355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Владимир Набоков » Ada o el ardor » Текст книги (страница 37)
Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



сообщить о нарушении

Текущая страница: 37 (всего у книги 39 страниц)

Nuestra percepción del Pasado no está marcada por el encadenamiento de los acontecimientos sucesivos con tanta fuerza como nuestra percepción del Presente y los instantes que preceden inmediatamente a su punto de realidad. Yo suelo afeitarme todas las mañanas, y tengo por costumbre cambiar las hojas de afeitar después de usarlas dos veces; de vez en cuando ocurre que me salto un día, y a la mañana siguiente tengo que rasurar un espesor extraordinario de pelos rebeldes, cuya obstinada presencia comprueban mis dedos tras cada pase de la maquinilla —y, en ese caso, utilizo la hoja una sola vez—. O, cuando evoco una serie de afeitados recientes, ignoro el elemento de la sucesión: todo lo que quiero saber es si la hoja metida en la máquina ha servido una o dos veces; si sólo ha servido una, el orden de los dos días, con o sin afeitado, carece de importancia; de hecho, tiendo a oír y sentir la segunda —y más dolorosa —mañana primero, y colocar después el día sin afeitado, a consecuencia de lo cual mi barba crece, por así decirlo, al revés.

Si, armados con nuestras pobres migajas de saber referente a la coloreada materia del Pasado, modificamos ahora nuestra visión, y no consideramos ese Pasado sino como una reconstrucción coherente de acontecimientos pretéritos, algunos de los cuales son retenidos por la mente ordinaria con menos claridad que otros (o no son retenidos en absoluto), podemos permitirnos un juego mucho más fácil con la luz y las sombras de sus avenidas. Las representaciones de la memoria comprenden la post-representación de sonidos regurgitados, por así decirlo, por el oído, que los ha registrado un momento antes, cuando la mente se ocupaba en evitar a los estudiantes, de modo que podemos verdaderamente volver a oír el mensaje de la campana después de haber dejado atrás Turtsen y su campanario ahora silencioso, pero todavía resonante. El análisis de esos últimos acontecimientos del Pasado inmediato exige menos tiempo físico que el que ha necesitado el mecanismo de la campana para dar sus golpes, y ese misterioso «menos» es una particularidad del Pasado todavía fresco, en el cual, en el curso de esta inspección inmediata de sus fantasmas, se ha introducido el Presente. El «menos» significa que el Pasado no tiene ninguna necesidad de relojes, y que la sucesión de sus acontecimientos no participa del tiempo de los relojes, sino de algo que está más en armonía con el auténtico ritmo del Tiempo. Ya sugerimos antes que los intervalos mortecinos entre los acentos sombríos proporcionan la sensación de la Textura del Tiempo. Eso tiene también su aplicación, aunque de un modo más vago, a las impresiones producidas por la percepción de los intervalos de tiempo olvidado o «neutro» entre los acontecimientos coloreados. Es en forma de colores (gris azulado, violeta, gris rojizo) como yo recuerdo mis tres conferencias de despedida (públicas las tres) sobre el Tiempo en Bergson, conferencias que di hace algunos meses en una gran universidad. Recuerdo con menos claridad, y puedo, desde luego, excluirlos por completo de mi mente, los intervalos de seis días entre el azul y el violeta, y entre el violeta y el gris Pero tenga una visión perfectamente precisa de las circunstancias en que se desarrollaron las conferencias mismas. Me retrasé ligeramente en la primera (que trataba del Pasado), y eso me permitió ver, con un no desagradable estrecimiento, como si asistiese a mi propio entierro, las ventanas brillantemente iluminadas de Counterstone Hall, y la menuda silueta de un estudiante japonés que también llegaba tarde y se me adelantó al galope para desaparecer por la puerta de entrada mucho antes de que yo alcanzase los peldaños de la escalera semicircular. Cuando mi segunda conferencia (la consagrada al Presente), durante los cinco segundos de silencio y «atención interior» que exigía de mi auditorio para ilustrar la argumentación que yo (o, mejor, la amada joya parlante del bolsillo de mi chaleco) iba a dar a conocer a propósito de la verdadera percepción del tiempo, los ronquidos monumentales de un durmiente de barba blanca llenaron la sala... que, naturalmente, se vino abajo. En el curso de la tercera y última conferencia, sobre el Futuro («Falso Tiempo»), el aparato disimulado que reproducía mi voz y que funcionaba perfectamente, acababa de sufrir alguna oscura avería mecánica, y yo preferí simular una crisis cardíaca y ver cómo me llevaban a la oscuridad para siempre jamás (al menos, en tanto que conferenciante), antes que tratar de descifrar y seleccionar el paquete de notas borrosas y arrugadas que obsesionan a los malos oradores en bien conocidos sueños (que el doctor Froid de Signy-Mondieu-Mondieu atribuye al hecho de haber leído en la primera infancia cartas de amor de padres adúlteros). Doy detalles ridículos, pero sobresalientes, para mostrar que los acontecimientos escogidos para el experimento deben no solamente ser llamativos y concentrados (tres conferencias en tres semanas), sino estar vinculados entre sí por su característica principal (las desventuras de un conferenciante). Percibo los dos intervalos de cinco días como dos hoyuelos gemelos, rellenos de una especie de niebla grisácea, tersa, con dos ligeros toques de confeti (que quizá se colorearían bruscamente si yo dejase que se formara algún recuerdo fortuito entre los límites diagnósticos). A causa de su situación entre cosas muertas, ese continuummortecino no puede ser palpado, gustado o escuchado con tanta sensualidad como el «hueco entre los latidos rítmicos», el Hueco de Veen; pero comparte con éste una notable característica: la inmovilidad del Tiempo perceptivo. La sinestesia, a la cual estoy excesivamente predispuesto, resulta ser de gran utilidad en este tipo de tarea —una tarea que ahora se acerca a su punto crucial, la floración del Presente.

