores amarillas parecían racimos de sol, tío Dan tomaba el alimento. Su atuendo era el adecuado para un día de verano normalmente cálido en el campo: traje de rayas color caramelo sobre una camisa de franela malva, chaleco de piqué blanco, corbata clubazul y roja, cuello blando, muy subido, asegurado con alfiler de oro (si bien todas esas rayas y tintes tan coquetones parecían haber sufrido un cierto desplazamiento durante el proceso de impresión cromotipográfica de la historieta del periódico dominical, pues domingo era aquel día). Acababa de dar fin a su primera tostada con mantequilla, enriquecida con un toque de confitura de Naranja de la Abuelita, y estaba haciendo sus gluglús de pavo para enjuagar in situsu dentadura postiza en un sorbo de café, que en seguida tragó, junto con los restos sápidos. Como yo no era un cobarde (al menos tenía ciertas razones para creerlo así) supe soportar la presencia de la cara rosa de mi tío, con su bigotito rojo en rotación; pero (Van hizo esta reflexión en 1922, en una visión retrospectiva) no había nada que me obligase a seguir contemplando su perfil desprovisto de mentón ni sus rojas patillas rizadas. Van examinaba, pues, no sin apetito, las jarras de cerámica azul llenas de humeante chocolate y las rebanadas de pan preparadas para la glotona infancia. Marina tomaba su desayuno en la cama, y el mayordomo y Price lo hacían en un rincón del office(agradable recuerdo, por alguna razón que ahora se me escapa). En cuanto a Mlle. Larivière, no probaba alimento alguno antes de mediodía: era una midinettede estricta observancia (en cuanto que rendía culto al midi, no a la costura, claro está); hasta había llegado a persuadir a su confesor de que se adhiriese a su secta.

—Podía usted habernos llevado a ver el incendio, querido tío —dijo Van, mientras se servía una taza de chocolate.

—Ada te lo contará todo —respondió el tío Dan, cubriendo amorosamente de mantequilla y confitura una segunda tostada—. Se lo pasó muy bien en nuestra excursión.

—¡Ah! ¿Es que iba con ustedes?

—Sí, en el coche negro, con los mayordomos. Fue una excursión estupenda.

—Debía ser una de las chicas de la cocina, y no Ada —observó Van. Y añadió:

—No me había dado cuenta de que había varios... varios mayordomos, quiero decir.

—Oh, supongo que sí —dijo vagamente tío Dan. Renovó sus operaciones de enjuague interno y luego se puso las gafas; pero los periódicos no habían llegado todavía: se quitó las gafas.

De pronto, Van oyó en la escalera la voz grave y encantadora que decía, en dirección al piso de arriba: Je l'ai vu dans une des corbeilles de la bibliothèque. Alusión probable a algún geranio, violeta u orquídea del género zapato o zapatilla. Hubo una «pausa de balaustrada», para usar el lenguaje de los fotógrafos, y, cuando llegó de la biblioteca el lejano grito de alegría de la doncella, Ada añadió: «Me pregunto quién lo ha puesto allí» —y acto seguido entró en el comedor.

Llevaba (aunque no se habían puesto de acuerdo) pantalones cortos negros, un jersey blanco y zapatos de lona. Sus cabellos peinados hacia atrás formaban una gruesa cola de caballo y dejaban al descubierto su frente ancha y abombada. Una irritación de la piel, bajo el labio inferior, disimulaba algo su color rosa con el brillo de la glicerina y el mate de los polvos. Estaba demasiado pálida para parecer verdaderamente bonita. La mayor de mis hijas es más bien ordinaria, repetía a menudo Marina, pero tiene un bonito pelo. Y la menor es guapa, pero pelirroja como un zorro. Ingrata edad, ingrata luz, ingrato artista; pero noingrato amante. Una ola de adoración empujó a Van desde la boca del estómago y le elevó hasta el paraíso. La idea de volver a verla, y de saber que sabía, y de saber que nadie más sabía lo que habían hecho tan francamente, tan suciamente, tan deleitablemente, menos de seis horas antes, era más de lo que podía soportar nuestro amante novicio —aunque tratase de trivializar el acontecimiento recurriendo al correctivo moralizador de un adverbio infamante—. Aventuró, y pronunció lamentablemente, un hello, forma de saludo mañanero a la que él no estaba acostumbrado (y que, por otra parte, ella no pareció oír), y se dedicó a su desayuno, sin dejar de espiar hasta el menor gesto de Ada por medio de un secreto órgano polifémico. Ella se deslizó por detrás del señor Veen, cuyo cráneo calvo rozó con su libro, y tiró ruidosamente de la silla más próxima, que era la opuesta a la de Van. Se sirvió una gran taza de chocolate, parpadeando como upa muñeca. Aunque el chocolate ya estaba azucarado hasta el límite de lo razonable, colocó un terrón en la cuchara y lo sumergió delicadamente en su taza, observando con gran placer cómo el hirviente líquido oscuro disolvía primero un ángulo del conglomerado cristaloide y luezo el trozo entero.

Mientras tanto, el tío Dan espantaba retrospectivamente de su calva un imaginario insecto, miraba hada arriba, hacia abajo, a su alrededor, y acababa por descubrir a la recién llegada.

—A propósito, Ada: Van querría saber una cosa. ¿Qué hacías tú, querida, mientras él y yo nos ocupábamos del incendio?

El reflejo del incendio invadió las mejillas de Ada. Van no había visto nunca a una chica (tan blanca y transparente de piel), ni, a decir verdad, persona o cosa en el mundo, melocotón o porcelana, enrojecer tan frecuente y sustancialmente. Aquella propensión le afligía como una debilidad mucho más indecente que cualquiera de los actos que pudieran producirla. Ella dirigió una mirada bastante estúpida al enfurruñado adolescente y dijo, más o menos, que había estado en su dormitorio sin enterarse de nada.

Van la interrumpió con crudeza:

—Eso no es verdad. Tú estabas conmigo en la biblioteca. Y mirábanlos juntos el resplandor del incendio.

Tío Dan abrió sus brazos paternales a la inocente Lucette, que acababa de hacer su aparición, a pasitos cortos, apretando en su manita cerrada, como una oriflama, un infantil cazamariposas color rosa.

Van miró a Ada y movió la cabeza en señal de desaprobación. Ella le enseñó el pétalo puntiagudo de su lengua y su amante sintió la súbita indignación de notar que también él se ruborizaba. Eso daba de sí la franqueza. Metió la servilleta en su anilla y se retiró al mestechko(rinconcito) del gran vestíbulo.

Ada terminó su desayuno, y Van le cortó el paso en el rellano de la escalera. La chica tenía todavía la boca llena de mantequilla. No disponían más que de un minuto para hacer sus planes. Hablando historiográficamente, sólo se estaba entonces en el alba de la novela, que languidecía aún entre las manos de señoritas hijas de clérigos y de miembros de la Academia; es decir, que el minuto era precioso. No obstante, Ada, sosteniéndose sobre un solo pie, se rascaba la rodilla. Decidieron dar un paseo antes de la comida de mediodía, en busca de un lugar apartado. Ada debía acabar una traducción para Mlle. Larivière. Le enseñó su borrador. ¿François Coppée? Sí.

Their fall is gentle. The woodchopper

can tell, before they reach the mud,

the oak tree by its leaf of copper,

the maple by its leaf of blood.

Leur chute est lente—declamó Van—, on peut les suivre du regard en reconnaissant... El retoque parafrástico de choppery de mudes evidentemente puro Lowden (traductor y poeta menor, 1815-1895). En cuanto a sacrificar la primera mitad de la estrofa para salvar la segunda es hacer como aquel señor ruso que arrojó a su cochero a los lobos y luego se cayó él del trineo.

—Creo que eres muy cruel y muy estúpido —dijo Ada—. Esto no pretende ser una obra de arte, ni una parodia brillante. Es sólo el rescate exigido a una desgraciada alumna, agotada de trabajo, por una institutriz demente... Espérame en el cenador de los espantalobos. Yo estaré allí dentro de sesenta y tres minutos exactamente.

Tenía las manos heladas, el cuello ardiente. El chico del cartero acababa de llamar a la puerta. Bout, un joven lacayo, hijo bastardo del mayordomo, atravesó el vestíbulo de losas resonantes.

El domingo por la mañana el correo llegaba tarde, sobrecargado por los suplementos voluminosos de los periódicos de Balticomore, de Kaluga y de Luga, que Robin Sherwood, el viejo cartero, distribuía a caballo, con su uniforme verde manzana, por la campiña somnolienta. Cuando Van bajaba los escalones de la terraza entonando el himno de su colegio (único aire musical que llegó a retener en toda su vida), vio a Robin sobre el viejo caballo bayo que llevaba atado de la brida al semental negro y nervioso de su ayudante de los domingos, un inglés joven y gallardo con quien el viejo, según lo que se rumoreaba por detrás de los setos, era más intensamente cariñoso de lo que requerían sus relaciones profesionales.

Van llegó al tercer parterre y a la glorieta del cenador, donde inspeccionó meticulosamente el escenario preparado para la representación, «como un provinciano llegado a la ópera con una hora de anticipación, después de haber trotado toda la jornada, tacatá-tacatá, entre los campos segados, en su calesa de cuatro ruedas, en las que se enredaban las amapolas y los acianos». Úrsula, de Floeberg.

Mariposas azules de una especie parecida a la gran piérida y, como ésta, de origen europeo, revoloteaban veloces en torno a los arbustos o se posaban sobre sus racimos de flores amarillas. Cuarenta años más tarde, en circunstancias menos complejas, nuestros dos amantes volvieron a encontrar con maravillado placer el mismo insecto y el mismo espantalobos en la cuneta de un camino extranjero, cerca de Susten-en-Valais. En el momento presente, Van se complacía en amueblar su memoria con imágenes que más tarde rememoraría. Tendido en el césped, contemplaba las audaces flores azules, encendido por el recuerdo de los pálidos miembros de Ada a la luz abigarrada de la glorieta verde, y luego se dijo fríamente que la realidad quedaría siempre algo corta respecto de lo imaginado. Le entró el deseo de bañarse en un riachuelo ancho y profundo que corría por detrás del bosquecillo. Salió de él con los cabellos mojados y la piel vibrante, y se encontró —favor precioso y raro– a su sueño, presagio de vivo marfil, reproducido con toda exactitud, salvo que ella se había soltado el cabello y había cambiado de ropa: llevaba el vestidito de algodón claro que a él tanto le gustaba y que tan locamente había deseado ensuciar en un pasado tan próximo.

Tenía decidido dedicarse ante todo a sus piernas, que le parecía no haber celebrado dignamente la noche anterior; cubrirlas de besos desde la A del Arco del pie hasta la V del Vellón. Y así lo cumplió en cuanto hubieron penetrado lo bastante en el bosque de alerces que limitaba el parque por la vertiente escarpada de la cresta rocosa, entre Ardis y Ladore.

Ni él ni ella pudieron establecer retrospectivamente —ni, por otra parte, insistieron demasiado para conseguirlo —dónde, cuándo y cómo Van verdaderamente la «desfloró» (expresión trivial, que nuestra Ada en el País de las Maravillas había descubierto por casualidad en la Enciclopedia de Phrodycon esta definición: «Romper la membrana vaginal de una virgen con instrumento viril o mecánico. Ejemplo: la frescura de su alma había sido desflorada (Jeremy Taylor)». ¿Había sido la víspera, sobre la manta escocesa? ¿O fue entonces, en el bosque de alerces? ¿O más tarde, en la galería de tiro, o en la buhardilla, o sobre el tejado? ¿En un balcón al sol, en el cuarto de baño, o quizá (posición más bien incómoda) sobre la Alfombra Voladora? No lo sabemos, y poco nos importa.

(Tú me besabas ahí, me mordisqueabas, me hurgabas y me removías tan fuertemente y tan a menudo que mi virginidad desapareció en el trajín. Pero recuerdo muy bien, querido, que desde mediados de verano la maquinita que nuestros antepasados llamaban «sexo» funcionaba ya tan agradablemente como más tarde, en 1888, etc. Nota marginal en tinta roja.)

XXI



A Ada no se le permitía el libre acceso a la biblioteca. Según 9 último catálogo impreso (1 de mayo de 1884), ésta contenía 14.841 volúmenes. Incluso aquel catálogo prefirió Mlle. Larivière sustraerlo a las manos de la niña pour ne pas lui donner des idées. Como es lógico, en las estanterías que le pertenecían, había colocado Ada, al lado de sus libros de clase, obras de taxonomía entomológica y botánica, y algunas novelas populares muy inocentes. Pero era algo sobreentendido que no debía hojear sin vigilancia los libros de la biblioteca; y aún peor: cualquier obra que se llevase para leer en la cama o en el cenador, era obligatoriamente controlada y anotada con el nombre, la fecha (impresa con sello de goma), y la palabra «prestada» en el fichero que llevaba, en escrupuloso desorden, Mlle. Larivière, y en un orden casi monstruoso (con inserciones de notas interrogativas, notas de disgusto y hasta imprecaciones, todo ello escrito en pedacitos de papel rosa, rojo o violeta) un primo de la señorita, monsieurPhilippe Verger, solterón enclenque, de un mutismo y una timidez enfermizos, que venía a husmear en la biblioteca de Ardis de quince en quince días, y pasaba allí unas horas de trabajo oscuro y silencioso; tan silencioso, en verdad, que un día que la gran escalera de la biblioteca se puso a describir en el espacio, con sobrenatural lentitud, un arco de trayectoria retrógrada, monsieurVerger, que ocupaba el vértice del sistema y estrechaba entre los brazos una pila de volúmenes, aterrizó sobre su espalda con escalera y libros haciendo tan poco ruido que la culpable Ada, que se creía sola (y hojeaba, uno tras otro, los tomos tan decepcionantes de Las Mil y Una Noches) tomó la caída de M. Verger por la sombra de una puerta abierta a hurtadillas por algún eunuco de carnes flojas.

La intimidad que se había establecido entre Ada y su cher, trop cher René(como a veces llamaba, en broma, a Van) cambió radicalmente el problema de la lectura, pese a las prohibiciones, que seguían proclamadas en el vacío. Poco después de su llegada a Ardis, Van había advertido a su ex-institutriz (la cual tenía buenas razones para creerle), que si no obtenía la autorización para sacar de la biblioteca, a cualquier hora del día, para un tiempo indeterminado y sin necesidad de la anotación de «prestado», cualquier volumen, obras completas, folletos o incunables que le apeteciese leer, la bibliotecaria de su padre, Vertograd, solterona de formato y muy probablemente de fecha de publicación análogos a los de Verger, y complaciente hasta la más rendida devoción, recibiría el encargo de enviarle por correo a Ardis Hall maletas llenas de escritos de libertinos del siglo XVIII y sexólogos alemanes, entre un surtido completo de Shastras y Nefsawis en traducción literal y con suplementos apócrifos. A la perpleja Mlle. Larivière le hubiera gustado debatir el dilema con el Dominus de Ardis, pero no discutía nunca con éste de nada importante desde aquel día (enero de 1876) en que la sorprendió con ciertas proposiciones (sin gran convicción, todo hay que decirlo). En cuanto a la querida y frívola Marina, se limitó a declarar que a la edad de Van ella habría envenenado a su institutriz con insecticidas si le hubiese impedido leer, por ejemplo, Humo, de Turgueniev. De resultas de lo cual, todo cuanto Ada quisiese leer, o pudiese querer leer, era depositado por Van para ella en diversos escondites seguros. Y la única consecuencia visible de las angustias y la perplejidad del pobre M. Verger fue la creciente abundancia de un curioso polvo blanco que no dejaba de sembrar, acá y allá, sobre la alfombra oscura, vestigios topográficos de un trabajo asiduo, pero una triste debilidad para un hombrecillo tan aseado.

Algunos años antes, en el curso de una encantadora fiesta de navidad organizada por los bibliotecarios del sector privado, bajo los auspicios del Braille Club de Raduga, la enfática Miss Vertograd había observado que Verger, el de la risa de gallina, con quien ella estaba compartiendo un cucurucho de confitería (partido en dos sin resultado audible, y sin que las extremidades del papel de purpurina dejasen paso al menor caramelo, baratija, u otro cualquier favor de la Fortuna) compartía igualmente con ella una espectacular enfermedad de la piel, descrita poco antes por un célebre novelista americano (en su Chiron), y analizada en un estilo desternillante por un escritor que la padecía, y publicaba sus ensayos en un semanario londinense. Con un tacto ejemplar, Miss Vertograd encargó a Van que transmitiese al francés (no muy conmovido, al parecer, por tanta solicitud) fichas de biblioteca portadoras de alguna lacónica sugerencia, como «Mercurio», o « Höhensonnehace milagros.» Mademoiselle, que estaba en el secreto, consultó el artículo Psoriasisen una enciclopedia médica de un volumen que su difunta madre le había legado y que no solamente le había servido, así como a sus alumnas, en ocasión de diversas pequeñas indisposiciones, sino que también le había proporcionado ideas de enfermedades apropiadas para los personajes de los cuentos y novelas cortas que publicaba en la Québec Quarterly. En el caso presente, el (optimista) tratamiento prescrito consistía en «tomar un baño caliente, al menos dos veces al mes, y abstenerse de comidas con especias». Mlle. Larivière dactilografió la receta y se la pasó a su primo en un sobre con la inscripción «Suerte». Finalmente, Ada dio a leer a Van una carta del doctor Krolik, que trataba del mismo tema en estos términos (una vez traducidos): «Jaspeados en escarlata, con escamas de plata e incristaciones amarillas, los inofensivos psoriáticos (que no pueden contaminar a nadie, y son, aparte de su enfermedad, las gentes más sanas del mundo —porque sus bobosles preservan de bubas y bubones, como solía observar mi maestro —) eran confundidos en la Edad Media con los leprosos (sí, sí, con los leprosos). En aquellos tiempos, millares, si no millones de Verger y Vertograd, han perecido, entre crepitaciones y aullidos, encadenados por entusiastas verdugos a las hogueras levantadas en las plazas públicas de España y otras naciones amantes del fuego.» Renunciando a su primera intención, Ada y Van convinieron en no incluir aquel escrito en el apartado Psdel fichero del humilde mártir. Los lepidopterólogos son demasiado elocuentes cuando hablan de escamas.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю