Текст книги "Ada o el ardor"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Tengo ante mí algunas notas acerca del carácter general de los sueños. Algunas de sus particularidades me intrigan, como esa multitud de gentes de rasgos precisos a las que nunca he conocido y que nunca volveré a ver, que se cruzan conmigo, me acompañan, me saludan y me importunan con su charla interminable y fastidiosa a propósito de otras personas a las que no conozco mejor (y todo eso en lugares que me son familiares, en presencia de seres vivos o muertos a quienes conozco muy bien). O como esas curiosas bromas que me gasta un agente de Cronos, esa conciencia muy precisa de la hora que es, acompañada de todas las angustias de quien tiene miedo de no llegar a tiempo a alguna parte (y que podrían no ser otra cosa que las enmascaradas angustias de una vejiga demasiado repleta), y esa saeta de reloj ante mis ojos, numéricamente elocuente, mecánicamente plausible, y sin embargo compatible (y ahí está lo extraño del hecho) con un sentimiento extremadamente vago, casi inexistente, del paso del tiempo (reservo este tema para un próximo capítulo). Todos los sueños están afectados por las experiencias y las impresiones del presente y por los recuerdos de la infancia; todos reflejan, en forma de imágenes o de sensaciones, una luz, una corriente de aire, una comida copiosa, una grave inquietud interna. Sin duda (y subrayo este punto ante mis alumnos) hay que considerar como el rasgo más característico de casi todos los sueños, tanto los más triviales como los más portentosos —y eso a pesar de la presencia encadenada o discontinua de una reflexión lógica (dentro de ciertos límites) y de la conciencia (a menudo absurda) de acontecimientos que pertenecen al pasado del sueño– el lamentable debilitamiento de las facultades intelectuales del soñante, que no se sorprende verdaderamente al encontrarse en presencia de un amigo muerto hace mucho tiempo. En el mejor caso, el soñante lleva anteojeras semiopacas; en el peor, es un imbécil. La clase (1891, 1892, 1893, 1894, etc.) no dejará de notar (ruido de cuadernos) que, por razón de su misma naturaleza, de esa mediocridad y esa estúpida incompetencia, los sueños no pueden producir ninguna apariencia de moralidad, símbolo, alegoría o mito griego, a menos, naturalmente, que el que sueña sea griego o mitólogo. Las metamorfosis son tan comunes en el sueño como las metáforas en la poesía. Un autor que, por ejemplo, compara el hecho de que la imaginación se debilita menos rápidamente que la memoria con el hecho de que la mina de un lápiz se gasta más lentamente que la gomita fijada al otro extremo, compara dos realidades concretas, igualmente existentes. ¿Debo repetir lo que acabo de decir? (gritos de «¡sí, sí!»). Pues bien, el lápiz que sostengo en la mano es todavía lo suficientemente largo como para cumplir su cometido, aunque ya me he servido mucho de él, pero la gomita de que está equipado ha desaparecido, prácticamente, por el uso. Mi imaginación es aún vigorosa y utilizable, pero mi memoria disminuye día a día. Comparo, pues, una experiencia real y la condición de un objeto vulgar, igualmente real. Ninguna de esas dos realidades es el símbolo de la otra. Del mismo modo, cuando un humorista de salón de té nos dice que un melindre cónico rematado por una cereza cómica se parece a esto a aquello, transforma un pastel rosa en un pezón rosado (tempestad de risas) con una filigrana en forma de fresa o una frase de forma afiligranada (silencio). Se trata, pues, de objetos reales, no intercambiables, y que no son la efigie de otra cosa, como, por ejemplo, el tronco decapitado de un cortesano del siglo XVI coronado por la imagen de su nodriza (una risita solitaria). El error, el error grotesco, crapuloso y vulgar de los analistas a los Signy-Mondieu, consiste en considerar tal objeto real que el sujeto ve en sueños —un pompón, un melón– como la representación abstracta del objeto real: el bombón de un niño, o la mitad de un busto, si ustedes entienden lo que quiero decir (risas aisladas).
