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Ada o el ardor
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Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



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La larva, blanca como porcelana, de la Cogulla (¿o «el Tiburón»?), la alunarada, veteada y venenosa gema había llevado a buen fin su reciente metamorfosis. Pero el ejemplar único de Catocala loreleihabía muerto, ¡ay!, paralizada por cierto icneumón al que no habían engañado sus astutos nudos ni sus manchas de liquen. El cepillo de dientes multicolor había entrado confortablemente en pupación en un capullo velludo: era la promesa de una Orgya de Persia para fines de otoño. En cuanto a las dos larvas de «Colas Bifurcadas», se habían vuelto todavía más feas, pero al mismo tiempo más vermiculares y, en cierto sentido, más venerables: sus colas flaccidas se arrastraban lamentablemente tras ellas, un flujo violáceo deslustraba el cubismo de su extravagante dibujo; no cesaban de moverse velozmente de un lado para otro en el fondo de su caja, en un ataque de locomoción preparatoria. También Aqua había marchado a través de un bosque y hasta de un barranco para realizar la misma cosa. Colgada de la tela metálica, en una mancha de sol, una Nymphalis carmenrecién salida del capullo movía en abanico sus alas limón pálido y ámbar oscuro, cuando Ada, dichosa y cruel, la aplastó con un apretón experto de sus dedos. La Esfinge de Odette se había transformado graciosamente en una momia elefantoide, con una cómica trompa de tipo guermantoide. Y, en otro hemisferio, el doctor Krolik corría rápidamente sobre sus cortas piernas tras una Aurora muy especial, de alta montaña, mariposa conocida por el nombre de Antocharis adaKrolik (1884) hasta que la inexorable ley de la prioridad taxonómica no obligase a cambiarlo por el de Antocharis prittwitziStümper (1883).

—Pero, una vez que aparecen todos estos bichitos —preguntó Van—, ¿qué haces con ellos?

—Pues bien —dijo Ada—, se los llevo al ayudante del doctor Krolik y éste los coloca, los etiqueta y los clava en los cajones de cristal de un armario-vitrina de roble, muy limpio, que será mío cuando me case. Yo poseeré también una gran colección y continuaré criando toda clase de lepidópteros. Mi sueño sería tener un Instituto Especial de fritilarias con sus orugas, y las diversas violetas de que éstas se nutren. Me expedirían, por correo aèreo urgente, huevos y larvas de toda la América del Norte, acompañadas de sus plantas-huésped: violeta de las secoyas de la costa oeste, violeta pálida de Montana, violeta de la pradera, violeta de Egglestone, que se encuentra en Kentucky, y esa violeta blanca rarísima que florece en un pantano escondido, al borde de un lago sin nombre, en una montaña ártica donde vuela la Fritilaria minorde Krolik. Naturalmente, cuando esas mariposas salen del capullo, es facilísimo acoplarlas a mano. Se las coge así, a veces durante un buen rato, de perfil, con las alas plegadas (Ada mostraba el método, olvidándose de disimular sus lamentables uñas), el macho con la mano izquierda y la hembra en la derecha o viceversa, procurando que se toquen las extremidades de los dos abdómenes. Pero, para que la cosa resulte, tienen que estar completamente frescos y embebidos en el vaho de su violeta preferida.

IX



¿Era verdaderamente bonita, a los doce años? ¿Y tenía él ganas —tendría alguna vez ganas —de acariciarla verdaderamente? Su cabello negro le caía en cascada sobre la clavícula izquierda, y su modo de sacudir la cabeza para echarlo hacia atrás, y el hoyuelo de su mejilla pálida pertenecían a ese tipo de revelaciones a las que acompaña el sentimiento inmediato de una verdad reconocida. Su palidez era luz, y el negro de su pelo era una noche resplandeciente. Las faldas plisadas que preferían eran cortas y le sentaban perfectamente. Sus miembros descubiertos eran tan blancos, tan mínimamente bronceados, que la mirada que acariciaba sus pantorrillas y sus antebrazos podía seguir en ellos la pelusa oblicua y regular de su vello negro y sedoso de joven virgen. El iris castaño oscuro de sus ojos graves tenía la opacidad enigmática de la mirada de un hipnotizador oriental (en un anuncio de página anterior de una revista), y parecía situado a mayor altura de lo que es corriente, de tal modo que, entre su borde inferior y el húmedo párpado que lo subrayaba, se veía, cuando miraba frente a frente, un semicírculo blanco. Sus largas pestañas parecían ennegrecidas (y de hecho lo estaban). La gruesa línea de sus labios febriles evitaba a su rostro la gentileza afectada del elfo. Su nariz francamente irlandesa era, en pequeño, como la de Van. Sus dientes eran bastante blancos y no demasiado regulares.

¡Pero sus pobres manecitas! No había más remedio que apiadarse de ellas. Eran exageradamente rosas, en comparación con la blancura diáfana de los brazos, más rosas incluso que el codo, que parecía ruborizarse del estado lamentable de las uñas. Porque Ada se comía las uñas, se las comía tan despiadadamente que su margen había desaparecido por completo; en su lugar, un surco excavado en la carne como con un alambre añadía a los extremos desnudos de sus dedos el largo de una espátula adicional. Más tarde, cuando Van se aficionó tanto a cubrir de besos sus manos frías, ella le ofrecería siempre los puños cerrados, pero él, despiadadamente, la obligaría a extender los dedos para besar también aquellos almohadoncillos ciegos. (Pero, ah, qué bellos serían, en cambio, y qué largos, los lánguidos ónices, pintados de rosa y plata, delicadamente puntiagudos, de sus años adolescentes y maduros!)

Lo que Van experimentó durante aquellos primeros días extraños en los que Ada le hizo descubrir la casa y sus rincones, los escondites donde pronto (¡tan pronto!) iban a hacer el amor, se combinaba en una amalgama de encanto y exasperación. Encanto, a causa de aquella piel prohibida, tan blanca, tan voluptuosa; a causa de sus cabellos, de sus piernas, de sus movimientos abruptos, de su olor a pasto de gacela, de la mirada negra y brusca de sus ojos espaciados, de su agreste desnudez bajo el ligero vestido. Exasperación, porque entre él, un escolar genial y desmañado, y aquella niña precoz, afectada, impenetrable, se extendían un vacío de luz y un velo de sombra que ningún esfuerzo podía superar o desgarrar. En la desesperanza de su lecho, juraba lamentablemente al tiempo que sus henchidos sentidos se concentraban en la imagen de Ada, que él se había bebido con los ojos durante su segunda excursión a los altos del la casa. Ella se había subido sobre un cofre de marino para levantar una especie de claraboya por la cual se accedía al tejado (hasta el perro había trepado por allí en cierta ocasión). La falda se le enganchó en algún clavo y él vio —como el espectador de las chocantes metamorfosis de una falena, o como el testigo de un milagro angustioso en un episodio bíblico —el pelo negro que sombreaba el pubis de la chica. Van se dio cuenta de que ella parecía haberscdado cuenta de que él debía o podía haberse! dado cuenta (de aquello que no solamente había advertido, sino que iba a retener, con terror y ternura, hasta que —mucho más tarde —se liberase de aquella visión, y por extraño modo). Y una expresión curiosa, abatida y arrogante a la vez, pasó por el rostro de Ada: sus mejillas hundidas, sus labios gruesos y pálidos, se movieron como si estuviese masticando algo. Y, cuando Van, que acababa de deslizarse a su vez por la estrecha claraboya, tropezó en una teja y resbaló, con riesgo de caerse, la chica dejó oír una risa forzada y sin alegría. Y en aquel sol que les recibía bruscamente, el muchacho comprendió que, hasta aquel momento, él, el pequeño Van, no había sido sino un virginal ciego, puesto que las prisas, el polvo y la oscuridad, le habían ocultado siempre los pequeños encantos de su primera ramerilla, tantas veces poseída.

A partir de entonces su educación sentimental se aceleró. A la mañana siguiente la sorprendió lavándose la cara y los brazos en una jofaina antigua encajada en una mesa rococó, con los cabellos atados en moño en lo alto de la cabeza, el camisón enroscado al talle, como una corola mal trazada de la que brotaba la delgada espalda que dejaba ver la forma de las costillas. Una gruesa serpiente de porcelana se retorcía alrededor de la jofaina. Y mientras ambos, el reptil y el muchacho, contemplaban inmóviles a Eva y el suave perfil tembloroso de sus senos apenas en flor, un gran pedazo de jabón de color morado resbaló entre sus manos, y su pie, enfundado en un calcetín negro, cerró la puerta, con un chasquido que era el eco del jabón al chocar en el mármol más bien que un signo de púdico desagrado.

X



Comida de mediodía en Ardis Hall, un día cualquiera. Lucette, entre Marina y la institutriz; Van, entre Marina y Ada; Dack, la comadreja de color castaño dorado, bajo la mesa, o bien entre Ada y Mlle. Larivière, o bien entre Lucette y Marina. (A Van le disgustaban en secreto los perros, pero especialmente durante las comidas, y más aún aquel aborto pequeñajo y alargado, de aliento maloliente.) Grandilocuente y resabidilla, Ada podía contar un sueño, describir una curiosidad de Historia Natural, comentar los sabios artificios literarios de tal o cual autor —como el monologue intérieurde Paul Bourget, copiado del viejo León—, o denunciar algún desatino grotesco de la última crónica de Elsie de Nord, una vulgar literata demimondaineque creía que Lyovin iba por Moscú con un nagol'niy tulup, «un gabán de mujikde piel de carnero, con el cuero al descubierto por la parte de fuera y forrado por dentro», según la definición de un diccionario que apareció en manos de nuestra comentarista como el conejo en las del prestidigitador; un diccionario que las Elsie no saben nunca procurarse.

La maestría espectacular que desplegaba Ada en el manejo de las oraciones subordinadas, sus digresiones entre paréntesis, la tensión sensual que sabía imprimir a los monosílabos contiguos (« Idiot Elsie simplyCAN'T READ»), todo eso acababa de un modo u otro por producir en Van el efecto de exóticas caricias —suplicio que le sacudían hacia la izquierda la parte excitada —una sensación que al mismo tiempo le irritaba y le causaba un deleite perverso.

Su madre la llamaba «tesoro mío», y punteaba sus discursos con breves exclamaciones: «¡Terriblemente divertido!», o «¡Adorable!». Pero no por ello dejaba de permitirse observaciones más críticas, como «¡siéntate un poco más derecha!», o «¡pero come, preciosa! (subrayando el «come» con un acento de incitación maternal muy diferente de los sarcasmos con ritmo de espondeo de su maliciosa hija).

Ada, unas veces sentada en su silla en posición bien erguida, con la flexible espalda bien adaptada al respaldo, y otras veces, cuando sus pensamientos o la aventura que estaba contando alcanzaban un grado de suprema intensidad, inclinándose sobre el plato (es decir, no: para entonces su plato ya había sido retirado por el previsor Price) e invadiendo la mesa, con los codos por delante, para volver luego a su posición anterior, haciendo gestos extravagantes. Había dicho «largo, largo, larguísimo», alzando a la vez las dos manos arriba, muy arriba, para apoyar la palabra con la mímica.

—Pero, tesoro, no has probado la... Price, ¿quiere usted traer la...?

¿La qué? ¿La cuerda que escala, en el ardiente azur, el niño del trasero al aire, ayudante del fakir?

—Era una especie de largo, largo... bueno, quiero decir... (una pequeña pausa) una especie de tentáculo... no, voy a ver si acierto... (sacudía la cabeza y contraía los rasgos, como en un intento de desenredar una madeja a tirones).

No. Enormes ciruelas de color rosa purpúreo, una de las cuales se había abierto de puro madura y exhibía el amarillo de su entraña.

—Y yo estaba allí... (los cabellos le caen sobre la cara, la mano vuela hacia las sienes, esbozando, sin acabarlo, el gesto de apartar el pelo; y luego, bruscamente, un estallido de risa ronca, terminado en una tosecilla húmeda).

—No, en serio, mamá, trata de imaginarte a tu pobre hija incapaz de pronunciar una palabra, pero gritando, gritando sin hablar, porque por fin comprende...

A la tercera o cuarta comida, también Van comprendió algo: lejos de corresponder a las exhibiciones de una criatura brillante que trata de deslumbrar al recién llegado, el comportamiento de Ada debía interpretarse como una tentativa desesperada, y bastante inteligente, de impedir que Marina se apropiase de la conversación y la convirtiese en una conferencia sobre el teatro. Marina, por su parte, mientras acechaba su oportunidad de poner en marcha su hobby, experimentaba un cierto placer profesional al representar el papel bien trillado de la tierna madre orgullosa del encanto y el ingenio de su hija, y que a su vez da expresión a su propio encanto y a su propio ingenio en la indulgencia con que tolera la frondosa verbosidad de la niña. ¡ Marinaera quien estaba exhibiéndose, y no Ada! Y una vez que Van hubo comprendido la verdadera situación, aprendió a aprovechar una pausa (cuando Marina se aprestaba a rellenarla con algunas Stanislavskianas selectas) para lanzar a Ada a las revueltas aguas de la Bahía de la Botánica, un viaje que en otros momentos le había dado miedo, pero que en la sobremesa familiar resultaba ser el modo más seguro y más sencillo de echar una mano a su Ada. La táctica era especialmente importante a la hora de la cena, ya que Lucette y su institutriz cenaban antes en su habitación y entonces no era posible contar con mademoiselle Larivière para que relevase a Ada, en el momento crítico, con las pintorescas referencias a sus trabajos literarios (ahora estaba dando los últimos toques a su famoso Collar de Diamantes) o a sus recuerdos de la primera infancia de Van, como aquéllos, eminentemente gratos, en los que figuraba su amado preceptor ruso, que la cortejaba amablemente, que escribía en ruso versos «decadentes» de ritmos «libres» y bebía a la rusa en la soledad de su habitación.

Van: «Esa flor amarilla de ahí (indicando la florecilla delicadamente pintada en un plato de Eckercrown), ¿es un ranúnculo?»

Ada: «No. Esa flor amarilla es la vulgar "maravilla de los pantanos", la Caltha palustris. En nuestros campos, los campesinos la llaman impropiamente cowslip("primavera"); pero, como todo el mundo sabe, la verdadera primavera, la Primula veris, es una planta completamente distinta.»

—Entiendo —dijo Van.

Marina (tomando la palabra):

—Sí, así es. Cuando yo hacía el papel de Ofelia, el hecho de haber coleccionado en otro tiempo flores...

Ada: «Te ayudaba, sin duda. Y el nombre ruso de esa Caltha es kuroslep(que los mujiks de Tartaria, pobres esclavos, aplican equivocadamente al ranúnculo) o también kalujnitsa, como se dice, correctamente, en Kaluga, USA.

—Entiendo —volvió a decir Van.

—Como sucede con otras muchas flores —prosiguió Ada, con la sonrisa tranquila de un sabio loco—, el desdichado nombre francés de esa planta, souci d'eau, ha sido traducido, o será mejor decir transfigurado...

—O bien «desflorado» —aventuró Van, probando también su juego de palabras.

—¡Por favor, hijos míos! —interrumpió Marina, que había seguido la conversación con dificultad, temía ahora, por una incomprensión secundaria, que las metáforas se hiciesen demasiado libres.

—Por suerte —continuó Ada, sin dignarse aliviar la preocupación de su madre– esta misma mañana nuestra erudita institutriz, que fue también la tuya, Van, y que...

(Por primera vez ella pronunciaba su nombre... ¡en una lección de botánica!)

—...y que es bastante severa con los traductores-traidores de lengua inglesa y sus disparates —aunque yo supongo que su celo procede más de la patriotería que de la honradez– ha llamado mi atención, mi mariposeante atención, hacia algunas soberbias «desfloraciones», como tú las llamas, Van, cometidas por un tal Mr. Fowlie en la traducción sedicentemente literal (y calificada por Elsie de «sensible» —sensible! —en un reciente artículo elogioso) del poema de Rimbaud Mémoire, que afortunadamente, y como por presciencia, me hizo aprender de memoria (aunque supongo que ella prefiere a Musset o Coppée).

—... les robes vertes et déteintes des fillettes... —citó Van, triunfalmente.

—Eg-sactamente (imitación de Dan). Por otra parte, Mlle. Larivière sólo me permite leer a Rimbaud en la antología Feuilletin (la misma que tú tienes, sin duda). Pero me propongo procurarme en seguida las obras completas; y he dicho bien, en seguida, mucho antes de lo que creéis. Mademoiselle, dicho sea de paso, va a bajar en cuanto deje bien arropada a nuestra querida, pelirroja, que a estas horas ya debe haberse puesto su camisón verde...

Angel moy—alegó Marina—, estoy segura de que Van no se interesa por los camisones de Lucette.

—...verde, como el verde de los sauces, y haber contado los borreguitos de su ciel de lit, que Fowlie traduce por «la cama del cielo», en vez de por «baldaquino», o «cielo de la cama». Pero volvamos a nuestra pobre flor. El falso louis d'or de esa antología de sucio francés, es la transformación de souci-d'eauen «preocupación del agua», a pesar de que Fowlie tenía a su disposición docenas de sinónimos, como mollyblob, marybud, maybubbley toda clase de sobrenombres asociados a las llamadas «fiestas de la fecundidad», sean éstas lo que sean.

—Y, al contrario —dijo Van—, es fácil imaginar una Miss River igualmente bilingüe cotejando con el original una versión francesa de, digamos, el Garden, de Marvell...

—¡Ah! —exclamó Ada—, yo puedo recitar Le jardinen mi transversión personal! A ver, un momento...

En vain on s'amuse à gagner

L'Oka, la Baie du Palmier...

—¡Oíd, niños! —interrumpió Marina, esta vez resueltamente, alzando ambas manos en un gesto pacificador—. Cuando yo tenía tu edad, Ada, y mi hermano tenía tuedad, Van, hablábamos de criquet, y de poneys, y de perritos, de la última fiesta infantil, del próximo pic-nic, y, ¡ah!, de un millón de cosas bonitas y normales; pero nunca, nunca, de viejos botánicos franceses o de Dios sabe qué más...

—Pero hace un momento nos has dicho que coleccionabas flores —dijo Ada.

—Ah, sólo fue una temporada, en un lugar de Suiza, no recuerdo bien cuándo. Eso ahora no importa.

El aludido era Ivan Durmanov, muerto de cáncer de pulmón, años atrás, en un sanatorio (en algún lugar de Suiza, no lejos de Ex, donde Van había nacido ocho años más tarde). Marina hablaba a menudo de su hermano, que fue un violinista famoso a la edad de dieciocho años; pero lo hacía sin ninguna particular muestra de emoción, así que a Ada le sorprendió advertir que en esta ocasión la espesa capa de maquillaje de su madre había comenzado a fundirse bajo un súbito torrente de lágrimas (quizás alguna alergia a las viejas flores disecadas y aplastadas, o un ataque de fiebre del heno, o una crisis de gencianitis, como permitiría determinarlo retrospectivamente un diagnóstico algo posterior). Marina se sonó las narices, con su habitual ruido de elefante, como ella misma decía; y en aquel momento mademoiselle Larivière bajó para tomar el café y evocar sus recuerdos de Van, aquel bambin angélique a neuf ansque adoraba (¡qué rico!) a Gilberte Swann y a la Lesbia de Catulo, y que había aprendido, él solo, a dar libre salida a su adoración en cuanto la lámpara de petróleo salía de la habitación de la mano de Ruby, su aya negra.

XI



Pocos días después de la llegada de Van, tío Dan se presentó en el tren matutino procedente de la ciudad, para pasar, como de costumbre, su fin de semana en familia.

Van, que no le esperaba, fue a dar de manos a boca con su tío cuando éste atravesaba el hall. El mayordomo tuvo la gentileza (según apreciación de Van) de hacer entender al señor quién era aquel muchacho tan alto al que él no reconocía. Primeramente alzó la mano izquierda en posición horizontal, a un metro del suelo, y la fue elevando gradualmente, pero aquel código altitudinal fue entendido únicamente por nuestro joven seis-pies. El pequeño caballero pelirrojo miró perplejo al viejo Bouteillan, el cual se apresuró a susurrar el nombre del irreconocido muchacho.

Mr. Daniel Veen tenía la curiosa costumbre, cuando se disponía a dar la bienvenida a un huésped, de hundir los cinco dedos de su mano extendida en el bolsillo de la chaqueta, en algo así como una operación purificadora, que duraba hasta el momento del apretón. Informó a su sobrino de que llovería dentro de algunos minutos, «porque había empezado a llover en Ladore y la lluvia tarda una media hora en llegar a Ardis». Van supuso que aquello era una agudeza, y sonrió cortésmente; pero tío Dan reasumió su aire de perplejidad y, fijando en Van sus pálidos ojos de; pez, le preguntó si ya se había familiarizado con los alrededores, cuántos idiomas conocía y si le gustaría comprar por algunos kopeks un billete de lotería de la Cruz Roja.

—No, gracias —contestó Van graciosamente—. Me basta con mis propias loterías.

Su tío le miró una vez más con aire sorprendido, pero ahora empezó a dirigir su atención hacia otras direcciones.

La familia se reunió a tomar el té en el salón. Todo el mundo tuvo más bien silencioso y desanimado. Tío Dan se retiró pronto a estudio, sacando de un bolsillo interior un periódico cuidadosamente doblado. Apenas había salido del salón cuando una ventana se abrió violentamente y un fuerte aguacero empezó a tamborilear sobre las hojas del tulipero y del imperialis. La conversación se hizo repentinamente general y ruidosa.

La lluvia no duró mucho, sino que prosiguió su ruta prevista hacia Raduga, o Ladoga, o Kaluga, o Luga, olvidándose sobre el cielo de Ardis un fragmento de arco iris.

Tío Dan, sentado en una mullida butaca, trataba de leer (con ayuda de uno de esos diccionarios-liliput destinados a turistas poco exigentes, del que se servía para descifrar los catálogos de arte extranjeros) un artículo, aparentemente consagrado al cultivo de ostras, en una revista ilustrada holandesa que alguien había abandonado en el asiento contiguo de su departamento del tren, cuando un espantoso tumulto se propagó de habitación en habitación, a través de toda la casa.

El juguetón Dack, con una oreja colgando y la otra vuelta hacia arriba, mostrando su interior rosa moteado de gris, movía nerviosamente sus cómicas patitas y patinaba sobre el parquet cada vez que hacía uno de sus bruscos virajes, entregado a la tarea de transportar a algún escondrijo adecuado, donde morderlo y sacudirlo a su gusto, un tampón de algodón empapado en sangre que había descubierto en algún lugar del piso de arriba. Ada, Marina y dos de las doncellas se habían lanzado en persecución del alegre animal, pero les era imposible arrinconarle entre todo aquel mobiliario barroco. Después de franquear como un ciclón innumerables puertas, el conjunto de la cacería pasó alrededor del asiento del tío Dan y se dirigió a otra parte.

—¡Dios mío! —exclamó Dan, al reparar en el sangrante trofeo—. Alguien se habrá cortado el pulgar!

Después, palpando los muslos y el asiento, buscó, y no tardó en encontrar bajo un escabel, su indispensable léxico de bolsillo y volvió a sumergirse en la lectura. Pero un segundo más tarde tenía que hojear el diccionario en busca de groote, la palabra que estaba buscando cuando se produjo la interrupción. Le contrarió comprobar la sencillez de la traducción: great, grande.

Dack escapó por una puerta vidriera llevándose tras él a sus perseguidores hasta el jardín. Allí, en el tercer cuadro de césped, Ada le ganó por velocidad, mediante la puesta en práctica de un salto tomado de la técnica del «fútbol americano», una especie de rugbypracticado en cierto tiempo por los cadetes de la escuela militar sobre los campos de húmedo césped de las orillas del Goodson. En aquel mismo instante, mademoiselle Larivière se levantó del banco del jardín en el que estaba cortando las uñas a Lucette, y, apuntando con las tijeras a Blanche, que llegaba corriendo con una bolsa de papel en la mano, acusó a la descuidada muchacha de una negligencia escandalosa: haber dejado caer en la camita de Lucette una horquilla de pelo («un chisme así de largo que pudo herir los muslos de la niña»). Pero Marina, que tenía ese miedo enfermizo a «ofender a un inferior» tan propio de una gran dama rusa, declaró zanjado el incidente.

Nehoroshaya, nehoroshaya sobaka—canturreaba Ada, acentuando los sonidos aspirados y sibilantes, mientras alzaba en brazos a su «perro malo», el cual, frustrado por la pérdida de su presa, no daba la menor muestra de vergüenza.

XII



Hamacas y miel. Ochenta años más tarde, Van recordaba aún, con el frescor punzante de la primera alegría, cómo se había enamorado de Ada. Memoria e imaginación confluían en un mismo punto de partida: la hamaca de sus amaneceres de adolescente. A los noventa y cuatro años seguía encontrando placer en rememorar aquel primer verano de amor no como un mero ensueño, sino como una recapitulación de la conciencia que le ayudaba a vivir en las horas grises que separaban su frágil sueño de la primera píldora cotidiana. Y ahora te toca a ti, querida, sigue tú un ratito. Sigue, Ada, ¿quieres?

(Ella:) Millones, billones de muchachos. Escojamos un decenio no demasiado indecente. En el curso de ese decenio, billones de Bills, de gentiles, dulces, bien dotados y apasionados Bills, bien intencionados de espíritu y de cuerpo, han desnudado a sus jillones de Jills, no menos dulces y vivaces que ellos, en lugares y circunstancias que el investigador debería verificar y especificar, pues, de no hacerse así, existe un serio peligro de que la relación se pierda, en la maraña de las estadísticas y en las generalizaciones en que uno se extravía sin remedio. Poco provecho obtendríamos de nuestro trabajo si, por ejemplo, olvidásemos la pequeña cuestión de esos singulares prodigios de lucidez, de esos genios juveniles que, en algunos casos, convierten tal o cual caso particular en «un acontecimiento único e irrepetible» en el continuumde la vida, o, al menos, la antesis temática de esa categoría de acontecimientos en una obra de arte o en los artículos de un periodista indignado. El detalle que transparece como un nimbo o como una sombra, el follaje del lugar a través de una piel diáfana, el sol verde en el ojo húmedo y negro, todo eso ( vsyo eto), debe ser tenido en consideración. Y ahora prepárate a seguir tú (no, no, Ada, continúa, ya zasluchalsya, no me canso de escucharte)... si queremos poner de manifiesto el hecho, el hecho, el hecho... de que entre esos billones de parejas brillantes que es posible observar en un corte transversal de lo que, por las necesidades de mi razonamiento, me permitirás llamar el espacio-tiempo, se encuentra una pareja única, una pareja superimperial, sverimperatorskaya cheta, destinada a convertirse en objeto de investigaciones, a ser glorificada en cuadros y sinfonías, a los tormentos, a la tortura, incluso a la muerte (por poco que el decenio considerado arrastre tras de sí una cola de escorpión), a consecuencia de lo cual el modo particular de hacer el amor la mencionada pareja ejercerá una influencia única y peculiar sobre dos largas existencias, y sobre algunos de mis lectores, esas cañas pensantes pascalianas, así como sobre sus plumas o sus pinceles mentales. ¿Es eso Historia Natural? Al contrario, se trata de una historia de lo menos natural, puesto que esa exigente precisión de los sentidos y del sentido (significado) tiene que resultar desagradable y extraña al rústico, y puesto que aquí el detalle lo es todo: el canto de un reyezuelo en Toscana o el de un reyezuelo sitka en los cipreses de un cementerio, los efluvios de menta de la ajedrea de jardín o de la hierbabuena en una colina del litoral, la danza alada de un argiolo de Europa o del lago Echo, de California. Esoes lo que hay que oír, oler y ver a través de la transparencia de la muerte y de la belleza ardiente. Y, más difícil aún, la Belleza en Sí, percibida en el espacio y en el instante. Los machos de nuestra luciérnaga... (bueno, Van, ahora sí que te toca seguir).

Los machos de la luciérnaga, pequeños escarabajos luminosos, más parecidos a estrellas errantes que a insectos alados, hicieron su aparición en las primeras noches cálidas y negras de Ardis, uno a uno, acá y allá, y luego en enjambres fantasmagóricos, para volver a disminuir hasta ser sólo unos cuantos individuos, una vez que sus búsquedas habían alcanzado su fin natural. Van los contemplaba con el solemne temor respetuoso que había experimentado una noche de su infancia, cuando se encontraba perdido en el crepúsculo, al fondo de un paseo de cipreses, en el jardín de un hotel de Italia. Se había imaginado ver silfos dorados, o las quimeras errantes del alma del jardín... Volaban silenciosamente en la noche, cruzándose y recruzándose en las tinieblas que le rodeaban, y, a intervalos de unos cinco segundos, cada uno de ellos emitía un relámpago de color amarillo pálido que permitía que su hembra, moradora de las hierbas, le identificase mediante su ritmo específico (enteramente diferente al de otra especie parecida que, según Ada, volaba en compañía del Photinus ladorensisen Lugano y en Luga). La hembra, tras concederse un instante de reflexión para comprobar el tipo de código luminoso empleado por el macho, le respondía con una pulsación fosforescente. La presencia de aquellos admirables insectos, las delicadas iluminaciones producidas por su paso en el seno de la noche fragante, llenaban a Van de un júbilo sutil raras veces suscitado en él por la ciencia entomológica de Ada (quizás como un resultado de la envidia que el intelectual abstracto experimenta a veces ante el saber inmediato y concreto del naturalista).

La hamaca de Van, nido oblongo y confortable, reticulaba su cuerpo desnudo, que se mecía bajo un cedro llorón cuyas ramas invadían el rincón de un parterre y proporcionaban cierto refugio durante un chaparrón, o que, en las noches serenas, colgaba entre dos tuliperos. (Allí, un huésped estival más antiguo, predecesor de Van, despertó en cierta ocasión con la camisa de dormir mojada y fría bajo la capa que le cubría, porque una bomba asfixiante había hecho explosión entre los violines del sueño, acabando con la sala de conciertos. Y, a la luz de una cerilla, tío Van había visto en su almohada una brillante mancha de sangre.


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