Ahora sopla el viento del Presente en la cumbre del Pasado, en lo alto de los puertos que estoy orgulloso de haber alcanzado a lo largo de mi existencia, el Umbrail, la Fluela, la Furka de mi más clara conscienda. El momento cambia en el punto de percepción sólo porque yo mismo me encuentro constantemente en un estado de trivial metamorfosis Para darme tiempo a tomar el tiempo del Tiempo he de proyectar mi mente en dirección opuesta a aquélla en la que yo estoy, como se hace cuando se conduce a lo largo de una fila de álamos y se desea aislar y detener uno de ellos: la indistinta y confusa masa de verdor descubre entonces y ofrece —sí, ofrece —cada una de sus hojas. Hay un cretino que me viene siguiendo.

Ese acto de atención es el que bauticé el año pasado con el nombre de «Presente Deliberado», para distinguirlo de una forma más general, llamada (por Clay, en 1882) el «Presente Especioso». La construcción consciente del uno y la corriente habitual del otro nos dan tres o cuatro segundos de inmediatez. Esa inmediatez es la única realidad que conocemos; sigue a la nada coloreada de lo que ya no es, y precede a la nada absoluta del futuro. Podemos, pues, decir, en un sentido enteramente literal, que la vida humana consciente no dura nunca más que un momento, ya que en ningún instante de atención deliberada a nuestra propia corriente de consciencia sabemos si ese momento será el último. Como explicaré más adelante, yo no creo que la «anticipación» («acción de esperar con placer anticipado un progreso o temer un contratiempo social», según expresión del desgraciado pensador S. A.) desempeñe un papel muy importante en la formación del presente especioso, ni que el futuro se transforme en un tercer panel del Tiempo, incluso cuando anticipamos una cosa u otra —una curva de la bien conocida carretera, o la visión pintoresca de dos colinas escarpadas, la una con un castillo, la otra con una iglesia– pues cuanto más lúcida es la previsión tanto menos puede ser profética. Si el imbécil que me sigue hubiera decidido adelantarme precisamente ahora, habría chocado de narices con el camión que ha aparecido en la curva, y no habría sido extraño que la vista, y yo mismo, hubiéramos desaparecido en la colisión múltiple.

