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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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Lucette le hizo preguntas con miradas devotas de linda estudiante de Queenston o de Kings. No era precisa una experiencia científica muy profunda por parte del profesor para darse cuenta de que aquel encantador desconcierto y aquellas notas graves que aterciopelaban su voz eran tan intencionados como la efervescencia de la sobremesa de mediodía. En realidad, Lucette era presa de las congojas emocionales que sólo el heroico dominio de sí misma de una aristócrata americana le permitía superar con éxito. Hacía mucho tiempo que estaba persuadida de que si obligaba a acostarse con ella, siquiera una sola vez, al hombre al que amaba, con un amor absurdo pero– irrevocable, lograría, ayudada por alguna prodigiosa operación de la naturaleza, transformar un acontecimiento epidérmico y fugaz en un vínculo espiritual eterno. Pero también sabía que si aquel acontecimiento no se producía en la primera noche de su viaje, sus relaciones con Van volverían a caer en el juego extenuante, desesperado, desesperadamente familiar de burla y contraburla, con su punto de erotismo, por supuesto, pero más en carne viva que nunca. Van comprendía su estado de ánimo. Ó, al menos, en su desesperación, creyó, retrospectivamente, que la había comprendido, cuando ya no podía encontrar otro remedio que el extracto de prosa atlántica del doctor Henry en la rebotica de la farmacia del pasado, con la puerta dando golpes y el cepillo de dientes que se cae del vaso.

Mientras contemplaba con mirada sombría sus delgados hombros desnudos, tan dúctiles e inquietos que no hubiera resultado sorprendente verlos plegarse ante ella como estilizadas alas de ángel, Van, en su abatimiento, consideraba que, si se atenía a la regla de honor grabada en lo más profundo de su alma, tendría que sufrir durante cinco días las torturas del celo, no sólo porque Lucette era adorable y no se parecía a ninguna otra, sino también porque él no había podido nunca pasar más de cuarenta y ocho horas sin gozar de mujer. Y el encadenamiento de circunstancias por el que Lucette formulaba sus más fervientes votos era precisamente lo que Van más temía: una vez que él hubiese gustado su llaga y su apretón, Lucette le retendría cautivo, insaciablemente, durante semanas, tal vez durante meses, tal vez más; pero finalmente llegaría el día inevitable de la dura separación, sin que una nueva esperanza y la vieja desesperación llegasen nunca a crear un verdadero equilibrio. Y algo todavía peor: aunque consciente, y avergonzado, de su deseo por una niña enferma, sentía, en un oscuro recoveco de emociones antiguas, que su deseo era agudizado por la misma vergüenza.

Tomaron el café —un café turco, espeso y azucarado —y Van miró furtivamente su reloj para ver... ¿qué? ¿Cuánto tiempo sería capaz de soportar el suplicio de la renuncia? ¿Cuándo tendrían lugar ciertos acontecimientos, por ejemplo un concurso de baile en la sala? ¿O la edad que ella tenía? (Lucinda Veen sólo tenía cinco horas de edad, si se invierte el «curso del tiempo» humano.)

