Текст книги "Ada o el ardor"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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El Tiempo es cualquier cosa menos este tríptico popular: un pasado que ya no existe, el punto sin duración del «presente», y un «todavía no» que puede no llegar jamás. No. No hay más que dos paneles. El Pasado (existente para siempre en mi espíritu) y el Presente (al que mi espíritu confiere duración, y, en consecuencia, realidad). Si consideramos un tercer panel de la esperanza satisfecha: lo previsto, lo predestinado, la capacidad de previsión, de pronóstico perfecto, seguimos aplicando el espíritu al Presente.
Si se percibe el Pasado como un almacenamiento del Tiempo, y si el Presente es el proceso de esa percepción, el futuro, por el contrario, no es un elemento del Tiempo, no tiene nada que ver con el Tiempo y la gasa vaporosa de su textura física El futuro no es más que un charlatán en la corte del Tiempo. Hay pensadores, pensadores sociales, que imagi nan un Presente distendido más allá de sí mismo hacia un «futuro» aún no realizado, pero eso es una utopía enteramente utópica, política progresista. Los sofistas de la tecnología demuestran que, aprovechando las Leyes de la Luz, utilizando nuevos telescopios capaces de descifrar tipos de imprenta ordinarios a distancias cósmicas a través de los ojos nostálgicos de nuestros agentes en algún otro planeta, tenemos realmente la posibilidad de ver nuestro propio pasado (el descubrimiento del Goodson por Goodson y cosas por el estilo), incluidos documentos que prueban que no sabíamos lo que el porvenir nos reservaba (y que sabemos ahora), y que, por consiguiente, el futuro existía ayer, de donde podemos inducir que existe hoy, Quizás eso sea buena física, pero es una malísima lógica, y la Tortuga del Pasado no alcanzará nunca al Aquiles del Porvenir, cualquiera que sea el modo que tengamos de analizar las distancias en nuestras brumosas pizarras.
En el mejor de los casos, lo que hacemos cuando postulamos el futuro (en el peor de los casos no hacemos sino trucos triviales) es extender desmesuradamente el presente especioso, hasta hacerle impregnarse de cualquier cantidad de tiempo con todas las especies posibles de información, de anticipación, de precognición. En el mejor caso, el «futuro» es la idea de un hipotético presente basado en nuestra experiencia de la sucesión, en nuestra fe en la lógica y en la costumbre. Por supuesto que, en realidad, nuestras esperanzas no consiguen provocar su existencia más de lo que nuestras añoranzas consiguen cambiar el Pasado. Este último tiene al menos el sabor, la sal, el estilo de nuestro ser individual. Pero el futuro está fuera del alcance de nuestros sueños y de nuestras sensaciones. En cada instante, es una infinidad de posibles bifurcaciones. Un esquema determinista aboliría la noción misma de tiempo (aquí el comprimido hizo flotar su primera nubecilla). Lo desconocido, lo no experimentado, lo inesperado, y todas sus deslumbrantes intersecciones, son partes integrantes de la vida humana. El esquema preciso, arrebatando a la aurora su elemento de sorpresa, rasuraría por ese mismo hecho todos los rayos del sol.
El Favodormo comenzaba a obrar en serio. Van acabó de ponerse el pijama (operación que había necesitado una buena hora de tanteos y de gestos torpes, generalmente inacabados) y se metió no menos torpemente en la cama. Soñó que hablaba en la sala de conferencias de un trasatlántico, y que un hippie que se parecía al autoestopista de Hilden le preguntaba burlonamente cómo podía explicar el hecho de que en los sueños sabemos que vamos a despertar; ¿no era ésa una certeza análoga a la de la muerte, y, en ese caso, a la del futuro...?
Al amanecer, después de un brusco gemido, se encontró sentado en la. cama, temblando: ¡si no hacía algo inmediatamente, la perdería para siempre! Decidió dirigirse en el acto al Manhattan de Ginebra.