Nuestro modesto Presente es pues esta parcela del Tiempo de la que tenemos un conocimiento directo y veraz, cuando el recuerdo perfectamente fresco del Pasado reciente es aún percibido como una parte del momento presente. Por lo que se refiere a la vida cotidiana y a la habitual satisfacción del cuerpo (cuya salud es pasablemente buena, que aún tiene fuerzas, que respira la verde brisa, que saborea el regusto del más exquisito alimento del mundo: un huevo duro), carece de importancia el que nunca podamos gozar del verdaderoPresente, que es un instante de duración cero, representado por una bella mancha de tizne, como el punto sin dimensiones de la geometría se representa con un punto de buenas dimensiones en tinta de imprenta, en un papel palpable. El automovilista normal puede percibir visualmente, si hay que creer a los psicólogos y a los policías de tráfico, una unidad de tiempo que no sobrepase una décima de segundo (yo he tenido un enfermo —un antiguo jugador —que podía reconocer una carta en menos de la quinta parte de ese tiempo). Sería interesante medir el tiempo que necesitamos para detectar una esperanza frustrada o cumplida. Los olores pueden ser muy brutales, y en la mayoría de las personas los sentidos del oído y del tacto reaccionan más rápidamente que el de la vista. Esos dos autoestopistas olían muy realmente... y muy repelentemente, por lo que respecta al macho.

Nos queda ahora definir este conocimiento del pasado inmediato, sin el cual el Presente no es más que un punto imaginario. El Espacio vuelve a importunarnos, una vez más, si digo que lo que consideramos como «Presente» es la constante edificación del Pasado, cuyo nivel va subiendo suave e implacablemente. ¡Qué escaso y qué mágico!

Ahí están las dos colinas rocosas coronadas de ruinas que han dejado en mi mente, desde hace diecisiete años, un recuerdo romántico y brillante como una calcomanía, no totalmente exacto, lo confieso: a la memoria le gusta la otsebyatina(«lo que uno añade por sí mismo»); pero la ligera discrepancia ha sido ahora corregida, y ese retoque artístico realza el impacto del Presente. El sentimiento más agudo de inmediatez, traducido al lenguaje visual, es la posesión deliberada de un sector de espacio captado por la vista. Ese contacto es el único que el Tiempo tiene con el Espacio, pero su repercusión llega muy lejos. El Presente, para ser eterno, tiene que depender del abrazo consciente de una extensión infinita. Entonces, y sólo entonces, puede ser asimilable al Espacio Eterno. He sido herido en mi duelo con el Impostor.

Y ahora entro en el pueblo de Mont-Roux, bajo unas guirnaldas de una bienvenida que me parte el corazón. Estamos a lunes 14 de julio de 1922. Son las cinco horas y trece minutos de la tarde en mi reloj de pulsera, las once cincuenta y dos en la esfera incorporada en el tablero de instrumentos de mi coche, las cuatro y diez en todos los relojes murales del pueblo. El autor se encuentra en un estado mixto de alegría, agotamiento, esperanza y miedo. Viene de practicar el alpinismo en los incomparables Balkanes, con dos guías austríacos y una hija adoptada temporalmente. Ha pasado la mayor parte del mes de mayo en Dalmacia, y el de junio en los Dolomitas, y en ambos lugares ha recibido cartas de Ada con el anuncio de la muerte de su marido (el 23 de abril, en Arizona). Se ha puesto en camino hacia el oeste, al volante de un «Argus» azul oscuro, que prefiere a cualquier otro porque Ada ha encargado que uno exactamente igual esté preparado para ella a su llegada a Ginebra. Ha adquirido tres nuevas villas, dos en el Adriático y una en Ardez, al norte de los Grisones. A una hora avanzada del domingo 13 de julio, el conserje del Alraun Palace de Alvena le ha entregado un telegrama que esperaba desde el viernes:


LLEGO MONT-ROUX TRES CISNES LUNES HORA CENA QUIERO ME DIGAS FRANCAMENTE SI TE CONVIENE FECHA Y TODO EL TRALALÁ.


El mensaje que transmitió por el nuevo «instantograma» en el aeropuerto de Ginebra terminaba con la última palabra de su telegrama de 1905. Aunque la noche amenazaba con ser torrencial, se puso en camino en dirección a Vaud. A fuerza de velocidad y de insensatez, se despistó en la carretera de Oberhalbstein en la bifurcación de Silvaplana (150 kilómetros al sur de Alvena), siguió a lo largo de múltiples contorsiones para salir al norte por Chiavenna y el Splügen, y llegó finalmente, en condiciones apocalípticas, a la nacional número 19 (un trayecto inútil de un centenar de kilómetros), viró por error al este, hacia Coire, hizo, jurando horriblemente, un cambio de dirección en plena carretera, se dirigió al oeste y cubrió en unas dos horas los ciento setenta y cinco kilómetros que todavía le separaban de Brigue. En su retrovisor, el rojo pálido del alba había dejado paso hacía tiempo al brillo apasionado del día cuando se encaminó hacia el sur, en las curvas de la nueva carretera de Pfynwald a Sorcière —donde, diecisiete años antes, había comprado una casa (la actual Villa Jolana)—. Los tres o cuatro criados que quedaron allí para velar por su propiedad se habían aprovechado de su prolongada ausencia para desaparecer. En consecuencia, para entrar en su casa, tuvo que jugar a los ladrones, con la entusiasta ayuda de dos autoestopistas perdidos por los alrededores: un chico perfectamente repugnante, procedente de Hilden, y su Hilda, de pelos largos, desaliñada y lánguida. Los dos acólitos estaban equivocados si esperaban encontrar allí botín y bebida. Después de echarles fuera, trató en vano de conciliar el sueño en un lecho sin sábanas y se trasladó finalmente al jardín enloquecido de pájaros, del cual tuvo que echar de nuevo a sus dos amigos, que copulaban en la piscina desecada. Era ya casi mediodía. Trabajó un par de horas en su Textura del Tiempo, comenzada en los Dolomitas, en el Lammermoor (que no era el mejor de los hoteles en que se había hospedado recientemente). La razón utilitaria que le había impulsado a ponerse a trabajar debía impedirle pensar interminablemente en la prueba de felicidad que le aguardaba a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste. Pero no le impidió satisfacer el sano deseo de tomar un desayuno caliente, e interrumpió su garrapateo sobre las cuartillas para dedicarse al descubrimiento de un restaurante al borde de la carretera que le conducía a Mont-Roux.