Ni en las alucinaciones del tonto del pueblo ni en el último sueño que nosotros, ustedes y yo, hemos tenido la noche pasada, no hay lugar para ningún alegoría, para ninguna parábola. En esas visiones desordenadas, nada —subrayen «nada» (chirridos de trazos de pluma horizontales)– nada puede ser descifrado por un chamán como el indicio que le permitiría curar a un loco o consolar a un asesino echando la culpa a un padre demasiado tierno, demasiado diabólico o demasiado indiferente... úlceras secretas que el charlatán tutelar finge curar mediante dispendiosas diversiones confesionales (risas y aplausos).
V
Van pasó el trimestre de otoño de 1892 en la Universidad de Kingston, Mayne, en la que estaban integradas una clínica mental de primera categoría y un servicio de terapia justamente famoso. Allí volvió a ocuparse Van de uno de uno de sus antiguos proyectos, un estudio sobre la Idea de Dimensión y Demencia («Van, tú "esturbarás" con una aliteración en la boca», le había dicho, bromeando, el viejo profesor Rattner, pesimista de genio perteneciente al claustro de Kingston, para quien la vida no era sino una «disturbación» en el orden «rattnerterológico» de las cosas... derivado de «nerterós», no de Terra).
Van Veen (lo mismo que, en su humilde esfera, el redactor de Ada) gustaba de cambiar de domicilio al acabar un tomo, un capítulo o incluso un párrafo: casi había terminado un pasaje arduo sobre el divorcio del tiempo y de su contenido (la acción sobre la materia), la acción en el espacio, la naturaleza misma del espacio) y se preparaba a regresar a Manhattan (esa especie de mudanza era la transposición biográfica del «cambio de párrafo», más que una concesión hecha a alguna ridícula influencia del medio» respaldada por la autoridad de Marx padre, celebrado autor de comedias «históricas») cuando recibió una llamada dorofónica tan inesperada que sus funciones respiratorias y circulatorias resultaron momentáneamente afectadas.
Nadie, ni siquiera su padre, sabía que Van había comprado hacía poco el ático de Córdula (entre el Parque y la Biblioteca de Manhattan). Aparte de las ventajas que ofrecía al trabajo erudito con su terraza para reclusión estudiosa suspendida en el vacío aéreo, y sobre la ciudad ruidosa pero conveniente, que lamía la base de la roca invulnerable de su mente, el apartamento de Córdula era lo que solía llamarse, en argot de moda, una «locura de soltero», donde podía recibir secretamente a la amiga (o amigas) que le viniese en gana (una de ellas había bautizado el lugar con el nombre de «tu ala à-terre»). Pero Van no había dejado todavía su más bien deslucido apartamento, tipo Chose, de Kingston, aquella hermosa tarde de noviembre en que consintió que Lucette fuese a visitarle.
No la había visto desde 1888. En otoño de 1891 le había enviado desde California una declaración de amor en diez páginas, incoherente, indecente, insensata, casi salvaje, que no examinaremos en estas páginas, (Véase, no obstante, un poco más adelante. Editor.) Ahora estaba estudiando Historia del Arte («ese último refugio de los mediocres», decía) en el cercano Colegio de Queenston para Chicas Encantadoras y Glupovatih(torpes). Cuando le llamó para suplicarle que no le negase una cita (con una voz nueva, de timbre más apagado, que recordaba angustiosamente la voz de Ada) puntualizó que era portadora de un importante mensaje. Van sospechó que se trataba de una continuación de la serie amor-sin-respuesta, pero al mismo tiempo presintió que la visita de Lucette iba a reavivar ciertos fuegos infernales.