Van dio la bienvenida a las heces escultóricas, que volvían a hacer acto de presencia al cabo de ocho días de un fango negruzco que ensuciaba cada vez las paredes de la taza del W.C. hasta una altura tal que todos los esfuerzos de la cisterna no conseguían eliminarlo. Cosas del aceite de oliva y de los W.C. italianos. Se afeitó, se bañó, se vistió rápidamente. ¿Era demasiado pronto para pedir el desayuno? ¿Debía llamar a su hotel antes de ponerse en camino? ¿Alquilar un avión? ¿O quizás sería más sencillo...?
Las ventanas del salón estaban abiertas de par en par. Aún quedaban estratos de bancos de niebla escalonados en las montañas azules del otro lado del lago, pero acá o allá sobresalía el ocre de las crestas de un pico, bajo la extensión azul turquesa de un cielo sin nubes. Cuatro enormes camiones pasaron con estruendo uno detrás de otro. ¿Sería quizás más sencillo satisfacer el capricho familiar de poner fin a todo, de lanzarse —¡plaf!– contra el pavimento? ¿Lo había hecho alguna vez? En el fondo, no se podía estar seguro. En el piso inmediato inferior, en la terraza de al lado, estaba Ada, absorta en la contemplación del paisaje.
Van vio su cabello rojizo, su cuello y sus brazos blancos, las pálidas flores del ligero salto de cama que llevaba puesto, las piernas desnudas, las plateadas zapatillas de tacón alto. Pensativamente, juvenilmente, voluptuosamente, se rascaba el muslo a la altura del nacimiento de la nalga derecha: firma rosa en pergamino de Ladore, un crepúsculo vespertino abundante en mosquitos. ¿Miraría hacia arriba? Todas sus flores se alzaron, radiantes, hacia él, y, en un gesto de regia ofrenda, Ada alzó las montañas, la bruma, el lago con tres cisnes, y se los ofreció.
Van salió al pasillo y se precipitó, por una pequeña escalera de caracol, al cuarto piso. Sintió en la boca del estómago el temor de que no fuese la habitación 410, como él se había figurado, sino la 412, o tal vez la 414. ¿Qué ocurriría si ella no había comprendido, si no le estaba esperando? Había comprendido y le esperaba.
Cuando, «un poco más tarde», Van, de rodillas y aclarándose la garganta, besaba sus amadas manos frías con una gratitud infinita, en un orgulloso desafío lanzado a la muerte, una vez vencida la mala suerte, Ada, inclinada sobre él, en el brillo prolongado del reciente acto amoroso, le preguntó:
—¿Creías, de verdad, que me había marchado?
– Obmansbchitsa(engañadora), obmanshchitsa—fue cuanto Van pudo contestar, aunque repetidamente, con el fervor y la exaltación de la felicidad satisfecha.
—Le dije que diera vuelta cerca de Morzhey («morsas» o «focas», juego de palabras ruso con «Morges»; ¿quizás el mensaje de una sirena familiar?). Y tú dormías, ¡tú podías dormir!
—Yo estaba trabajando. Ya tengo terminado el borrador.
Ella le confesó que al regresar a media noche había tomado en la biblioteca del hotel (el vigilante nocturno, lector impenitente, tenía la llave) y se había llevado a su habitación el volumen de la Enciclopedia Británica que contiene el artículo «Espacio-Tiempo».
—«El Espacio» (dice ese artículo, de modo algo equívoco) es la propiedad —tú eres mi propiedad —en virtud de la cual —tú eres mi virtud —los cuerpos rígidos pueden ocupar posiciones diferentes». ¿Bonito? Bonito.
—Ada, no te rías de nuestra prosa filosófica —le reconvino su amante—. Lo único que ahora importa es que yo he dado una nueva vida al Tiempo amputándole de su hermano siamés el Espacio y del falso futuro. Mi propósito era escribir una especie de novela en forma de tratado sobre la Textura del Tiempo, un estudio sobre el velo de su substancia, ilustrado con metáforas crecientemente numerosas, que construirían progresivamente una historia de amor lógica, progresando desde el pasado hacia el presente y desplegándose en un relato concreto, y anularían progresivamente las analogías para volver a desintegrarse en una dulce abstracción.