Los Tres Cisnes, donde tenía reservadas las habitaciones 508, 509 y 510, habían experimentado diversos cambios desde 1905. El Lucien de nariz de ciruela y vientre prominente que le recibió no le reconoció a primera vista... y luego comentó que el señor no había «desmejorado» precisamente, aunque, en realidad, Van había casi vuelto al peso que tenía diecisiete años antes, tras dejarse varios kilos en los Balkanes, gracias a las escaladas practicadas en compañía de la entusiasta pequeña Acrazia (depositada después en un internado elegante de los alrededores de Florencia). No, la señora Vinn Landère no había llamado. Sí, el hall había sido renovado. El suizo alemán Louis Wicht dirigía el hotel desde la muerte de su suegro, Luigi Fantini. En el gran salón, del cual la puerta abierta permitía una vista parcial, la inmensa y memorable pintura —tres Ledas de anchas caderas cambiando impresiones lacustres– había sido remplazada por una obra de arte neo-primitiva de tres huevos amarillos y un par de guantes de lampista destacando sobre lo que parecían ser los azulejos de un cuarto de baño. Cuando Van, seguido de un recepcionista vestido de negro, entró en el ascensor, éste emitió bajo la presión de sus pies un sonido hueco y metálico, y, una vez en marcha, empezó a difundir un reportaje fragmentario de alguna competición... quizás una carrera de triciclos. Van no pudo por menos de lamentar que aquella caja ciega y funcional (aún más exigua que el montacargas de servicio que en otros tiempos había utilizado) remplazase ahora al lujoso vehículo de antaño —verdadera sala de espejos ascendentes– cuyo antiguo manipulador (ocho lenguas, patillas blancas) se había transformado en un pulsador más.

A la entrada de la habitación 509, Van reconoció el Bruslot à la sondejunto a la alacena blanca que siempre parecía estar embarazada (y bajo cuyas puertas correderas se enganchaba invariablemente la alfombra, hoy desaparecida). En el salón no reconoció más que un escritorio y la vista que se disfrutaba desde la terraza. Todo lo demás —los ornamentos semitransparentes en forma de espigas de trigo, las inflorescencias de cristal, los sillones tapizados de seda– había sido licenciado en beneficio de accesorios hochmodernen.

Se dio una ducha, se cambió y acabó el frasco de coñac de su maletín de viaje. Telefoneó al aeropuerto de Ginebra y se informó de que el último avión procedente de los Estados Unidos de América acababa de llegar. Salió a dar una vuelta y vio que la célebre «morera», que desplegaba sus desarrollados miembros por encima de un modesto W.C. público, estaba realzada por una suntuosa eflorescencia azul-violeta. Tomó una cerveza en el café de frente a la estación, y luego, automáticamente, entró en la floristería de al lado. Debía haberse vuelto chocho para olvidar lo que ella había dicho la última vez sobre su extraña antofobia (de algún modo debida a aquella orgía à troisde treinta años antes). Por lo demás, las rosas no le habían gustado nunca. Contempló, y fue contemplado a su vez, con mucha mayor insolencia, por unos pequeños Carolos de Bélgica, Pinks Sensations de largo tallo, y Superstars bermellón. Había también cinacinas y crisantemos, y afelandras en maceta, y dos graciosos pececillos del género Cyprinus, con la cola en forma de vela, en un acuario empotrado en la pared. Para no defraudar a la amable anciana florista, compro diecisiete bácaras sin perfume, pidió la guía telefónica, la abrió por la página Ad-Au, Mont-Roux, se fijó en «Addor, Yolanda, Srta., secret. rue Des Délices, 6», y, con una presencia de ánimo muy americana, encargó que enviasen el ramo a aquella dirección.

Era la hora en que la gente volvía apresuradamente a sus casas, desde sus lugares de trabajo. Con el vestido sudado, mademoiselle Addor subía la escalera. Las calles habían estado considerablemente más en calma en la sordina del Pasado. La vieja columna Morris, sobre la cual había figurado tiempo atrás, en su condición de actriz, la actual reina de Portugal, no se elevaba ya en la esquina del Camino de Mustrux (antigua deformación del nombre de la población). Los camiones llenaban con su gruñido las calles de Mont-Roux.