Mientras la esperaba, midiendo con sus pasos toda la longitud del enmoquetado suelo de su apartamento, contemplando unas veces, desde una ventana abierta al noreste, al final del pasillo, los árboles engalanados que desafiaban al otoño, y volviendo otras veces al salón que daba sobre Greencloth Court, todavía bordeado de sol, se batía en espíritu con Ardis, sus vergeles y sus orquídeas, preparándose para la prueba que le esperaba. Se preguntaba si no era preferible cancelar la visita, o encargar a su criado que le excusase ante Lucette por su ausencia, justificada mediante cualquier obligación imperiosa e imprevista... pero sabía desde el principio que no haría nada de eso. La relación de Lucette con las tribulaciones de Van era sólo indirecta. Su prima habitaba algún que otro rayo de sol, pero no era posible hacerla desaparecer con toda la iluminación de Ardis. Recordó, fugazmente, aquella dulzura sobre sus rodillas, las posaderitas redondas, sus ojos de verde cristal de roca volviéndose hacía él, y la carretera que huía a sus espaldas. Se preguntó si habría engordado, si su piel se habría cubierto de pecas o si se habría incorporado al grupo exquisito de las ninfas Zemski. Había dejado entreabierta la puerta del descansillo de la escalera, y sin embargo no oyó el ruido de los tacones altos que subían los peldaños (quizás los confundió con los latidos de su propio corazón), absorto en la vigésima vuelta a su laboriosa estrofa:
¡Vuelve a los ardores bajo los árboles!
¡Es Eros, que toma su impulso!
Es el Arte donde se guarecen nuestros mármoles,
Es Eros, la rosa y la suerte.
Sé que mis versos son malos, y eso me duele, pero aun los ripios son mejor que:
«Invalidar el pasado
en muda prosa...»
¿Quién ha escrito eso? ¿Voltimand, o Voltemand, o Buming Swine? ¡La peste de su anapesto! AlI our old loves are corpses or wives(«todos nuestros viejos amores son cadáveres o esposas»). Todos nuestros males son vírgenes o rameras.
Un oso negro con bucles de un rojo brillante le esperaba (el sol había alcanzado la primera ventana del salón). ¡Sí, había ganado el gene Z! Era delgada y misteriosa. Sus ojos verdes se habían agrandado. A los dieciséis años tenía un aspecto considerablemente más disoluto que su hermana en la misma fatal edad. Llevaba un abrigo de piel negro, pero no sombrero.
—Mi alegría ( mota radost') —dijo Lucette. Sólo eso. Él había esperado más ceremonia. Pero, bien consideradas las cosas, apenas la había conocido hasta entonces, a no ser como un embrión de ascuas.
Distendiendo la nariz coralina, los ojos húmedos, la boca de un rojo vivo peligrosamente entreabierta, sesgada sobre la lengua y los dientes (como una fierecilla domesticada amagando un suave mordisco) se le acercó envuelta en el vértigo de un éxtasis naciente, de una caricia desvelada... la aurora, quién sabe ( ellasabía) de una nueva vida para ambos...
—¡El pómulo! —intimó Van a la muchacha.
—Tú prefieres los skeletiki(los pequeños esqueletos) —murmuró Lucette, mientras Van aplicaba unos labios ingrávidos (y repentinamente, más secos de lo corriente) sobre la mejilla dura y ardiente de su medio hermana. No tuvo más remedio que aspirar fugazmente su perfume de Degrasse—, elegante, aunque decididamente «hetaira» y, a través de éste, la llama de su Petit Larousse, como decían, él y la otra, cuando decidían aprisionar a la pequeña en el agua de una bañera. Sí, muy nerviosa y muy perfumada. El verano indio... demasiado bochornoso para llevar pieles. La cruz ( krest) de la acicalada pelirroja. Sus cuatro ardientes extremidades. Porque no se puede acariciar (como él estaba haciendo) el rubio bronce de arriba sin imaginar al mismo tiempo el pequeño toisón de abajo y las dos brasas simétricas.
—Aquí vive él —dijo Lucette, mirando a su alrededor, mientras Van, admirativo y triste, la ayudaba a quitarse el abrigo ligero, oscuro y profundo, preguntándose en un aparte (porque era muy aficionado a las pieles): ¿oso marino ( kotik)? No, desmán ( vihuhol). Y mientras la ayudaba, Van admiraba su elegante delgadez, su traje sastre gris, su pañuelo color humo, y, cuando retiró éste, su cuello largo y blanco. «Quítate la chaqueta», dijo, o creyó decir (en pie, con las manos tendidas, vestido con un traje color antracita, combustión espontánea, en medio del sombrío salón de una sombría casa anglomaníacamente llamada Voltemand Hall, en la universidad de Kingston, trimestre de otoño de 1892, hacia las cuatro de la tarde).
