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Ada o el ardor
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Автор книги: Владимир Набоков



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—Hemos jugado sobre todo a los anagramas y al «Scrabble». Esa amiga a quien hay que ayudar ¿es también de mi edad?

—Es la Duse en capullo —replicó sobriamente Demon—. Y debes saber que hemos de quedar bien. Tú te ocuparás de Córdula de Prey, yo de Cordelia O'Leary.

D'accord—dijo Van.

La madre de Córdula, actriz de teatro demasiado madura, demasiado engalanada, demasiado adulada, presentó a Van a un acróbata turco de bellas manos de orangután cubiertas de pelos aleonados y pupilas ardientes de charlatán ambulante, lo que no era, pues se trataba de un gran artista en su dominio circular. Van quedó tan seducido por sus discursos y por los trucos del oficio (tan generosamente confiados por el turco a su ávido émulo), tan sobrecogido de ambición, respeto, envidia y otros sentimientos juveniles, que le quedó muy poco tiempo para dedicarse a Córdula, carirredonda, pequeña, regordeta, vestida con un jersey de cuello alto de lana rojo oscuro, o a la aturdidora jovencita en cuya espalda desnuda descansaba la mano paternal de Demon, que la encaminaba hacia tal o cual relación provechosa. Pero aquella misma tarde Van se encontró con Córdula en una librería.

—A propósito, Van... ¿Puedo llamarte Van, verdad? Tu prima Ada es mi amiga del colegio. Sí, sí. Y ahora, por favor, explícame qué le has hecho a nuestra difícil Ada. En su primera carta desde Ardis estaba entusiasmada (¡Ada entusiasmada!) por el encanto, la inteligencia, la originalidad, la irresistible seducción...

—¡Qué tonta es! Y... ¿de cuándo es esa carta?

—Del mes de junio, sin duda. Más tarde me ha vuelto a escribir, pero su respuesta... Tengo que confesar que yo estaba muy celosa de ti, celosa de veras, y le hacía montañas de preguntas... Bueno, pues su respuesta fue evasiva y prácticamente sin mencionar a Van.

Éste la examinó con más atención de la que le había concedido hasta entonces. Recordaba haber leído en algún sitio (con algo de esfuerzo podríamos dar con el título exacto. ¿Tiltil? No, eso es en Barba Azul...) que un hombre puede reconocer a una lesbiana joven y sola (el viejo tándem en traje sastre no puede engañar a nadie) por una combinación de tres características: manos ligeramente temblorosas, voz de resfriado y esa huida aterrorizada de los ojos a poco que alguien sorprenda y visiblemente apruebe algún encanto que el azar la haya obligado a mostrar (unos lindos hombros, por ejemplo). Ninguna de esas cosas (sí... Mytilène, petite isle, de Louis Pierre) parecía poder aplicarse a Córdula, que llevaba un garbotos(impermeable) sobre el cuello alto desbocado y sostenía retadoramente la mirada, con las manos hundidas en los bolsillos. Llevaba el cabello corto, de un matiz poco definido, entre paja seca y trigo mojado. Sus claros ojos azules eran similares a los de otros millones de ojos subpigmentados de la Estocia francesa. Su boca tenía la gentileza afectada de una boca de muñeca cuando se cerraba concienzuda y amaneradamente en lo que los retratistas llaman «pliegues en hoz», los cuales son, en el mejor de los casos, dos hoyuelos de forma oblonga, y, (en el peor, esos surcos que hienden las mejillas heladas de las verduleras. Cuando sus labios se entreabrían, y aquél era precisamente el caso, dejaban ver unos dientes aprisionados en su aparato corrector, que en seguida volvía a ocultar.

—Mi prima Ada es una niña de once o doce años, demasiado joven para enamorarse de cualquiera, a no ser de un héroe de novela. Sí, yo también la encuentro agradable. Un poco marisabidilla quizás, y, al mismo tiempo, descarada y caprichosa. Pero, así y todo, agradable.

—Me pregunto... —dijo Córdula, pensativa, con un tono de voz tan sutil que Van no hubiera podido asegurar si trataba de cerrar el capítulo, dejarlo en suspenso, o pasar al capítulo siguiente.

—¿Cómo podremos volver a vernos? —preguntó Van—. ¿Vendrías a Riverlane? ¿Eres virgen?

—No me cito con golfos —dijo Córdula, sin perder la calma—. pero siempre podrás «contactar» conmigo a través de Ada. No pertenecemos a la misma clase, cosa que puede entenderse de más de una manera (riendo): Ada es un pequeño genio, yo una ambivertida americana cualquiera, pero las dos estamos adscritas a la sección de francés superior, que tiene asignado el mismo dormitorio. De modo que una docena de rubias, tres morenitas y una pelirroja, laPelirroja, pueden suspirar en francés en sus sueños (riendo sola).

—Divertido. Está bien, gracias. Supongo que el número par quiere decir que en cada alcoba hay literas dobles. Pues hasta la próxima, como dicen los golfos.

En la primera carta cifrada que escribió a Ada después de aquel episodio, Van le preguntaba si Córdula de Prey no era, por casualidad, la lezbianochkade la que ella había hablado con un sentimiento de culpabilidad tan poco necesario: antes me sentiría celoso de tu manita. Ada contestó: «¡Qué tontería! No mezcles en nuestros asuntos a esa ridícula chica.» Pero Van no quedó del todo convencido, a pesar de que aún ignoraba con cuánto entusiasmo podía Ada cultivar la mentira cuando se trataba de encubrir a un cómplice.

El reglamento del colegio de Ada era estricto y anticuado hasta lindar con lo demencial, pero recordaba a la nostálgica Marina el Instituto Ruso de Doncellas Nobles de Yukonsk, donde en otros tiempos había estado interna, y donde no había dejado de infringir las reglas con infinitamente más facilidad y éxito de lo que Ada, Córdula o Grace, infringían las de Brownhill. Tres o cuatro veces por trimestre se daban en la Sala de Recepción de la Directora unos horribles tés durante los cuales las chicas podían ver a muchachos que mordisqueaban pastas. Un domingo cada tres semanas las chicas de doce y trece años estaban autorizadas a citar a hijos de buenas familias en una chocolatería próxima al internado, siempre que fueran acompañadas por una mayor, de irreprochable moralidad.

Van se armó de valor y resolvió ver a Ada de aquel modo. Contaba con su varita mágica para transformar en cuchara o en nabo a cualquier joven carabina que se presentase a su vista. Según el reglamento de Brownhill, las madres de las jóvenes víctimas debían autorizar la cita con un mínimo de quince días de anticipación. La directora de Brownhill, la melosa Miss Cleft, llamó a Marina por teléfono y recibió la respuesta de que Ada no necesitaba a nadie que le llevase la cesta para salir con su primo después de haber pasado el verano paseando juntos y a solas de la mañana a la noche.

—Precisamente —replicó Miss Cleft —dos jóvenes que se pasean juntos se parecen lo más posible a esos rosales trepadores que tienden a enlazarse. Y la espina está siempre cerca del capullo.

—¡Pero si son prácticamente hermana y hermano! —exclamó Marina, pensando, como mucha gente tonta que «prácticamente» opera en los dos sentidos: atenúa la veracidad de una afirmación y concede a la perogrullada el prestigio de la verdad.

—Eso no hace sino agravar el peligro —opinó Miss Cleft—; pero transijamos. Pediré a la querida Córdula que haga el tercio. Es una admiradora de Ivan y adora a Ada; de modo que sólo puede ayudar a «subir el pastel» (broma de cuaresma ya muy gastada en la época).

—¡Señor, qué figli-migli!—dijo Marina, cuando hubo colgado.

Van, con sombrío humor, y no sabiendo bien qué giro iban a tomar los acontecimientos (algo de presciencia estratégica le hubiera ayudado a soportar la prueba), esperaba a Ada en la vía de acceso al colegio, una alameda triste en cuyos charcos se reflejaban un cielo hosco y la tapia de un campo de hockey. A pocos pasos de él, otro bachiller de la localidad, compañero de espera, aguardaba, todo emperifollado, ante la puerta. Van iba a tomar de nuevo el camino de la estación cuando vio aparecer a Ada... y a Córdula. ¡Qué estupenda sorpresa! Las recibió con una dudosa cordialidad.

—¡Vaya! ¿Cómo va eso, primita? ¡Ah, Córdula! ¿Quién es aquí la carabina? ¿Tú o la señorita Veen?

La primita llevaba un impermeable negro y reluciente y una gorra de hule con el borde vuelto, como preparada a guarecerse de alguno de los peligros del mar, o de los peligros de la vida. Una minúscula tirita de esparadrapo no llegaba a ocultar del todo un grano junto a la comisura de sus labios. Su aliento olía a éter. Estaba todavía de peor humor que Van. Éste anunció alegremente que iba a llover. Llovió. A cántaros. Córdula encontró que la gabardina de Van era estupenda y que no necesitaban volver al colegio para coger paraguas. Y que la meta ideal del paseo estaba en «el rincón del rond-point». Van dijo que ni punto ni redondo pueden tener rincón. Broma aceptable. Córdula rió. Ada no rió. Según todas las apariencias, nadie había escapado al naufragio.

La chocolatería estaba llena. Decidieron ir al café de la estación, pasando por los soportales. Van sabía (pero sin encontrar el remedio) que pasaría aquella noche presa de los remordimientos por haber ignorado deliberadamente el hecho (enervante, pero esencial) de que llevaba tres meses sin ver a Ada y de que la última carta que ésta le había escrito ardía de pasión hasta tal punto que la burbuja criptográfica había estallado en mitad del humilde mensaje de promesa y de esperanza, dejando al desnudo una línea altiva, divina, de amor no cifrado.

A simple vista, habría podido creerse que era la primera vez que se veían, en un encuentro casual y sin perspectivas. Ideas extrañas y malévolas se agitaban en la mente de Van. ¿Qué habían hecho exactamente aquellas dos chiquillas (no es que eso importase nada, pero de todos modos, uno tiene su orgullo, su curiosidad) antes de las vacaciones, después de las vacaciones, la noche anterior, todas las noches, sin otro vestido que las chaquetas de los pijamas, entre los rumores y los gemidos de su dormitorio antinatural? ¿Podía preguntárselo? ¿Sabría dar con las palabras adecuadas para no herir a Ada, sin dejar de hacer comprender a su compañera de lecho que la despreciaba por excitar a una niña tan morena y tan pálida, coral y cuervo, zanquilarga y floja, y que lloriqueaba cuando llegaba al colmo del gozo? Un momento antes, al verlas caminar lado a lado —la desangelada Ada en lucha contra el mareo, como un marinero cumplidor de su deber; Córdula, manzana podrida, pero valiente; como dos prisioneros arrastrados, en cadenas, a los pies del vencedor —Van se había prometido, en venganza, describirles en términos pulcros pero circunstanciados, las últimas orgías homosexuales o pseudo homosexuales de que su colegio había sido escenario (un «grande», que no era otro que el primo de Córdula, se había dejado coger con «una-disfrazada-de-uno» en las habitaciones de un prefecto ecléctico). Habría dejado boquiabiertas a las chicas, les habría reclamado una historia digna de rivalizar con la suya. Pero se le pasaron las ganas. Todavía esperaba poder desembarazarse un momento de la pesada Córdula y encontrar algo cruel que decir a Ada y que la hiciese deshacerse en lágrimas Pero lo que le inspiraba era su «amor propio», y no el «amor impropio» de ellas. (¡Van moriría con un juego de palabras en los labios!) Pero, ¿por qué «impropio»? ¿Acaso le afectaban también a él las agonías proustianas? De ninguna manera. Muy al contrario, el cuadro íntimo de aquellas caricias aguijoneaba exquisitamente su propia perversidad. Su mirada interior, inyectada de concupiscencia, le presentaba una Ada duplicada, enriquecida, enigmáticamente geminada, dando lo que él le había dado, tomando lo que él le había tomado, Corada, Adula. Se dijo que la con desita retaca se parecía bastante a su primera putilla, lo que no hizo más que afilar el aguijón.

Hablaron de sus estudios, de sus profesores. Y Van dijo:

—Me gustaría conocer tu opinión, Ada, y la tuya, Córdula, sobre este problema literario: nuestro profesor de literatura francesa sostiene que en la exposición del asunto Marcel-Albertine hay un grave defecto filosófico y, por lo tanto, artístico. La novela sólo tiene sentido si el lector sabeque el narrador es una loca, y que las hermosas y gruesas mejillas de Albertine no son otra cosa que las hermosas y gruesas nalgas de Albert. Si no se supone, o si no se exige, que el lector sepa todolo referente a las particularidades sexuales del autor, para poder saborear hasta la última gota de su narración, el libro entero pierde su significado. Según mi profesor, si el lector no está al corriente de la perversión de Proust, la descripción detallada de los tormentos de un hoterosexual celoso de una homosexual es un absurdo manifiesto, por cuanto un hombre normal no puede sino divertirse ante los retozos de su amiguita con una pareja del mismo sexo. Conclusión de mi profesor: una novela que sólo podría ser apreciada por la lavandera que hubiera examinado la ropa sucia del autor, es, desde el punto de vista artístico, un fracaso.

—¿De qué está hablando, Ada? ¿De alguna película italiana que ha visto?

—Van —dijo Ada con voz cansada—, creo que no te das cuenta de que nuestro grupo de francés superior no ha pasado aún de Racan y Racine.

—No hablemos más del asunto —dijo Van.

—Tú, en cambio, has leído demasiado a Marcel —murmuró Ada.

El edificio de la estación albergaba un salón de té semirreservado, puesto bajo la vigilancia de la mujer del jefe de estación y bajo los ineptos auspicios del colegio. En la salita no había nadie, a excepción de una dama alta y delgada vestida de terciopelo negro y tocada con un soberbio Gainsborough del mismo terciopelo. Se sentaba de espaldas al bar y ni una sola vez dejó ver su rostro; pero a Van le pasó por la cabeza la idea de que debía ser una cocottede Toulouse. Nuestro remojado trío encontró una estratégica mesa en un rincón, y los tres se desabrocharon el impermeable, con suspiros de alivio poco originales. Van esperaba que Ada se quitase su sombrero de lobo de mar, pero su esperanza quedó frustrada: se había cortado el pelo (luego de padecer terribles jaquecas) y no quería aparecer en el papel de Romeo moribundo.

(Se hace el «gran Joyce» después de haber hecho de «el pequeño Proust». De la encantadora mano de Ada.)

(Sí, pero sigue leyendo, y verás que es puro V. V. ¡Vaya con la dama! Garrapateado por Van, en la cama, sobre una carpeta.)

Cuando Ada alargaba el brazo para coger el tarro de la mermelada, Van le tomó una mano —que ella dejó muerta —y la examinó. No nos hemos olvidado aún de la mariposa que ha yacido por un instante en nuestra mano abierta, con las alas bien plegadas, cuando ya ha desaparecido. Van advirtió con satisfacción que Ada había dejado de morderse las uñas, ahora puntiagudas.

—No demasiado puntiagudas, querida —dijo, destinando su inoría a la duraCórdula, la cual habría hecho mejor en ir a poner en orden su maquillaje... Débil rayo de esperanza.

—No, no —dijo Ada.

—¿No arañas a los bebés cuando les acaricias? —continuó Van, incapaz de detenerse—. Mira la mano de tu amiguita (tomando la mano de Córdula). Mira qué uñas tan monas, tan cortas (¡una garrita dócil, inocente, fría, pequeña!) No se engancharía ni en la seda más fina, desde luego que no. ¿Verdad, Árdula... quiero decir Córdula?

Las dos chicas rieron nerviosamente y Córdula besó a Ada en la mejilla. Van no sabía bien qué reacción había querido provocar, pero aquel simple beso le desarmó y le decepcionó. El ruido de la lluvia fue apagado por un fragor de ruedas sobre los raíles. Van miró su reloj, miró también el de la pared de la sala, y dijo que lo sentía muchísimo, pero que aquel era su tren.

(«No hablemos más —escribió Ada, a la que en este pasaje parafraseamos —de esas miserables excusas—. Todo lo que nosotras nos dijimos es que estabas bebido. Pero nunca más te invitaré a Brownhill, amor mío.»)

XXVIII



El año 1880 (todavía vivía Aqua, Dios sabe cómo, Dios sabe dónde) resultaría el más genial, el más fértil en recuerdos de la larga, demasiado larga, nunca demasiado larga vida de Van. Tenía entonces diez años de edad. Su padre había pasado bastante tiempo en las regiones del Oeste, donde el espectáculo de las montañas multicolores producía en Van el efecto que siempre ha producido en los jóvenes rusos de genio. Era capaz de resolver un problema de integrales de Euler o de aprender de memoria El caballero sin cabezade Puchkin en menos de veinte minutos. Indolentemente tumbado a la sombra violeta de los farallones color de rosa, en compañía de un tal Andrei Andreievich, sudoroso de entusiasmo en su blusa blanca, que pasaba las horas estudiando poetas rusos de primera y segunda fila, y descifrando, a través de las facetas diamantinas de los tetrámetros de Lermontov, las alusiones desorbitadas, pero, en el fondo aduladoras, a los'ámóres y a los viajes aèreos de su padre en una vida anterior. Tuvo que esforzarse en contener las lágrimas (AAA se sonaba ruidosamente la gruesa nariz roja) cuando su preceptor le enseñó la huella rústica del pie desnudo de Tolstoi, grabada en la arcilla de un autódromo de Utah donde nuestro autor había escrito la historia de Murat, el jefe navajo, bastardo de un general francés, asesinado en su piscina por Cora Day. ¡Qué soprano, aquella Cora, en sus buenos tiempos! Demon llevó a Van a la mundialmente famosa Ópera House de Telluride, Colorado Occidental, donde pudo admirar (y a veces detestar) los más grandes espectáculos internacionales: comedias inglesas en verso libre, tragedias francesas en dísticos rimados, tonitronantes dramas musicales germánicos, con gigantes, hechiceros y un caballo blanco que defeca. Hizo la experiencia de diversas aficiones menores: magia de salón, ajedrez, combates de boxeo de peso pluma en las ferias de pueblo, acrobacia ecuestre, etcétera, sin olvidar, desde luego, los inolvidables pases de iniciación, excesivamente precoces, que le prodigaba su joven y encantadora institutriz inglesa de menudos senos cuando le mimaba con pericia entre el batido de leche y la cama, mientras se vestía para pasar la noche en compañía de su hermana, de Demon y de un personaje que acompañaba siempre a Demon en sus recorridos a los casinos, un tal Mr. Plunkett, fullero rege, nerado, en funciones de guardia de corps y ángel guardián, monitor consejero.

En el apogeo de su vida aventurera, Mr. Plunkett había sido uno de los más grandes manipuladores de cartas —más discretamente llamados «ilusionistas del juego»—, tanto de Inglaterra como de América A los cuarenta años, en medio de una partida de poker, fue traicionado por un desfallecimiento de origen cardíaco (el cual, ay, permitió a las viles manos de un mal perdedor limpiarle los bolsillos). Pasó varios años en la cárcel, se convirtió al catolicismo de sus antepasados y, una vez cumplida la condena, hizo algún trabajo de apostolado misionero, escribió un opúsculo sobre prestidigitación, redactó la sección de bridge en algunos periódicos e hizo un poco de confidente de la policía (tenía dos hijos en la profesión, dos mocetones). Los ultrajes del tiempo, junto con ciertos retoques quirúrgicos practicados sobre sus rudos rasgos, habían hecho que su cara grisácea fuese, ya que no más atractiva, sí irreconocible para todo el mundo, salvo para algunos viejos compinches que de todos modos (desde entonces) procuraban evitar su refrigerante compañía. Van le encontró todavía más fascinante que a King Wing. Brusco, pero amistoso, Mr. Plunkett no pudo por menos de explotar aquella fascinación (a todos nos gusta saber que gustamos) iniciando a su joven admirador en los trucos de un arte que había pasado a ser puro y abstracto, y, por lo tanto, auténtico. Mr. Plunkett consideraba el empleo de toda clase de medios mecánicos (espejos o el vulgar «rastrillo de la manga») como sumamente inseguros, por la misma razón que la gelatina, la muselina o las manos suplementarias de goma empañan y acortan la carrera de muchos médiums profesionales. Enseñó a Van cómo desenmascarar al tramposo que se rodea de objetos brillantes (los profesionales llaman «árboles de Noel» a esos aficionados, algunos de los cuales son socios de clubs respetables). Míster Plunkett sólo creía en la habilidad manual. Los bolsillos secretos resultaban a veces útiles; pero, ay, era posible darles la vuelta, y entonces se volvían contra uno. Lo verdaderamente valioso era el «contacto» de la carta, la delicadeza de la manipulación, la maestría del barajado falso, el falso abanico, la transformación de la primera carta del mazo, la habilidad al repartir, y, por encima de todo, una agilidad digital con la que podía llegarse, a fuerza de práctica, tanto a escamoteos de naturaleza casi milagrosa como a la materialización de un comodín o a La Metamorfosisde dos parejas en cuatro reyes. Una regla de validez absoluta, para el discreto empleo de un mazo adicional, era la referente a la memorización de los descartes, cuando el reparto no había sido preparado de antemano. Durante un par de meses Van practicó trucos con cartas, y luego se dedicó a otros entretenimientos. Era un aprendiz que aprendía a prisa y sabía conservar en buen estado sus frascos etiquetados.

En 1885, cuando terminó sus estudios preparatorios, Van marchó a Inglaterra e ingresó, como lo habían hecho sus antepasados, en la Universidad de Chose. De cuando en cuando hacía una escapada a Londres, o bien a Lute (como los coloniales británicos, prósperos, pero no demasiado refinados, llaman a la encantadora y melancólica ciudad gris perla situada al otro lado de la Mancha). Un día del invierno de 1886-1887, en la lúgubre y fría Chose, durante una partida de poker con dos estudiantes franceses y cierto condiscípulo a quien llamaremos Dick C, en el elegante apartamento que éste ocupaba en Serenity Court, Van se dio cuenta de que los gemelos franceses estaban perdiendo no sólo por el estado de radiante y radical borrachera en que se encontraban, sino también porque Milord era uno de aquellos «cretinos de cristal» del vocabulario de Plunkett, hombre de muchos espejos —pequeñas superficies reflectantes de forma y orientación diversa que lucían discretamente en el reloj o el sello de la sortija, disimuladas como luciérnagas hembras en la espesura, por debajo de la mesa, en el interior de una manga o sobre los bordes de los ceniceros, cuyas posiciones Dick no cesaba de variar con aire de inocencia Todo aquello, como cualquier tramposo sabe, era tan tonto como superfluo.

Cuando llevaban perdidos varios miles de libras, Van, que estaba esperando su hora, juzgó oportuno poner en práctica algunas antiguas lecciones. El juego se había interrumpido momentáneamente. Dick se levantó y se dirigió al interfono instalado al fondo de la pieza para encargar que subieran más vino. Los desgraciados gemelos se pasaban de mano en mano una estilográfica para proceder a la estimación de sus pérdidas, todavía superiores a las de Van. Éste deslizó una baraja en su bolsillo y se levantó para desentumecerse las espaldas.

—A propósito, Dick, ¿no habrás conocido por casualidad en Estados Unidos a un jugador llamado Plunkett? Cuando yo le conocí era un buen hombre, gris y calvo.

—¿Plunkett? ¿Plunkett? Debe ser de una época anterior. ¿Es ése que se hizo vicario o algo así? ¿Por qué?

—Era amigo de mi padre. Un gran artista.

—¿Un artista?

—Sí, un artista. Yo también lo soy. Y supongo que tú también te consideras un artista. Hay muchas personas así.

—¿Qué es exactamente un artista?

—Un observatorio subterráneo —replicó Van instantáneamente.

—Eso lo has sacado de alguna novela moderna —dijo Dick, aplastando su cigarrillo después de dar ávidamente algunas chupadas.

—Lo he encontrado en Van Veen —dijo Van Veen.

Dick se acercó negligentemente a la mesa mientras entraba su criado con la botella. Van se retiró al lavabo y se dedicó a «cuidar las cartas», como decía el bueno de Plunkett. La última vez que había practicado fue para realizar algunos juegos de manos ante Demon, que no había apreciado positivamente su posible utilización en el poker. Ah, sí, y también cuando había tranquilizado al ilusionista loco del hospital cuya idea fija era que la gravedad está vinculada a la circulación sanguínea del Ser Supremo. Van no dudaba de su propia destreza —ni de la estupidez de Milord —pero no estaba seguro de resistir mucho tiempo. Por lo demás sentía lástima de Dick, el cual, aparte de su afición a las trampas, era un tipo tan simpático como indolente, de cara terrosa, cuerpo flojo, que no tenía media bofetada y que confesaba sin rubor que, si su familia se obstinaba en no pagar sus enormes (y triviales) deudas, no tendría más remedio que marcharse a Australia para endeudarse allí otra vez después de repartir unos cuantos cheques sin fondos. Ahora, según decía a sus víctimas, «comprobaba con placer» que sólo unos cientos de libras le separaban de la cantidad mínima que le permitiría apaciguar momentáneamente a su más despiadado acreedor. Y, en consecuencia, continuó desplumando a Jean y Jacques, con una premura desvergonzada... para encontrarse, al cabo de un momento, con tres honrados ases (afectuosamente distribuidos por Van) frente a cuatro nueves (diestramente reunidos en la mano del mismo Van). Aquella operación fue seguida por un bonito farol apagado con otro farol más bonito aún, mientras el martirio del joven lord alcanzaba su colmo (sastres londinenses retorciéndose las manos en la niebla, y el reputado prestamista St-Priest, de Chose, solicitando ser recibido por el padre de Dick). Cuando en el centro de la mesa se amontonaba la más suculenta puesta que Van había visto hasta entonces, Jacques descubrió un «color» sin esperanzas (como él mismo declaró, con un suspiro de agonía)... pero Dick, con un repóker, tuvo que rendirse ante la escalera de color de su verdugo. Mientras recogía y ponía a buen recaudo el «arco iris de marfil» (el bueno de Plunkett era todo un poeta), Van, que hasta entonces había disimulado sin la menor dificultad sus delicadas maniobras a los prismas estúpidos de Dick, tuvo el placer de verle descubrir que él, Van, llevaba aún en la palma de la mano el segundo comodín. Los gemelos volvieron a ponerse corbatas y chaquetas, y dijeron que tenían que marcharse.

—Yo también, Dick —dijo Van—. Es una lástima que hayas tenido que confiar en tus bolas de cristal. Muchas veces me he preguntado por qué la palabra rusa apropiada al caso —creo que tenemos en común un antepasado ruso —se parece a la que quiere decir «escolar» en alemán, menos el « Umlaut».

Sin dejar de charlar, Van reembolsó a los dos franceses, extasiados y atónitos, con un cheque rápidamente cumplimentado, y luego, tomando un puñado de cartas y fichas, se volvió hacia Dick y se las tiró a la cara. No habían los proyectiles acabado aún su trayectoria cuando ya lamentaba aquel gesto cruel y vulgar, porque el infortunado, que no podía contestar de ninguna manera, seguía allí sentado, protegiendo su ojo derecho, mientras con el otro, que sangraba ligeramente, contemplaba sus gafas rotas. Los dos gemelos franceses le ofrecían sus dos pañuelos, que él rechazó amistosamente.

La aurora rosa tiritaba en el verde de Serenity Court. Vieja y laboriosa Chose.

(Aquí debía haber un signo para indicar los aplausos. Nota de Ada.) Van pasó de mal humor el resto de la mañana. Luego, después de haber permanecido largo tiempo sumergido en un baño caliente (el mejor consejero, el mejor instigador y asesor del mundo, salvo, naturalmente, el asiento del W.C.), decidió escribir una nota de excusa al timador timado. Estaba a punto de vestirse cuando apareció un mensajero con un escrito de Lord C. (primo, dicho sea de paso, de uno de sus camaradas de Riverlane) en el cual el magnánimo Dick proponía redimir su deuda con Van mediante la presentación de éste en el Club Villa Venus, al que pertenecía toda su tribu. ¿Qué muchacho de dieciocho años hubiera podido pretender tan alto favor? Era una entrada para el paraíso. Van sostuvo algún forcejeo con su conciencia, ligeramente sobrecargada (entre mutuos guiños de ojos, como si se tratase de dos viejos compinches en su buen viejo colegio). Y acabó aceptando la proposición de Dick.

(Van, me parece que deberías explicar de una manera más inequívoca cómo fue que tú, el más orgulloso, el más limpio de los hombres —y no me refiero a las abyectas servidumbres corporales, pues en eso tú y yo somos de la misma ralea—, cómo fue que tú, el puro, pudiste aceptar la oferta de un bribón, que sin duda siguió «espejeando» como si tal cosa. Creo que debías precisar, primo, que te encontrabas terriblemente fatigado, secundo, que no podías soportar la idea de que el pillo sabía que, al no haber lugar a un duelo [pues a los bribones, no se les provoca], tú no arriesgabas nada, por decirlo así, al insultarle. ¿Tengo razón? Van, ¿me escuchas? Me parece...)

Dick no «espejeó» mucho tiempo. Cinco o seis años más tarde, en Montecarlo, al pasar ante la terraza de un café, Van sintió que le cogían por el codo. Un Dick C, radiante de buen humor y de salud, y relativamente respetable, se inclinaba hacia él por encima de las petunias de la balaustrada de celosía.

—Van —exclamó—, he abandonado esa porquería de los espejos. Créeme, no hay más que un método seguro: ¡marcarlas! Espera, eso no es todo. Figúrate que acaban de inventar una punta microscópica (y digo bien: microscópica) de un metal precioso llamado euforio, que se desliza bajo la uña del pulgar. No se ve a simple vista, pero un minúsculo sector de mi monóculo muestra, ampliada, la marca que hago (como si decapitara una pulga) en todas las cartas, una detrás de otra, a medida que entran en juego. Y ahí está lo bueno. Sin más preparativos, sin más accesorios. ¡Marcarlas, marcarlas! —seguía gritando el bueno de Dick, cuando Van ya se había marchado.

XXIX



A mediados de julio de 1886, mientras Van ganaba un campeonato de ping-ponga bordo de un paquebote de lujo (que empleaba toda una semana en ir, en su majestuosa blancura, de Dover a Manhattan), Marina, sus dos hijas, la institutriz de éstas y dos doncellas, que regresaban en tren de Los Ángeles a Ladore, tiritaban simultáneamente, en estadios más o menos sincronizados de la enfermedad, por efecto de una común gripe rusa. Un hidrograma fechado en Chicago el 21 de julio (aniversario de la amada) esperaba a Van en casa de su padre: DADAISTA IMPACIENTE PACIENTE LLEGA ENTRE VEINTICUATRO Y SIETE LLAMA DORIS ENCUENTRO SALUDOS PROXIMIDAD.


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