La camarera había echado las cortinas. Él las abrió con un brusco gesto, decidido, al parecer, a prolongar hasta el límite extremo la tortura de aquel día. El balcón de balaustrada de hierro sobresalía lo bastante para recoger los rayos oblicuos del sol. Van recordó su última y fugitiva visión del lago, en aquel sombrío día de octubre de 1905, cuando se separó de Ada. Entonces, las fúlicas se inclinaban y se enderezaban en la marejada de lluvia helada, disfrutando concienzudamente de las aguas duplicadas; a lo largo de los muelles, espirales de espuma se enredaban en la cresta gris de las olas que avanzaban sobre la orilla, y, de cuando en cuando, una conmoción más intensa levantaba el agua lo suficiente para rociar el paseo por encima del parapeto. Pero hoy, en aquel radiante atardecer de verano, no había olas espumosas ni aves nadadoras; sólo se veían algunas gaviotas blancas que volaban por encima de su sombra negra. El bello lago soñador, rizado de olitas verdes, plisado de azul, se extendía, amplio y sereno; sus superficies lisas y brillantes alternaban con otros espacios finamente arrugados. Y, en un rincón del cuadro, al fondo, a la derecha, como si el pintor hubiese buscado un efecto de luz muy especial, la estela refulgente de la puesta de sol palpitaba a través del follaje de un álamo lacustre que parecía a la vez incendiado y licuado.

A lo lejos, un idiota, inclinado hacia atrás sobre un par de esquís náuticos y a remolque de un fuera-borda, empezó a desgarrar el cuadro. Afortunadamente, se cayó antes de haber podido hacer demasiado daño. Y en aquel mismo instante comenzó a sonar el teléfono del salón.

Van pensó de pronto que Ada —al menos durante su vida adulta —no había conversado nunca con él por teléfono. Y el teléfono conservaba la esencia misma de su voz, la brillante vibración de sus cuerdas vocales, el ligero «salto» de su laringe, la risa que se colgaba del contorno de la frase, como por miedo de caerse, en su alegría juvenil, de las veloces palabras en las que cabalgaba. Era el timbre del pasado de ambos, como si fuese el mismo pasado quien estuviese comunicando («Ardis, uno-ocho-ocho-seis»... «¿Cómo? No, no, no es dieciocho ochenta y ocho, sino dieciocho ochenta y seis»). Dorada, juvenil, la voz burbujeaba con todas las características melodiosas que él conocía, o, más bien, que reconoció, de pronto, en el mismo orden de su aparición: aquel talante alegre, aquel desbordamiento de placer casi erótico, aquella seguridad y aquella animación, sin contar —lo que era particularmente delicioso —el hecho de que, muy inocentemente, ella no tenía conciencia de las modulaciones que a él le encantaban.

Ada habían tenido problemas con su equipaje, y aún no estaban resueltos. Las dos doncellas que debían haber embarcado la víspera a bordo de un Laputa (avión de mercancías) con sus maletas, habían quedado varadas en alguna parte. No tenía en su poder más que un maletín. El conserje estaba tratando de informarse por teléfono en aquellos momentos. ¿Podía bajar Van? Estaba neveroyatno golodnaya (muerta de hambre).

Al resucitar el pasado vinculándolo al presente, a las montañas azul-pizarra que iban oscureciéndose al otro lado del lago, a la estela del sol poniente, cuyas lentejuelas danzaban entre las hojas del álamo, la voz del teléfono constituía el centro focal de la percepción más profunda que él había tenido del tiempo tangible, del radiante «ahora», la única realidad de la Textura del Tiempo. A la gloria de la cumbre sucedieron las dificultades del descenso.

