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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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—Le he visto en Sexico—decía monsieurViolette a Marina en voz muy baja, al tiempo que le tapaba ambas orejas para imprimir a su cabeza, reflejada en el espejo ovalado, un movimiento semicircular.

—No, ya es tarde —murmuró Ada—. Y, además, he prometido a Lucette...

Van insistió con un suspiro enojado, aunque comprendió que era inútil tratar de hacer variar su decisión, especialmente en materias amorosas, pero inexplicablemente, milagrosamente, el desvío que se manifestaba en su gesto se fue convirtiendo en una alegría apacible, como a efectos de un inesperado alivio, igual que un niño que pierde su mirada en el espacio, con un esbozo de sonrisa, cuando comprende que el mal sueño ha terminado o que una puerta ha quedado entreabierta y al fin puede corretear a sus anchas bajo un cielo despejado. Ada hizo que se deslizara de su hombro la correa de su herbario y, bajo la mirada benévola de Violette, que les seguía sobre la reflejada aureola de la cabellera de Marina, se alejaron sin prisa y buscaron la relativa soledad de la alameda donde Ada había enseñado un día a Van los juegos de luz y sombra. Él la tomó en sus brazos y la besó, la besó de nuevo, como si volviese de un largo y peligroso viaje. La dulzura de su sonrisa era una cosa inesperada y enteramente especial. No era la sonrisa astuta del demonio, la sonrisa del ardor recordado o prometido, sino el reflejo humano, exquisito, de la felicidad y el abandono. Todos sus apasionados ejercicios de bombeo de goces —en la Granja Incendiada o en el Cenador —no eran nada comparados con aquel zaychik, aquel reflejo prismático del alma sonriente. Su blusa negra y su falda negra con bolsillos de delantal habían perdido la significación «duelo-por-una-flor-desaparecida» que la imaginativa Marina concedía a aquella vestimenta (« nemedlenno pereodet' sya», ve a cambiarte en seguida, había gritado ante el espejo de verdes reflejos); en cambio, habían adquirido el encanto desacostumbrado del uniforme de las colegialas de Lyaska. Se apretaban frente contra frente, moreno contra blanco, negro contra negro, Van sosteniendo los codos de Ada, Ada deslizando sus dedos ligeros por las clavículas de Van. Él le dijo cuanto «ladoraba» el aroma tenebroso de su cabellera mezclada al olor de los aplastados tallos de los lirios, de los cigarrillos turcos, de aquella lasitud que viene de «lass». «No, no, deja; tengo que lavarme en seguida, Ada debe ser limpia.» Pero durante un último minuto eterno permanecieron enlazados en la alameda muda, deleitándose, como nunca lo habían hecho, con esa fórmula de «felices para siempre» con que acaban los cuentos de hadas que nunca acaban.

Van, éste es un pasaje muy bello. Voy a pasar la noche llorando (interpolación tardía).

Cuando un último rayo de sol se posaba sobre Ada, su boca y su barbilla brillaron, húmedas de pobres besos fútiles. Ada sacudió la cabeza diciendo que, verdaderamente, era hora de separarse, besó las manos de Van, cosa que sólo hacía en los momentos de suprema ternura, y huyó rápidamente. Se separaron... verdaderamente.

Una orquídea vulgar —una «zapatilla de Venus»– se mustiaba en el saco que Ada había dejado en una mesa del jardín y que ahora arrastraba escaleras arriba. Marina y el espejo habían desaparecido. Van se quitó sus prendas de gimnasia y se tiró una vez más a la piscina, ante los ojos de Bouteillan, que, de pie en el borde, con las manos cruzadas a la espalda, observaba con aire meditativo las profundidades falsamente azules de las aguas.

—Me pregunto —dijo —si no acabo de sorprender a un renacuajo. El tema novelesco de la comunicación escrita va a adquirir ahora todo su desarrollo. Al entrar en su habitación, Van, sobrecogido por un presentimiento siniestro, vio un pedazo de papel que sobresalía del bolsillo de su smoking. El mensaje, escrito a lápiz, en grandes letras trabajosamente redondeadas y ampulosas, contenía esta aseveración anónima: «se están burlando». Entre los criados había al menos quince que podían ser sospechosos. Interrogarles a todos —torturar a los varones y violar a las hembras —habría sido, por supuesto, algo estúpido y degradante. Con un gesto de rabia infantil, desmembró su más bella mariposa negra en la rueda de la exasperación. El veneno de la víbora empezaba a subirle al corazón. Cogió otra corbata, acabó de vestirse y fue en busca de Ada.

Encontró a las dos hermanas y a sus institutrices en uno de los «salones de las habitaciones de los niños». En la tenaza de aquella habitación encantadora, Mlle. Larivière estaba sentada ante una mesa Pembroke adornada con un gusto exquisito. Estaba leyendo el tercer guión de rodaje de Les Enfants Mauditscon una mezcla de sentimientos aderezados con furiosas anotaciones. En una gran mesa redonda, en el centro de la sala, Lucette, asesorada por Ada, trataba de aprender a dibujar flores. Varios atlas botánicos de distintos tamaños estaban abiertos ante ellas. Las cosas conservaban su acostumbrada apariencia: la rubia luz del día que maduraba, las pequeñas ninfas cabreras pintadas en el techo, la voz soñadora y lejana de Blanche que plegaba la ropa blanca canturreando estrofas del Mambrú ( no sé cuándo vendrá, no sé cuándo vendrá...) y las dos graciosas cabezas, bronce negro y cobre rojo, inclinadas sobre la pulida mesa. Van comprendió que antes de preguntar a Ada, incluso antes de decirle que deseaba preguntarle algo, debía recuperar su sangre fría. Ada parecía alegre, se había arreglado bien, estrenaba un nuevo traje de noche, espejeante de azabache, llevaba por primera vez los diamantes que le había regalado Van y, también por primera vez, unas medias de seda transparentes.

Van se sentó en un pequeño sofá, tomó al azar uno de los libros abiertos sobre la mesa y contempló con disgusto una bella ilustración en color que representaba un grupo de grandes orquídeas cuya popularidad entre las abejas dependía, según el texto, de «diversas emanaciones apetitosas en una gama de olores que va desde el de obreras muertas al del gato». Los soldados muertos podrían oler aún mejor.

Durante aquel tiempo la testaruda Lucette se había empeñado en sostener que el modo más sencillo de dibujar una flor consistía en colocar una hoja de papel de calcar sobre la imagen (en el caso presente se trataba de una pogonia de barba roja, planta peculiar de las turberas de Ladore cuya anatomía posee ciertas particularidades escabrosas) y luego repasar los contornos con lápices de colores. La paciente Ada quería que la copia se hiciese no por un procedimiento mecánico, sino «del ojo a la mano y de la mano al ojo», y que Lucette utilizase como modelo un ejemplar viviente de otra especie de orquídea, de sépalos violeta y bolsa oscura y rizada. Pero acabó por rendirse. Y, sin perder su buen humor, apartó el vasito de cristal que contenía la zapatilla de Venus que ella había recogido. Distraídamente, discretamente, trató entonces de explicar a Lucette el funcionamiento de los órganos reproductores de las orquídeas, pero todo lo que la caprichosa niña quería saber se limitaba a esto: un chico-abeja, ¿podía fecundar a una chica-flor a travésde algo, de sus polainas, de su jersey o de cualquier cosa que lleve puesta?

—Sabes —dijo Ada, con una cómica voz nasal, dirigiéndose a Van—, esta niña tiene la mente más sucia del mundo y ahora va a enfurecerse conmigo por decírtelo, y va a ir a lloriquear en el halda de la Larivière, y a quejarse de que ha sido fecundada por haber estado sentada en tus rodillas.

—Pero yo no puedo hablar a Belle de cosas sucias —dijo Lucette, muy amable y razonablemente.

—Van, ¿qué te pasa? —preguntó la perspicaz Ada.

—¿Por qué esa pregunta? —preguntó a su vez Van.

—Se te mueven las orejas y te aclaras la garganta.

—¿Acabarás pronto con esas horribles flores?

—Sí. Ahora voy a lavarme las manos. Nos veremos abajo. Llevas la corbata mal puesta.

—Está bien, está bien.

Mon page, mon beau page

—mironton, mironton, mirontaine—

mon page, mon beau page...

Abajo, en el gran vestíbulo, Jones echaba ya mano al gong para anunciar la cena.

—Bien, ¿qué es lo que pasa? —preguntó Ada cuando se encontraron, un minuto más tarde, en la terraza del salón.

—Mira lo que he encontrado en el bolsillo de mi smoking.

Ada leyó y releyó la nota, frotándose con un índice nervioso sus anchos incisivos.

—¿Cómo puedes saber que va dirigido a ti? —preguntó, devolviéndole a Van la hojita de papel, escolar.

—Bueno, ¡lo digo yo! —gritó Van.

—¡ Tiché! (¡Calma!).

—Te digo que lo he encontrado aquí (apuntando hacia su corazón).

—Rómpelo y olvídalo.

—Tu rendido servidor —replicó Van.

XLI



Pedro no había vuelto aún de California. Un ataque de fiebre de heno y unas gafas negras no mejoraban la apariencia de G. A. Vronski. Adorno, el héroe de Odio, se había hecho acompañar por su nueva mujer, que resultó haber sido una de las antiguas (y más queridas) esposas de otro invitado de Marina, actor infinitamente más meritorio y que, acabada la cena, encargó a Bouteillan, convenientemente gratificado, que le trajese un falso mensaje que exigiese su partida inmediata. Grigorii Akimovich (que había llegado con él en ia misma limusina de alquiler) le acompañó. Dejaron alrededor de una mesa de juego a Marina, Ada, Adorno y su Mariana, que daba curiosos resoplidos irónicos. Jugaron al biruch, una especie de whist, hasta que fuese posible hacer venir un taxi de Ladore. Era más de la una de la mañana cuando la reunión se disolvió.

En el intervalo, Van se cambió de ropa una vez más: se puso los pantalones cortos, se envolvió en su manta escocesa y se retiró al bosquecillo, donde los faroles bergamascos no habían sido encendidos en toda la velada... que no había sido tan memorable como Marina había esperado. Trepó a su hamaca y, con el sopor del duermevela, pasó mentalmente revista a los criados que hubieran podido deslizar en su bolsillo el siniestro mensaje («se están burlando»), desprovisto, según Ada, de toda significación. El primer sospechoso, por supuesto, podría haber sido Blanche, la histérica, la extravagante Blanche, de no ser por su timidez y su miedo a ser despedida (Van recordaba una escena atroz en la que Blanche, pidiendo gracia, se había arrastrado a los pies de Mlle. Larivière que la acusaba de haber «robado» alguna de sus innumerables chucherías... encontrada finalmente en un zapato de la propia acusadora). En el foco de la imaginación de Van apareció a continuación la faz rubicunda de Bouteillan y el rictus de su hijo. Después de lo cual se durmió y se vio a sí mismo, en sueños, en la ladera de una montaña cubierta de nieve, donde personas y árboles —y también una vaca —eran arrastrados por un alud.

¿Qué vino a arrancarle de su inquieto sopor? En un principio creyó que se trataba del fresco de la noche expirante; luego reconoció el ligero crujido que en su pesadilla había tomado por un grito. Alzando la cabeza distinguió una débil luz entre los arbustos: alguien entreabría desde el interior la puerta del cuarto de las herramientas. Ada no había acudido nunca a encontrarse con su amante sin haber acordado previamente cada etapa de sus citas nocturnas, por otra parte excepcionales. Van saltó de su hamaca y se dirigió con sigiloso paso hacia el iluminado umbral. Ante él apareció la figura vacilante y pálida de Blanche. Ofrecía un singular espectáculo: en enaguas, con los brazos desnudos, una media bien sujeta por la liga mientras la otra le caía sobre el tobillo, sin zapatillas, con las axilas relucientes de sudor y la cabellera desarreglada en un lamentable simulacro de seducción.

—Ésta es mi última noche en el castillo —susurró. Y luego repitió la frase en inglés, en ese inglés barroco, elegiaco y ceremonioso que sólo se encuentra en las novelas de antaño: T'is my last night with thee.

—¿Tu última noche? ¿Conmigo? ¿Qué quieres decir?

La contempló con ese malestar de lo Extraño que se experimenta al escuchar las lucubraciones del delirio o de la embriaguez.

Pero, a pesar de su aire de demencia, Blanche estaba perfectamente lúcida. Había decidido dos días antes abandonar la casa. Acababa de deslizar su dimisión (con una postdata referente a la mala conducta de la señorita) bajo la puerta de la habitación de la señora. Se iría dentro de unas horas. Amaba a Van, que era «su fiebre y su locura», y quería pasar a su lado unos minutos secretos.

Van entró en el cuarto de los instrumentos y cerró lentamente la puerta. Aquella lentitud era efecto de lo incómodo que se sentía. Blanche había dejado su farol sobre el travesano de una escalera. Y, sin esperar más, empezó a levantarse la falda de la enagua. La compasión y la cortesía de una comprensiva actitud acaso habrían excitado el deseo de lo que ella consideraba como cosa hecha y cuya radical ausencia disimulaba Van cuidadosamente con la protección de su manta. Pero, aparte del temor al contagio (Bout había hecho ciertas alusiones a algunas dolencias que afligían a la pobre chica), un asunto muy distinto y mucho más grave todavía, le atormentaba. Apartó la mano audaz y se sentó en un banco, al lado de Blanche.

¿Era ella quien había deslizado la nota en el bolsillo de su smoking?

Sí, era ella. No había podido resignarse a salir de la casa dejándole en la ignorancia de que se burlaban de él, de que le engañaban, de que le traicionaban. Y siguió diciendo, entre ingenuos paréntesis, que sabía que él la había deseado siempre y que ya tendrían tiempo de hablar más tarde. Soy tuya. Pronto amanecerá. Tu sueño se realiza al fin.

—No hables por mí —contestó Van—. No estoy de humor para hacer el amor. Y te estrangularé, palabra de honor, si no me cuentas inmediatamente todos los detalles de este asunto.

Blanche afirmó con la cabeza. El temor y la adoración se fundían en sus ojos llorosos. ¿Cuándo y cómo había comenzado aquello? En agosto. Votre demoisellehabía ido a buscar flores, y él la acompañaba, con la flauta en la mano, entre las altas hierbas. ¿Quién era él? ¿Qué flauta? Pues el músico alemán, el señor Rack. La celosa espía asistía a la escena acostada bajo su propio galán, al otro lado del seto. ¿Cómo podía hacerse aquello con el inmundo señor Rack? (el cual, un día, incluso olvidó su chaleco en un almiar). Era algo que nuestra informadora no podía llegar a comprender. Quizás era que componía canciones para la señorita Ada... Había una, bonita de veras, que fue interpretada una noche de baile en el casino de Ladore... Espere un poco que recuerde la letra... Al demonio la letra, sigue contando. Una hermosa noche estrellada, Blanche y dos galanes ocultos entre los sauces del río habían oído al señor Rack y a la señorita, que estaban en una barca amarrada. Él contaba la melancólica historia de su infancia, de sus años de miseria, de música y de soledad, y su dulce amiga lloraba al escucharle, y echaba la cabeza atrás, y él se inclinaba con avidez sobre su garganta desnuda y se la comía con sus asquerosos besos. Sin embargo, no debía haberla poseído más de una docena de veces; el alemán no era tan fuerte como cierto otro señor. ¡Oh, basta!, cortó Van. Y, en el invierno, la señorita se enteró de que él se había casado y empezó a odiar a su cruel rival. Pero en abril, cuando él comenzó a dar lecciones de piano a Lucette, la aventura se reanudó, sólo que entonces...

—Ya basta —gritó Van; y, golpeándose la frente con el puño, salió titubeando al sol del amanecer.

Eran las seis menos cuarto en el reloj de pulsera colgado de la red de la hamaca. Van tenía los pies fríos como el mármol. Se puso las zapatillas y durante un momento erró sin rumbo por el bosquecillo. El canto de los mirlos era tan rico, tan sonoro, con unas fiorituras tan exquisitamente aflautadas, que su voz hacía insoportable el suplicio de la conciencia, la suciedad de la existencia, la pérdida, la pérdida, la pérdida. Gradualmente, sin embargo, consiguió Van recuperar una apariencia de sangre fría por el fácil método de no permitir que la imagen de Ada se acercase, por ningún rodeo, a la conciencia que él tenía de sí mismo. En el vacío así producido se precipitó una multitud de prosaicas reflexiones, pantomimas del pensamiento racional.

Se dio una ducha tibia en la caseta de la piscina, realizando cada gesto con una cómica deliberación, muy lentamente, con muchas precauciones, como para no romper al nuevo, al desconocido, al frágil Van que acababa de nacer un momento antes. Contemplaba sus pensamientos que giraban, bailaban, desfilaban, hacían muecas grotescas. Así encontró el mayor placer en imaginar que una pastilla de jabón podía ser ambrosía sólida para las hormigas que se amontonaban sobre ella. ¡Y qué sensacional perecer ahogado en medio de aquella bacanal! Pensó que las leyes del honor prohibían provocar a un rival que no fuese caballero, pero que podía exceptuarse de esta regla a los artistas, pianistas o flautistas. Y, si el cobarde rehusaba, ¿qué cosa más sencilla que hacerle sangrar las encías a bofetadas, o, mejor aún, romperle la columna vertebral con un bastón bien sólido?... No había que olvidar coger uno en el vestíbulo antes de salir de aquella casa para siempre. Para siempre... ¡Qué gracia! Se divirtió, como ante un espectáculo raro y singular, de la curiosa jiga monopódica que ejecuta un compadre desnudo concentrándose en los pantalones en que trata de entrar. Atravesó, sin prisas, una galería lateral, y subió la gran escalera. La casa estaba vacía y fresca, y olía a claveles. Buenos días y adiós, cuartito. Van se afeitó, Van se cortó las uñas de los pies, Van se vistió con exquisito cuidado: calcetines grises, corbata gris y camisa de seda, traje gris recién planchado, zapatos, ¡ah, sí!, zapatos... no hay que olvidar los zapatos, sin tomarse el trabajo de poner en orden sus efectos personales, guardó una veintena de monedas de veinte dólares de oro en un monedero de gamuza, repartió por su persona pañuelo, talonario de cheques, pasaporte —y ¿qué más? No, nada—. Y, por último, clavó con un alfiler en la almohada una nota en la que pedía que se hiciese un paquete con sus cosas y se lo enviasen a la dirección de su padre. Hijo arrebatado por un alud. No se ha encontrado el sombrero. Contraceptivos se legan al Asilo de Exploradores Jubilados. Después de unos ocho decenios todo eso parece muy tonto y muy cómico. Pero aquella mañana Van Veen era un hombre muerto que realizaba los gestos de un sonámbulo imaginario. Se inclinó con un gruñido, maldiciendo su rodilla, para colocarse los esquís. La nieve caía por la pendiente. Pero sus esquís habían desaparecido, las correas eran cordones de zapatos, la pendiente era una escalera.

Bajó a las caballerizas y dijo a un joven lacayo, no mucho más despierto que él, que tenía que estar en la estación dentro de unos minutos. El lacayo pareció soprendido y Van le insultó.

iSu reloj de pulsera! Regresó a la hamaca, donde el reloj seguía suspendido de la pared. Cuando daba la vuelta a la casa para volver a las caballerizas, elevó los ojos al azar y vio en una terraza del segundo piso a una joven de cabellos negros, de unos dieciséis años de edad, con un pantalón amarillo y un bolero negro, que le hacía grandes señas —signos telegráficos, con amplios gestos rectilíneos que designaban el cielo sin nubes (¡qué cielo sin nubes!), la copa del Jacaranda en flor (¡qué flores!, ¡azules!) y su propio pie, descalzo y apoyado, en alto, en la balaustrada (¡sólo tengo que ponerme las sandalias!). Sobrecogido de horror y de vergüenza, Van vio a Van detenerse y esperar.

Ella atravesó con paso rápido el césped irisado de rocío y se acercó a él.

—Van —dijo—, tengo que contarte mi sueño antes que se me olvide. Estábamos tú y yo en una cima de los Alpes... ¿Por qué diablos te has puesto esa ropa?

—Bien, te lo voy a decir (Van hablaba con voz arrastrada, como desde el fondo de un sueño). Voy a decirte por qué. Acabo de saber de una ausente modesta pero digna de crédito... quiero decir, «una fuente», perdona, de una fuente digna de crédito, que «te derriban» detrás de cualquier seto. ¿Dónde puedo encontrar el «derribador»?

—En ninguna parte —dijo Ada, con la mayor calma del mundo y sin hacer caso, o tal vez sin advertir la grosería de aquellas palabras; había sabido desde siempre que el desastre era inevitable y que llegaría un día u otro, cuestión de tiempo, o más bien de programación por parte del destino.

—Pero existe, existe —balbuceó Van, mirando en la hierba el arco iris de un resto de tela de araña.

—Sin duda —dijo la altiva joven—, pero ayer embarcó con destino a un puerto de Grecia, o de Turquía. Y hará todo lo que pueda para que le maten, si eso puede tranquilizarte. Pero ahora escucha... Esos paseos por el bosque no quieren decir nada. ¡Escucha! Sólo fui débil un par de veces, quizás tres en total, y le has maltratado de ese modo tan bárbaro. ¡Por favor! No puedo explicarlo todo de una vez, pero acabarás por comprender. No todo el mundo es tan feliz como nosotros. Es un pobre muchacho torpe, desamparado. Todos somos almas perdidas, pero unos lo son más que otros. Él no es nada para mí. Nunca volveré a verle. No es nada, te lo juro. Pero me adora hasta la locura.

—Me parece que nos hemos equivocado de amante. Yo te hablaba de ese herrRack, que tiene tan sabrosas encías y que también te adora hasta la locura.

Y después de aquellas palabras se dio media vuelta y tomó el camino de la casa.

Habría podido jurar que no se volvió ni una sola vez y que en ningún prisma ni en ninguna coincidencia óptica habría podido, mientras se alejaba, verla en forma corporal. No obstante, retendría para siempre la imagen compuesta y atrozmente nítida de Ada, en pie en el lugar donde la había dejado. Aquella imagen, que había penetrado en él por un ojo occipital, por el canal hialino de la columna vertebral, y que nunca, nunca, podría olvidar, consistía en una selección y una mezcla de imágenes inconexas y de expresiones de Ada que habían hecho sentir a Van el insoportable dolor del remordimiento en diversas circunstancias del pasado. Sus disputas de amantes habían sido muy poco numerosas, muy breves; pero, aun así, las suficientes para formar un mosaico indestructible. Ahí estaba el día de la Bella Espía, cuando la había encontrado de espaldas a un tronco de árbol, a punto de sufrir el destino de los traidores, y el día en que se negó a enseñarle ciertas estúpidas instantáneas tomadas en Chose y que representaban chicas con las que los estudiantes se encontraban en pontones (en un arrebato de ira, él había roto las imágenes, mientras ella se volvía, ceñuda, con las pupilas contraídas, a mirar por la ventana abierta un paisaje invisible). Y el día en que, creyendo descubrir en él un movimiento de rebeldía contra su extraña mojigatería de lenguaje (Van acababa de desafiarla bruscamente a que encontrase una rima para «patio»), sus labios formaron tímidamente un vocablo mudo —no estaba segura de que él pensase en aquella palabra latina obscena, y, caso de que pensase, también dudaba de su pronunciación exacta. Y el día, quizás el peor de todos, en que ella estaba manoseando un ramillete de flores silvestres, con una ligera sonrisa en los ojos y los labios fruncidos, una sonrisa dulce e indiferente, y la cabeza animada de pequeños movimientos imprecisos, como subrayando con sacudidas espontáneas las decisiones secretas y las cláusulas no expresadas de algún contrato que hubiese establecido con ella misma, con Van, o con otras desconocidas partes contratantes llamadas después lo Inconsolable, lo Inútil, lo Injusto, mientras él daba libre curso a su cólera, porque Ada acababa de proponerle, con toda dulzura y sin la menor insistencia (como podía haberle sugerido un paseo junto a un pantano para ver si cierta orquídea se había abierto), entrar en un cementerio vecino para honrar la tumba del difunto Krolik. Van había estallado en indignadas vociferaciones. («Sabes muy bien que odio los cementerios, que desprecio, que reniego de la muerte y de sus cadáveres burlescos. Me niego a contemplar una piedra bajo la cual se pudre un viejo polaco rechoncho. Déjale que alimente en paz a sus gusanos, la entomología de la muerte me deja frío. Detesto, desprecio...»); había seguido su recitación durante un par de minutos, al cabo de los cuales se dejó literalmente caer a los pies de Ada y los cubrió de besos, y le suplicó que le perdonase, y ella siguió mirándole todavía un momento, pensativa.

Tales eran los principales fragmentos del mosaico; los demás eran aún menos notables, y, sin embargo, la yuxtaposición de aquellos inofensivos elementos producía una especie de entidad mortal, y la joven del pantalón amarillo y el bolero negro, meciendo ligeramente los hombros más o menos apoyada en el tronco de árbol, con las manos cruzadas detrás de la espalda y sacudiendo los largos cabellos, composición precisa que él sabía que nunca había visto en la realidad, era en él más real que ningún verdaderorecuerdo.

Marina, en kimono y bigudíes, estaba al pie del pórtico en el centro de un grupo de criados, y hacía preguntas a las que nadie parecía contestar. Van se aproximó a ella.

—No me fugo con tu doncella, Marina. Es una ilusión de óptica. Las razones de su partida no me incumben. Tengo que hacer un trabajito que he ido dejando tontamente hasta ahora, y del que he de ocuparme antes de salir para París.

—Ada me preocupa mucho —dijo Marina, con un fruncimiento de cejas y un temblor de mejillas muy ruso—. Vuelve en cuanto puedas, por favor, Ejerces tan buena influencia sobre ella! Au revoir. Estoy muy enfadada con todo el mundo.

Subió los escalones del porche, alzando un poco su kimono. El manso dragón plateado que ondulaba en su espalda tenía lengua de oso hormiguero, según decía su hija mayor, la científica. ¡Pobre madre, qué sabía ella de los señores R, y P. de P.! Más o menos, nada.

Van estrechó la mano del viejo mayordomo, dio las gracias a Bout que le había encontrado un bastón de puño de plata y un par de guantes, saludó con un movimiento de cabeza a los demás sirvientes, y se acercó al coche de dos caballos. Blanche, en pie ante la portezuela, con su larga falda gris, su sombrero de paja y su maleta barata pintada de color caoba y asegurada con veinte vueltas de una cuerda, tenía todo el aspecto de una señorita joven a punto de iniciar su trabajo de maestra de escuela en una película del «Salvaje Oeste». Quiso sentarse en el pescante, junto al cochero, pero Van la hizo entrar en la calesa.

Pasaron entre ondeantes espigas de trigo espolvoreados con el confetti de acianos y amapolas. Blanche habló durante todo el trayecto, con voz grave y melodiosa, de la joven señorita y de sus dos últimos amantes, como si hubiese caído en un trance magnético y se encontrase en comunicación mediúmnica con el alma errante de algún difunto trovador. Todavía el otro día, ocultas tras aquella hilera de abetos, ve usted, a su derecha (pero Van no miraba, estaba sentado en silencio, con ambas manos apoyadas en el puño de su bastón), Blanche y su hermana Madelon, con una botella de vino entre ellas, habían visto al señor conde hacer la corte a la joven señorita sobre el musgo, estrujándola como un oso gruñón, como había estrujado (¡cuántas veces!) a Madelon, la cual había dicho a Blanche que habría que advertírselo a Van (porque ella era un poco celosa), pero también había dicho (porque tenía buen corazón) que mejor sería esperar el momento en que «Mambrú se va a la guerra», pues de lo contrario los dos señores se pelearían. Él se había pasado la mañana disparando con una pistola a un espantapájaros, y por eso ella había esperado tanto, y la nota la escribió Madelon, y no ella. Blanche continuó divagando hasta que llegaron a Tourbière: dos hileras de chozas, y una iglesita negra con ventanas de vidriera. Van abrió la portezuela y Blanche se apeó. La más joven de las tres hermanas, una linda doncellita de bucles castaños; ojos lascivos y senos bamboleantes (¿dónde la había visto antes? no hacía mucho, pero ¿dónde?), llevó la maleta y la jaula de Blanche a una miserable cabaña oculta bajo los rosales trepadores, pero, por lo demás, inexpresablemente triste. Van besó la tímida mano de Cenicienta, volvió a sentarse en el coche, se aclaró la garganta y se cruzó de piernas, no sin antes haber rectificado, con un golpecito seco, el pliegue de su pantalón. ¡Vano Van Veen!

—El exprés no tiene parada en Torfianka, ¿verdad, Trofim?

—Tendremos que hacer cinco verstas a través de los pantanos —dijo Trofim—. La estación más próxima es Volosyanka.

Así traducía, en ruso vulgar, Maidenhair. Parada facultativa. Tren probablemente atestado.

Maidenhair. ¡Imbécil! ¡El bello Percy podía estar ya muerto y enterrado! Maidenhair, «cabellera de doncella». El nombre tenía su origen en el gran árbol chino que desplegaba su ramaje al borde del andén. En otro tiempo la especie se había confundido vagamente con el adianto o «cabello de Venus». Ella caminó hasta el extremo del muelle en la novela de Tolstoi. Protagonista del monólogo interior, explotado más tarde por franceses e irlandeses. «No es verde, no es verde, no es verde, el árbol de los cuarenta escudos de oro», al menos en otoño. Never, nevervolveré a oír su voz «botanizante» cayendo sobre biloba. «Lamento hacer esa ostentación de mi latín.» Ginkgo, gingko, ink, inkog. Conocido también con el nombre de adiantofolia de Salisbury, infolio de Ada, pobre Salisburia: nombre suprimido; y pobre Corriente de la Conciencia, marea negra, a la hora que es. ¡Qué quiere de Ardis Hall!

Barin, a barin—dijo Trofim, volviendo la barba rubia hacia su pasajero.

—¿ Da?

Dazhe skvoz' kozhaniy fartuk ne stal-bi ya trogat' etu frantsuzskuyu devku.

Barin: señor. Dazhe skvoz' kozhaniy fartuk: incluso a través de un delantal de cuero. Ne stal-bi ya trogat': no se me ocurriría tocar. Etu: a esa. Frantsuzskuyu: francesa (adj., acus.), Devku: fulana. Uzhas, otchiyanie: horror, desesperación. Zhalost: piedad. Kóncheno, zagázheno, rastérzano: acabado, enfangado, hecho trizas.

XLII


Ada solía decir que, a menos de ser muy cruel, o muy tonto, o niño de pecho, no era posible ser feliz en Demonia, nuestro magnífico planeta. Van tenía ahora la sensación de que para sobrevivir en esta terrible Antiterra, en el mundo multicolor y malvado en cuyo seno había nacido, necesitaba destruir, o, al menos, mutilar de por vida, a dos de sus habitantes. Era esencial que las encontrase inmediatamente; un simple retraso podía comprometer sus posibilidades de supervivencia. La voluptuosidad que le produciría su destrucción no sería suficiente para devolver a su corazón la salud, pero, indudablemente, le refrescaría el cerebro. Los dos se encontraban en lugares diferentes, ninguno de los cuales evocaba una topografía precisa, un determinado número de calle, un alojamiento identificable. Van esperaba, con la ayuda del Hado, castigarles de un modo honorable. No tenía previsto que la suerte iba a desplegar en favor suyo un celo cómicamente exagerado, dirigiendo, ante todo, sus pasos, y, luego, interfiriendo en su empresa, hasta convertirse en un auxiliar supercooperativo.


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