Estaba tan conmovedora que en el momento en que salían del grill Van no pudo por menos (hasta ese punto la sensualidad es el mejor caldo de cultivo de fatales errores) de acariciar su joven hombro satinado y adaptar por un instante (el más feliz en la vida de Lucette) a su convexidad ideal el hueco de su mano, exactamente adherida. Lucette echó a andar delante de él, tan consciente de la mirada que se posaba en ella como si estuviese ganando un premio de compostura. Para describir su vestido Van no encontraba un adjetivo mejor que «avestrúceo» (admitiendo que existiesen avestruces con bucles de bronce), porque acentuaba el balanceo de su paso y la longitud de sus piernas, enfundadas en medias de nilón. Objetivamente hablando, su chic era más agudo que el de su hermana «vaginal». Mientras se paseaban de cubierta en cubierta y atravesaban rellanos en donde unos marineros rusos se afanaban en tender cordones de terciopelo (y dirigían miradas de simpatía a la bella pareja que hablaba su lengua incomparable), Lucette le hacía pensar en alguna criatura acrobática, insensible a la escabrosidad del mar. Con caballeroso disgusto, se dio cuenta de que su cara levantada, sus alas negras, su paso desenvuelto, atraían no solamente las miradas azules de la inocencia, sino también los ojos atrevidos de los lúbricos compañeros de viaje. Dijo en voz alta que abofetearía al primer impertinente que se presentase y fue retrocediendo involuntariamente, con ridículos gestos de amenaza, hasta tropezar con una silla de cubierta plegada (recorriendo él también el huso del tiempo en contradirección), lo que provocó una carcajada de Lucette. Ésta se sentía ahora mucho más feliz, al apreciar aquel humor de champaña, aquel talante caballeresco de Van y le apartó del espejismo de sus admiradores para conducirle de nuevo al ascensor.

Contemplaron sin gran interés los objetos expuestos en una vitrina. Lucette desdeñó un bañador tejido en oro. La presencia de una fusta y un piolet intrigaron a Van. Media docena de ejemplares de Salzman con sus cubiertas satinadas formaban un montón impresionante entre un retrato del autor —bello, pensativo, hoy enteramente olvidado– y un ramillete de siemprevivas en un jarrón Mingo-Bingo.

Van agarró un cordón rojo, y entraron en el salón de tertulia.

—Bueno, ¿a quién se parecía... en laid et en lard —dijo Lucette.

—No sé —mintió Van—. ¿A quién?

—Dejémoslo. Esta noche eres mío. ¡Mío, mío, mío!

Citaba a Kipling. La misma frase que su hermana tenía costumbre de dirigir a Dack. Van buscaba a su alrededor cualquier fruslería en que demorarse a lo Procusto.

—Ten piedad de mí —dijo Lucette—. Estoy cansada de andar de un lado para otro, estoy débil, febril, odio la tempestad. ¡Vamos a acostarnos!

—¡Eh, mira! —exclamó Van, indicando un cartel—. Aquí ponen algo que se titula La última locura de don Juan. Aún sin estrenar y sólo para adultos. ¡Topical Tobakoff!

—Debe ser uno de esos «barbas-itúricos» —dijo Lucy (Colegio Houssaie, 1890). Pero ya Van había apartado la cortina de la entrada.

El documental acababa de empezar: un crucero por Groenlandia, mar picada en technicolor chillón. Era un viaje bastante fuera de lugar, porque el Tobakoff, no tenía prevista escala en Godhavn; por lo demás, la sala de proyección oscilaba a contra-ritmo de las láminas de cobalto y esmeralda que pasaban por la pantalla. No era raro que el lugar se encontrase emptovato, como observó Lucette, la cual añadió que los Robinson le habían salvado la vida cuando le dieron, la víspera, un tubo lleno de Píldoras Quietus.

—¿Quieres una? Una sola píldora no aleja al shah: Juego de palabras. Mastícala, están deliciosas.

—El nombre es simpático; pero no, gracias, mi deliciosa. Además, sólo te quedan cinco.

—No te preocupes, está todo previsto. Quizá tengamos para menos de cinco días.

—Al contrario, serán más días, pero no importa. Nuestras medidas del tiempo no quieren decir nada, y el reloj más exacto es una farsa. Ya leerás todo eso alguna vez. Paciencia.

—Quizá no. Quiero decir, que a lo mejor no tengo bastante paciencia. Quiero decir... la asistenta de Leonardo nunca pudo acabar de leer en sus manos. Puede que me duerma antes de llegar al final de tu próximo libro.

—Eso es una leyenda de clase de Historia del Arte.

—Ese es el último iceberg, lo reconozco por la música, Van, salgamos de aquí. ¿O es que quieres ver a Hool en el papel de Hooan?