En una de sus últimas cartas, Ada le había advertido de que «estaba muy cambiada, tanto de línea como de color». Llevaba un corsé que acentuaba la nueva majestad de su cuerpo, envuelto en un vestido de terciopelo negro de corte flotante, a la vez excéntrico y monacal, como los que tanto gustaban a su madre. Sus cabellos, cortados al estilo «paje», estaban teñidos, de un bronce brillante. El cuello y las manos seguían tan pálidos y delicados como siempre, pero surcados por un relieve de tendones y venas desconocidas. No escatimaba el empleo de cosméticos para disimular las líneas que salían de las comisuras de sus labios pintados de carmín y de los rabillos de los ojos sombreados, cuyo iris opaco parecía ahora menos misterioso que miope a causa de la agitación nerviosa de las teñidas pestañas. Van observó que, al sonreír, dejaba ver un premolar superior con funda de oro; al otro lado había otro haciendo juego. El reflejo metálico le afligió menos que aquel vestido de terciopelo, cuadrado de hombros, con una falda ancha que descendía muy por debajo de las rodillas y muy relleno en las caderas, con el doble propósito de disminuir el talle y disimular por exageración las formas ahora más abundantes de la pelvis. No quedaba nada de su gracia desgarbada, y el nuevo aspecto de la madurez, junto con el terciopelo, adquirían, con su irritante dignidad, la condición de obstáculos y armas defensivas. Él la amaba demasiado tiernamente, demasiado irrevocablemente, para dejarse deprimir más de lo debido por inquietudes de orden sexual. Pero, por el momento, sus sentidos permanecían inertes —hasta tal punto, en realidad, que no sentía el menor deseo (mientras levantaban sus rutilantes copas de champaña en una parodia del ritual del cisne) de comprometer su orgullo masculino en un abrazo poco caluroso en cuanto acabasen de cenar. Si esperaba que lo hiciera, malo; en caso contrarío, peor aún. En otros tiempos, cuando volvían a verse, la tensión, que subsistía como una sensación sorda tras los vividos dolores causados por el escalpelo del Destino, quedaba pronto ahogada en el deseo, dejando que la vida reencontrase su camino. Pero ahora se veían reducidos a sus propios recursos.

Las trivialidades utilitarias de su conversación de sobremesa —o, más bien, del sombrío monólogo de Van —le parecieron positivamente degradantes. Acabó por explicar, luchando contra el atento silencio de ella, chapoteando en los charcos de las pausas, odiándose a sí mismo, que había hecho un viaje largo y fatigoso, que había dormido mal, que estaba trabajando en un estudio sobre la naturaleza del Tiempo, tema que exigía una dura lucha con el pulpo de su propio cerebro. Ella echó una mirada a su reloj de pulsera.

—Lo que te estoy diciendo —dijo Van, con dureza —no tiene nada que ver con los relojes.

El camarero les trajo el café. Ada sonrió, y Van notó que la sonrisa había sido provocada por una conversación de la mesa de al lado, donde un inglés triste y de grueso abdomen, que acababa de llegar, estaba discutiendo la minuta con el maitre.

—Para comenzar —dijo el inglés—, tomaría bananas.

—No dice «bananas», señor, sino «ananás»: zumo de ananás.

—Ah, sí. Bien, pues sírvame una sopa clara.

El joven Van devolvió la sonrisa a la joven Ada. Curiosamente, aquel breve intercambio de palabras en la mesa vecina produjo una especie de deliciosa distensión.

—De pequeño —dijo Van —cuando mi primera, o, mejor, mi segunda estancia en Suiza, creía que el «verglas» de« las señales de tráfico era el nombre de alguna ciudad mágica, situada algo más allá, al pie de todas las pendientes nevadas; una ciudad que nunca se dejaba ver, pero que esperaba su hora. Recibí tu telegrama en Engadine, donde hay lugares realmente mágicos, como Alraun o Alruna... que quiere decir «pequeño demonio árabe en el espejo de un hechicero alemán». A propósito, tenemos arriba el apartamento de otras veces, con una habitación más, la número 508.