—Creo que voy a quitarme la chaqueta —dijo Lucette, con el fruncimiento de cejas, fugitivo y ceremoniosamente femenino, que acompañaba tal «creencia»—. Veo que tienes calefacción central. Nosotras, las chicas, tenemos que conformarnos con pequeñas chimeneas.
Dejó caer la chaqueta y se mostró en blusa blanca sin mangas, con chorrera. Levantó los brazos para arreglarse el peinado, y Van pudo ver los dos ardientes nichos que presentía.
—Sin embargo, las tres ventanas están abiertas —dijo Van—, y pueden abrirse todavía más, pero sólo hacia el oeste. Y ese patio verde que ves ahí abajo es la alfombra para las plegarias del sol vespertino, que calienta todavía más esta habitación. ¡Es triste para una ventana no poder hacer moverse a su marco paralítico, para asomarse a ver lo que pasa al otro lado de la casa!
El Veen de siempre.
Lucette abrió su bolso de mano, de seda negra, sacó un pañuelito blanco, dejó el bolso entreabierto en el borde del aparador y se dirigió hacia la ventana más alejada; sus frágiles hombros temblaban de una manera intolerable.
Van advirtió un sobre azul muy alargado, con lacre violeta, que sobresalía del borde del bolso.
—No llores, Lucette. Es demasiado fácil.
Ella regresó hacia Van, frotándose suavemente la nariz y procurando contener sus húmedos sorbetones de niña. Todavía esperaba el abrazo decisivo.
—Toma un poco de coñac. No te quedes de pie. ¿Dónde está el resto de la familia?
Lucette volvió a colocar en el bolso el pañuelo hecho una pelotita, como en tantas antiguas novelas, y lo dejó sin cerrar. También los perros chow-chow tienen la lengua azul.
—Mamá vive en su Samsara particular. Papá ha tenido otro ataque. Sis ha vuelto a Ardis.
—¡Sis! ¡Calla, Lucette! No pongamos pequeñas serpientes a nuestro alrededor.
—Esta pequeña serpiente no sabe muy bien qué tono adoptar con el doctor Vivi Sector. No has cambiado nada, mi pálido amor, salvo que pareces un fantasma que ha olvidado afeitarse y ha perdido su Glanzestival.
Y nuestra Mädelestival. Van observó que el largo sobre azul había sido puesto sobre el borde de caoba del aparador. Se quedó de pie en medio de la habitación, frotándose la frente, sin osar, porque aquél era el papel de cartas de Ada.
—¿Quieres tomar una taza de té?
Lucette sacudió la cabeza.
—No puedo seguir aquí mucho tiempo. Además, tú me dijiste por teléfono algo de una ocupación que tenías hoy. ¡Cómo no vas a estar ocupadísimo, después de cuatro años completamente en blanco!
(También Van se pondría a sollozar si ella continuaba en ese tono).
—Sí... No lo sé. Tengo una cita hacia las seis.
Dos pensamientos contrarios, encadenados, bailaban juntos una danza grave, un minué mecánico con saludos y reverencias. Uno de ellos se llamaba «tenemos muchas cosas que decirnos»; y el otro, «no tenemos absolutamente nada que decirnos». Pero ese tipo de situaciones puede cambiar en un instante.
—Sí, tengo que ver a Rattner a las seis y media —prosiguió, consultando un calendario en el que nada veía.
—«¡Rattner sobre Terra!» —exclamó Lucette—. ¡Van lee Rattner sobre Terra! Pulgarcito no debe nunca, nunca, molestarnos, a él y a mí, cuando leemos a Rattner juntos.
—Querida, te suplico que no hagas imitaciones. No convirtamos un encuentro agradable en un suplicio recíproco.
