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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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(La estrofa siguiente sería la de «chochez paterna».)

—...pero un buen hijo debe aceptar algo de «chochez paterna». En resumen, ella sostiene que su hijo y Ada se ven mucho, etc., etc. ¿Es eso cierto?

—No exactamente —dijo Van—. Se encuentran, alguna que otra vez, en las fiestas familiares. A los dos les gustan los caballos, las carreras. No hay más etcétera. Seguro.

—¡Tanto mejor! Pero oigo que se acercan unos pasos solemnes. Prascovia de Prey tiene el peor defecto para una snob: exagera. Buenas noches, Bouteillan. Le encuentro rojo como sus viñedos natales... pero no se rejuvenece, como dicen los amerloques, y mi gentil mensajera habrá sido detenida en el camino por algún pretendiente más joven y más afortunado...

Proshu, papochka(Por favor, papaíto) —murmuró Van, que siempre temía que los criados se ofendiesen por las bromas abstrusas de su padre, siendo así que él mismo pecaba muchas veces de excesivamente seco.

Pero —para emplear una venerable fórmula narrativa —el bueno de Bouteillan conocía demasiado a su antiguo amo para incomodarse por su humor caballeresco. Todavía sentía en la mano el agradable picor resultante de haber azotado el joven y compacto trasero de Blanche, para castigarla por haber mutilado el encargo, por lo demás muy fácil, del señor Veen, y por haber roto un jarrón. Después de dejar la bandeja en una mesita retrocedió unos pasos, manteniendo los dedos plegados en posición portabandejas, y sólo entonces respondió, con una afectuosa inclinación, a las palabras de saludo de Demon. ¿El señor seguía bien de salud? Mejor que nunca.

—Para cenar, me gustaría una botella de vuestro Château Latour d'Estoc —dijo Demon; y cuando el mayordomo, después de haber escamoteado al pasar un pañuelito arrugado de la tapa del piano, hubo salido del salón todavía saludando, prosiguió—: ¿Cómo vas con Ada? Ahora debe tener... casi dieciséis años, ¿no? ¿Es romántica?

—Somos los mejores amigos del mundo —dijo Van, que tenía debidamente preparada la respuesta a una pregunta que esperaba bajo una u otra forma—. Verdaderamente tenemos más cosas en común que, por ejemplo, dos amantes corrientes, o dos primos, o dos gemelos. Quiero decir que somos positivamente inseparables. Leemos mucho. Ada se ha instruido de una manera espectacular gracias a la biblioteca de su abuelo. Conoce los nombres de todas las flores y todos los pájaros de la región. Y, además, es una chica tan divertida...

—Van... —comenzó Demon; pero se detuvo, como tantas veces había empezado y se había detenido durante los últimos años. Había, no obstante, que decirlo algún día, pero el momento no estaba bien elegido. Se ajustó el monóculo y contempló las botellas.

—A propósito, hijo: ¿te apetece alguno de estos aperitivos? Mi padre me permitía un dedo de Lilletovka, terrible pócima, antranou svadi, como diría Marina. Supongo que tu tío tendrá un escondrijo detrás de los libros de su despacho y guardará allí un whisky mejor que este usque ad Russkum. Bien, probemos el coñac, como estaba planeado, a menos que tú seas un filius aquae.

—Yo prefiero el burdeos. Más tarde me concentraré ( nalyagu) en el Latour. Tranquilízate, no soy abstemio. Y, además, el agua de Ardis no es recomendable.

—Debo advertir a Marina —dijo Demon, tras un primer enjuague de encías y un sorbo reposado– que su esposo debería poner término a su afición a la ginebra y dedicarse a los vinos franceses y califranceses, después de ese primer ataque que tuvo. Le vi en la ciudad, hace poco, cerca de Mad Avenue. Caminaba en dirección a mí, del modo más normal del mundo. Y luego, cuando me vio, a una manzana de distancia, fue desacelerando, hasta que acabó por detenerse (¡oh, de un modo lamentable!). Eso no es muy normal. De acuerdo. No presentemos nunca a nuestras enamoradas, como decíamos en Chose, pero, en fin, sólo los yukonianos pueden creer que el coñac es malo para el hígado, porque sólo conocen el vodka. Bueno, me gusta saber que te entiendes tan bien con Ada. Perfecto. Hace un momento, en esa galería, he visto a una doncellita muy linda. Ni una sola vez ha alzado las pestañas y me ha contestado en francés cuando... Por favor, muchacho, mueve un poco esa mampara... Sí, así está bien. La estocada del sol poniente, sobre todo cuando sale debajo de una nube de tormenta, no es para mis pobres ojos. Ni para mis pobres ventrículos. Van, ¿eres sensible a ese tipo de belleza? La cabecita inclinada, la nuca desnuda, los tacones altos, el trotecillo, el contoneo... Te gusta eso, ¿no?

—Bien... (¿hay que revelarle que soy el más joven de los venusianos? ¿Lo será también él? ¿Le enseño el signo? Mejor no hacerlo. Inventemos.)

—...Bien, por el momento descanso, después de mi tórrida aventura, en Londres, con mi pareja de tango, a la que aplaudiste la noche que atravesaste los aires para asistir a nuestra última representación, ¿te acuerdas?

—Por supuesto, por supuesto. Es curioso el adjetivo que has empleado.

—Papá, creo que has bebido bastante coñac.

—Sí, sí —dijo Demon, dando vueltas en su mente a cierta cuestión sutil que sólo la ineptitud de otra conjetura más o menos afín había expulsado del cerebro de Marina (admitiendo que hubiera podido entrar allí por alguna puerta trasera), pues «ineptitud» y «multitud» siempre han sido sinónimos, y nada más multitudinario que una cabeza vacía.

—Naturalmente —continuó Demon —hay mucho que decir en favor de un descanso en el campo.

—La vida al aire libre y todo eso... —dijo Van.

—De todas maneras, es increíble que un jovencito vigile el consumo de alcohol de su padre —comentó Demon, sirviéndose el cuarto chorro de coñac en su copa—. Por el contrario —continuó, acariciando el cáliz, ribeteado de un hilo dorado—, la vida al aire libre puede ser un poco lúgubre sin un amorío estival; y, lo reconozco, en la vecindad no hay muchas chicas como es debido. Estaba la deliciosa Grace Erminin, una pequeña judía muy aristocrática, pero parece que se ha prometido. A propósito, la De Prey me dice que su hijo se ha alistado y pronto va a tomar parte activa en esa deplorable historia extranjera en la que nunca debía haberse mezclado nuestro país. Me pregunto si deja atrás algún rival...

—¡Dios mío, no! —replicó el honrado Van—. Ada es una joven señorita completamente seria. No tiene galán... aparte de mí, ça va seins durs. Oh, papá, hazme memoria, ¿quién era el que decía seins dursen vez de sans dire?

—King Wing, un día que yo le pregunté si estaba contento con su mujer francesa. Bien, me has dado buenas noticias de Ada. ¿Dices que le gustan los caballos?

—Le gustan todas las cosas que gustan a nuestras bellas: las orquídeas, los bailes y El jardín de los cerezos.

Y he aquí que Ada en persona irrumpe en la habitación. ¡Sí, sí, soy yo! Resplandeciente.

El viejo Demon, arqueando sus alas tornasoladas, se levantó a medias; pero volvió a caer en su asiento, con un brazo alrededor de Ada y la otra mano sosteniendo la copa. Besó a Ada en el cuello y en los cabellos, sumergiéndose en su frescor con un fervor excesivo para un tío.

—¡ Gosh! —exclamó la chica, con una ingenua explosión de argot de nodriza que enterneció a Van; su padre mismo no pareció experimentar tanta umilenié(ternura)—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Abriéndote camino con las garras a través de las nubes y abatiéndote sobre el castillo de Tamara!

(Lermontov parafraseado por Lowden.)

—La última vez que disfruté de tu presencia —dijo Demon– fue en el mes de abril. Llevabas un impermeable con capucha blanca y negra, y apestabas a no sé qué droga de arsénico, porque volvías del dentista. El doctor Pearlman se casó con su secretaria, te alegrarás de saberlo. Y ahora, querida, vamos a las cosas serias. Acepto tu vestido (esa vaina negra desmangada), tolero tu romántico peinado, no me gustan mucho esos escarpines na bosu nogu(que te dejan casi descalza), tu perfume Beau Masque puede pasar... Pero, encanto, detesto y rechazo tu lívido lápiz de labios. Quizás sea la moda en ese viejo Ladore, pero ya no se usa en Man ni en Londres.

Ladno(de acuerdo) —dijo Ada; y, descubriendo sus grandes dientes, se frotó sin piedad los labios con un pañuelito que se había sacado del pecho.

—Eso es también provinciano. Deberías llevar un bolsito de seda negra. Y ahora voy a demostrarte lo buen adivino que puedo ser: tu sueño es convertirte en concertista de piano.

—¡Nada de eso! —dijo Van, indignado—. ¡Qué absurdo! No toca ni una sola nota.

—Bien, no hablemos más —dijo Demon—. La Observación no siempre es la madre de la Deducción. Pero no hay nada vergonzoso en olvidar un pañuelo en la tapa de un Bechstein. No tienes que ponerte tan colorada, cariño. Voy a recitarte algo como intermedio cómico:

Lorsque son fiancé fut partí pour la guerre

Irene de Grandfief, la pauvre et noble enfant

ferma son piano... vendit son élèphant.

El enfantes del autor, pero el élèphantes mío.

—No me digas —rió Ada.

—Nuestro gran Coppée —dijo Van —es horrible, desde luego, pero ha compuesto cierto poemita seductor que la Ada de Grandfief aquí presente ha torneado en inglés varias veces, con más o menos éxito.

—¡Oh, Van! —exclamó Ada, con un tono mimoso desusado, mientras cogía un buen puñado de almendras saladas.

—¡Oigámoslo, oigámoslo! —exigió Demon, quitándole una almendra.

Todo esto —el contrapunto preciso de gastos entrecruzados, la candida alegría de la reunión de familia, los hilos de las marionetas que nunca se enredan —«es más fácil de describir que de imaginar».

—Sólo los grandes artistas, maestros inhumanos —dijo Van—, pueden parodiar los procedimientos de los viejos narradores de cuentos; pero sólo a nuestros parientes próximos les podemos perdonar que parafraseen versos célebres. Antes de citar una tentativa de esa clase hecha por un primo (o una prima, poco importa), permitidme que, como prefacio, presente un fragmento de Puchkin, sólo por el placer de la rima.

—¡Por el venenode la rima! —replicó Ada—. Una paráfrasis, incluso la mía, se parece a la corrupción de un término en el curso de los años. «Ponzoña» viene simplemente de «poción», «bebida»; pero hoy significa «veneno». Y los campesinos dicen hoy, por ejemplo, hablando de un prado, que está emponzoñadopor una planta, que puede ser la dulce aristoloquia.

—Lo cual es más que suficiente para mis pequeñas necesidades —dijo Demon– y para las de mis amiguitas.

—Pues bien —prosiguió Van, pasando por alto lo que le pareció una alusión poco decente, pues la pobre plantita había sido considerada por los antiguos habitantes de Ladore, no como un remedio contra la mordedura de reptil, sino como garantía de parto fácil para una madre joven; pero no importa—. Por suerte, el poema se ha conservado bien. Éste es el prefacio:

Cette élégie si dolente,

je I'ai gardée par hasard.

Donc la voici: leur chute est lente...

—¡Ah, lo conozco! —interrumpió Demon:

Leur chute est lente. On peut les suivre

du regard en reconnaissant

le chêne à sa feuille de cuivre.

L'érable à sa feuille de sang.

¡Extraordinariamente torneada!

—Sí. Eso era Coppée. Y ahora, escuchemos a la prima —dijo Van. Y declamó:

Their fall is gentle. The leavesdropper

can follow each of them and know

the oak tree by its leaf of copper,

the maple by its blood-red glow.

—¡Uf! —hizo la parafraseadora.

—¡Nada de eso! —exclamó Demon—. Ese leavesdropperes un hallazgo magnífico, querida.

Atrajo hacia sí a la muchacha, y ella se dejó caer en el brazo de su butaca. Demon, entre los hermosos mechones negros, aplicó sus labios cálidos y húmedos a la oreja ardiente y roja de la chica. Van sintió un escalofrío de placer.

Ahora le tocaba a Marina hacer su «entrada», que ejecutó en excelentes condiciones de claroscuro. Llevaba un vestido de lentejuelas y la cara bañada por el suave halo que desean todas las viejas estrellas. Se aproximó con los brazos extendidos hacia delante, seguida por Jones, que llevaba dos candelabros y se esforzaba al mismo tiempo en mantener dentro de los límites de la etiqueta los puntapiés que aplicaba a un pequeño torbellino oscuro salido de las sombras.

—¡Marina! —exclamó Demon, con el entusiasmo de reglamento. Le dio unos golpéenos en la mano y se sentó a su lado en un canapé.

Resoplando rítmicamente, Jones colocó uno de sus bellos candelabros con dragones sobre la mesita baja de los vasos espejeantes. Se disponía a llevar el otro al rincón donde Demon y Marina preludiaban con mil gracias la conversación, cuando esta última, con una rápida señal, le dirigió hacia una consola próxima al pez rayado. Con la respiración todavía fuerte y agitada, corrió las cortinas, pues ya sólo quedaban del día unas pintorescas ruinas. Jones era un sirviente eficaz, muy lento, muy solemne, incorporado hacía poco al servicio de Ardis, y no había más remedio que habituarse, con paciencia, a su ritmo y a su asma. Algunos años más tarde me haría un servicio que nunca olvidaré.

—Es una mujer fatal, una belleza pálida, una arruina corazones —confiaba Demon a su antigua amante, sin preocuparse de si el objeto de sus alabanzas podía o no oírle (y le oía) desde el otro extremo de la sala, donde estaba ayudando a Van a arrinconar al perro... (operación en la que exhibía una buena porción de pierna). Nuestro viejo amigo, que no estaba menos excitado que el resto de la reunión, había entrado al galope, detrás de Marina, con una vieja zapatilla en la boca La zapatilla pertenecía a Blanche, a la que habían ordenado que encerrase a Dack en su habitación, cosa que, como de costumbre, sólo había hecho imperfectamente. Los chicos sintieron el escalofrío de lo «ya-visto» (un doble «ya-visto» en el espejo de la retrospección artística).

Pozhalsta hez glupostey(Basta de tonterías, por favor), sobre todo delante de la gente —dijo Marina, infinitamente halagada. Y, cuando volvió a salir el lacayo de la boca de carpa llevándose en brazos, patas arriba, a Dack y su juguete, prosiguió —: Verdaderamente, si se la compara con las chicas del país, con Grace Erminin, por ejemplo, o incluso con Córdula de Prey, Ada es una jovencita de Turgueniev o una missde Jane Austen.

—En verdad, soy Fanny Price —puntualizó la interesada.

—En la escena de la escalera —añadió Van.

—No hagamos caso de sus bromas privadas —dijo Marina a Demon—. Nunca llego a entender sus juegos, sus pequeños secretos. Pero Larivíère ha escrito un excelente guión sobre unos misteriosos adolescentes que hacen no se sabe qué cosas extrañas en viejos parques... Por amor de Dios, no le permitas esta noche que coja el tema de sus éxitos literarios; sería un error fatal.

—Espero que tu marido no se retrase mucho. Sabemos que no es capaz de dar lo mejor de sí mismo después de las ocho de la noche, hora de verano. Y, a propósito, ¿cómo está Lucette?

En aquel momento la puerta se abrió de par en par (Bouteillan sabía hacer las cosas con estilo), y Demon ofreció a Marina su brazo kalachikom(en forma de croissant). Van, a quien la presencia de su padre predisponía a una jovialidad escasamente graciosa, ofreció el suyo a Ada, pero ésta lo rechazó con un fraternal desenfado que quizás no habría aprobado Fanny Price.

Otro Price, un típico, demasiado típico, viejo servidor de Marina, a quien ésta (y G. A. Vronski, durante su breve idilio) habían puesto, por alguna razón desconocida, el curioso sobrenombre de Grib, colocó en la cabecera de la mesa un cenicero de ónice para Demon, a quien le gustaba fumar entre plato y plato, una muestra de atavismo ruso. En una mesa auxiliar, también al estilo ruso, había un surtido completo de entremeses rojos, negros, grises y color crema. El caviar prensado ( salfe-tochnaia ikra) estaba separado del tarro de Perlas Grises ( ikra svezjaia) por el lujo suculento de las setas amarillas y pardas en conserva, y el rosa del salmón ahumado rivalizaba con el encarnado del jamón de Westfalia. En una bandeja separada brillaban los vodochkide diversos aromas. La cocina francesa estaba representada por chauds-froidsy foie-gras. Por una ventana abierta se oía el estridular amenazador de los grillos en las tinieblas de la fronda inmóvil.

Fue —sigamos fieles a los preceptos del género novelístico —una cena exquisita, llena de alegría, y que se prolongó hasta muy tarde. Y aunque la conversación consistió, en su conjunto, en ocurrencias familiares y brillantes trivialidades, el recuerdo de aquella noche quedaría grabado en la memoria de cada uno de los comensales como una experiencia plena de significado y no del todo agradable. Cultivaron esmeradamente su imagen, lo mismo que, al enamorarse de un cuadro de una galería o al recordar el estilo de un sueño, se tienen presentes los detalles del sueño, la riqueza de colorido y de dibujo del cuadro en una visión desprovista de todo otro significado. Debemos observar que nadie, ni siquiera el lector, ni siquiera Bouteillan, que redujo a migajas un corcho venerable, estuvo a sus anchas en aquella fiesta. Había un sutil elemento de farsa y falsedad que hubiera impedido a un ángel —si los ángeles pudiesen visitar Ardis —encontrarse allí enteramente a gusto. Y, sin embargo, fue un espectáculo maravilloso, que ningún artista habría querido perderse.

La blancura del mantel y el brillo de las velas atraían tímidas o impetuosas mariposas, entre las cuales Ada, guiada por un dedo fantasma, no pudo por menos de reconocer antiguas amigas aladas. Pálidas intrusas que sólo pretendían extender sus frágiles alas sobre alguna superficie brillante, golpeatechos enlevitadas, esfinges invasoras de abdomen rojo con cinturón negro, llegaban a la sala, en tromba o en vuelo planeado, en silencio o zumbando, desde el fondo negro de la noche cálida y húmeda.

Porque era una noche negra, cálida y húmeda de mediados de julio de 1888 en la mansión de Ardis, condado de Ladore; no lo olvidemos, (no lo olvidemos nunca. Cuatro miembros de una misma familia se sentaban en torno a una mesa ovalada, rutilante de flores y cristales. No era una escena de comedia, como habría podido creer (o, mejor, como habría debido creerlo) un espectador (armado de una cámara fotográfica o de un programa) situado en el jardín como en la platea de terciopelo de un teatro. Marina había sido durante tres años amante de Demon. Y desde el final de su aventura otros dieciséis años habían transcurrido. Intervalos de diversa longitud —una laguna de dos meses en la primavera de 1870, otra de unos cuatro meses a mediados de 1871 —no hicieron, en su momento, sino incrementar su ternura y su tormento. La cara de Marina había perdido mucho. Ni sus rasgos endurecidos, ni su modo de vestir (aquel vestido constelado de lentejuelas), ni la redecilla centelleante que recogía sus cabellos teñidos de un rubio rojizo, ni su cuello enrojecido por el sol, ni el maquillaje melodramático con exceso de ocre y de bistre, ni siquiera vagamente podían recordarle a aquél que la había amado con más fuerza que a ninguna otra mujer en toda su vida galante, la elegancia, el encanto y la lírica belleza de Marina Durmanov. Esto le apenaba: aquel total hundimiento del pasado, la dispersión de los trovadores y de la corte itinerante, la imposibilidad lógica de relacionar la dudosa realidad del presente con la realidad indiscutible del recuerdo. Hasta aquellos entremeses del zakusochniy stolde Ardis y las pinturas del techo del comedor estaban desligadas de sus cenas íntimas de otros tiempos. Aunque, bien lo sabe Dios, el triple preámbulo que iniciaba el rito seguía siendo el mismo: setas tiernas en vinagre con sus casquetes de un leonado brillante, perlas grises de caviar fresco y foie-grasde trufas perigordinas.

Demon engulló un último pedazo de pan negro con una lonchita elástica de salmón, ingirió de un trago el último vaso de vodka y ocupó su lugar en la mesa. Marina estaba frente a él, al otro lado del óvalo, en cuyo centro había un gran frutero de bronce lleno de manzanas Calville, que parecían esculpidas, y uvas Persty de forma ovalada. El alcohol, del que ya estaba impregnado el vigoroso organismo de Demon, contribuía, como de ordinario, a la reapertura de lo que él llamaba, con un galicismo, las «puertas condenadas». Al desplegar su servilleta con ese ligero bostezo con que los hombres suelen acompañar el movimiento, se puso a considerar el pretencioso peinado «cielo de estrellas» de Marina, y se esforzó en realizar(en el sentido fuerte de este término, es decir, poseerla realidad de un hecho obligándole a penetrar hasta el centro de la percepción) que tenía ante sí a una mujer a la que había amado más allá de lo soportable y que esa mujer le había amado como una histérica, como una antojadiza, empeñándose en hacer el amor en las alfombras o en almohadones tirados en el parquet («como hacen las personas más distinguidas en el valle del Tigris y del Eufrates»), descendiendo en bobsleighlas pendientes nevadas a las dos semanas de sus partos; apeándose inopinadamente del Orient-Express con cinco maletas, el abuelo de Dack y una doncella ante el ospedale del doctor Stella Ospenko, donde él se reponía de un arañazo recibido en un duelo a espada (todavía visible después de diecisiete años, o casi, como una marca blanca bajo la octava costilla). ¿No es extraño que, cuando volvemos a ver, tras larga separación, a un compañero de colegio o a una tía gorda a quien quisimos mucho de niños, descubrimos intacto el calor humano de la buena amistad, y que eso no ocurre nunca con una antigua amante? Parece como si la parte humana de nuestro afecto hubiera sido barrida al mismo tiempo que las cenizas de la pasión inhumana en una operación de demolición general. Demon la contempló mientras rendía homenaje a la perfección de la sopa. Pero aquella mujer más bien gruesa, buena, sin duda, pero inestable y de rostro desapacible, toda barnizada —nariz, frente y el resto– de una especie de aceite pardusco que ella creía más «rejuvenecedor» que los polvos, le resultaba más extraña que Bouteillan (el cual se la había llevado una vez en brazos, con un desmayo fingido, de una villade Ladore para instalarla en un coche, tras una última, verdaderamente última, escena: la víspera de su boda). Marina, que era por esencia una muñeca con disfraz de persona, no experimentaba ningún malestar equivalente al de Demon, porque estaba desprovista de la visión triple(la imaginación, singularizada y milagrosamente detallada) que otras muchas personas, por lo demás muy comunes y conformistas, pueden poseer también, pero, sin la cual, la memoria (incluso la de un profundo «pensador» o un técnico genial) no es, hay que reconocerlo, más que un clisé o una hoja voladora. No queremos ser demasiado duros con Marina: después de todo, la sangre que corre por sus venas es la misma que late en nuestros pulsos y en nuestras sienes, y muchas de nuestras rarezas proceden de ella y no de él. Sin embargo, no podemos excusarla de la grosería de su alma. El hombre que se sentaba a la cabecera de la mesa, unido a ella por un par de alegres jovencitos —el «galán» a su derecha, la «ingenua» a su izquierda—, no difería en nada del Demon, vestido con un smokingmuy parecido (salvo, quizás, el clavel, tomado evidentemente de un jarrón que Blanche había recibido el encargo de traer de la galería), que, seis meses antes, el día de Navidad, estuvo sentado al lado de ella en casa de los Praslin. El abismo vertiginoso que se abría ante él cada vez que la encontraba de nuevo, aquella terrible «maravilla de la vida» con su revoltijo disparatado de fallas geológicas, no podía ser franqueado por un puente que sólo era para ella una línea discontinua de monótonos reencuentros: el «pobre viejo Demon» (todos sus compañeros de almohada pasaban con ese título a la situación de retirados) aparecía ante ella como un fantasma inofensivo, unas veces en el saloncito del teatro, «entre el espejo y el abanico», otras veces en los salones de amigos comunes, o aquel día en Lincoln Park, cuando le vio indicando con su bastón a un mandril de trasero morado y no la saludó, siguiendo las reglas del gran mundo, porque estaba con una fulana. En algún lugar, más lejos, mucho más lejos en el pasado, descoyuntados y transformados en un melodrama rancio por su memoria corrompida por los teatralismos, estaban los tres años de sus citas de amor (febriles y espaciadas) con Demon, Una aventura tórrida(título de su único éxito cinematográfico), la pasión en los grandes hoteles, las palmeras y los alerces, Demon y su Devoción suprema, Demon y su carácter imposible, las separaciones, las reconciliaciones, los trenes azules, los lloros, las traiciones, los terrores, las amenazas de una hermana loca, impotentes, es cierto, pero que dejan su huella, como zarpazos de tigre, en las cortinas del sueño, sobre todo cuando la noche y la humedad producen fiebre. Y detrás, contra el muro, la sombra del castigo (con ridículas alusiones a la «legalidad»). Todo aquello, embalado, expedido con destino a «Infierno», era pura puesta en escena; sólo en muy raras ocasiones la sorprendía un recuerdo... por ejemplo, un primer plano de dos manos izquierdas pertenecientes a sexos diferentes... pero ¿ocupadas en qué?, Marina no podía recordarlo (¡aunque sólo habían pasado cuatroaños!)... ¿Tocando a cuatro manos...? No, ni Van ni Ada estudiaban piano... ¿Haciendo sombras chinescas en la pared...? Caliente, caliente, pero tampoco era eso. ¿Midiendo algo? Pero, ¿qué? ¿Trepando a un árbol, al tronco liso de un árbol? Pero, ¿dónde, cuándo? Algún día, se decía Marina, hay que poner el pasado en orden. Recuperarlo, retocarlo... Introducir en la película ciertos «fundidos», ciertos «raccords», corregir el desgaste revelador que la emulsión pesenta en ciertos lugares, disminuir con un montaje juicioso la supresión de secuencias suprefluas o embarazosas, conseguir garantías precisas. Algún día, sí, antes de que la muerte venga con su claqueta a cortar la escena.

Aquella noche se contentaba con celebrar automáticamente el rito consistente en servir a Demon todo aquello que, al confeccionar el menú, había recordado, con más o menos exactitud, como los platos preferidos de aquél: la zelyoniya chchi, una sopa de acederas y espinacas, verde, aterciopelada, en la que nadan unos resbaladizos huevos duros, servida con pirochkiabrasadores, irresistiblemente tiernos y rellenos de carne, de zanahoria o de col (los PIRASKI, según en Ardis se pronunciaba y se celebraba el nombre, entonces y siempre). Y, después, sudakempanado con patatas hervidas, riabchiki(pollitos asados) y una variedad particular de espárragos ( bezukhanka) que luego no producen eso que los libros de cocina llaman el «efecto Proust».

—Marina —murmuró Demon, después del primer plato—. Marina —repitió, en voz más alta—. Lejos de mí la intención (un giro de lenguaje que le gustaba mucho) de criticar los gustos de tu marido en materia de vinos blancos, y aún menos las maneras de vuestros criados. Ya me conoces, no me tomo en serio esas tonterías, yo soy... (gesto explicativo), pero, querida —continuó en ruso —el chelovekque me ha servido los pirozhki, el nuevo, el regordete de los ojos ( sglazami)...

—Todo el mundo tiene ojos —dijo secamente Marina.

—Quizás, pero los suyos son como los de un pulpo y parecen querer tragarse toda la comida que sirve. De todas maneras, no es eso lo peor. ¡Lo malo es que jadea, Marina! Debe padecer alguna variedad de odishka(asma). Convendría enviarle al doctor Krolik. Es desmoralizador. Resopla con el ritmo de una bomba. Mi sopa se estremecía...

—Escucha, papá —dijo Van—; el doctor Krolik no puede hacer gran cosa por él, puesto que ha muerto (como sabes muy bien). Y Marina no puede pedir a sus criados que no respiren, puesto que están vivos todavía (como tú también sabes).

—La verbosidad Veen, la verbosidad Veen —murmuró Demon.

—Tiene toda la razón —dijo Marina —Y me niego a mezclarme en esto. Por otra parte, el pobre Jones no es asmático ni mucho menos; lo que ocurre es que se pone nervioso en su afán de complacernos. Está sano como un toro y me ha llevado no sé cuántas veces este verano de Ardisville a Ladore y regreso en barca de remos, y esto parecía gustarle mucho. Eres cruel, Demon. No puedo decirle « ne pikhtite» lo mismo que no puedo decir a Kim, el pinche de cocina, que deje de hacer fotografías a escondidas... ¡Un demonio de la instantánea, ese Kim!, pero no por eso deja de ser el chico más adorable, dulce y honrado del mundo. Lo mismo que no puedo decir a Blanche, mi pequeña camarera francesa, que no se haga invitar más (no sé bien cómo se las arregla) a los bailes de disfraces más privados de Ladore.

—¡Interesante! —observó Demon.

—¡Viejo verde! —exclamó Van, alegremente.

—¡Van! —dijo Ada.

—Soy un joven verde —suspiró Demon.

—Dígame, Bouteillan —preguntó Marina—. ¿Qué otro buen vino blanco tenemos? ¿Cuál nos recomienda? —el mayordomo sonrió satisfecho y pronunció un nombre fabuloso.

—¡Muy bien, muy bien!– aprobó Demon—. Mi querida amiga, no debías combinar tus comidas sin ayuda. Y a propósito de remos, ¿sabéis que yo era Rowing Blueen la Universidad de Chose, en 1858? Van prefiere el fútbol, pero sólo es College Blue, ¿verdad, Van? También en tenis soy mejor que él. No en pista de hierba, desde luego (eso es para clérigos campesinos), pero sí en el Court Tennis, como se dice en Manhattan. ¿Qué más podríamos añadir, Van?

—Que también me ganas al florete. Pero yo soy mejor tirador de pistola que tú. Este pescado es delicioso, papá, pero juraría que no es sudakauténtico.

(Marina, que no había podido procurarse a tiempo aquel producto europeo, lo había sustituido por el que creyó más parecido, el walleyedpike, una perca americana servida con salsa tártara y patatas nuevas a la inglesa.)

—¡Ah! —suspiró Demon, luego de probar el Hock de Lord By-ron—. Esto nos redime de las Lágrimas de la Virgen—. Y, después, elevando la voz, porque creía, equivocadamente, que Marina se había vuelto algo dura de oído —: Hace un momento hablaba con Van de tu marido. Abusa un poco del vodka de enebro. A decir verdad, se está volviendo un poco espeso y extraño. El otro día iba yo caminando por Pat Lane, al lado de la Cuarta Avenida, cuando le vi llegar a bastante velocidad en ese horrible cochecito de dos plazas que se ha comprado, esa espantosa y primitiva máquina de gasolina y timón. Me vio de lejos y me hizo señas. Y todo el cacharro se puso a dar sacudidas, hasta que se detuvo, a media manzana de distancia. Él se quedó allí, sentado, tratando de volver a poner en marcha el chisme con contoneos de caderas, como un chiquillo que no acierta a poner en marcha su triciclo. Al acercarme tuve la clara impresión de que era sumecanismo, y no el del Hardpan, lo que estaba averiado.


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