Текст книги "Ada o el ardor"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Regresaron al corredor. Ada sacudía la cabellera y Van se aclaraba la garganta. Un poco más allá, la puerta entreabierta de un cuarto infantil —quizás el cuarto de los juguetes —parecía moverse. La pequeña Lucette miraba por la rendija, al tiempo que dejaba ver una rodilla sonrosada. Luego, la puerta se abrió de par en par, pero Lucette corrió a perderse en el interior de sus apartamentos. Barquitos de vela azul cobalto adornaban los azulejos de una estufa de cerámica, y, cuando los chicos pasaban ante la puerta abierta, un órgano de juguete entonó, a modo de invitación, un pequeño minueto entrecortado. Ada y Van regresaron a la planta baja, esta vez por la suntuosa escalera.
Entre los múltiples antepasados que se sucedían a lo largo de los muros, Ada designó el que era su favorito: el viejo príncipe Vseslav Zemski (1699-1797), amigo de Linneo y autor de una Flora Ladórica, que había sido retratado al óleo en los tonos más brillantes. El príncipe estaba sentado, y en sus rodillas se apoyaban su prometida, apenas púber, y la rubia muñeca de ésta. Una ampliación fotográfica, sobriamente enmarcada colgaba (de un modo bastante incongruente, según pensó Van) junto al príncipe de la ropa bordada, amante de los capullos de rosa. El difunto Sumerechnikov, precursor americano de los hermanos Lumière, había captado el perfil, con el violín pegado a la mejilla, del tío Materno de Ada —un adolescente ya moribundo– después de su concierto de despedida.
En la planta baja, el salón amarillo, enteramente tapizado de damasco y amueblado en lo que los franceses llamaron en otros tiempos estilo imperio, daba directamente al jardín. En aquel momento, a media tarde, las anchas hojas de la sombra de una paulonia invadían el parquet, a través de la puerta vidriera.
—¡Pobres paulonias...! —Ada conocía la explicación y se disponía a darla—. Han recibido su nombre de un lingüista descuidado, que se inspiró en el patronímico (que él tomó por nombre de pila o nombre de familia) de una dama inocente, Anna Pavlovna Romanov, hija de Pavel, apodado Pablo-menos-Pedro (me pregunto por qué), y prima del botánico Zemski, del que era discípulo nuestro no-lingüista (creo que voy a morirme de risa, pensó Van). Una vitrina que servía de jaula a todo un zoo de animalitos de porcelana (entre ellos el órix y el okapi), todos con su nombre latino, le fue especialmente recomendada por su encantadora pero pretenciosa acompañante. Igualmente, una mampara de fondo negro, cuyos cinco paneles estaban ornados con pinturas que reproducían los primeros mapamundis de cuatro continentes y medio. Pasamos ahora a la sala de música, con el piano abandonado, y a una habitación de esquina, llamada la Sala de los Fusiles, en la que había un poney disecado, (de raza Shetland), en otro tiempo montado por una tía de Dan Veen (¿su nombre?; olvidado, gracias a Pieu). Al otro lado (o, será mejor decir, a otrolado) de la vasta morada se encuentra el salón de baile, brillante desierto bordeado por una fila de sillas espectadoras. «Lector, pasa» (« mimo, chitatel», como escribió Turgenev).
Lo que impropiamente se llamaba en el condado de Ladore las dependencias del servicio de la casa, eran de una arquitectura bastante confusa. Una galería enrejada miraba al jardín por encima de su hombro enguirnaldado y luego doblaba en ángulo recto hacia la entrada de coches. Ada, cuya lengua se había inmovilizado de pronto, y Van, que se sentía mortalmente aburrido, siguieron ahora por una elegante logia, iluminada por ventanas estrechas y altas, que les condujo a la Pérgola de Rocas, una gruta artificial a la que se adherían, sin vergüenza, helechos naturales. La cascada, igualmente artificial, que animaba el lugar, tenía su fuente no lejos de allí, en algún arroyo, si no era más bien en algún libro de sus lecturas bucólicas, o simplemente en la repleta vejiga del joven Van, (después de todo, aquel maldito té...).
Los criados, a excepción de dos doncellas pintadas y empolvadas, que tenían su habitación «en los pisos», se alojaban en la planta baja, del lado del patio. Ada dijo que un día había visitado aquellas habitaciones, en la etapa exploratoria de su niñez, pero que de lo único que se acordaba era de un canario y de un antiguo molinillo de café, con lo que se agotaba el tema.
Subieron otra vez, a toda prisa, la escalera. Van visitó el W.C. y volvió a salir de mucho mejor humor. Un Haydn enano volvió a tocar algunos compases cuando ellos pasaban.
La buhardilla. Esta es la buhardilla. Bienvenido a la buhardilla. Servía de almacén a un considerable número de baúles y cajas de cartón, dos literas oscuras, puestas una encima de otra, como escarabajos copulando, y cuadros pequeños y grandes, amontonados en los rincones o colocados en estantes, con la cara vuelta hacia la pared, como escolares castigados. Había también, enrollado en su estuche, un «jikker», o «mirón», una alfombra mágica color azul celeste, adornada con dibujos árabes de tonos descoloridos, pero todavía encantadores, que el padre del tío Dan había utilizado para volar en su infancia, y sobre la que, en su edad madura, había planeado, cuando estaba borracho. La policía del espacio había prohibido el uso de jikkers, alegando las múltiples colisiones, caídas y accidentes de toda clase a que se exponían, que eran especialmente numerosos en los cielos crepusculares y sobre los campos idílicos. Pero cuatro años más tarde, Van, deportista apasionado, sobornó a un mecánico local para que limpiase el chisme, volviese a cargar sus cilindros de milanos, y pusiese de nuevo el conjunto en su debido orden mágico; y cuántos días de verano pasaron, su Ada y él, balanceándose sobre arroyos y arboledas, o sobrevolando, a la prudente altura de diez pies, los caminos y los techos! Qué cómico resulta el ciclista zigzagueante que se hunde con su bici en una zanja! Qué ridículo el deshollinador con brazos de fantoche que resbala por la pendiente de un tejado!
Movida tal vez por el vago sentimiento de que mientras siguiesen explorando la casa estarían, por lo menos, haciendo algo(lo que les permitía conservar una apariencia de actividad consecuente) y que, a pesar de los dones brillantes con que ambos parecían dotados para la conversación, su paseo podía degenerar en cualquier momento en un vacío consternador, sin otros recursos que un rasgo de ingenio más o menos forzado, seguido de un largo lapso de silencio, Ada no ahorró a su compañero la visita a los sótanos. Allí, un robot ruidoso y ventrudo infundía gallardamente su ardor en un sistema de tuberías cuyas arborescencias y meandros iban a desembocar en la inmensa cocina y en los dos lúgubres cuartos de baño, esforzándose lo mejor que podía en hacer la mansión habitable a los invitados en las festividades invernales.
—¡Y todavía no has visto nada! —exclamó Ada—. Aún queda el tejado.
«Bien, pero ésa va a ser la última escalada, por hoy», se dijo Van, con firmeza, a sí mismo.
Debido a una mezcla de imbricaciones de estilos y de tejas (difícilmente explicable en términos no técnicos a quien no sea un amante de los tejados), así como a un azaroso continuum, por así decirlo, de restauraciones y renovaciones alternadas, los tejados de Ardis ofrecían un laberinto indescriptible de ángulos, de volúmenes, de superficies verde-estaño o gris brillante, de aristas pintorescas y de escondrijos a prueba de viento. Allí era posible abrazarse y besarse, y, en los intervalos, contemplar el Embalse, los bosquecillos, los prados, la línea de tinta china del una hilera de alerces que marcaba, a millas de distancia, el límite de la propiedad vecina, y las feas formas menudas de algunas vacas más o menos desprovistas de patas que pastaban en una colina lejana. Uno podía también sustraerse, detrás de cualquier resalte, a las investigaciones indiscretas de un mirón, o de un señor en globo tomando fotos.
El bronce de un gong vibró sobre la terraza.
Por alguna extraña razón, Ada y Van se sintieron aliviados al enterarse de que iba a venir a cenar un desconocido. Era un arquitecto andaluz a quien el tío Dan pensaba encargar los planos de una piscina «artística» para Ardis Manor. El tío Dan se había propuesto venir también, junto con un intérprete, pero, entretanto, había cogido la khrip rusa (llamada aún gripe española), y había tenido que conformarse con telefonear a Marina para pedirle que estuviese simpática con el buen Alonso.
—¡Tenéis que ayudarme! —dijo Marina a los chicos, con frente preocupada.
Y Ada, volviéndose a Van:
—Quizá podría enseñarle la copia de una naturaleza muerta absolutamente, fantásticamente, exquisita, obra de Juan de Labrador, de Extremadura: racimos de uvas doradas y una extraña rosa sobre fondo negro. Dan se la vendió a Demon, y Demon ha prometido que me la regalará cuando cumpla los quince años.
—Nosotros también tenemos algunas frutas de Zurbarán —dijo Van, con aire de superioridad—. Mandarinas, según creo, y una especie de higo, con una avispa. Deslumbraremos al buen hombre con nuestra charla de entendidos.
Pero no deslumbraron al buen hombre. Alonso era un hombre pequeño y arrugado, vestido con un smokingcruzado, y sólo comprendía el español. Desdichadamente, el repertorio de palabras españolas a disposición de sus huéspedes no pasaba mucho de la media docena. Van conocía «canastilla» y «nubarrones», que había encontrado en la edición bilingüe de un bellísimo poema español citado en uno de sus libros de estudio. Ada recordaba, por supuesto, «mariposa», y dos o tres nombres de pájaros encontrados en las guías ornitológicas de Iberia, como «paloma» o «perdiz». Marina conocía «aroma», «hombre» y un término anatómico con una «j» en medio. En consecuencia, la conversación de la mesa consistió aquella noche en frases españolas, largas y pausadas, pronunciadas con fuerte voz por el voluble arquitecto, el cual creía que estaba tratando con personas muy sordas, más unas migajas de francés, inútil aunque deliberadamente italianizadas por sus tres víctimas. Una vez terminada la difícil cena, Alonso exploró el terreno, escoltado por dos lacayos que llevaban tres antorchas, en busca de un lugar adecuado para la costosa piscina. Encontrado éste, volvió a meter el plano en su cartera y partió a toda prisa para tomar el último tren con destino a Méjico, no sin antes haber besado, en la oscuridad y por error, la mano de Ada.
VII
Van, que se caía de sueño, se fue a acostar poco después del «té de la noche», una colación estival, prácticamente sin té, que se tomaba unas horas después de la cena, y que parecía a Marina tan natural e indispensable como la regular llegada del crepúsculo antes de la noche. En Ardis Manor, aquel tradicional ágape ruso consistía en la prostokvasha, que las institutrices inglesas traducían por curds-and-whey(cuajos y suero) y Mlle. Larivière por " lait caillé" (leche cuajada), cuya capa superficial, fina y cremosa, espumaba Ada delicada pero ávidamente (Ada: ¡cuántas acciones tuyas pueden ser calificadas con esos adverbios!) con la punta de la cuchara de plata, marcada con su monograma, que chupaba con deleite antes de atacar las profundidades más compactas del plato. Para acompañar la prostokvashahabía pan negro de campesino, klubnika (Fragaria elatior) de un rojo oscuro, y grandes fresas de jardín de rojo brillante (resultado de un cruce de otras dos especies de fragaria).
Apenas había puesto Van la mejilla en su fría y escuálida almohada, cuando fue violentamente despertado por un concierto de clamores —gorjeos brillantes, dulces silbidos, trinos agudos, graznidos ásperos y tiernos susurros —que pensó, no sin cierta aprensión de profano, que Ada habría sabido disociar y atribuir a sus respectivos autores. Deslizó los pies en sus babuchas, tomó su jabón, su peine y su toalla y, cubriendo su desnudez con un albornoz, salió de su habitación con la intención de bañarse en el arroyo que había advertido la víspera. El reloj del pasillo tictaqueaba en el silencio auroral, roto únicamente, de puertas adentro, por un ronquido magistral que procedía de la habitación de la institutriz. Tras un instante de duda, Van hizo una visita al W.C. de los niños. Por el estrecho ventanillo abierto le asaltaron el loco estruendo de los pájaros y el brillo de un soberbio sol. Van se sentía bien, ¡muy bien! En la gran escalera, el padre del general Durmanov le saludó con una mirada grave y le pasó a su vecino, el viejo príncipe Zemski, quien a su vez le pasó al siguiente antepasado... y todos observaron a Van con la discreción atenta de esos guardianes de museo que vigilan al turista extranjero, visitante solitario de un viejo palacio tenebroso.
La puerta principal estaba cerrada, con cerrojos y cadena. Van probó en una puerta lateral, de cristal y enrejada, que daba a una galería decorada con guirnaldas azules. Vano esfuerzo. Desconocedor aún de que, bajo la escalera, un escondrijo poco visible guardaba un surtido de llaves de emergencia (entre ellas algunas muy antiguas y de ignorada atribución, que colgaban de clavos de bronce) y comunicaba con un cuartito para instrumentos, que se abría directamente sobre un rincón retirado del jardín, Van atravesó varios salones, en busca de alguna ventana complaciente. Por el camino, en una habitación de esquina, encontró, de pie ante una alta ventana, a una joven doncella a la que había visto el día anterior y a quien había prometido mentalmente futuras investigaciones. La muchacha vestía lo que Demon llamaba, con una mirada de reojo sugeridora de sobreentendidos, «de negro vicetiple, con volante blanco». En sus cabellos castaños, una peina de carey reflejaba una luz ambarina. La contraventana estaba abierta sobre el jardín, y la muchacha, con una mano, en la que brillaba la estrella de un aguamarina, apoyada en alto sobre la jamba de la ventana, contemplaba un gorrión que se aproximaba saltarín a un pedacito de bizcocho que ella le había arrojado a las baldosas del camino. Su perfil de camafeo, su gentil nariz rosa, su largo cuello francés, blanco como los lirios, las curvas de su contorno (la concupiscencia masculina no llega más lejos en materia de hallazgos descriptivos), y, sobre todo, el instinto feroz de la ocasión favorable, emocionaron a Van de un modo tan vigoroso que no pudo por menos de coger por la muñeca el lindo brazo levantado, enfundado en una manga estrecha. La muchacha se soltó, e, indicando a su perseguidor, con su actitud flemática, que le había visto aproximarse, volvió hacia él un rostro atractivo, aunque casi desprovisto de cejas, y le preguntó si quería tomar una taza de té antes del desayuno. No, gracias... pero, ¿podía saber cómo se llamaba? Blanche, señor. Pero Mlle. Larivière la llamaba Cenicienta, porque sus medias tenían una marcada tendencia a caer en arrugas, ¿el señor entiende lo que quiero decir?, y porque lo rompía todo, lo perdía todo, y confundía las flores rojas con las azules. Van se aproximó aún más. Su vestidura suelta revelaba su deseo: un punto que no podía escapar a la atención de una chica, aunque fuese ciega para los colores. Y mientras la mirada de Van, deslizándose un poco por encima de la peina de carey, recorría el horizonte doméstico con la esperanza de que un lecho practicable apareciese en algún lugar de aquel castillo encantado (donde cualquier sitio, como en las Memoriasde Casanova, podía convertirse, por la alquimia del sueño, en el rincón de un serrallo recóndito), ella se escabulló fuera de su alcance y, en su dulce francés de Ladore, moduló este monólogo:
—El señor tiene quince años, creo, y yo, eso sí lo sé, tengo diecinueve. El señor es un aristócrata; yo soy la hija de un pobre minero. El señor ha conocido, sin duda, a mujeres de la ciudad, mientras que yo soy virgen, o casi. Además, si me enamorase del señor —quiero decir, si me enamorase de verdad—, y eso podría muy bien ocurrir, ¡ay!, con que el señor me poseyese una sola vez, no habría para mí más que pena, llamas del infierno, desesperación e incluso la muerte. En fin, puedo añadir que tengo flujo blanco y he de consultar al doctor Cronic, quiero decir, Crolic, mi próximo día libre. Ahora tenemos que separarnos. El gorrión se ha marchado, ya ve usted, y monsieurBouteillan, que acaba de entrar en la habitación de al lado, puede vernos la mar de bien en aquel espejo que hay encima del sofá, detrás del biombo de seda.
—Perdóname, chica —murmuró Van, a quien aquella voz extraña y trágica, que mezclaba el inglés y el francés, había turbado más de lo razonable, como si tuviera el papel principal en una comedia y sólo se acordase de aquella única escena. En el espejo, una mano de mayordomo hizo salir una garrafa de los márgenes de la no-existencia y desapareció de la vista. Van volvió a atarse el cordón del albornoz, franqueó la puerta y se hundió en la verde realidad del jardín.
VIII
Aquella misma mañana, o un par de días más tarde, en la terraza, Mlle. Larivière decía:
—Anda, ve a jugar con él —y empujaba a Ada (cuyas caderas infantiles sufrieron una sacudida que estuvo a punto de desarticularlas)—. ¿Cómo puedes dejar que tu primo se aburra en una mañana tan bella? Cógele de la mano y ve a enseñarle tu alameda favorita, con la dama blanca, la montaña y la encina grande.
Ada se encogió de hombros y se acercó a Van. El contacto de sus dedos helados y su palma húmeda, y el modo ligeramente forzado con que se echaba la melena hacia atrás mientras descendían juntos la avenida principal del parque, hicieron que Van tampoco se sintiese demasiado cómodo y que, con el pretexto de recoger una pina, liberase su mano. Luego, no sabiendo qué hacer de la pina, la tiró contra una mujer de mármol inclinada sobre un stamnos, sin conseguir otra cosa que asustar a un pájaro que se había posado en el borde del cántaro roto.
—No hay nada más grosero en el mundo —dijo Ada —que tirar piedras a un piñonero.
—Lo siento —dijo Van—. No pretendía asustarlo. Es que no soy uno de esos muchachos del campo que saben distinguir una piña de una piedra. ¿A qué espera ella que juguemos?
—Lo ignoro. Verdaderamente, me preocupo poco de cómo trabaja su débil mente. Supongo que al escondite o a trepar a los árboles.
—Ah, eso sí lo sé hacer —dijo Van—. A decir verdad, hasta soy braquipodista. ¿Quieres ver...?
—No. Vamos a jugar a misjuegos, los que yo he inventado y que espero que la pobre Lucette pueda jugar conmigo el año que viene. Ven, vamos a empezar. La primera serie pertenece al grupo sombra-y-luz. Hoy te enseñaré dos.
—Ya entiendo —dijo Van.
—En seguida lo verás —replicó la presumidilla—. Ante todo hay que encontrar un buen bastoncito.
—Mira —dijo Van, todavía un poco escocido—. Ahí viene otro piñonero.
Por entonces habían llegado al rond-point, un no muy amplio espacio de arena rodeado de macizos de flores con arbustos de jazmines en flor. En las alturas, los brazos de un tilo se extendían hacia los de un roble, como una bella trapecista adornada de lentejuelas verdes que se lanzase al espacio al encuentro de su robusto padre, suspendido por los pies de un trapecio. Incluso entonces comprendíamos los dos esas cosas divinas. Sí, ya entonces...
—Hay algo bastante acrobático en esas ramas de ahí arriba, ¿verdad? —dijo Van, indicándolas con el dedo.
—Sí —contestó Ada—, hace tiempo que lo descubrí. El tilo es la sílfide italiana, y el viejo gigante es el que sufre, el viejo amante celoso. Pero, sin embargo, siempre la coge. (Es imposible reproducir a la vez la entonación exacta y el sentido completo de sus palabras —¡al cabo de ochenta años!—, pero mientras nuestras miradas se elevaban hacia el ramaje y volvían a descender a la tierra, ella dijo aquellas palabras extravagantes, enteramente desproporcionadas con la sencillez de su edad.)
Con los ojos bajos y blandiendo un palo de color verde, muy puntiagudo, que había sacado de un macizo de peonías, Ada explicó a su compañero las reglas del primer juego.
La sombra de las hojas sobre la arena quedaba diversamente entrecortada por pequeños círculos de luz intensa. Cada jugador debía elegir su circulito —el mejor hecho, el más brillante que pudiera encontrar– y marcar con trazo firme, con la punta de su varita, el contorno. Entonces, la mancha luminosa adquiría un aspecto de relieve, y parecía convexa, como la superficie de un vaso lleno hasta el borde de algún tinte dorado. A continuación, el jugador vaciaba delicadamente la arena en el interior del círculo de luz, valiéndose del bastón, o de sus dedos; el nivel de la mancha límpida, luminosa infusión de tila, disminuía como por arte de magia en su copa de arena hasta que no quedaba en su fondo más que una sola gota preciosa. Ganaba el jugador que había logrado hacer el mayor número de copas, en, digamos, veinte minutos. Van preguntó, con cierta desconfianza, si aquello era todo. No, no era todo. Ada trazó un circulito bien delimitado alrededor de una mancha de oro de las más bellas, y, mientras trabajaba, desplazándose en cuclillas, sus cabellos negros barrían sus móviles rodillas, pulidas como marfil, y sus manos y sus caderas se afanaban diligentes (con una mano sostenía la varita, con la otra apartaba de su cara los largos mechones inoportunos). De pronto una ligera brisa inoportuna eclipsó la mancha de oro. Aquel accidente hacía perder un punto al jugador, aun cuando la hoja o la nube se apresuraran a abrir de nuevo el paso al rayo de sol que había sido interceptado. Comprendido. ¿Y el otro juego?. El otro juego (esto, dicho con una voz lánguida) podía parecer un poco complicado. Para jugarlo correctamente había que esperar a que la tarde alargase las sombras. El jugador...
—Deja ya de decir «el jugador»... Es «tú», o «yo».
—Digamos tú. Tú dibujas el contorno de mi sombra, detrás de mí, en la arena. Yo me muevo. Tú dibujas la nueva sombra. Y luego la siguiente (le dio la varita). Y ahora, si yo retrocedo...
—Mira —dijo Van, tirando el palo—, si quieres saber mi opinión, creo que esos son los juegos más aburridos y tontos que nadie ha inventado, en cualquier parte y a cualquier hora, por la mañana o por la tarde.
Ella no contestó, pero las ventanas de su nariz se encogieron. Recogió el palo y lo clavó, furiosa, en el lugar de donde lo había recogido, junto a una flor inclinada, a cuyo tallo lo ató con un silencioso movimiento de cabeza. Tomó el camino de regreso a la casa y Van se preguntó si andaría con más gracia cuando fuera mayor.
—Soy un bruto, un grosero Perdóname —dijo.
Ella inclinó la cabeza, sin volverse a mirarle. En prenda de parcial reconciliación, le mostró dos robustos ganchos colgados de anillas de hierro en los troncos de dos tuliperos. Antes de que ella naciese, otro adolescente, que también se llamaba Van y que era hermano de su madre, tenía la costumbre de colgar de ellos una hamaca en el rigor del verano, cuando el calor de las noches se hacía realmente insoportable, y dormía allí —al fin y al cabo, aquélla era la misma latitud de Sicilia. —Espléndida idea —dijo Van—, Por cierto, ¿queman las luciérnagas si le tocan a uno con su luz? Es sólo una pregunta; una pregunta tonta, propia de un chico de ciudad.
Ada le enseñó el lugar donde se guardaba la hamaca (es decir, las hamacas, pues había un buen surtido, un saco de lona lleno de redes flexibles pero fuertes): estaba en el rincón del cuarto de herramientas del sótano, detrás de las lilas, y la llave se escondía en ese agujero, que el año pasado quedó obstruido por el nido de un pájaro... no importa cuál fuera su nombre. Una saeta de luz solar hacía más verde el verde de una caja alargada en la que se guardaba un juego de croquet; pero las pelotas se habían perdido colina abajo, con la complicidad de unos niños insoportables, los pequeños Erminin, que eran de la edad de Van, y que ahora, al crecer, se habían hecho más simpáticos y más tranquilos.
—Como todos lo somos a esta edad —dijo Van, y se detuvo para recoger una peina de carey, como las que suelen usar las chicas para recogerse el cabello sobre la nuca; él había visto una exactamente igual muy recientemente, pero ¿cuándo?, ¿en qué cabellera?
—En una de las doncellas —dijo Ada—. Y también debe ser de ella esta novelucha zarrapastrosa, Les amours du Docteur Mertvago, una historia mística contada por un obispo.
—Jugar contigo al croquet —dijo Van —sería un poco como servirse de flamencos y erizos.
—Nuestras lecturas no coinciden —replicó Ada—. Ese Palace in Wonderlandes la clase de libro que todo el mundo me ha profetizado muchas veces que me encantaría, y eso ha desarrollado en mí un prejuicio insuperable en contra. ¿Has leído ya alguna de las historias de la Larivière? Bueno, ya las leerás. Ella cree que, en alguna forma de existencia anterior, más o menos hindú, ha sido una persona muy frecuentadora de los bulevares de París... y escribe de acuerdo con esa creencia. Desde aquí, dando algunas vueltas y revueltas, podríamos pasar al gran vestíbulo por un pasadizo secreto, pero creo que se supone que hemos de ir a ver la encina grande, que, en realidad, es un olmo.
¿Le gustaban a él los olmos? ¿Conocía el poema de Joyce sobre las dos lavanderas? Sí, desde luego. ¿Le gustaba? Sí, le gustaba. En realidad, lo que estaba empezando a gustarle eran los árboles, los ardores, las Adas. ¿Debía hacer esa observación?
—Y ahora... —dijo Ada. Y se detuvo, mirándole a los ojos.
—Sí —dijo él—. ¿Y ahora...?
—Bueno, quizá no debería tomarme el trabajo de procurarte diversiones, después de haber pisoteado mis círculos. Pero voy a ablandarme y a enseñarte la verdadera maravilla de Ardis Manor: mi larvario. Está en la habitación contigua a la mía.
Tan pronto como hubieron entrado en el santuario, Ada cerró cuidadosamente la puerta de comunicación. El larvario parecía una especie de conejera embeUecida y se encontraba al final de una antecámara con pavimento de mármol (al parecer, un cuarto de baño transformado). A pesar de que la pieza estaba bien ventilada (sus ventanas de vidrieras heráldicas estaban abiertas de par en par y dejaban penetrar los gritos agriados y las imprecaciones de toda una población de pájaros subalimentados y superfrustrados), el olor de las conejeras —tierra húmeda, raíces colmadas de savia, tufo de invernadero viejo y quizás hasta algo de chivo– no dejaba de ser espantoso. Antes de permitir a Van que se acercase, Ada manipuló toda clase de pequeños picaportes y alambradas, y la pequeña llama voluptuosa que consumía a Van desde el comienzo de los juegos inocentes de aquel día fue reemplazada por un sentimiento de depresión y de profundo vacío.
—Estoy loca por todo lo que repta —dijo Ada.
Y Van:
—Personalmente, yo prefiero esas que se enrollan y se hacen una bola cuando se las toca..., esas que se ponen a dormir como los perros.
—Oh, no se ponen a dormir, ¡vaya una idea! ¡Se desmayan! Es como un pequeño síncope —explicó Ada frunciendo el entrecejo—. E imagino que las más jóvenes deben sufrir un verdadero shock.
—Sí, a mí tampoco me cuesta trabajo imaginármelo. Pero supongo que, a la larga, uno se acostumbra.
Pero sus dudas de profano dejaron pronto paso a la intuición estética. Muchas décadas más tarde, Van seguía recordando cómo le había maravillado una adorable oruga, desnuda, brillante, fastuosamente alunarada y veteada, tan venenosa como las flores de verbasco en que se abrigaba, o la larva de forma de cinta de una catocálida local, cuyas protuberancias grises y placas de color lila imitan el liquen y los nudos de las ramitas a las que se adhiere tan firmemente que prácticamente queda soldada a ellos; o, por supuesto, la pequeña Orgya, con su vestido negro, animado a todo lo largo de la espalda por copetes coloreados, rojos, azules, amarillos, de longitud desigual, como las barbas de un cepillo de dientes de fantasía, con colorido garantizado. Esa clase de comparaciones, con adornos especiales, me recuerdan hoy las anotaciones entomológicas del diario de Ada... que hemos de tener por aquí, en algún sitio, ¿verdad, amor mío? En ese cajón, ¿no? Pues, ¡sí!, ¡victoria! Espiguemos algunos ejemplos (tu letra redondeada como las mejillas, amor mío, era un poco más ancha; pero, por lo demás, nada ha cambiado, nada, nada):
«La cabeza retráctil y los diabólicos apéndices anales del monstruo de colores chillones que produce el humilde Dicranuro pertenecen a una oruga de lo menos oruga que existe. Sus segmentos frontales tienen forma de fuelles, y su aspecto recuerda al objetivo de un Kodakordeón. Si acaricias con delicadeza su cuerpo hinchado y lampiño, la sensación es perfectamente sedosa y agradable... hasta que la irritada criatura, desagradecida, te lanza un fluido de olor acre que sale de una grieta abierta en su garganta.»
«El Doctor Krolik ha recibido de Andalucía, y me ha regalado amablemente, cinco larvas jóvenes de una especie muy local y descrita hace muy poco: la Tortuga Carmen. Son unas criaturas deliciosas, de un bello color de jade con espigas de plata, y no se reproducen más que sobre un sauce de alta montaña de una especie casi extinguida (el bueno de Krolik me ha proporcionado también esa planta).»
(A los diez años, o más joven todavía, Ada había leído —lo mismo que Van– Les Malheurs de Swann, como revela el siguiente ejemplo:)
«Creo que Marina dejaría de refunfuñar contra mi hobby("Es un poco inconveniente esa obstinación infantil de rodearse de unos pequeños favoritos tan asquerosos...", "las señoritas normales tienen horror a las serpientes, a los gusanos", etc.) si pudiese persuadirle de que superase sus repugnancias pasadas de moda y que se pusiese a la vez en la palma y en la muñeca (porque la mano no sería bastante grande) la noble larva de la esfinge de Catleya (sombras malvas de monsieurProust) una gigante de seis pulgadas de largo, de color carne, con arabescos color turquesa, que levanta su cabeza de jacinto en una actitud "esfingiana".»
(¡Bonita descripción!, dijo Van. Pero reconozco que no la asimilé a fondo en mi juventud. Ni siquiera yo. Así, pues, no mosqueemos al moscón que atraviesa mi libro y repite de página en página: «¡Qué bromista es este viejo V.V.!»)
Al término de su tan remoto, tan cercano, verano de 1884, Van, antes de abandonar Ardis, quiso hacer una visita de despedida al larvario de Ada.