¿Qué estaba haciendo en Queenston? ¡Vaya una pregunta! Él ya lo sabía. Es verdad, ¿dónde tengo la cabeza? ¿Difícil? No. ¡Ah...! De vez en cuando miraban con el rabillo del ojo la carta azul, para ver si se portaba bien, si no balanceaba las piernas, si no se metía el dedo en la nariz...
¿Devolverla sin abrir?
—Dile a Rattner —empezó Lucette, apurando su tercera copa, como si sólo fuera agua en tecnicolor—... dile... (el alcohol soltaba su linda lengua de víbora).
(¿De víbora? ¿Mi Lucette, mi querida muerta?)
—Dile que entonces, cuando tú y Ada...
El nombre se entreabrió como una puerta en su negro marco, para luego cerrarse de golpe.
—...me dejabais para iros con él, y luego volvíais, yo sabía siempre que vsyo sdelali, habíais contentado vuestro paseo, aliviado vuestro fuego...
—Esas pequeñas cosas se recuerdan con demasiada claridad, Lucette. Cállate, te lo ruego.
—Esas pequeñas cosas se recuerdan mucho más claramente que las grandes, las graves, las fatales. Por ejemplo, cómo ibas tú vestido en un momento dado, en un momento generosamente dado, y el sol en las sillas, y en el suelo. Yo era una criatura neutra y pura, y estaba, por supuesto, casi desnuda. Pero ella llevaba una camisa de chico y una falda corta, y todo lo que llevabas tú eran aquellos pantalones cortos sucios y arrugados, demasiado cortos por lo muy arrugados... Y olía a eso a lo que ella olía siempre, cuando tú habías ido a dar una vuelta por Terra con Ada, con Rattner sobre Ada, con Ada sobre Antiterra en el bosque de Ardis. ¡Oh, apestaban, literalmente, tus pantalones, apestaban Ada y su lavanda y su anchoa y tu algarroba encostrada!
¿Podría la carta, ahora próxima al coñac, oír aquel discurso? Y, después de todo, ¿venía de Ada? (no llevaba dirección). ¿No sería más bien la carta de amor de la Lucette loca y escandalosa que vertía aquél monólogo?
(Van, esto te hará sonreír. Así en el manuscrito. Edit.)
—Van —dijo Lucette—, esto te hará sonreír (predicción pocas veces realizada: Van no sonreía)—; pero si me hicieses la famosa Pregunta Van, yo te contestaría afirmativamente.
La pregunta que él había hecho a la pequeña Córdula en aquella librería, detrás del estante giratorio de los libros de bolsillo, La gitanilla, Nuestros muchachos, Clichés de Clichy, Los vencidos, La Biblia edición completa, Buenos días Mertvago, La gitanilla... Él era conocido en sociedad por hacer aquella pregunta a toda mujer joven con la que hablaba por primera vez.
—¡No, desde luego, no ha sido fácil! ¡Cuántos obstáculos que esquivar, cuántas proposiciones que rechazar en coches estacionados, en cócteles canallas! Y sólo este último invierno, en la Riviera italiana... había un joven violinista de catorce o quince años, un violinista endiabladamente precoz pero terriblemente tímido y neurótico. Marina decía que le recordaba a su hermano... Bien, durante cerca de tres meses, todas las santas tardes me dejé acariciar por él, y recíprocamente; y así pude, por fin, dormirme sin píldoras. Pero, aparte de eso, ni una sola vez he besado epitelio de macho en todo mi amor... quiero decir, en toda mi vida. Mira, puedo jurarlo, nunca lo he hecho, juro por... por... Shaespeare (extendiendo con dramatismo una mano hacia un estante lleno de gruesos libros rojos).
—¡Cuidado! —gritó Van—. Esas son las Obras Completasde Falknerman, traducidas aquí por mi predecesor.
—¡Puah! —dijo Lucette.
—Y, por favor, no uses esa interjección.
—Perdóname. Sí, ya sé. No lo haré más.
—Claro que lo sabes. De todas maneras, eres muy amable. Y estoy contento de que hayas venido.
—También yo, Van, también yo estoy contenta. Pero ante todo no creas que he venido para decirte otra vez que te amo como una loca, como una desventurada, y que puedes hacer de mí lo que quieras. Habría podido apretar el timbre, deslizar este sobre por debajo de la puerta y correr escaleras abajo. Si no lo he hecho es porque era preciso que te viera, porque hay algo más que es necesario que sepas, aunque tengas que despreciarnos y odiarnos a Ada y a mí. Otvratitel no trudno(es horriblemente difícil) de explicar, sobre todo para una virgen, técnicamente virgen, entendámonos, una virgen kokotische, medio ramera, medio doncella. Me doy perfecta cuenta de la delicadeza del asunto, son cosas misteriosas de las que no se debe hablar, ni siquiera a un hermano vaginal... cosas misteriosas, no sólo en su aspecto moral y místico...
Uterino... pero bastante próximo. El término procedía, sin duda, de la hermana de Lucette. Van conocía el aura y la figura, «aquel aura azulada, la figura de Ada...» (canción sentimental en la Sonorola). Azul violeta, lividez de cólera.
—...sino desde un punto de vista puramente físico. Porque, mi querido Van, desde ese punto de vista puramente físico yo sé tanto de Ada como tú.
—¡Di, di! —suspiró Van.
—¿Nunca te ha dicho nada en sus cartas?
Sonido Gutural Negativo.
—¿No te ha hablado nunca de lo que solíamos llamar «empujar el muelle»?
—¿Solíamos? ¿ Nosotros?
—Ella y yo.
S.G.N.
—¿Te acuerdas del escrutorio de la abuela, entre el globo terráqueo y la mesita redonda? En la biblioteca.
—Ni siquiera sé lo que es un «escrutorio». Y no sitúo la mesita redonda.
—Pero te acuerdas del globo.
La Tartaria cubierta de polvo y el dedo de Cenicienta apoyado en el lugar sobre el que debía caer el invasor.
—Sí, me acuerdo de él, y también de una especie de consola toda llena de dragones dorados.
—A eso le llamaba yo la mesita redonda. Realmente, era una consola china de laca japonesa roja, y el escrutorio estaba a su lado.
—¿China o japonesa? Decídete. Pero sigo sin saber qué clase de cosa podría ser tu «incrustorio», es decir, a qué cosa se parecería en 1884 ó 1888.
¡Escrutorio! Casi tan loca como la otra con sus Blemolopias y Molospermas.
—Van, Vanichka, estamos apartándonos del tema. Lo que yo quiero decirte es que el secrétaire, o, si prefieres, la escribanía...
—Detesto lo uno y lo otro, pero el mueble en cuestión estaba al otro lado del diván negro.
Primera vez que se vuelve a mencionar. Aunque tanto él como ella lo hubieran utilizado como orientador, o como una mano derecha indicadora pintada en un cartel transparente que el ojo de un filósofo —huevo duro sin cáscara, viajando sin cuerpo y sin órbita (pero sabiendo de manera intuitiva cuál de sus dos extremidades tiene a su lado una nariz imaginaria) —ve suspendida en el espacio infinito. A partir de lo cual, con una gracia muy germánica, aquel ojo circunda el cartel de cristal y descubre, en transparencia, una mano izquierda: ¡la solución del problema! (Bernard me ha dicho a las seis y media, pero quizá me retrase un poco.) En Van, lo mental bordeaba siempre lo sensual: inolvidable, áspero, velloso velludo de Villaviciosa.
—Van, estás desviando la cuestión voluntariamente...
—Las cuestiones no pueden ser desviadas.
—...porque al otro lado del diván Vaniada (¿te acuerdas?) No había más que el armario en que me encerrasteis por lo menos diez veces.
– Nu uzh desyat(¡exagerada!). Una sola vez... y nuncamás. El agujero de su cerradura (sin llave) eran tan grande como el ojo de Kant. Kant era famoso por su iris cucumicolor.
—Bueno —continuó Lucette, cruzando sus bonitas piernas y contemplando su zapato izquierdo, de marca Verrier, muy elegante, en cuero brillante—, aquel escritorio constaba de una mesa de juego plegable y de un cajón ultrasecreto. Y tú creías, me parece, que estaba lleno de cartas de amor escritas por nuestra abuela a los doce o trece años de edad. Y nuestra Ada conocía (sí, sí, la conocía) la existencia de aquel cajón, pero había olvidado cómo funcionaba el orgasmo, o como quiera que se llame eso cuando se trata de escritorios o de mesas de juego.
¡O como quiera que se llame!
—Ella y yo te desafiamos a descubrir el sensorio secreto ( chuvstvilishché) y hacerlo funcionar. Fue aquel verano en que Belle se había aplastado el trasero y nos había abandonado a nuestros propios medios; y si los tuyos y los de Ada no eran muy limpios, los míos seguían siendo de una pureza conmovedora. Tú probaste mucho tiempo, palpando, tanteando en busca del pequeño órgano hasta que al final diste con él y resultó ser un redondelito oprimible recortado en la madera de palisandro, bajo el fieltro que tú palpabas, un resorte de pulsador, en fin, y Ada se echó a reír al ver salir el cajón.
—Y estaba vacío —dijo Van.
—No del todo. Contenía un minúsculo peón rojo, no más alto que esto (y Lucette indicaba el tamaño de un grano de cebada, colocando el dedo índice sobre... ¿sobre qué?... sobre la muñeca de Van). Lo he guardado como amuleto. Todavía debo tenerlo entre mis cosas. No importa; todos los detalles de este episodio pre-emblematizaban, para emplear el lenguaje de mi profesor de Arte ornamental, la depravación a que iba a entregarse tu pobre Lucette, a sus catorce años, en Arizona. Belle había regresado a Canadia, porque Vronski había desfigurado sus Enfants maudits. Su sucesora se había fugado con Demon. Papá estaba en el Este, mamá no volvía casi nunca antes del alba, nuestras criadas salían a la luz de las estrellas para reunirse con sus amantes y yo tenía horror a dormir sola en la habitacioncita de la esquina que me habían asignado, aunque nunca apagaba la lamparita de porcelana rosa (en la que se veía al trasluz la imagen de un cordero perdido) porque tenía miedo de los pumas y de las serpientes [Es muy posible que este pasaje no sea la transcripción de las palabras de Lucette, sino un extracto de alguna de sus cartas. Editor.], cuyos gritos y ruidos sabía Ada imitar a la perfección, y deliberadamente, supongo, en la sombra del desierto, bajo mi ventana del entresuelo. Bien [aquí parece que volvemos a la grabación original], para hacer un poco más larga la historia...
La festiva frase utilizada en 1884 por la anciana condesa de Prey para elogiar a una yegua coja de sus caballerizas, había pasado a su hijo, que se la había pasado a su amiguita, la cual se la había pasado a su hermanastra. Así lo reconstruyó instantáneamente Van (sentado, con las manos juntas por las yemas de los dedos, en una silla de felpa roja).
—Me llevé la almohada al cuarto de Ada, donde otra lamparilla adornada con una transparencia similar mostraba a un tipo extravagante y de barba rubia que, envuelto en una toalla de baño, apretaba contra su corazón al corderito recuperado. La noche era cálida como un horno y las dos estábamos completamente desnudas, salvo un esparadrapo adherido a mi brazo en el sitio en que me había acariciado y pinchado el médico del lugar. Ada era un sueño de belleza en blanco y negro, con un toque fresa en cuatro lugares, como una reina de corazones simétrica...
Un momento después las dos chicas estaban en cuerpo a cuerpo, y el juego les resultó tan delicioso que se prometieron repetirlo sistemáticamente, con fines higiénicos, siempre que estuvieran en situación desesperada y faltas de un muchacho.
—Me enseñó cosas que yo nunca habría imaginado —confesó Lucette, con aire de seguir aún maravillada de sus descubrimientos—. Nos entrelazábamos como serpientes y resollábamos como pumas. Éramos acróbatas mongoles, monogramas, anagramas, adalucindas. Ella besaba mi krestikmientras yo besaba el suyo, y nuestras cabezas se cruzaban en posturas tan extrañas que Brigitte, una doncellita, que entró inoportunamente con una vela en la mano, creyó por un momento, aunque también ella era bastante viciosa, que estábamos dando a luz simultáneamente a dos niñas: tu Ada, a una pelirroja, y Lucette, que no es de nadie, a una morena. ¡Imagínatelo si puedes!
—Desternillante —dijo Van.
—¡Oh!, y así seguimos prácticamente todas las noches, en el Rancho Marina, y muchas veces a la hora de la siesta; excepto en los intervalos de los vanouissements(la palabra es de ella), o cuando las dos teníamos la regla, lo cual, me creas o no...
—Puedo creerlo todo.
—...aparecía en las dos simultáneamente. Éramos hermanas como todas las hermanas, que comparten las cosas cotidianas y las rutinas con muy poco en común. Ella coleccionaba cactos o ensayaba a toda prisa un papel para una próxima representación en Sterva; yo leía mucho o copiaba bellas imágenes eróticas en un álbum de Obras Maestras Prohibidas, que encontramos en el fondo de una caja de korsetov khrestomatiy(corsés y crestomatías) que Belle se dejó olvidada... y puedo asegurarte que eran infinitamente más realistas que el rollo de Mong Mong, cuyo pincel era infatigable hacia el año 888, un milenio antes de que Ada dijese que era un buen ejemplo de calistenia oriental. Así pasaba el día, y salía la primera estrella, y enormes polillas se paseaban a seis patas por los vidrios de las ventanas, y nos abrazábamos hasta que caíamos dormidas. Y así he descubierto...
Lucette cerró los ojos. Y crispó los nervios de Van al reproducir con diabólica exactitud el suspiro con que Ada acompañaba el colmo de la dicha final.
En aquel momento, como en una obra de teatro bien construida, cuyo desarrollo va alternándose con intermedios cómicos, el campófono de bronce se puso a zumbar y su intervención fue coreada no sólo por el glu-glu de los radiadores, sino también por la botella destapada, de soda, que empezó a chisporrotear por simpatía.
Van (malhumorado):
—No he entendido la primera palabra. ¿Cómo dice? L'adorée? Un momento, por favor. (A Lucette:) Estáte quieta, Lucette. (Lucette susurra una palabra infantil con dos pes.) Está bien (indicando hacia el pasillo). Lo siento, Polly. Pero ¿es l'adorée? ¿No? Dígame el contexto. ¡Ah, la durée! ¿La duréeno es más... qué? ¡Ah, «sinónimo»! Sinónimo de «duración». Perdone otra vez, no tengo más remedio que poner fin a esa orgía de la soda. No cuelgue. (Grita en dirección del W.C., el «ve dobla», como decían en Ardis.) Lucette, deja que se desborde, ¡qué le vamos a hacer!
Van se sirvió otra copa de coñac, y durante un absurdo intervalo estuvo preguntándose qué demonios estaba haciendo. ¡Ah, sí, el polífono!
El polífono ya no daba señales de vida. Pero volvió a zumbar en cuanto Van colocó el receptor en su cuna. Al mismo tiempo, Lucette llamó discretamente a la puerta.
– La durée... por el amor de Dios, ¡entra sin llamar!... No, Polly, eso no va por usted, sino por mi primita. La duréeno es sinónimo de duración, porque ya está saturada —sí, como en Saturno– del pensamiento de ese filósofo. ¿Qué es lo que ahora no va? ¿No sabe si es doréeo durée? D-U-R. Creí que usted sabía francés... Ah, comprendo. Hasta la vista. Mi mecanógrafa, una rubia insignificante pero siempre disponible, no acierta a leer la palabra duréeescrita con mi mejor caligrafía, porque, según dice, sabe francés, pero no el francés científico.
—A decir verdad —observó Lucette, secando el sobre alargado, en el que había caído una gota de soda—, Bergson sólo es para gente muy joven o muy desgraciada, como esa rubia disponible.
—Conocer Bergson —dijo el profesor auxiliar libertino– merece todo lo más, en tu caso, un pequeño B. ¿O debo recompensarte dando un beso a tu krestik, sea lo que sea eso?