En la oscuridad, los labios de Lucette se deslizaron por la mejilla de Van; ella le cogió la mano, le besó los dedos, y él, de pronto, se preguntó: después de todo, ¿por qué no? ¿Esta noche? Esta noche.

Le agradaba ver la impaciencia de Lucette, se dejaba emocionar por aquella impaciencia, el tonto, se permitía, el muy cretino, murmurar a su oído, como para prolongar la llama libre, nueva, amelocotonada, en la anticipación:

—Si eres buena, a medianoche tomaremos una copa en mi camarote.

La película larga ya había empezado. Los tres papeles principales —un Don Juan cadavérico, un Leporello panzudo montado en un burro, y una Doña Ana no demasiado irresistible y manifiestamente cuarentona —estaban representados por actores prestigiosos, cuyas siluetas desfilaban en imágenes casi inmóviles, o, como dicen algunos, «en transparencia», durante la presentación. Contrariamente a las previsiones, la película resultó muy buena.

De camino hacia el castillo perdido donde la austera dama, que él ha dejado viuda con su espada, le ha prometido, al fin, una larga noche de amor en su dormitorio casto y helado, el envejecido libertino vela por su virilidad desdeñando las proposiciones que le hacen sucesivas bellezas robustas. Una gitana predice al tenebroso caballero que no llegará al castillo sin antes haber sucumbido a la seducción de su hermana Dolores, la «bailaora» (plagio de la novela de Osberg, como se probaría a continuación). La gitana predijo también algo a Van, pues incluso antes de que Dolores saliera de la tienda del circo para dar de beber al caballo de Don Juan, Van sabía quién iba a ser.

A las luces mágicas del proyector, en el controlado delirio de su gracia de bailarina, diez años de su vida se habían evaporado y volvía a ser aquella braguillas qui n'en porte pas (según la broma que él gastó un día, para contrariar a Mlle. Larivière, fingiendo una mala traducción del francés): recuerdo de una trivialidad que patinaba sobre su actual emoción con la estupidez disonante de un extranjero ingenuo que pregunta el camino a un mirón al acecho en un dédalo de callejuelas innobles.

Lucette reconoció a Ada tres o cuatro segundos después, y su mano apretó el puño de Van.

—¡Qué desastre! Tenía que ocurrir. ¡Es ella! Vámonos, te lo suplico, vámonos de aquí. No puedes verla degradarse. Está terriblemente maquillada. Todos sus gestos son pueriles y falsos...

—Sólo un minuto...

¿Terrible? ¿Falsa? Estaba absolutamente perfecta, extraña y desesperantemente familiar. Por algún efecto del arte, por algún encantamiento del azar, las escenas breves que le habían confiado constituían una perfecta recapitulación de las Ada de 1884, de 1888, de 1892.

La gitanilla se inclina sobre la mesa viviente que le ofrece la espalda servil de Leporello, y traza en un pedazo de pergamino un mapa sumario del camino al castillo. El cuello revela su blancura bajo la larga cabellera negra entreabierta por el movimiento de los hombros. Ya no es la Dolores de otro hombre, sino la niña que moja su pincel de acuarelista en la sangre de Van... y el castillo de Doña Ana se convierte en una flor de los pantanos.

Don Juan pasa ante tres molinos de viento cuyas alas giran, negras, contra un ominoso crepúsculo, y salva a Dolores de la cólera del molinero el cual la acusa de haberle robado un puñado de harina y desgarra su ligera ropa. Todavía entero, aunque el aliento empieza a faltarle, Don Juan transporta a Dolores (que, con un acrobático pie descalzo le hace cosquillas en la cara) a la orilla opuesta de un riachuelo y la deja en el césped de un bosquecillo de olivos. Ambos quedan en pie, cara a cara. Ella toquetea voluptuosamente el enjoyado pomo de la espada, frota su vientre duro contra los pantalones bordados del señor, y, de pronto, un gesto de precoz espasmo crispa el rostro expresivo de éste, que se suelta con aspecto encolerizado y se aleja titubeando, en busca de su corcel.

Sin embargo, Van no comprendió hasta mucho más tarde (cuando vio, cuando tuvo que ver una vez, y otra, y otra, la película entera, hasta su epílogo melancólico y grotesco en el castillo de Doña Ana) que lo que al principio tomó por un abrazo accidental constituía en realidad la venganza del Cornudo de Piedra. Indescriptiblemente impresionado por aquellos escasos minutos de espectáculo, decidió marcharse, incluso antes de terminar la escena del bosquecillo de olivos. Justo en aquel momento, tres señoras de edad avanzada y cara de hielo expresaron su desaprobación por la película levantándose de sus asientos, contiguos al de Lucette (que era lo bastante menuda para permanecer sentada) y pasando a empujones ante Van (que se levantó). Éste observó, al mismo tiempo, a dos personas (los Robinson, largo tiempo perdidos), que hasta entonces habían estado separados de Lucette por las tres señoras y ahora se acercaban a ella. Radiantes, disolviéndose en sonrisas de simpatía y discreción, se embutieron en las butacas vecinas de Lucette, la cual se volvió hacia ellos con lo que fue su última, última, última generosa ofrenda de leal cortesía... más fuerte que el fracaso y que la muerte. Ya estiraban el cuello más allá de Lucette, con las arrugas radiantes y los dedos inquietos en dirección a Van, cuando éste aprovechó su intrusión para murmurar una excusa humorística– —«soy demasiado mal marinero» —y abandonar la sala a su oscuro balanceo.

En la sucesión de actos fatales que después de pasados sesenta años no consigo aún reducir a polvo de inexistencia, a no ser trabajando en una serie de palabras hasta encontrar el ritmo justo, yo, Van, llegué a mi cuarto de baño, cerré la puerta que volvió a abrirse de par en par y se cerró sola de nuevo, y, utilizando un expediente temporal mucho menos excesivo que el del padre Sergio (que en la célebre anécdota del conde Tolstoi corta el miembro que no debía), me liberé vigorosamente de la presión de la lubricidad, como había hecho por última vez diecisiete años antes. ¡Y qué triste y qué revelador!: la imagen que se proyectaba sobre aquel paroxismo (mientras la puerta recalcitrante se abría otra vez con el movimiento del sordo que se hace pabellón en la oreja con la mano) no era la imagen reciente y legítima de Lucette, sino la imborrable visión de un cuello desnudo que se inclina, de una entreabierta catarata de cabellos negros y de un pincel teñido de violeta.

Por razones de seguridad, repitió el acto vil y necesario.

Entonces consideró la situación con sangre fría. Se dijo que no podía hacer nada mejor que meterse en la cama y apagar la luz «éctrica» (aquel sucedáneo estaba recuperando discretamente el favor internacional). A medida que sus ojos se habituaban a la oscuridad, el fantasma azul de la habitación iba tomando forma poco a poco. Van se felicitba de su fuerza de voluntad. Dio la bienvenida al dolor sordo en su raíz desecada. Acogió con aprobación la idea —que le pareció de pronto tan absolutamente verdadera, tan nueva, tan lívidamente real como la rendija de la puerta del saloncito, que se ensanchaba lentamente– de que a la mañana siguiente (esa mañana siguiente de la que le separaban al menos, y en el mejor caso, setenta años) explicaría a Lucette, en su condición de filósofo y de ) hermano de otra hermana, que él sabía lo torturante y lo absurdo que era colocar toda su fortuna espiritual a la carta de un capricho de la carne, que ambos se encontraban en situaciones análogas, pero que él, a pesar de todo, se las arreglaba para vivir, para trabajar, para no languidecer, porque se negaba a destrozar la vida de Lucette arrastrándola a una aventura efímera, y porque Ada era todavía una niña. En aquel punto de su discurso interior, Van tuvo la confusa impresión de que una onda de sueño comenzaba a rizar la superficie de su lógica, pero el sonido del teléfono le devolvió a la plena conciencia. Entre dos llamadas, la máquina parlante parecía acurrucarse para tomar nuevas fuerzas. Al principio Van decidió dejarla sonar sola; pero su insistencia acabó por poder con sus nervios v descolgó el receptor.

No hay duda de que al invocar el primer pretexto que se le ocurrió para alejar a Lucette de su lecho, Van tenía moralmente razón. Pero, en tanto que artista y caballero, sabía que el agregado de palabras que salió de su boca era vulgar y cruel, y si Lucette le creyó fue exclusivamente porque no podía admitir que él fuese una cosa ni otra.

—¿Mozhno pridti teper (puedo ir ahora)? —preguntó Lucette.

—Ya ne odin (no estoy solo).

Siguió una pequeña pausa y, luego, ella colgó.

Cuando Van salió de la sala de cine, Lucette había quedado presa en la trampa de los sociables Robinson (Rachel, balanceando su grueso bolso, había pasado a ocupar la plaza dejada libre por Van, y Bob se había aproximado un asiento). Por una especie de pudor, Lucette no les reveló que la joven actriz (muy oscura y fugazmente designada con el nombre de Teresa Zegris en la lista «ascendente» de actores) que había representado el papel, breve pero no accesorio, de la gitana fatal no era otra que la pálida colegiala que ellos habían conocido en Ladore. Prosélitos de la abstinencia, invitaron a Lucette a ir a tomar una coca a su camarote, que era pequeño, ahogado y mal aislado; se oían las palabras y los lloros de dos niños acostados por una niñera silenciosa y nauseosa, tan tarde, tan tarde... ¿Dos niños? No, más bien dos recién casados, muy jóvenes, muy decepcionados, en su viaje de novios.

—Nos damos cuenta —dijo Robert Robinson aproximándose a su nevera portátil, para volver a servirse—, nos damos perfecta cuenta de qug el doctor Veen está enteramente absorbido por sus interesantes trabajos —yo a veces lamento haberme retirado—. Pero, ¿cree usted, Lucy (¡a su salud!), que aceptaría cenar mañana con nosotros, y con usted, y quizá con Otra Pareja, que seguramente le encantará conocer? ¿Deberá mandarle una invitación en regla la señora Robinson? ¿Y la firmaría usted también?

—No sé, estoy muy cansada —dijo Lucette—. Y este rock and roll empeora. Creo que voy a subir a mi conejera para tomar una de sus Quietus. De todos modos, cenemos todos juntos mañana. Realmente, necesitaba una bebida fresca. Estaba deliciosa...

Cuando dejó el receptor nacarado Lucette se cambió de ropa. Se puso un pantalón negro y una camisa limón (que tenía previsto ponerse a la mañana siguiente), buscó en vano una hoja de papel de cartas sin membrete ni ornamento, arrancó una hoja en blanco del Diario de Herb, y trató de encontrar algo divertido, chispeante y anodino para redactar un parte de suicidio. Pero había pensado en todo salvo en aquella nota, de modo que partió en dos pedazos su vida en blanco y los tiró al W.C. Se sirvió otro vaso de agua de una botella sujeta por una cadenita, se tragó una tras otra cuatro píldoras verdes, y, chupando la quinta, se dirigió al ascensor, que, en un abrir y cerrar de ojos, la transportó de su suite triple a la alfombra roja del bar de la cubierta de paseo. Dos jóvenes del género babosa estaban deslizándose de los rojos hongos de sus taburetes, y cuando se dirigían a la salida el mayor dijo al más joven:

—Tú puedes burlarte de tu lord, pequeño, pero yo... ¡oh, no! Lucette bebió un «poney cosaco» de vodka Klass, bebida detestable, pero eficaz, tomó otro, y fue apenas capaz de tragarse un tercero, porque un vértigo loco la invadió. ¡Nada como loco y escapa de los tiburones, Tobakovich!

No llevaba el bolso consigo, y estuvo a punto de caerse del asiento ridículamente convexo al meter la mano en el bolsillo en busca de un billete perdido.

Beddy dee—dijo Toby, el barman, con una sonrisa paternal que ella tomó por una insinuación picaresca—. Es hora de dormir, señorita —añadió, dándole unos golpecitos en la mano. Lucette retrocedió, indignada, y se esforzó en contestar con altivez, y con voz clara:

—Mi primo Mr. Veen le pagará a usted mañana y le partirá los dientes de paso.

Seis, siete, no, aún más, una decena de escalones para llegar arriba. Diez escalones. Hay que ayudarse con los brazos. Dimanche. Déjeuner sur l'berbe. Tout le monde pue. Ma belle-mère avale son rátelier. Sa petite chienne?después de mucho correr, da un par de arcadas y vomita tranquilamente un puddingrosa en la nappe del pic-nic. Aprés quoise aleja, balanceándose como un ánade al andar. Estos escalones son algo serio. Para izarse hasta el puente Lucette hubo de colgarse de la barandilla. Subía en zigzag, como una lisiada. Al alcanzar su meta sintió el impacto sólido de la noche negra y la movilidad de la morada fortuita que estaba a punto de abandonar.

Aunque nunca hasta entonces se hubiera Lucette sumergido en la muerte —no, en el «mar», Violeta– desde una altura parecida y en medio de un tal desorden de sombras y reflejos serpentiformes, entró casi sin ninguna salpicadura en la ola que se encorvó para darle la bienvenida. Aquel final perfecto fue echado a perder por el gesto instintivo que le llevó inmediatamente de nuevo a la superficie, cuando ella, durante su última noche en tierra, había decidido abandonarse a la ola en la lasitud del narcótico, en caso de tener que llegar a tal extremo. La muy simple no se había ejercitado en la técnica del suicidio como lo hace a diario, por ejemplo, el paracaidista en caída libre en el elemento de un futuro capítulo. El tumulto de las aguas y la indecisión de Lucette que no sabía a dónde volver sus miradas en medio de las tinieblas, la espuma pulverizada y la opacidad de los tentáculos de sus propios cabellos, hicieron que no pudiese distinguir las luces del paquebote, que hemos de imaginar como una masa de tinieblas con mil ojos, alejándose poderosamente en un triunfo despiadado. Y, miren por dónde, he perdido la nota siguiente. Ya la he encontrado.

El cielo no era menos despiadado y negro, y el cuerpo de Lucette, su cabeza, y, sobre todo, aquel maldito pantalón, seguían atascados en el Océano Nox, ene, o, equis. Cada sorbo de sal amarga y helada le hacían repetir un sabor de anís nauseabundo, y su cuello y sus brazos estaban cada vez más humedecidos (no: entumecidos). Cuando empezaba a perder la estela de sí misma, pensó que convenía revelar a una serie de huidizas Lucettes (encargándoles que se pasasen la información de boca en boca, como en el espejismo de un palacio de cristal) que la muerte no era otra cosa que una reunión más completa de los infinitos fragmentos de la soledad.

No vio pasar ante ella, como en un relámpago, toda su existencia, según todos habíamos temido. El caucho rojo de una querida muñeca se quedó tranquilamente descompuesto entre los nomeolvides de un arroyo inanalizable. No obstante, mientras nadaba en redondo, como un Tobacoff amateur, en un círculo de pánico fugitivo y de insensibilidad misericordiosa, distinguió algunas imágenes singulares. Vio un par de zapatillas de piel de marta que Brigitte se había olvidado de poner en la maleta; vio a Van enjugarse los labios antes de contestar, dejar la servilleta sin decir nada, y levantarse de la mesa al mismo tiempo que ella; vio a una chica de largo pelo negro inclinándose ágilmente, al pasar, para acariciar a un dackel coronado de flores medio desechas.

El capitán hizo botar una motora potentemente iluminada. Van, el profesor de natación, y Toby, encapuchado con un chubasquero amarillo, estuvieron en la patrulla de rescate. Pero un gran trozo de mar había huido, y Lucette estaba demasiado fatigada para esperar. Luego la noche se llenó del traqueteo de un viejo y robusto helicóptero, pero su diligente haz de luz no encontró más que la negra cabeza de Van, el cual, precipitado al mar por un viraje de la canoa, gritaba interminablemente el nombre de la ahogada sobre las aguas negras surcadas de espuma laberíntica.

VI



Padre:

En este sobre encontrarás una carta cuyo objeto se explica por sí solo, y que tendrás la bondad de leer y transmitir a la señora Vinelander, cuya dirección ignoro, si no tienes inconveniente. Para tu propia edificación, te diré —aunque la cosa no tenga mayor importancia en el punto al que hemos llegado– que Lucette no ha sido nunca mi amante, contrariamente a lo que un repugnante imbécil cuyas huellas he perdido ha dado a entender en su informe sobre la tragedia.

Me han dicho que el mes próximo vuelves al Este. Di a tu actual secretaria que me llame a Kingston, si deseas verme.


Ada:

Deseo corregir y completar el relato de su muerte publicado aquí antes de mi regreso. No viajábamos «juntos». Embarcamos en dos puertos diferentes y yo ignoraba que ella estuviese a bordo. Nuestras relaciones siguieron siendo las mismas que habían sido siempre. Pasé con ella todo el día siguiente (4 de junio), salvo las dos horas de antes de la cena. Estuvimos tumbados al sol. Ella disfrutó de la brisa vivificante y del agua salada y clara de la piscina. Hacía todo lo posible por parecer despreocupada, pero pronto me di cuenta de que las cosas iban muy mal. La relación romántica a la que se abandonaba, el apasionamiento que cultivaba, no podían ser cortados por la lógica. Y, para colmo, una persona con la que le era imposible competir, entró inopinadamente en escena. Los Robinson, Robert y Rachel, los cuales sé que tenían la intención de enviarte una carta por intermedio de mi padre, fueron los penúltimos en hablar con Lucette aquella noche. El último fue un barman, a quien le extrañó lo anormal de su conducta: la siguió hasta el puente y la vio saltar, sin poder impedirlo.

Después de una pérdida semejante me parece inevitable que se quiera recoger el más mínimo detalle, cada uno de los cabos sueltos, cada jirón deshilachado del pasado inmediato. Yo había asistido con ella a la mayor parte de la proyección de una película titulada Castillos de España(o algo así), y el galán libertino estaba siendo conducido al último de ellos cuando me decidí a dejarla en manos de los Robinson, con los que nos habíamos encontrado en la sala. Me metí en la cama. Vinieron a llamarme hacia la una de la madrugada, hora marítima, pocos segundos después de que se precipitara por la borda. Los esfuerzos por encontrarla se prosiguieron de un modo razonablemente extenso, pero por fin, tras una hora de confusión y esperanza, el capitán hubo de tomar la horrible decisión de continuar la travesía. Si se hubiese dejado sobornar, seguiríamos dando vueltas al sitio fatal.

Como psicólogo, sé el poco sentido que tiene especular sobre si Ofelia no habría acabado por ahogarse, de todas maneras, sin la ayuda de una rama traidora, aunque se hubiese casado con su Voltemand. Considerando la cuestión impersonalmente, creo que, si V. la hubiese amado, ella habría muerto en su cama, con el pelo blanco y el alma serena. Pero, puesto que no amaba verdaderamente a la desdichada virgen, y puesto que ningún acopio de ternura carnal puede llegar a pasar por amor verdadero, y, sobre todo, puesto que aquella fatal muchacha andaluza que acababa de volver a entrar en escena era inolvidable, no tengo más remedio, querida Ada, querido Andrei, que llegar a esta conclusión: no había cosa alguna imaginable que hubiera podido impedir que ella pokonchila soboy(pusiese fin a su vida). Puede que en otros mundos más edificantes y moralmente más profundos que esta burbuja de fango existan restricciones, principios, consolaciones —incluso un cierto orgullo– que lleven a hacer feliz a una mujer a la que no se ama verdaderamente; pero, en este planeta, las Lucette están perdidas de antemano.

He tenido que destruir algunas pobres cositas que le pertenecían: una pitillera, un vestido de noche de tul, un libro francés abierto por la descripción de un pic-nic; porque no podía soportar su vista. Quedo vuestro seguro servidor.


Hijo mío:

He seguido al pie de la letra las instrucciones de tu carta. Tu estilo epistolar es tan retorcido que hubiera sospechado la presencia de un código cifrado de no saber que perteneces a la escuela de los decadentes, en compañía de ese viejo pícaro, Leo, y del tísico Antón. Me importa un bledo que te hayas acostado o no con Lucette, pero sé por Dorothy Vinelander que la pobre niña había estado enamorada de ti. La película de la que hablas no puede ser otra que La última locura de Don Juan, en la que Ada, efectivamente, hace (a la perfección) el papel de una muchacha española. La mala suerte persigue la carrera artística de la pobre niña. Howard Hool se quejó, después del estreno, de que le habían hecho representar un híbrido imposible de dos «Don»; que Yuzlik, el director, había concebido inicialmente su «fantasía» como una adaptación de la novela de Cervantes; que ciertos restos del guión original se quedaron pegados al nuevo tema como copos de lana sucia, y que, si se seguía atentamente la banda sonora, se podía oír en la escena de la taberna a un compañero de jarana llamar a Hool en dos ocasiones «Quicks». Hool pudo comprar y destruir cierto número de copias, y otras han sido confiscadas por los abogados de Osberg, el cual pretende que la escena de la gitanilla está plagiada de una de sus propias tramas. En consecuencia, es imposible comprar una bobina de esa película, que se desvanecerá como el humo del proverbio en cuanto haya acabado el circuito de cines de provincias. Ven a cenar conmigo el 10 de julio. Traje de etiqueta.


Querido amigo:

A mi marido y a mí nos ha impresionado profundamente la espantosa noticia, fue a mí —¡y no lo olvidaré nunca! —a quien la pobre chica se dirigió, casi en vísperas de su muerte, para arreglar las cosas en el Tobakoff, que siempre está lleno, y que ya no volveré a tomar, un poco por superstición y un mucho por simpatía hacia la dulce y tierna Lucette. Yo estaba tan contenta por haber puesto de mi parte todo lo posible, porque alguien me había dicho que tú también estarías a bordo. Por otra parte, también ella me lo dijo: parecía muy feliz de pasar unos días sobre cubierta con su querido primo. La psicología del suicidio es un misterio que ningún sabio puede explicar.

Nunca he derramado tantas lágrimas, la pluma se me cae de los dedos. Volveremos a Malbrook a mediados de agosto. Siempre tuya,

Córdula de Prey-Tobak.


Van:

Andrei y yo hemos quedado profundamente conmovidos por los detalles complementarios que nos proporciona tu cara (¡es decir, insuficientemente franqueada!) carta. Ya habíamos recibido, por mediación de mister Grombchevski, una nota de los Robinson, que no se perdonan, pobre gente, haberle dado ese medicamento contra el mareo, una dosis excesiva del cual, junto con los efectos del alcohol, debió disminuir su capacidad de supervivencia... si cambió de idea una vez en el agua, negra y fría. No puedes saber, querido Van, hasta qué punto me siento desgraciada, tanto más, ¡ay!, cuanto que bajo los árboles de Ardis no habíamos aprendido que pudiera existir tanta desdicha.


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