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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



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Las ventanas del castillo iban apagándose como en un tablero de ajedrez nocturno, con movimientos de torre, o de peón, o de caballo. El ocupante que más se demoraba en el WC del piso de arriba era mademoiselle Larivière, que se llevaba allí una lamparilla perfumada con esencia de rosas y su secante. En su hornacina que se había vuelto infinita, Van escuchaba la brisa entre las hojas: Venus brillaba en el cielo y se difuminaba en su carne.

Tal era el cuadro de las noches de Ardis poco antes de la invasión estacional de cierto mosquito de interesante primitivismo, cuya virulencia atribuían los poco amables miembros rusos de la población local a la dieta de los franceses de Ladore, viticultores y comedores de fresas de pantano. No obstante, incluso entonces, las fascinante luciérnagas, los multiplicados encantos del cosmos, de palideces lechosas que se filtraban entre el negro follaje, compensaban con nuevos tormentos el suplicio nocturno, el agotamiento de sudor y esperma producido por el calor sofocante de una habitación cerrada. Sin duda, a todo lo largo del siglo, o casi, que duró su vida, la noche fue siempre para Van una tortura (por muy somnoliento que pudiera sentirse, por muchos somníferos que se administrase cuando ya era un pobre viejo). Porque el genio no da solamente satisfacciones, ni siquiera al sublime William, con su barbita puntiaguda y su estilizada cúpula calva; ni siquiera al sombrío Proust, que se deleitaba en decapitar ratas cuando no tenía ganas de dormir; ni siquiera a este brillante y oscuro V. V. (o dejemos que juzguen los lectores, pobres gentes también, cualesquiera que sean sus riquezas). Pero, en Ardis, la intensa vida del cielo, con su hueste de fantasmas siderales, turbaba la noche del adolescente hasta el punto de que acababa por acoger con un sentimiento de gratitud el mal tiempo, o el aún peor mosquito (el kamargsky komarde nuestros mujiks, o moustique moscovite, según le llaman a su vez, vengativamente, los campesinos francófonos) que le obligaban a volver a su oscilante cama.

No estamos dispuestos a embrollar con digresiones metafísicas este sobrio relato de los precoces (demasiado precoces) amores de Van Veen y Ada Veen. Sin embargo, debe permitírsenos hacer una observación (mientras lucen y palpitan los luciferes voladores y ulula el búho, con un ritmo no menos regular, en un árbol del parque). Aunque todavía desconocedor del Terror de Terra (que, cuando analizaba los suplicios de su querida e inolvidable Aqua, atribuía vagamente a chifladuras perniciosas y supersticiones populares) Van reconocía, ya a los catorce años, que los antiguos mitos, al conceder una existencia bienhechora y propicia a un torbellino de mundos (independientemente de lo místicos o absurdos que pudieran ser), y al asignarles como morada la sustancia gris del cielo estrellado, contenían quizás una chispa de extraña verdad. Unas noches que pasó en la hamaca (donde aquel otro desventurado adolescente había maldecido su tos sanguinolenta y se había sumergido en oscuros sueños donde rodaban amenazantes espumas negras, con su choque de símbolos desencadenados en una orgía orquestal, según le sugirieron médicos de carrera) estaban plagadas de fantasmas, que no procedían tanto de los delirios de su deseo de Ada cuanto del espacio desprovisto de significado que se extendía sobre él, y por debajo de él, y por todas partes, en un contrapunto demoníaco del Tiempo Divino que vibraba en su torno y le traspasaba, como seguiría vibrando, con algo más de sentido, felizmente, en las últimas noches de una vida de la que no me arrepiento, amor mío.

Se dormía en el instante mismo en que acababa de decirse que nunca volvería a dormir. Y sus sueños eran sueños juveniles. Cuando la primera llama del día llegaba a su hamaca, se despertaban y se sentía otro hombre (muy hombre, hemos de decirlo). Ada, nuestros ardores, nuestros árboles ( Ada, our ardors and arbors), ese trímetro dactilico que sería la única contribución de Van Veen a la poesía angloamericana, le cantaba en el cerebro. ¡Malditas las Hespérides y benditas las estrellas del alba! Ya tenía catorce años y medio. Se sentía ardoroso y audaz. Algún día, ferozmente, la poseería.

Una de aquellas resurrecciones viriles quedó grabada en su memoria de un modo particularmente vívido. Acababa de ponerse el bañador y después de acomodar y ajustar al mismo la integridad del aparato múltiple, complejo recalcitrante, de su virilidad, se había dejado caer de su nido, con la intención de descubrir si las habitaciones de Ada presentaban ya signos de actividad. Y así era. Vio brillar un cristal, irradiar un color. Ada, a solas, tomaba su desayuno en su balcón particular. Van encontró sus sandalias —en una de ellas había un escarabajo, en la otra un pétalo de flor– y, por el cuarto de las herramientas, entró en la casa. Los niños del tipo de Ada son capaces de crear las más puras filosofías. Van fue considerado digno de ser iniciado en el pequeño sistema de sabiduría creado por Ada. Y en efecto lo fue, cuando apenas llevaba una semana en Ardis. Aquella filosofía presentaba la vida del ser humano como compuesta por cierto número de elementos, o «cosas», clasificadas y jerarquizadas: las «cosas-verdaderas», poco frecuentes, y de un valor inestimable; las simples «cosas», que formaban el tejido rutinario de la vida; y las «cosas-fantasmas», también llamadas «nieblas», como la fiebre, el dolor de muelas, las horribles decepciones, la muerte. Si tres o cuatro «cosas» acontecían simultáneamente, formaban una «torre», y, si se sucedían de manera inmediata, constituían un «puente». Las «torres verdaderas» y los «puentes verdaderos» integraban la sustancia gozosa de la vida, y cuando las torres se presentaban en serie uno llegaba a experimentar el éxtasis supremo; pero esto no sucedía casi nunca. En determinadas circunstancias, y a una cierta luz, una simple «cosa» podía parecer, e incluso llegar a ser, una «cosa-verdadera». Y también, al contrario, podía coagularse en «niebla» fétida. Cuando la alegría y la ausencia de alegría formaban una mezcla (bien simultáneamente, bien escalonada en la pendiente de la duración), el resultado era una «torre en ruinas» o un «puente roto».

Los detalles pictóricos y arquitectónicos de aquella metafísica hacían las noches de Ada menos penosas que las de Van. Y aquella mañana (como la mayor parte de las mañanas) éste tuvo la impresión de que llegaba de un país infinitamente más lejano y lúgubre que aquél del cual salían Ada y el Sol.

Ella sonreía, con labios carnosos, almibarados y brillantes.

(Siempre que te beso, ahí, —la decía algunos años más tarde—, me acuerdo de aquella mañana azul, en tu balcón, cuando comías una tartina de miel...)

La belleza clásica de la miel de trébol, fluida, dorada, translúcida, desprendiéndose suavemente de la cuchara, empapando de su oro líquido el pan con mantequilla de mi amor. Miga bañada en néctar.

—¿«Cosa-verdadera?» —preguntó Van.

—«Torre» —contestó Ada.

Y la avispa.

La avispa exploraba su plato. Los segmentos del insecto palpitaban.

—Intentaremos comer alguna, más tarde —dijo Ada—; pero, para tener buen sabor, tiene que ser engullida. Y, evidentemente, no puede picarnos en la lengua. Ningún animal tocaría la lengua de una persona. Cuando un león ha acabado con su viajero, huesos y todo, siempre se deja la lengua tirada en el desierto.

—Me permito dudarlo.

—Pues se trata de un misterio bien conocido.

Su cabello estaba aquel día pulcramente cepillado (lo que no siempre sucedía), y su negro brillante contrastaba con la palidez mate de su cuello y sus brazos. Se había puesto un tee shirthrayado, el mismo que, en sus fantasías solitarias, más le gustaba a Van quitar de su torso cimbreante. El tejido impermeable formaba cuadritos azules y blancos.

—De acuerdo. ¿Y la tercera «cosa-verdadera»?

Ella le contempló largamente. Una gotita de color de fuego le contempló igualmente, suspendida de la comisura de sus labios. Y una violeta de terciopelo tricolor, que Ada había copiado la víspera de una acuarela, le contempló también, desde su copa de cristal.

Ada no dijo nada. Se pasó la lengua por los dedos abiertos, sin dejar de contemplarle.

Van, al no obtener respuesta, se alejó del balcón. Ada vio cómo su torre se derrumbaba suavemente en el silencio del sol.

XIII



El duodécimo cumpleaños de Ada y la cuadragésimo segunda fiesta onomástica de Ida se concelebraron con un gran pic-nic, para asistir al cual se permitió a la chica que se pusiera su lolita(nombre asignado en homenaje a la gitanilla andaluza de la novela de Osberg, y que debe pronunciarse, dicho sea de paso, con la t española y no con la nebulosa fonética inglesa), una falda negra, más bien larga, pero muy amplia, ligera y airosa, con amapolas o peonías rojas «desprovistas de realidad botánica»,) según la doctoral expresión de Ada, la cual ignoraba aún que realidad y ciencias naturales son sinónimos en el contexto de este sueño (y sólo en este).

(Tampoco tú lo sabías, sabio Van. Nota de Ada.)

Ésta se había puesto la falda encima de la piel, con las piernas todavía húmedas y con olor a resina (consecuencia inmediata de una fricción practicada con una toallita, pues, bajo el régimen de Mlle. Larivière, los baños matinales eran desconocidos), y se la subía con un vivaz contoneo! de caderas que provocó el acostumbrado reproche de la institutriz: «¡Pero no te muevas de esa manera cuando te pones la falda! Una chica bien educada...», etc. Por el contrario, la omisión de la braga era tácitamente tolerada por Ida Larivière, mujer pechugona, de notable y repulsiva belleza (en corsé y medias con ligas, a aquella hora matutina), y que, sin duda, no era tampoco incapaz de hacer concesiones secretas al calor sofocante. Pero, en el caso de la fresca y tierna Ada, aquella práctica tenía deplorables consecuencias. La pobre chica se esforzaba en mitigar las quemaduras de su delicada entrepierna (con todo su cortejo de sensaciones diversas, viscosidades y comezones, no enteramente desagradables) cuando cabalgaba a horcajadas sobre el fresco tronco de un manzana de Chattal, para gran disgusto de Van, como más de una vez habremos da decir. Además de su lolita, Ada llevaba un jersey de manga corta, blanco con rayas negras, una capelina informe (que le caía por la espalda sujeta a un elástico que le rodeaba el cuello), una cinta de terciopelo en la cabeza y unas sandalias viejas. Van pensó una vez más que ni la higiene ni el gusto refinado caracterizaban a los habitantes de Ardis.

Cuando ya todo el mundo estaba dispuesto a partir, Ada se dejó caer de su árbol, como una abubilla. Aprisa, aprisa, pajarito, ángel. Ben Wright, el cochero inglés, sólo se encontraba moderadamente bebido (todo lo que había tomado en el desayuno era una pinta de cerveza). Blanche, que había asistido al menos una vez a un gran pic-nic (el día en que la hicieron ir a toda prisa a Pineglen, para que desabrochase y desabotonase a mademoiselle, víctima de un desmayo), se encargaba ahora de una tarea menos prestigiosa: llevarse a su cuarto a un furioso Dack que se contorsionaba enseñando los dientes.

El gran coche de bancos para las excursiones había transportado ya a dos criados de menor rango, tres butacas y cierto número de cestas de provisiones, al lugar previsto para el pic-nic. La novelista, que llevaba un vestido de satén blanco (hecho por Vass, de Manhattan, para Marina, la cual había adelgazado últimamente sus buenos cinco kilos), hizo el viaje en calesa, con Ada a su lado. Lucette, très en beautécon su blanca blusita marinera, se había encaramado al lado del taciturno Wright. Van seguía más atrás, montado en una bicicleta de su tío, o de su tío abuelo. El camino del bosque era razonablemente llano, siempre que uno no se apartase de la pista central (todavía embarrada y ennegrecida a consecuencia de una llovizna mañanera, y flanqueada por los surcos de las ruedas, en los que se reflejaba el azul del cielo, con las imágenes de las mil hojas cuyas sombras corrían sobre la seda nacarada de la sombrilla abierta de mademoiselle Larivière y sobre el ala del sombrero blanco que Ada llevaba puesto con un aire bastante desenvuelto). De cuando en cuando, Lucette, a la sombra de la casaca azul de Ben, se volvía para mirar a Van y le hacía señales de prudencia, como había visto hacer a su madre cuando temía que la intrépida Ada precipitase su poney o su bicicleta contra la trasera de la calesa.

Marina hacía el viaje en un automóvil rojo, un antiguo modelo deportivo conducido por el mayordomo con tanta circunspección como si la palanca del cambio fuese un sacacorchos de fantasía. Marina llevaba un traje sastre de franela gris, de una elegancia inusitada: la palma de su mano enguantada reposaba en el puño de un bastón de caña jaspeada. El coche, algo tambaleante, se detuvo al borde mismo del escenario del pic-nic, un pintoresco claro en un antiguo bosque de pinos surcado por encantadoras hondonadas. De los árboles del fondo surgió una extraña mariposa pálida que tomó la ruta de Lugano; y tras ella apareció un lando, del que se apearon, con más o menos agilidad o torpeza, según su edad o estado, los mellizos Erminin, su joven tía encinta (personaje que será un considerable estorbo en nuestra narración) y madame Forestier, institutriz de cabello blanco, otrora condiscípula de Mathilde (la heroína de una historia de la que pronto se hablará).

Se esperaba, además, a tres caballeros adultos, que no llegaron: tío Dan, que había perdido el tren de la mañana, procedente de la ciudad; el coronel Erminin, viudo consolado, cuyo hígado, según explicó en su nota de excusa, estaba portándose como un pecheneg, y su médico (y contrincante en las partidas de ajedrez), el famoso doctor Krolik, que se autodenominaba joyero de la Corte de Ada y que no se olvidó de llevar a ésta, al día siguiente, a primera hora, su regalo de cumpleaños: tres crisálidas de exquisito relieve («joyas inestimables», exclamó Ada con voz gutural y una elevación de cejas) que iban a convertirse, a no tardar, en tres ejemplares de un decepcionante icneumón, que no era el esperado Kivo fritilario, curiosidad recién descubierta en el pico más alto del Kilimandjaro.

Pilas de sandwiches descortezados (rectángulos perfectos, de quince por seis centímetros), el cadáver dorado de un pavo, pan negro ruso, latas de caviar «Perlas Grises», violetas confitadas, tartitas de frambuesa, medio galón de oporto blanco «Goodson», más otro de tinto, clarete rebajado con agua (para las niñas) en envases isotérmicos y el frío té azucarado de las infancias felices, todo lo cual resulta más fácil de imaginar que de describir. Era una cosa instructiva. (Así en el manuscrito. Nota del Editor.)

Y también resultaba instructivo colocar una junto a otra a Ada Veen y a Grace Erminin: la palidez de leche desnatada de la una y el encarnado ardiente de la buena salud en la otra; el cabello largo de bruja joven y la melenita castaña recortada; la mirada grave y aterciopelada de mi amor y el chillón brillo azul, tras los cristales de montura de carey, de las gafas de Grace; los muslos desnudos de aquélla y las largas medias rojas de ésta; la falda gitana y el traje marinero. Y todavía más instructivo, quizás, era observar cómo los rasgos sin atractivo de Greg volvían a encontrarse, uno por uno, en el aura gemela de su hermana, donde componían un bello semblante femenino (lo cual no hacía desaparecer en absoluto el exacto parecido entre el marinerito y la marinerita).

Los restos del pavo, las botellas de oporto, tocadas únicamente por las institutrices y los pedazos de un plato de Sèvres fueron prontamente recogidos por los criados. Un gato apareció bajo un matorral, agrandó los ojos por efecto de una intensa sorpresa (un coro de «mis, mis, mis») y se marchó por donde había venido.

Pronto, Mlle. Larivière expresó su deseo de que Ada la acompañase a un lugar retirado. Allí, cargada con todo su atuendo, la voluminosa dama (cuya amplia vestimenta, sin perder sus pliegues esculturales, pareció alargarse unos centímetros hasta ocultar sus zapatos), quedó plantada un momento sobre una invisible catarata, y, un instante después, recuperó su talla normal. En el camino de regreso, la bien intencionada pedagoga explicó a Ada que el duodécimo cumpleaños de una jovencita era una buena ocasión para discutir y prever una cosa que, según sus palabras, iba a hacer de Ada, cualquier día, «una chica mayor».

Ada, que ya había sido suficientemente instruida seis meses antes por una maestra de escuela, y que, por lo demás, había experimentado ya un par de veces el pequeño misterio, consternó a la pobre institutriz (la cual nunca podía seguir el paso de la aguda y extraña mente de su discípula) con la declaración de que todo eso sólo eran mitos y tonterías de monja; que aquello ya casi no les ocurría a las chicas normales, y, en cualquier caso, que ciertamente no le ocurriría a ella. Mademoiselle Larivière, persona notablemente estúpida (a pesar de, o quizás a causa de, su propensión a novelar), pasó revista retrospectiva a su propia experiencia y se preguntó, durante unos terribles minutos, si, mientras ella se consagraba al arte, la evolución de las ciencias habría influido en la de la naturaleza hasta el punto de cambiarla.

En su avance hacia el oeste, el sol de las primeras horas de la tarde penetraba en nuevos lugares hasta entonces frescos y caldeaba los que ya había ocupado antes. Tía Ruth dormitaba con la cabeza apoyada en una sencilla almohada, proporcionada por madame Forestier, mientras ésta se concentraba en la elaboración de un minúsculo jersey de punto destinado al futuro hermano consanguíneo de sus alumnos. Marina se decía que Lady Erminin, desde el azul profundo de su dichoso retiro, debía contemplar con su antigua melancolía y una nueva curiosidad infantil, a través de las aburridas brumas del post-suicidio, el cuadro de los reunidos, bajo el verde glorioso de los pinos. Los niños exhibían sus habilidades: Ada y Grace ejecutaron un baile ruso a los sones de una vieja caja de música (que se detenía obstinadamente, a medio compás, como recordando otras orillas, otras ondas... tal vez radiofónicas); Lucette, con un puño en la cadera, cantó un aire marinero de Saint-Malo; Greg se puso la falda azul, el sombrero y las gafas de su hermana, y quedó metamorfoseado en una Grace desgraciada; y Van caminó sobre las manos.

Dos años atrás, antes de comenzar su primer año de prisión en el colegio elegante y bárbaro en que otros Veen le habían precedido (desde los muy remotos días en que «las washingtonias se llamaban todavía wellingtonias»), Van había resuelto adiestrarse en algún ejercicio que fuese lo suficientemente acrobático para proporcionarle un prestigio inmediato y brillante entre sus compañeros. En consecuencia, y tras una conferencia celebrada con Demon, King Wing, el maestro de lucha de éste, enseñó al fuerte mocito el arte de caminar sobre las manos mediante un juego especial de los músculos deltoides, una habilidad cuya adquisición y perfeccionamiento no exigía nada menos que la desarticulación cariática.

¡Pero, qué placer! (así en el manuscrito). El placer de descubrir súbitamente el pequeño secreto de la locomoción antipódica es semejante al del niño que se inicia, al cabo de muchas caídas ignominiosas y torturantes, en el manejo de esos delicados planeadores llamados alfombras voladoras (y también «mirones») que se regalaban a los niños al cumplir los doce años, en los venturosos días anteriores a la Gran Reacción. ¡Y qué larga y emotiva caricia neural cuando uno se siente por primera vez un ser aèreo y se las arregla para deslizarse por encima de un almiar, un árbol, un riachuelo, un granero, mientras el abuelo, Dédalo Veen, con la cara elevada hacia el cielo, corre, bandera en mano, y se cae en el abrevadero!

Van se despojó de su camisa polo y se quitó los zapatos y los calcetines. La esbeltez de su torso, cuyo bronceado (ya que no su tejido) rivalizaba con el color tostado de sus estrechos pantalones cortos, contrastaba con sus anormalmente desarrollados deltoides, bíceps y tríceps. Cuatro años más tarde Van era capaz de abatir a un hombre de un solo codazo.

Con el cuerpo retorcido en una cruva graciosa, las piernas morenas izadas como una vela tarentina y los tobillos juntos dando bordadas, Van se agarraba con las manos extendidas a la frente misma de la gravedad, y se movía de un lado a otro, hacía virajes, andaba de costado, con la boca abierta al revés, y guiñando los ojos de una manera grotesca en aquella posición extraordinaria que metamorfosea el párpado superior en una perinola. Y aún más extraordinaria que la variedad y la velocidad de los movimientos con que imitaba los de las patas traseras de diversos animales, era la ausencia de esfuerzo y la sencillez con que se sostenía. King Wing le había advertido que el gran Vekchelo, profesional de Yukon, dejó, definitivamente, de estar en forma a la edad de veintidós años. Pero en aquella tarde de verano, sobre la arena sedosa del claro del pinar, en el corazón mágico de mi Ardis, ante los ojos azules de Lady Erminin, Van, con sus catorce años, nos regaló la más admirable demostración de marcha sobre las manos a que nunca hemos asistido. Ningún acaloramiento apareció sobre su rostro o su cuello! A intervalos, separaba de la tierra indulgente sus órganos de locomoción, y parecía batir las manos en el aire, en una milagrosa parodia de ballet; y entonces uno se preguntaba si la soñadora indolencia de aquel fenómeno de levitación no era el resultado de una benévola distracción de la tierra que dejaba momentáneamente en suspenso su gravedad tiránica. Señalemos de paso una curiosa consecuencia de las diversas alteraciones musculares y conexiones periostiales que el entrenamiento implacable impuesto por Wing a Van produjo a la larga en la organización de éste: algunos años más tarde era incapaz de encogerse de hombros.

Cuestiones a estudiar y debatir:

1) Cuando Van, puesto cabeza abajo, parecía saltar sobre las manos, ¿levantaba del suelo ambaspalmas?

2) La citada incapacidad que Van, adulto, tenía de encogerse de hombros para liberarse de una preocupación, ¿es un fenómeno puramente físico, o corresponde a alguna característica arquetípica de su yo subliminal?

3) ¿Por qué Ada se deshacía en lágrimas en el momento cumbre de la representación?

Finalmente, Mlle. Larivière leyó a los reunidos su Rivière de diamants, una novela que acababa de pasar a máquina y que destinaba a The Quebec Quarterly. La esposa exquisita y refinada de un raído oficinista toma prestado un collar de su amiga, la adinerada madame F. Lo pierde al volver de una fiesta del personal de la oficina, a la que había asistido con su esposo. Durante treinta o cuarenta penosos años, la infortunada pareja trabaja y ahorra céntimo a céntimo hasta liberarse de la deuda que ha contraído para comprar un collar de medio millón de francos, que reemplazó al perdido en el estuche devuelto a madame F. ¡Oh, cómo palpitaba el corazón de Mathilde! ¿Abriría el estuche Jeanne, la doncella? No, no lo abrió. Y pasó el tiempo. El día en que la pareja, decrépita pero triunfante, (él, casi paralítico por medio siglo de trabajos de plumífero en la mansarda conyugal, ella estropeada hasta lo irreconocible a fuerza de fregar suelos) va a hacer su confesión a madame M. (la cual no ha perdido su aire de juventud, a pesar de que sus cabellos se han vuelto blancos), es para oír, en la última frase de la narración, esta respuesta. «Pero, mi pobre Mathilde, si aquel collar era falso! Sólo costaba quinientos francos...»

La contribución de Marina a la fiesta fue más modesta, aunque no estuvo desprovista de encanto. Mostró a Van y Lucette (los demás estaban ya perfectamente enterados) el pino exacto y el lugar exacto sobre su tronco rojo y rugoso donde cierto día, en un remoto, muy remoto, pasado, anidaba un teléfono magnético en comunicación con Ardis Hall. Después de la prohibición de «corrientes y circuitos» (palabras algo indecentes, que pronunció muy deprisa, pero sin embarazo, con la desenvoltura propia de la actriz) (mientras que Lucette, un poco perdida, tiraba de la manga a su amigo Van, su Vanichka, que sabía explicarlo todo), la abuela de su esposo, ingeniero de insigne genio, «entubó» el arroyuelo de Redmont, que, procedente de una colina situada sobre Ardis, pasaba junto al claro del bosque, y, habiéndole domesticado, le confió la transmisión de los V.A.A.V.A.A.R. (Violeta– añil– azul– verde– amarillo– anaranjado– rojo) vibratorios (o pulsaciones del prisma) a través de un sistema de segmentos de platino. Evidentemente, aquel dispositivo no producía sino mensajes en sentido único, y como, de ese modo, la instalación y el entretenimiento de «tambores» (o «cilindros») habría costado, decía Marina, la fortuna de un judío, hubo que abandonar la idea, por muy interesante que pareciese la posibilidad de avisar a tal o cual Veen que estuviese de pic-nic de que la casa se había incendiado.

Como para confirmar la indignación que causaban a muchas personas las peripecias de la política nacional e internacional (el viejo Gamaliel estaba ya bastante gaga), el cochecito rojo volvió a Ardis Hall entre un ruido de explosiones que parecía una traca: Bouteillan traía un mensaje. El señor acababa de llegar con un regalo de cumpleaños para la señorita Ada, pero ninguno de los que se encontraban en la casa llegaba a comprender el funcionamiento de un objeto tan complicado y necesitaban la ayuda de la señora. El mayordomo colocó en una bandejita de bolsillo la carta de la que era portador y se la presentó a su señora.

No estamos en condiciones de reproducir literalmente ese escrito, pero sí podemos indicar su sentido: el considerable regalo que Dan Veen había tenido la delicada atención de traer a Ada, y que le había costado muy caro, era una inmensa y espléndida muñeca... infortunada y extrañamente, más o menos desnuda. Y, lo que era aún más extraño, tenía la pierna derecha sujeta por un aparato ortopédico, el brazo izquierdo cubierto por un vendaje y, en lugar de los acostumbrados vestidos y adornos, su único ajuar consistía en una caja que contenía un surtido de gasas escayoladas y accesorios de goma. El folleto explicativo (¿en ruso, o en búlgaro?) no aclaraba nada, porque no estaba escrito en caracteres latinos, sino cirílicos antiguos, un alfabeto de pesadilla que Dan nunca había conseguido aprender. Se rogaba a Marina que regresase sin demora a dar las órdenes oportunas para la elaboración de convenientes vestidos de muñeca con algunos retales de bella seda que su doncella guardaba en un cajón recién descubierto por el propio Dan, y para que rehiciese el paquete en algún papel de regalo que estuviera en buenas condiciones.

Ada, que había ido leyendo la nota por encima del hombro de su madre, hizo un mohín de disgusto, y dijo:

—Dile que coja unas tenazas y lleve todo eso al cubo de la basura de la clínica.

Bednyachok: pobre, pobre hombrecillo —exclamó Marina, con los ojos desbordantes de piedad—. Desde luego que iré. Tu dureza, Ada, tiene a veces algo, no sé... algo satánico.

Con la cara contraída por una determinación violenta, Marina se dirigió al vehículo, haciendo «caminar» su bastón con presteza. El coche se puso en marcha, viró para esquivar la calesa estacionada, y, al hacerlo así, atropello una botella vacía, mientras uno de los guardabarros se abría paso entre el follaje de un encrespado arbusto silvestre de bayas encarnadas.

La cólera que acababa de vibrar en el aire no tardó en apaciguarse. Ada pidió papel y lápices a su institutriz. Van, acostado boca abajo y con la mejilla apoyada en un puño, contemplaba el cuello inclinado de su amor, que jugaba a los anagramas con Grace. Ésta había propuesto, inocentemente, la palabra «insecto».

—«Ticenos» —dijo Ada, procediendo a escribir su hallazgo.

—¡No vale! —gritó Grace.

—Sí que vale. Es una palabra bien formada, «partidarios de Tico», un astrónomo renacentista que también sabía mucho de insectos.

Grace meditó, tamborileando en su estudiosa frente con la gomita adherida al extremo de su lápiz.

—«¡Cientos!»

Ada no tardó un segundo en consumir su nuevo turno:

—«Incesto.»

—Abandono —dijo Grace—. Necesitaríamos un diccionario para comprobar tus pequeñas invenciones.

Pero el bochorno de la tarde había alcanzado su fase más opresiva. El primer mal mosquito de la estación fue abatido de una palmada en la pierna de Ada por la vigilante Lucette. El coche de bancos había partido otra vez, llevándose las butacas, las cestas y a los tres lacayos, Essex, Middlesex y Somerset, que todavía masticaban. Y ya la señorita Larivière y la señora Forestier intercambiaron adioses melodiosos. Las manos se agitaron, y el landó se alejó con los mellizos, su vieja institutriz y su joven tía somnolienta. Una mariposa les seguía, pálida y diáfana, con el cuerpo de un negro intenso. Ada gritó: «¡Mirad!», e informó a sus acompañantes de lo que se trataba: una especie emparentada por la Parnasiana japonesa. Mlle. Larivière declaró de pronto que adoptaría un seudónimo cuando su novela conociera los honores de la imprenta. Dicho eso, se dirigió a la calesa con sus dos jóvenes alumnas, y encontró a Ben Wright escandalosamente dormido en la trasera del coche, bajo los festones colgantes del follaje. Mademoiselle Larivière golpeó sin contemplaciones con la punta de su sombrilla el grueso cuello enrojecido del cochero. Ada echó su sombrero en el halda de Ida y corrió a donde estaba Van. El profano, ignorando aún el itinerario del sol y de las sombras en el claro de los pic-nics, había dejado su bicicleta expuesta durante un mínimo de tres horas a los rayos incendiarios. Ada montó en la máquina, lanzó un grito de dolor, creyó que iba a caerse, se tambaleó, se recobró y el neumático posterior estalló con un cómico ruido. La bicicleta descompuesta fue abandonada bajo un arbusto, en espera de que Bouteillan hijo, otro miembro del personal de la casa, se encargase de reintegrarla a la misma. Lucette se negó a renunciar a su pescante (aunque aceptando con un movimiento de cabeza los consejos del bebido Ben, a quien se vio poner sobre las rodillas desnudas de la pequeña su gruesa zarpa amistosa). Como no había asiento plegable, Ada tuvo que contentarse con las duras rodillas de Van.


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