—¡Oh, amor mío, temo que tendrás que anular la reserva de esa malaventurada 508! Si me quedase esta noche nos bastaría con la 510, pero tengo malas noticias para ti. No me puedo quedar. He de volver en seguida a Ginebra, en cuanto acabemos de cenar, para recuperar mis cosas y mis doncellas, que, al parecer, han sido mandadas por las autoridades a un Hogar para Mujeres Extraviadas porque no han podido pagar los nuevos derechos de aduana, absoltuamente medievales. Después de todo, ¿no está Suiza, de algún modo, en el estado de Washington? Escucha, no te pongas tan ceñudo (acariciándole la mano cubierta de manchas oscuras, donde su común marca de nacimiento había desaparecido entre las pecas de la edad, como un niño en el bosque otoñal de un cuento de hadas;) se le podía seguir reconociendo, todo lo más, el pulgar deformado de Mascodagama y las hermosas uñas en forma de almendra), te prometo que te avisaré dentro de un día o dos, y entonces haremos un crucero por Grecia con los Baynard..: tienen un yate y tres niñas adorables que todavía se bañan sin bañador, ¿de acuerdo?

—No sé a qué detesto más, si a los yates o a los Baynard. Pero, ¿puedo servirte de algo en Ginebra?

De nada. Baynard se había casado con su Córdula, después de un divorcio sensacional. Para serrar los cuernos de su marido habían sido necesarios los veterinarios de Escocia.

Ada no tenía aún su Argus. El negro lustroso y lúgubre del Yak de alquiler y las botas pasadas de moda de su chófer le recordaron la partida de Ada en 1905.

Cuando se quedó solo, volvió a subir, como un «hombre de cristal» cartesiano, como el fantasma del Tiempo en actitud de centinela, hasta su desolado quinto piso. Si hubiesen vivido juntos durante aquellos lamentables diecisiete años no habrían conocido aquel choque y aquella humillación. Su envejecimiento no habría sido sino un progresivo proceso de ajuste, tan imperceptible como el Tiempo mismo.

Su Trabajo-Pendiente, una gavilla de notas mezclada con sus pijamas, vino en su ayuda, como en Sorcière. Se tragó una tableta de Favodorme, y, mientras ésta hacía su efecto, se entregó, sentado ante el escritorio del salón, a sus «elucubracioncitas».

Los ultrajes y estragos de la edad, tan deplorados por los poetas, ¿ilustran al naturalista del Tiempo acerca de la esencia del Tiempo? Muy poca cosa. Solamente la imaginación de un novelista podía ser atraída por esta cajita ovalada, que un vez contuvo Duvet de Ninon(una marca de polvos, con un ave del paraíso en la tapa), olvidada en un cajón mal cerrado del arco de triunfo —no un triunfo sobre el tiempo, en todo caso– del escritorio. Parecía que el objeto azul-verde-anaranjado estuviese destinado a estimular en Van el pensamiento engañoso de que había permanecido esperando, durante diecisiete años, la mano lenta, como en un sueño, de su sonriente descubridor: un gastado truco de restitución simulada, una coincidencia prefabricada... y un verdadero desatino, porque era Lucette, hoy una sirena en los bosquecillos de la Atlántida, y no Ada, hoy una extranjera en una limusina negra cerca de Morges, quien tenía afición a aquellos polvos. Tirémosla, no vaya a desorientar a un filósofo más débil; lo que a mí me interesa es la delicada Textura del Tiempo, libre de todo recamado de acontecimientos.

Recapitulemos.

Fisiológicamente, el sentido del Tiempo es un sentido de continuo devenir, y, si el «devenir» tuviera voz, ésta podría ser, de modo bastante natural, una vibración sostenida; pero, por el amor del Leño, no confundamos el Tiempo con el Zumbido de oídos, ni el rumor de caracola marina de la duración con las pulsaciones de nuestra sangre. Por otra parte, el Tiempo, filosóficamente, no es sino el origen del recuerdo. La vida de cada individuo supone, desde la cuna a la tumba, la elaboración y consolidación progresivas de esa espina dorsal de la conscienciaque es el Tiempo de los fuertes. «Ser», quiere decir saber que se «ha sido». «No. ser» implica la única «nueva» especie de (falso) tiempo: el futuro. Lo descarto. La vida, el amor, las bibliotecas, no tienen futuro.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю