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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



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Nada dispuesta a sufrir una nueva recaída después de aquel bendito estado de perfecto reposo mental, pero sabiendo al mismo tiempo que éste no podía durar, Aqua hizo lo que había hecho otra paciente en la lejana Francia, en un «hogar» mucho menos sonriente y cómodo. Un cierto doctor Froid, uno de los centauros administeriales de Aqua, y que era, tal vez, el hermano emigrado —con el apellido corrompido por la desgracia de un pasaporte– del doctor Froit de Signy Mondieu-Mondieu de las Ardenas, o, más probablemente, el mismo doctor Froit, puesto que ambos procedían de Vienne, Isère, y, además, eran hijos únicos (como lo era el hijo de Aqua), instauró, o, mejor, restauró un sistema terapéutico, destinado a revigorizar el sentimiento de «grupo» y consistente en hacer participar a los enfermos de más calidad en las actividades del servicio doméstico si se sentían inclinados a ello. Aqua repitió, pues, exactamente, la treta de la astuta Eléonore Bonvard, a saber: se encargó de hacer las camas y limpiar el polvo a los vasares. El astoriumde san Taurus, o de santa Aura, o de como quiera que se llamase (¿qué importa?, las naderías de la existencia se olvidan muy a prisa cuando uno se sumerge en la nada absoluta) era quizá más moderno y más refinado (en cuanto a la elegante vista de que disponía sobre el desierto) que el hospicio sombrío de Mondefroid, pero, en uno y otro lugar, para un asilado demente no era sino un juego de niños el burlarse de un pedante imbécil.

En menos de una semana Aqua había acaparado más de doscientas píldoras y comprimidos de virtudes diversas. Las conocía casi sin excepción: los sedantes anodinos y los que le dejan a uno fuera de combate desde las ocho de la tarde hasta la medianoche; y las diversas variedades de soporíferos de mayor potencia, de los que se sale con los miembros nacidos y la cabeza pesada, tras ocho horas de no-existencia; y cierta droga, que era en sí misma deliciosa, pero que resultaba ligeramente mortal si se combina con un par de gotas de ese detergente conocido en el mercado bajo el nombre de Idiotona; y una píldora de color de ciruela morada que hacía que la pobre Aqua (que no podía por menos de reírse al pensar en ello) se acordase de las que empleaba la gitanilla maga de un cuento español (muy del gusto de las escolares de Ladore) para dormir a todos los cazadores y a sus perros en cuanto se levantaba la veda. Temiendo que algún metomentodo se entrometiese a resucitarla en el preludio del gran viaje, Aqua juzgó necesario asegurarse un momento de estupor solitario tan prolongado como fuera posible, en un lugar que no fuese una indisreta casa de cristal. La ejecución de esta segunda parte del proyecto fue simplificada y alentada por otro agente, o doble, del profesor de Isère, un tal doctor Sig Heiler a quien todo el mundo veneraba como un tío, un as, una especie de genio (en el sentido en que se dice una «especie de cerveza»). Los pacientes que testimoniaban, mediante ciertos espasmos de los párpados y otras partes semiprivadas sometidas a la observación de los estudiantes de medicina, que Sig (un buen tipo ligeramente deformado, pero no repelente) estaba empezando a ser soñado como un «papá Fig», gran azotador de traseros femeninos y valiente utilizador de escupideras, pasaban por estar en el camino de la curación, y eran autorizados, al despertar, a participar libremente en normales actividades al aire libre, como paseos y picnics. La astuta Aqua parpadeó, simuló un bostezo, entreabrió los ojos azul celeste (de tan sorprendente contraste con las pupilas de azabache, como el que también tenían los de Dolly, su madre), se puso un pantalón amarillo y un bolero negro, atravesó un bosquecillo de pinos, hizo auto-stop a un camión mejicano que la dejó en el cruce siguiente, encontró luego un barranco propicio en un chaparral, y allí, después de haber escrito una carta, se puso plácidamente a comer, en el hueco de la mano, el variopinto contenido de su bolso de mano, como cualquier joven campesina rusa Lakomyachtchaiasya yagodami(dándose un banquete de franbuesas) recién recogidas en el bosque. Aqua sonreía, deleitándose soñadoramente con el pensamiento (de tono bastante «kareniano») de que su desaparición afectaría a sus conocidos más o menos como la interrupción súbita, misteriosa, nunca explicada, de una historieta que se viene leyendo durante años en un periódico ilustrado dominical. Aquélla fue su última sonrisa. Fue descubierta mucho antes de lo que estaba previsto, pero también había muerto mucho antes de lo esperado, y el sagaz Siggy, vestido aún con su mal hecho pantalón corto caqui informó de que la Hermana Aqua (como, por alguna razón, la llamaban todos) había sido encontrada en la posición foetus in utero, como los muertos de las sepulturas prehistóricas; un comentario que sus estudiantes estimaron oportuno, como quizás lo estimen los míos.

La última carta de Aqua, encontrada sobre el cuerpo de ésta, y dirigida a su marido y a su hijo, podía haber sido escrita por la persona más sensata de esta tierra o de otra.


Aujourd'hui (heute-toityl), yo, juguete de pupilas giratorias, he conseguido el permiso psykista para disfrutar de un paseo en compañía de herr Doktor Sieg, de nuestra enfermera Joan la Terrible, y de varios «pacientes», en el bor(bosque de pinos) vecino. En éste he visto, querido Van, exactamente las mismas ardillas con aspecto de mofeta que tu abuela Azuloscuro importó en el parque de Ardis, por el que algún día, sin duda, te pasearás. Las agujas de un reloj de pared, aun cuando no funcione bien, deben saber, y hacer saber al más tonto de los relojitos de pulsera, dónde se encuentran. De no ser así, ya no hay reloj, ya no hay cuadrante; no hay más que una cara en blanco con unos falsos bigotes. Igualmente, tchelovek(el ser humano) debe saber dónde está y hacérselo saber a los demás; y, de no ser así, no es ni siquiera un klok(pedazo) de tchelovek; no es ya un él, ni un ella, no es sino «una pizca de nada», como decía tu pobre ama Ruby, mi pequeño Van, cuando hablaba de su seno derecho estéril. Yo, pobre Princesse lointaine, très lointaineya, no sé dónde estoy: así pues, es necesario que desaparezca. Así pues, adieu, querido, hijo mío querido, y adiós, pobre Demon. No conozco ni la fecha ni la estación, pero es un día razonablemente bello, y, sin duda, en sazón, con una gran cantidad de gentiles hormiguitas que hacen cola para probar mis lindas píldoras.

(Firmado) La hermana de mi hermana, que teper'iz ada(«ahora ha salido del infierno»)


«Si queremos que el reloj de sol de la vida nos indique dónde estamos —comentó Van, que desarrolló la metáfora en la rosaleda de Ardis Manor a finales de agosto de 1884– es preciso que recordemos siempre que la fuerza, la dignidad y la delicia del hombre consiste en frustrar y despreciar las sombras y las estrellas que nos ocultan sus secretos. Sólo el poder ridículo del sufrimiento pudo obligarla a rendirse. Y muchas veces me digo que sería mucho más verosímil, estética, extática y estócicamente, que ella fuese verdaderamente mi madre.»

IV



Cuando, a mediados del siglo XX, Van emprendió la reconstitución de su más lejano pasado, no tardó en darse cuenta de que el modo más apropiado (y, frecuentemente, el únicomodo) de tratar los recuerdos da su infancia realmente significativos (en cuanto al objeto particular que se proponía dicha reconstitución) que reaparecían en diversos períodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto. Ésa es la razón de que su primer amor tenga aquí prioridad sobre su primera herida o su primera pesadilla.

Acababa de llegar a su decimocuarto cumpleaños. Hasta entonces, nunca había abandonado las comodidades del hogar paterno. Nunca se había dicho que esas «comodidades» podían ser cuestionables, y valer sólo como una metáfora preliminar y tópica en un libro sobre un muchacho y un colegio...

A pocas casas de distancia del edificio de la escuela en que Van estaba interno, una viuda, la señora Tapirov, que, aunque francesa, hablaba inglés, con acento ruso, tenía una tienda de objetos de arte y de muebles antiguos, o que pasaban por serlo. Un brillante día de invierno Van entró en aquella tienda. Vasos de cristal llenos de rosas de color carmesí y margaritas amarillas estaban dispuestos acá y allá: sobre una consola del madera dorada, sobre un cofre de laca, en el estante de una vitrina, y también en los bordes de una alfombra que tapizaba la escalerita que subía al entresuelo, donde altos armarios y aparadores pretenciosos rodeaban en semicírculo una singular asamblea de arpas. Van comprobó que las flores eran artificiales, y se preguntó, perplejo, por qué esa clase de imitaciones se proponían engañar exclusivamente a los ojos, en vez de reproducir también el contacto húmedo y carnal de los pétalos o las hojas vivas. Cuando al día siguiente se presentó de nuevo en busca del objeto (olvidado ya hoy, ochenta años más tarde) cuya reparación o copia había encargado, el objeto no estaba dispuesto o la copia no estaba hecha. Al pasar, tocó una rosa a medias abierta; pero sus dedos no sintieron el previsto contacto de una epidermis estéril, sino el beso de la vida, de unos labios trémulos de frescor. La señora Tapirov observó su sorpresa y dijo: «Hija mía, pon siempre un ramo de rosas naturales entre las artificiales pour attraper le client. Has dado con el truco.» Ella entró justo cuando él se marchaba: era una colegiala que vestía un abrigo gris, y tenía un bonito rostro, y unos bucles morenos que le llegaban hasta los hombros. En otra ocasión (porque cierta parte del objeto, tal vez el marco, tardó un tiempo infinito antes de poder ser recogido, o tal vez porque el objeto entero resultó, finalmente, inhallable), Van la vio, con los libros de clase, acurrucada en una butaca, mueble doméstico entre los artículos de venta. Nunca le habló. La amó locamente. Su pasión debió durar por lo menos un trimestre.

Aquello era el amor, el amor normal, misterioso. Menos misteriosas, pero considerablemente más grotescas, eran las pasiones, esas pasiones que varias generaciones de buenos maestros no habían conseguido aún purgar de las costumbres escolares, y que, en fecha tan tardía como 1883, seguían extraordinariamente en boga en Riverlane. Cada dormitorio tenía su sodomizado. Un chico neurótico procedente de Upsala, de ojos bizqueantes y labios flojos, de miembros casi anormalmente desmañados, pero que tenía una textura de piel maravillosamente tierna y las encantadoras redondeces cremosas del Cupido del Bronzino (el grande, aquél que un sátiro entusiasmado descubre en el cenador de una dama), era objeto de crueles abusos por parte de una banda de muchachos extranjeros, griegos o ingleses en su mayor parte, cuyo jefe era Cheshire, el as del rugbydel colegio. En parte por bravata, en parte por curiosidad, Van, sobreponiéndose a su propia repugnancia, asistía, con mirada fría, a sus groseras orgías. Por lo demás, no tardó en abandonar el sucedáneo en beneficio de diversiones más normales, aunque igualmente descorazonadoras.

La vieja que vendía bastones de azúcar y tebeos en la tiendecita de la esquina (la cual, por tradición, no estaba estrictamente vedada a los internos del colegio) contrató los servicios de una auxiliar, rechoncha y joven, y Cheshire, que era hijo de un lord aficionado a las economías, no tardó en descubrir que podía poseerla por un dólar ruso. Van fue uno de los primeros en aprovecharse de la ganga. La chica concedía sus favores en una semioscuridad, entre cajas y sacos amontonados en la trastienda, una vez cumplido su horario de trabajo. El haberse presentado a la chica como un libertino de dieciséis años, en vez de como un virginal chiquillo de catorce, hizo que el encuentro resultara muy embarazoso para nuestro calavera. Trató de paliar su inexperiencia mediante una acción expeditiva, y no logró otra cosa que derramar en el felpudo de la entrada lo que la chica le hubiera ayudado de buena gana a introducir de puertas adentro. Las cosas salieron mejor seis minutos más tarde, cuando Cheshire y Zographos estuvieron listos. Sin embargo, solamente en la segunda sesión comenzó Van verdaderamente a apreciar la dulzura de su amiga, el acucioso apretón de su sexo, la lealtad de su vaivén. Sabía que no era más que una putilla mal hecha, un cerdito rosa, y cada vez que, cuando había acabado, ella trataba de besarle, él le ponía el codo y apartaba la cara, al tiempo que, como había visto hacer a Cheshire, se aseguraba, con mano rápida, de que su cartera seguía en el bolsillo de su pantalón. Y sin embargo, quién sabe por qué, cuando su cuadragésimo y último orgasmo se había ya hundido en el tiempo pasado y Van se encontró solo en el tren que le llevaba a Ladore, entre campos negros y verdes, se sorprendió al ver cómo ornaba de una poesía imprevisible la imagen de la pobre chica, el olor a cocina de sus brazos, sus húmedos párpados iluminándose con el brillo súbito del encendedor de Cheshire y hasta los pasos de la señora Gimber, la vieja sorda, que chirriaban sobre sus cabezas, en el dormitorio.

Instalado en un elegante compartimento de primera clase, con la mano enguantada descansando en el aterciopelado brazo del asiento y contemplando el amplio paisaje que pasa ante la ventanilla, uno se siente de veras como un hombre de mundo. Pero, de cuando en cuando, los ojos del viajero hacen una pausa en su ir y venir, y el viajero se introvierte y escucha el susurro de cierta comezón en sus zonas más bajas, que él considera (interpretación correcta, gracias a Pieu, como una simple irritación epitelial de carácter benigno.

V



Hacia las tres de la tarde, Van descendió con sus dos maletas a la paz soleada de una pequeña estación rural. De allí partía un camino sinuoso que conducía hasta Ardis Hall, a donde Van acudía por primera vez en su vida. Su imaginación le había ofrecido, en una miniatura premonitoria, un caballo ensillado dispuesto para él. Pero allí no había ni siquiera una tartana. El jefe de estación, un hombre gordo y bronceado, con uniforme pardo, sabía de buena fuente que se esperaba al señor Van en el tren del anochecer, que era más lento, pero disponía de coche restaurante. Mientras saludaba con su gorra al impaciente conductor, dijo también que tardaría un minuto en telefonear a Ardis Hall. Pero, súbitamente, un coche de alquiler se detuvo al borde del andén y una dama pelirroja se apeó, llevando en la mano su sombrero de paja, y, riéndose de la propia prisa, se precipitó hacia el tren, y, en el último segundo, consiguió subir a él antes de que arrancara. Van se mostró conforme con aquel medio de transporte que había puesto a su disposición la casualidad y se instaló en la vieja calesa. El viaje duró una media hora; y no le resultó desagradable. Se vio transportado entre bosques de pinos y barrancos rocosos, llenos de pájaros y otros animales que cantaban entre la maleza salpicada de flores. Rayos de sol y encajes de sombra resbalaban sobre sus piernas y arrancaban destellos verdes del gran botón de cobre (cuyo hermano gemelo se había desprendido) de la cinturilla del sobretodo del cochero. Atravesaron Torfianka, una soñadora aldeíta que consistía en tres o cuatro isbas hechas de troncos rústicos, un pequeño establecimiento para la reparación de recipientes de leche y una herrería semioculta entre jazmines. El cochero saludó con la mano a un amigo invisible y el sensible cochecito hizo una ligera cabriola para asociarse a aquel gesto cortés. Ahora corrían por el campo libre, sobre un suelo lleno de polvo, en una carretera que descendía y volvía a ascender trepando por las colinas. A cada subida, el viejo taxímetro mecánico desaceleraba su carrera, como si estuviese a punto de dormirse y tuviese que violentarse para dominar su fatiga.

Pronto se encontraron saltando sobre la grava y los guijarros de Gamlet, un pueblecito semirruso, y el conductor hizo un nuevo saludo, dirigido esta vez a un chico subido a un cerezo. Los abedules se apartaron para dejarles paso y accedieron a un puente muy antiguo. Entonces apareció el Ladore —un río que Van vería muchas veces de nuevo durante su vida—, con las negras ruinas del castillo encaramadas en una roca escarpada, y, aguas abajo, los alegres techos multicolores.

La vegetación asumió un carácter más meridional cuando el camino comenzó a bordear el parque de Ardis. A la primera curva, Van descubrió la romántca mansión, situada sobre la «suave eminencia» de las viejas novelas. Era un edificio magnífico, de tres pisos de altura —ladrillo claro y piedra violácea—, cuyos matices y cuyos materiales parecían, según recibían la luz, intercambiar sus apariencias. A pesar de la diversidad, la amplitud y la vitalidad exuberante de los grandes árboles que, desde tiempo atrás, habían remplazado a las dos filas bien ordenadas de arbolitos estilizados (más proyectados como decoración de la casa en la mente del arquitecto que vistos por un ojo de pintor), Van reconoció inmediatamente Ardis Hall, tal como lo había visto representado en una acuarela dos veces centenaria que adornaba el vestidor de su padre: la casa reposaba sobre una altura que dominaba una pradera abstracta, en la que dos minúsculos personajes con sombreros de tres picos conversaban a escasa distancia de una vaca estilizada.

Ningún miembro de la familia se encontraba allí cuando llegó Van. Un distinguido criado tomó el caballo por la brida y desapareció. Van pasó bajo un porche gótico y penetró en el gran vestíbulo. Allí fue recibido, con gestos de alegría, por Bouteillan, el viejo mayordomo calvo, que lucía, en contra de las costumbres de su profesión, unos bigotes teñidos de un negro grasiento y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del padre de Van. « Je parie—dijo– que Monsieur ne me reconnaît pas». Y, para hacerse reconocer, procedió a recordar a Van lo que Van, sin su ayuda, ya había recordado: el farmannikin(especie de cometa que hoy sería vano buscar, incluso en los más ricos museos del juguete pretérito) que cierta mañana Bouteillan le había ayudado a hacer volar sobre un gran prado salpicado de ranúnculos. Ambos elevaron los ojos hacia el cénit: por un instante, el minúsculo rectángulo rojo se materializó en su recuerdo, suspendido oblicuamente en el azul de un cielo primaveral. El vestíbulo era famoso por sus cielorrasos pintados.

Era demasiado temprano para tomar el té. ¿Deseaba el joven señor que fuese alguna criada, o bien su humilde servidor, quien se encargase de abrir el equipaje? ¡Oh, una de las doncellas!, contestó Van, haciendo con presteza el inventario de los artículos contenidos en el equipaje de un escolar y preguntándose cuál de ellos sería el que podría impresionar a una muchacha de servicio. ¿La imagen desnuda de la modelo Ivory Revery? Pero, ¿qué importaba eso, ahora que él era un hombre?

Por sugerencia del mayordomo, Van salió a dar una vuelta por el jardín. Cuando avanzaba sin ruido sobre la arena rosada de una sinuosa senda, calzado con los zapatos de lona blanca y suela de goma negra de su uniforme escolar, fue a dar con una persona a la que reconoció, con disgusto, como su antigua institutriz francesa (¡aquel lugar parecía el dominio de un enjambre de fantasmas!). La dama estaba sentada en un banco pintado de verde, al pie de un bosquecillo de lilas de Persia, con una sombrilla en una mano, y un libro abierto en la otra. Leía en voz alta a una niña, mientras ésta se hurgaba en la nariz y se examinaba el dedo, con una satisfacción soñadora, antes de limpiárselo en el borde del banco. Van decidió que tenía que ser «Ardelia», la mayor de las dos primitas a las que se suponía venía a conocer. En realidad, se trataba de Lucette, la más joven, una criatura todavía más bien neutra, de ocho años, que tenía por nariz un botón rosa y pecoso, y una cabellera brillante de color castaño rojizo. Había sufrido una neumonía a principios de la primavera y tenía ese aire de extraña lejanía que conservan durante algún tiempo los niños que han escapado a la muerte (especialmente, los niños traviesos). MademoiselleLarivière, mirando por encima de sus gafas verdes, vio de pronto a Van, el cual tuvo que prestarse a nuevas efusiones de bienvenida. A diferencia del viejo Albert, mademoiselleLarivière no había cambiado en absoluto desde los días en que aparecía, tres veces por semana, en casa de Dark Veen, con un montón de libros y su caniche enano y tembloroso (ahora muerto), que no soportaba quedarse solo en casa. Van recordaba sus grandes ojos brillantes, como tristes aceitunas negras.

Tomaron el camino de regreso a la casa. La institutriz sacudía la cabeza —nariz grande, barbilla grande—, mientras caminaba bajo la seda de su sombrilla recordando alguna antigua pena. Lucette arrastraba por la arena una azada de jardinero que había encontrado. Y el joven Van, con su bonito traje gris y su corbata flotante, marchaba, con las manos a la espalda, mirándose los pies, que se movían con silenciosa destreza, y esforzándose, sin ninguna razón especial, en colocarlos concienzudamente uno detrás del otro, en la misma línea.

Ante el porche acababa de detenerse una victoria. Una señora, que se parecía a la madre de Van, y una muchachita de cabellos oscuros, de unos once o doce años descendían del coche, precedidas por un perrito que se les había escapado ágilmente. Ada llevaba en sus brazos un manojo desordenado de flores silvestres. Iba vestida de blanco, con una chaqueta negra, y llevaba un lazo blanco en sus largos cabellos. Van no la volvió a ver nunca vestida de aquel modo, y cada vez que, en evocación retrospectiva, hacía mención del atuendo, ella replicaba tenazmente que debía haberlo soñado, puesto que en su vida había vestido así, y que nunca se habría colocado una chaqueta oscura en un día tan caluroso. Pero él permaneció siempre aferrado a aquella imagen inicial.

Unos diez años antes (cuando él estaba a punto de cumplir cuatro, o tal vez a poco de haberlos cumplido, y hacia el final de una prolongada estancia de su madre en un sanatorio) «Tía» Marina se le había echado encima en un parque público donde había una gran jaula de faisanes, y, tras decirle a la niñera que se ocupase de sus propios asuntos, le había llevado a una caseta de madera, junto al quiosco de música. Allí le compró un bastón de caramelo de menta color de esmeralda y le dijo que, si su padre quería, ella reemplazaría a su madre, y que no se debía dar de comer a los faisanes sin el permiso de lady Amherst (eso fue, al menos, lo que él entendió).

Tomaron el té en un rincón coquetonamente amueblado (que contrastaba con la notable austeridad del resto del hall) de donde partía la gran escalera. Estaban sentados en sillas tapizadas de seda, en torno a una mesa encantadora. Ada había dejado su chaqueta negra y su ramillete rosa-amarillo-azul de anémonas, celidonias y colombinas, en un taburete de madera de encina. El perro Dack recogía más trozos de galleta de lo que tenía por costumbre. Price, el viejo criado tristón que trajo la crema para las fresas, recordó a Van a su profesor de Historia, «Jiji» Jones.

—Se parece a mi profesor de Historia —dijo Van, cuando Price se había retirado.

—Yo adoraba la Historia —dijo Marina—. Me encantaba identificarme con las mujeres famosas. Mira, Ivan, en tu plato hay una mariquita. Particularmente con las bellezas célebres. La segunda esposa de Lincoln, o la reina Josefina...

—Sí, lo he notado. ¡Qué bien dibujada está! En casa también tenemos platos así.

—¿ Slivok(un proco de crema)? —preguntó Marina, mientras servía a Van una taza de té—. Hablas ruso, supongo.

– Neokhotno no soverchenno svobodno(de mala gana, pero con soltura) —replicó Van, slegka ulibnuvshis(con una ligera sonrisa)—. Sí, mucha crema y tres terrones de azúcar.

—Ada y yo compartimos tus gustos extravagantes. A Dostoievski le gustaba con jarabe de frambuesa. —¡Puah! —proclamó Ada.

Detrás de Marina, colgaba de la pared su propio retrato, hecho por Tresham. Era una tela bastante bella, que la representaba tocada con un gran sombrero romántico, con un ala irisada y una larga pluma caída, de plata con bandas negras; un sombrero que había llevado diez años antes, para el ensayo general de una escena de caza. Y Van, al acordarse de la jaula de los faisanes, y de su madre, encerrada en otra jaula, experimentó un extraño y súbito sentimiento de misterio, como si los comentaristas de su destino se hubieran puesto a cuchichear en un rincón El rostro maquillado de Marina se esforzaba en imitar su antigua apariencia, pero la moda había cambiado: llevaba un vestido de algodón estampado con motivos campesinos; sus bucles de color castaño rojizo habían sido decolorados con agua oxigenada y ya no le caían sobre las sienes; no había nada, en su atavío o en su tocado, que recordase la elegancia con la que sostenía el bastón de caza o el deslumbrante plumaje que el talento de Tresham había plasmado con la minucia de un ornitólogo.

No hubo gran cosa digna de ser recordada en aquel primer té. Van advirtió cierta maña de Ada para no enseñar las uñas, una maña que consistía en mantener el puño cerrado o, cuando abría la mano para tomar un bizcocho, hacerlo con la palma vuelta hacia arriba. Todo cuanto su madre decía parecía aburrirla, incomodarla. Cuando Marina empezó a hablar del Tarn, también llamado el Nuevo Embalse, Van se dio cuenta de que Ada no seguía sentada a su lado. Estaba de pie, un poco apartada, ante una ventana abierta y de espaldas a los demás. El perro de cintura de avispa había saltado a una silla y, sobre sus patas abiertas, contemplaba también el jardín, mientras Ada le hablaba a la oreja para preguntarle qué era lo que olfateaba.

—Se ve el Tarn desde la ventana de la biblioteca —dijo Marina—. Ada te enseñará todas las habitaciones de la casa. ¿Ada...? —Marina pronunciaba esta palabra al modo ruso, con la vocal profunda y grave, lo que le daba un sonido parecido al de la palabra inglesa ardor.

—Desde aquí también se puede ver un poco de agua que brilla —dijo Ada, volviendo la cabeza desde su puesto de observación, y, pollice verso, indicó la vista a Van, el cual dejó en la mesa su taza, se secó los labios con una minúscula servilleta bordada que metió en el bolsillo de su pantalón y se aproximó a la morenita de los, brazos pálidos.

Cuando se inclinaba hacia ella (entonces era unas tres pulgadas más alto, y unas seis cuando ella se casó con su ruso de rito ortodoxo, y la sombra de éste, tras ella, sostenía sobre su cabeza la pesada corona nupcial), Ada apartó la cabeza para permitirle que se colocara en el ángulo favorable y sus cabellos le rozaron el cuello. Las primeras veces que Ivan soñó con Ada, la reiteración de aquel contacto tan ligero, tan breve, resultaba siempre superior a sus fuerzas, y, como una espada blandida, desencadenaba la salva que le rendía honores.

—Termina tu té, preciosa —dijo Marina.

En seguida, como Marina había prometido, los dos chicos marcharon escaleras arriba. «¿Por qué crujirán tan furiosamente las escaleras cuando dos niños suben por ellas?», se preguntaba Marina, siguiendo con la mirada las dos manos izquierdas que se apoyaban en la barandilla para ayudarse en sus saltos. Hacían los mismos movimientos, como dos hermanos en su primera lección de baile. «Después de todo, nosotras éramos hermanas gemelas; todo el mundo lo sabe.» Con el mismo suave esfuerzo, Ada delante, Van detrás, los chicos saltaron sobre los dos últimos escalones y la escalera quedó de nuevo silenciosa. «Escrúpulos pasados de moda», dijo Marina.

VI



Ada condujo a su tímido invitado a la gran biblioteca de la segunda planta, orgullo de Ardis, y su lugar favorito. Su madre no entraba jamás allí (ya tenía en su tocador su propia colección completa de Las Mil y Una Mejores Comedias). En cuanto a Daniel Veen, poltrón sentimental, evitaba incluso aproximarse a la misma porque no tenía ganas de encontrarse con el fantasma de su padre, muerto entre sus libros, víctima de un ataque de apoplejía. Por otra parte, nada le parecía tan deprimente como aquellas obras completas de autores completamente olvidados, si bien no le desagradaba que un visitante ocasional admirase las altas estanterías y las rechonchas vitrinas, los cuadros sombríos y los bustos pálidos, las diez sillas de nogal tallado y las dos nobles mesas con incrustaciones de ébano. En un haz oblicuo de estudiosos rayos de sol, un atlas botánico, abierto sobre un facistol, mostraba una plancha multicolor en la que se presentaban unas orquídeas Una especie de diván o canapé, tapizado de terciopelo negro y con dos cojines amarillos, estaba adaptado a un nicho de la pared, bajo una ventana de un solo cristal que ofrecía una magnífica vista del parque, con su lago artificial. Un par de candelabros, puros espectos de bronce y cera, se apoyaban, o parecían apoyarse, en el amplio alféizar.

Un corredor que partía de la biblioteca hubiese conducido a nuestros silenciosos exploradores (si hubiesen proseguido sus investigaciones en esa dirección) hasta las habitaciones del señor y la señora Veen, situadas en el ala de poniente del edificio. Pero una pequeña escalera semisecreta, oculta tras una estantería rotatoria, les aspiró en su espiral ascendente, ella delante, él tres pasos más atrás, tres escalones más abajo, siguiendo las largas zancadas de la muchachita de muslos blancos como la leche.

Los dormitorios y las instalaciones adyacentes eran menos que modestos: Van no pudo por menos de lamentar el ser, por lo visto, demasiado joven para no poder pretender una de las dos habitaciones para invitados que estaban próximas a la biblioteca. Se acordó con nostalgia del lujo de su casa paterna, ante aquellos horribles objetos que iban a rodearle en la soledad de las noches de verano. Allí todo parecía destinado algún cretino servilmente conformista: el lecho desolador, como de asilo con su sencilla cabecera medieval de madera deslustrada; el armario ropero de quejumbrosos crujidos, la rechoncha cómoda de imitación de caoba, con sus tiradores de cadenilla (uno de los cuales faltaba); un cofre para las mantas (una oveja descarriada, escapada de la habitación del ajuar), y el viejo escritorio de persiana impracticable... clavada, encolada tal vez: en una de sus casillas inútiles, Van descubrió el tirador que faltaba en la cómoda y se lo ofreció a Ada, que lo tiró por la ventana. Hasta aquel día Van no había conocido un caballete-toallero, ni un lavabo sin bañera. Encima de éste había un espejo redondo, adornado con racimos de uva de escayola dorada. Una serpiente satánica circundaba la jofaina de porcelana (réplica exacta de la del cuarto de aseo de las niñas, al otro lado del pasillo). Un sillón de brazos, de alto respaldo, y una mesita con un candelabro de bronce con asa y con platillo para recoger la cera (cuyo doble le parecía haber visto también reflejado en un espejo un instante antes; pero ¿dónde?, ¿dónde?), completaban la principal y peor parte del humilde mobiliario.


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