—Me pregunto —dijo Ada —si esa tentativa de descubrimiento se merece la policromía de una vidriera. Podemos saber el tiempo que hemos tomado. Podemos saber el tiempo que hemos dado. Pero no podemos saber lo que es el Tiempo. Sencillamente, nuestros sentidos no han sido hechos para percibirlo. Es como...
QUINTA PARTE
I
Yo, Van Veen, os saludo. Saludo a la vida, a Ada Veen, al doctor Lagosse, a Stephan Nootkin, a Violet Knox, a Ronald Oranger. Hoy es mi nonagésimo-séptimo cumpleaños. Desde mi maravillosa butaca Buen-reposo oigo rechinar un arado y ruido de pasos en el jardín deslumbrante de nieve. Oigo, también, a mi viejo ayuda de cámara ruso, que es más sordo de lo que él se cree, cómo abre y cierra cajones con tiradores de anilla en mi vestidor. Esta quinta parte no debe ser considerada como un epílogo: es la verdadera introducción de mi Ada o el ardor, Crónica Familiar. Noventa y siete por ciento de verdad, tres por ciento de verosimilitud.
De sus muchas moradas, tanto en Europa como en los trópicos, fue el Castillo de Ex, en los Alpes suizos —construcción reciente, con una columnata y torres almenadas—, la que se convirtió en su residencia favorita, sobre todo a mitad del invierno, cuando el aire famoso por su brillantez (le cristal d'Ex) «rivaliza con las más elevadas expresiones del pensamiento humano: la matemática pura y el descifrado de claves» (fórmula publicitaria todavía no publicada).
Dos veces al año, por lo menos, nuestra feliz pareja se regalaba con un viaje bastante largo. Ada ya no criaba ni coleccionaba mariposas, pero, en su activa vejez, se dedicó a filmarlas en su medio natural, en el fondo de su jardín o en el fin del mundo, volando y aleteando, posándose en las flores o en las basuras, deslizándose sobre la hierba o el granito, apareándose o luchando. Van la acompañaba en sus viajes de safari fotográfico al Brasil, al Congo, a Nueva Guinea, pero prefería, en secreto, el lento saborear de una bebida en el interior de su tienda a una larga espera en la sombra de un árbol, al acecho de una especie rara que viniese, atraída por el señuelo, a dejarse fotografiar en color. Haría falta un segundo libro para describir las aventuras de Ada en Adalandia. Las películas —y sus actores crucificados (ejemplares etiquetados bajo vidrio)– pueden verse, a horas convenidas, en el Museo Lucinda, Park Lane n.° 2, Manhattan.
II
Van había sido fiel a la divisa ancestral: «La buena salud es una buena herencia». A los cincuenta años, no recordaba haber visto la lenta huida del corredor del hospital (y dos pies impecablemente calzados de blanco que se alejaban con ligereza) ante la silla de ruedas que le transportaba, más que una sola vez. Sin embargo, ahora notaba que ciertas fisuras furtivas y bifurcadas aparecían frecuentemente en el muro de su bienestar físico, como si la inevitable descomposición estuviese enviándole, a través del tiempo lúgubre y estático, sus primeros emisarios. Cuando tenía la nariz obstruida, soñaba que se ahogaba; y, en los inicios del más ligero resfriado, acechaban las neuralgias intercostales con su arpón despuntado. Cuanto más grande era su mesa de noche, tanto más se llenaba de artículos absolutamente imprescindibles: gotas nasales, caramelos de eucaliptus, tapones de cera para los oídos, comprimidos estomacales, somníferos, agua mineral, pomada de cinc en tubo con tapón de recambio (para el caso de que el primero se perdiese bajo la cama) y un gran pañuelo para enjugarse el sudor que se le acumulaba entre la mandíbula y la clavícula derecha, no habituadas aún a la nueva consistencia de su carne ni a su insistencia en dormir solamente sobre el costado derecho para no oírse el corazón: una noche de 1920 había cometido el error de calcular (contando con otro medio siglo de existencia) cuántos latidos le quedaban aún, y ahora la absurda rapidez de la cuenta atrás le irritaba y aceleraba el ritmo en el que se oía morir. Durante sus peregrinaciones solitarias y perfectamente superfluas había desarrollado una morbosa sensibilidad hacia los ruidos nocturnos de los hoteles de lujo (la gogofonía de un camión: tres «dolorcibelios»; las vociferaciones estúpidas que intercambian los jóvenes aprendices en la calle desierta en la noche del sábado: treinta; los rumores del piso de abajo transmtidos por el radiador de la calefacción: trescientos); pero, aunque indispensables en los momentos de total desesperación, los tapones de cera rosa tenían el inconveniente (sobre todo cuando había bebido demasiado) de amplificar la pulsación de sus sienes, los extraños pitidos que escapaban de su cavidad nasal, aún no explorada, y el atroz crujido de sus vértebras cervicales. Van achacaba a un eco de aquel crujido, transmitido al cerebro por el sistema vascular antes del afianzamiento del sueño, la misteriosa detonación que se producía en alguna parte de su cabeza en el instante en que sus sentidos traicionaban a su consciencia. Las pastillas de menta y los demás caramelos alcalinos resultaban a veces impotentes para aliviar los demasiado conocidos ardores de estómago que sufría invariablemente cuando había tomado salsas excesivamente sabrosas Por el contrario, se regocijaba con juvenil entusiasmo de los maravillosos efectos de una cucharada de bicarbonato disuelto en agua, que nunca dejaba de provocar tres o cuatro eructos tan voluminosos como las burbujas coloreadas de su infancia.
Antes de haber trabado conocimiento (a los ochenta años) con el tierno y delicado, sabio y libertino doctor Lagosse, el cual, desde entonces, vivió con él y con Ada, y les acompañó en sus viajes, Van detestaba a los médicos. A pesar de sus estudios de medicina, no podía librarse del inconfesado sentimiento, digno de la credulidad de un patán, de que el médico que aprieta la pera de un esfigmomanómetro o escucha su respiración sibilante sabe ya (aunque lo mantiene en secreto) la naturaleza de la enfermedad incurable diagnosticada con tanta certeza como la misma muerte. Se acordaba, con expresión torva, de su difunto cuñado, cuando se sorprendía ocultando a Ada que la vejiga le importunaba demasiado frecuentemente, o que había sufrido un nuevo vértigo después de cortarse las uñas de los pies (un pequeño trabajo que hacía personalmente, porque no podía soportar que cualquier otra mano humana tocase sus pies desnudos).
Haciendo cuanto estaba en su poder para aprovecharse de su cuerpo (que pronto iba a serle retirado, como un plato del que uno recoge las últimas y sabrosas migajas), apreciaba ahora placeres tan modestos como la satisfacción de hacer salir de su piel la larvita de una espinilla, o de alcanzar con la uña puntiaguda de su dedo meñique la gema de un granito en el fondo de su oreja izquierda (la derecha era menos interesante), o de permitirse lo que Bouteillan solía denominar le plaisir anglais, que consistía en sumergirse en el baño hasta el mentón, retener el aliento y dejar escapar de su cuerpo un agua secreta y silenciosa.
Por el contrario, los males de la vida le afectaban aún más vivamente que en el pasado. Gemía, con los tímpanos martirizados, cuando un saxofón sonaba, o cuando uno de esos embrutecidos jóvenes, verdaderos infrahombres, desencadenaba el trueno infernal de su motocicleta. El comportamiento obstruccionista de objetos estúpidos y hostiles —el bolsillo que no sirve, el cordón del zapato que se rompe, la percha vacía que se desprende y cae tintineando en la oscuridad de un ropero– le hacía pronunciar el juramento edípico de sus antepasados rusos.
Había dejado de envejecer hacia la edad de sesenta y cinco años; pero a esa edad había cambiado más en su musculatura y en su esqueleto que las personas que no han practicado, como lo había hecho él en su juventud, una gran diversidad de disciplinas atléticas. El tenis y el squash cedieron el puesto al ping-pong. Luego, un día, olvidó en su club su paleta preferida, que aún conservaba el calor de su mano, y no volvió más. En su sexto decenio el Punching-ball remplazó al boxeo y a la lucha de años más juveniles. Sorpresas de orden gravitatorio hacían ahora grotesca hasta la marcha sobre esquís. Aún podía cruzar las espadas a los sesenta años, pero el sudor le cegaba a los pocos minutos y la esgrima no tardó en seguir la suerte del tenis de mesa. Nunca había conseguido desprenderse de un prejuicio algo snob contra el golf; en cualquier caso, ya era demasiado tarde para comenzar. A los setenta intentó callejear un poco, antes del desayuno, por un paseo apartado, pero el subir y bajar de la carne en el pecho le recordó con demasiado horror que pesaba treinta kilos más que en su juventud. A los noventa, seguía andando sobre las manos... en un sueño iterativo.
Normalmente, uno o dos somníferos le ayudaban a tener en jaque al monstruo del insomnio, reducido a una pequeña bruma divina, durante (tres o cuatro horas. Pero a veces, sobre todo cuando acababa de terminar un trabajo intelectual, el suplicio de una noche insomne iba dando paso gradualmente a una jaqueca matinal. Ningún remedio podía hacer frente va aquel tormento. Van se estiraba, se hacía una bola, apagaba y volvía a encender la lámpara de su mesilla (un nuevo sucedáneo que hacía glu-glú, pues la verdadera «ambaricidad» había sido nuevamente prohibida en 1930), y una desesperación física invadía su ser irreductible. Su pulso era firme y sostenido, había digerido la cena de un modo excelente, no había sobrepasado su dosis cotidiana de borgoña (una botella), y, sin embargo, el odioso insomnio continuaba haciendo de él un desterrado en el propio hogar. Ada dormía profundamente, o leía, cómodamente instalada unas puertas más allá; más lejos aún, en sus apartamentos, los diversos criados se habían sumado desde hacía mucho tiempo a la multitud hostil de los durmientes del lugar, que parecían cubrir las colinas vecinas con el espeso negror de su reposo. Solamente a él le era negada la inconsciencia que despreciaba con tanto orgullo y buscaba con tanta asiduidad.
III
Durante los años de su última separación, el libertinaje de Van había seguido siendo, en esencia, tan implacable como siempre; pero sólo hacía el amor cada cuatro días, y a veces descubría con sorpresa que había pasado una semana entera en una serena castidad. También ocurría que en la sucesión de exquisitas prostitutas se intercalaba una serie de encantadoras no profesionales en estancias turísticas al azar; o todo un mes de inventiva erótica en compañía de alguna frívola mondaine (recordaba con un especial escalofrío de placer a una virgen inglesa de cabellera roja, Lucy Manfristan, seducida el 4 de junio de 1911 detrás de los muros del jardín de su mansión normanda, y llevada a Fialta, en el Adriático); pero esos falsos romances amorosos le fatigaban pronto; la palazzina, de cañerías mediocres, no tardó en ser abandonada, como no tardó en ser despedida la joven tostada por el sol, y Van necesitó un intermedio verdaderamente sucio y vicioso para resucitar su virilidad.
Cuando en 1922 comenzó una nueva vida con Ada, tomó la firme decisión de serle fiel. A excepción de algunas ocasiones, discretas y dolorosamente agotadoras, en que se abandonó a lo que el Dr. Lena Wien ha designado muy exactamente con el término de «mironismo onanista», supo perseverar en dicha decisión. La rigurosa prueba resultó moralmente remuneradora; físicamente, era absurda. Así como los pediatras se encuentran a menudo con la cruz de una familia imposible, nuestro psicólogo experimentaba un caso bastante ordinario de desdoblamiento de personalidad. Su amor por Ada era un estado existencial, un constante zumbido de felicidad, diferente de todo cuanto él había podido observar en la vida de los enfermos mentales y otros individuos singulares. Para salvarla se habría arrojado sin vacilación a un baño de pez hirviente, como habría recogido cualquier guante de desafío a su propio honor. Su vida en común era el canto antifonal de su primer verano de 1884. Ella no se negó nunca a ayudarle a conseguir la satisfacción —tanto más precisa cuanto que se hacía menos frecuente– de una puesta de sol enteramente compartida. Van veía reflejado en Ada todo aquello que su propio espíritu, orgulloso y difícil, buscaba en la vida. Una ternura desbordante le impulsaba a arrodillarse a sus pies, en actitudes dramáticas pero perfectamente sinceras, sorprendentes para alguien que entrase en la habitación con un aspirador. Y el mismo día, otros compartimientos y subcompartimientos de su ser eran hervideros de anhelos y pesares, de proyectos de violación y de desorden. Los momentos más peligrosos tenían lugar cuando se trasladaban a otra ciudad y se encontraban en un sitio nuevo, con nuevos criados y nuevos vecinos, y sus sentidos quedaban expuestos con una precisión fantástica y helada a la gitanilla que hurtaba melocotones o a la despabilada hija de la lavandera.
En vano se decía que aquellas bajas comezones no diferían, en su intrínseca insignificancia, del prurito anal que uno trata de aliviar con rascados intempestivos. De todos modos, él sabía que si se arriesgaba a satisfacer el deseo sentido por tal o cual muchacha podía arruinar toda su vida con Ada. Lo horrible y gratuitamente que podía herirla fue algo que descubrió un día de 1926 ó 1927, cuando sorprendió la mirada de orgullosa desesperación que ella fijó en el vacío antes de dirigirse al coche en que iba a partir de viaje (un viaje al que Van, en el último instante, había renunciado a acompañarla). Lo había hecho así remedando los gestos y la cojera de los enfermos de gota, porque acababa de darse cuenta —y ella también se la había dado —de que la joven y soberbia indígena que fumaba en el porche de atrás de la casa ofrecería sus mangos al señor tan pronto como el ama de casa del señor hubiese salido para el festival cinematográfico de Sindbad. El chófer tenía ya abierta la puerta del coche cuando Van, lanzando un verdadero mugido, se reunió con Ada y partieron juntos, volubles, con los ojos llenos de lágrimas y bromeando a propósito de su locura.
—Es divertido —dijo Ada—. ¡Qué dientes más negros y rotos tienen por aquí esas blyadushki!
(El «Ursus». Lucette vestida de verde brillante. «Cálmate, pasión enloquecida». Los senos y los brazaletes de Flora. El caracol del Tiempo.)
Descubrió lo que podía ser un entretenimiento refinado: resistir constantemente a la tentación, sin dejar de soñar en sucumbir a la misma en alguna parte, algún día, de algún modo. Descubrió también que, a pesar del ardor de las llamas que danzaban en aquellos seductores señuelos, no podía pasar ni un solo día sin Ada; que la soledad que él necesitaba para pecar auténticamente no era la de unos segundos de aislamiento detrás de algún arbusto, sino toda una noche transcurrida en el seguro recinto de una fortaleza; y que, en definitiva, las tentaciones, reales o evocadas antes del sueño, eran cada vez menos frecuentes. A los setenta y cinco años, unas relaciones bimensuales con la muy cooperativa Ada (Blitz-partien, en su mayor parte) bastaban para una perfecta satisfacción. Las secretarias que contrató sucesivamente eran cada vez menos atractivas (hasta culminar en una hembra con pelo de coco y boca de caballo que escribía a Ada cartitas de amor). Y, cuando Violet Knox vino a romper aquella monótona sucesión, Van Veen tenía ochenta y siete años y era impotente por completo.
IV
Violet Knox [hoy, señora de Ronald Oranger. Nota del editor], nacida en 1940, vino a vivir con nosotros en 1957. Era (y sigue siendo hoy, diez años más tarde) una deliciosa inglesa rubia, de ojos de muñeca, piel de terciopelo y linda grupa ajustada en una falda de tweed[... Pero tales encantos, ¡ay!, no podían ya dar carne a mi fantasía. Es ella quien ha mecanografiado estas memorias y la alegría de estos años que son, sin duda, los diez últimos de mi existencia. Hija, hermana, hermanastra perfecta, había soportado durante diez años los hijos habidos por su madre en dos matrimonios, y más dejando aparte [algo]. Yo la pagaba [generosamente por meses, dándome perfecta cuenta de la necesidad de proporcionarme un silencio que no fuese incómodo para una joven diligente y perpleja. Ada la llamaba «Fialochka», y se permitía el lujo de admirar el cuello de camafeo, las ventanas nasales de color rosa y la rubia cola de caballo de «la pequeña Violeta». A veces, después de cenar, cuando saboreábamos los licores, mi Ada contemplaba con ojos soñadores a mi mecanógrafa (gran aficionada al Koo-Aahn-Trow), y luego, rápidamente, picoteaba su ruborizada mejilla. La situación podría haber sido considerablemente más complicada si se hubiese presentado veinte años antes.
No sé realmente por qué concedo tanta atención a los cabellos blancos y el aparato fláccido del venerable Veen. Los libertinos nunca se reforman. Arden, escupen unas últimas chispas verdes y se apagan. Mucho más considerable debe ser la importancia concedida por el autoinvestigador y su fiel compañera a la increíble marea intelectual, a la explosión creadora producida en el cerebro de aquel nonagenario extraño, solitario y bastante repulsivo (gritos de «no, no», entre paréntesis del editor, de la hermana y de los lectores).
Van execraba más ferozmente que nunca todo arte falso, desde las trivialidades informes de la chatarra esculpida hasta los pasajes en cursiva del novelista pretencioso que pretende expresar así los chaparrones de pensamiento de su héroe fraterno. Tenía aún menos paciencia que antes a propósito de la escuela de psiquiatría de «Sig» (Signy-M.D.-M.D.). Utilizó la confesión, saludada como un gran acontecimiento, de su fundador («Siendo estudiante, empecé a "desflorar" chicas porque fui suspendido en un examen de botánica») como epígrafe de uno de uno de sus últimos artículos, titulado La farsa de la terapia de grupo en los trastornos de la sexualidad, el más detonante y satisfactorio en su especie (la Unión de Consejeros Conyugales y Catárticos pensó en principio proceder judicialmente contra él, pero luego prefirió desinflarse).
Violet llama a la puerca de la biblioteca y deja paso al señor Oranger, hombrecillo regordete con corbata de lazo, que se detiene en el umbral, da un taconazo, y (mientras el pesado eremita se mueve imprimiendo un torpe vuelo a su ropa de lana) se lanza casi al trote, no tanto para detener de un magistral manotazo el alud de folios sueltos que el codo del gran hombre ha hecho resbalar por el plano inclinado del atril, como para expresar la impaciencia de su admiración.
Ada, que se divertía traduciendo (para las ediciones bilingües, a doble plancha, de Aranger), Griboiedov al francés y al inglés, Baudelaire al inglés y al ruso, y John Shade al ruso y al francés, leía a menuo a Van, con cavernosa voz de médium, las versiones hechas (y publicadas) por otros individuos extraviados en ese campo de la semiconsciencia. Las traducciones de poesía en inglés especialmente, tenían el don de abrir las facciones de Van en una sonrisa grotesca que, cuando no llevaba puesta la dentadura postiza, le hacían parecerse, rasgo por rasgo, a una máscara de la comedia griega. No habría sabido decir qué le repugnaba más, si la mediocridad bien intencionada, cuyas tentativas de fidelidad al texto quedaban frustradas por la falta de intuición artística y por hilarantes errores de interpretación, o la labor del.poeta profesional, que embellecía con sus propias invenciones al autor difunto e indefenso (aquí un bigote, allí las partes íntimas), método que, bajo la paráfrasis, disfrazaba escrupulosamente la ignorancia de la lengua original, con una mezcolanza de gazapos de impertinente erudición y caprichos de plagiario.
Una tarde de 1957, mientras Ada, el señor Oranger (catalizador nato) y Van discutían de sus cosas (la obra de Van y Ada, Información y Forma, había aparecido por entonces), nuestro viejo polemista se puso a pensar de pronto que todos los libros que tenía publicados eran alegres y belicosos ejercicios de estilo, y no trabajos epistemológicos impuestos a un sabio por sus propios problemas. Le preguntaron entonces por qué no se dejaba llevar por su propio gusto, por que no elegía un más amplio terreno de juego en el que se enfrentasen la Inspiración y la Intención. Y, a lo largo de aquel hilo conductor, acabaron decidiendo que escribirían sus memorias... para publicarlas después de su muerte.
Van era un escritor lento. Necesitó seis años para redactar un primer borrador y dictárselo a Miss Knox, después de lo cual releyó el texto mecanografiado, redactó la nueva versión enteramente manuscrita (1963-1965) y volvió a dictar el resultado a la infatigable Violet, cuyos lindos dedos produjeron un ejemplar definitivo en 1967. E, p, i... ¿por qué esa «y», querida?
V
Ada, que sufría porque su hermano no era todo lo famoso que debía ser, recibió con alivio y entusiasmo el éxito de La Textura del Tiempo(1924). Esa obra, decía, le recordaba siempre, de extraña y delicada manera, los juegos de luz y sombra a los que jugaba de niña en las apartadas avenidas de Ardis. Decía que ella había sido de algún modo responsable de La Metamorfosisde las encantadoras larvas que habían hilado la seda del «Tiempo de Veen» (nombre dado desde entonces a esa concepción, y que se pronuncia tan respetuosamente como «la Duréede Bergson» o «la franja luminosa de Whitehead»). Pero una obra considerablemente más antigua y más floja, las pobres Cartas desde Terra, de las que sólo existían media docena de ejemplares (dos en Villa Armina, y el resto en estantes de bibliotecas universitarias) estaba todavía más cerca de su corazón, por ciertos recuerdos no literarios que la relacionaban con su estancia en Manhattan (1892-1893). A los sesenta años, Van rechazó con mal humor y desprecio la proposición, humildemente aventurada por Ada, de reeditarla al mismo tiempo que las reflexiones de Sidra y un opúsculo antisigniano sobre «el Tiempo en los Sueños». A los setenta, hubo de lamentar su antiguo desdén, cuando el brillante cineasta francés Victor Vitry filmó sin la autorización de nadie una película basada en las Cartas desde Terra, escritas por «Voltemand» medio siglo antes.
Vitry trasladaba la visita de Theresa a Antiterra al año 1940, pero 1940 según la cronología de Terra, que correspondería más o menos a 1890 según la nuestra. Ese artificio le permitía algunas zambullidas realmente amenas en los modos y maneras de nuestro pasado (¿te acordabas de que los caballos llevaban sombreros —sí, sombreros– durante una ola de calor en Manhattan?), y daba la impresión, tan explotada ya por la literatura de física-ficción, de que el cosmonauta viajaba en contradirección por el túnel del tiempo. Los filósofos hicieron algunas preguntas impertinentes, pero fueron ignorados por la fácil credulidad de los aficionados al cine. En contraste con el sereno transcurrir de la historia de Demonia en el siglo XX, con la coalición angloamericana capitaneando un hemisferio y la Tartaria gobernando el otro, misteriosamente oculta tras su velo de Oro, se mostraban una serie de guerras y revoluciones que desmantelaban el rompecabezas de estados independientes de Terra. En una impresionante historia de Terra realizada por Vitry (indudablemente el mayor genio del cine que ha dirigido nunca una producción de tal envergadura, con la utilización de tan enorme número de extras —unos dicen que más de un millón, otros hablan de medio millón y otros tantos espejos —) se desmoronaban reinos y se erigían dictaduras, mientras había repúblicas que se sostenían semi-sentadas, semi-acostadas, en toda clase de posturas incómodas. La concepción podía discutirse, pero la ejecución era impecable. ¡Fíjense ustedes en todos esos soldaditos desplegados por el campo surcado de trincheras, entre explosiones de tierra fangosa y de toda clase de cosas que hacen bum-bum por todas partes, en francés mudo!