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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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—Preferiría la lámpara Benten, pero no queda keroseno en el depósito. Sé buena chica, corazón (dirigiéndose a Lucette), llama... ¡Cielos! Keroseno, kerosén...

Las siete letras que había sacado, K.R.E.S.O.E.N., y que ahora disponía en su spektrik(el pequeño caballete de madera lacada que cada jugador tenía delante), casi formaban, en un movimiento rápido y como espontáneo, la palabra clave de la frase que fortuitamente había pronunciado mientras las sacaba al azar.

Otra vez, en el saledizo de la biblioteca, una tarde de truenos (pocas horas antes del incendio de la granja), Lucette sacó en el orden indicado las siete letras de un divertido VANIADA, con el cual formó en seguida el nombre del mueble al que acababa de referirse con su vocecita llorosa: «¿es que yo no tengo derecho a sentarme en el DIVÁN?».

Poco tiempo después, como suele ocurrir con los juegos, los juguetes y los amigos de vacaciones que parecen prometernos un porvenir constelado de placeres sin término, el Flavita siguió a la hoja de cobre y a la hoja de sangre en las nieblas del otoño. La caja negra se extravió, se olvidó y fue recuperada accidentalmente cuatro años más tarde (entre los cofrecillos de los cubiertos de plata), poco antes de que Lucette marchase a la ciudad a pasar unos días con su padre, a mediados de julio de 1888. La partida de Flavita que jugaron entonces los tres jóvenes Veen fue la última que jugarían juntos. Su desenlace quedó grabado definitivamente en la memoria de Van, bien a causa del memorable triunfo de Ada, bien por ciertas notas que en aquella ocasión tomó Van con la esperanza (no del todo decepcionada) «de entrever el forro del tiempo» (el cual, según él mismo escribiría más tarde, «constituye la mejor definición oficiosa de los presagios y las profecías»).

—Es que no puedo hacer nada, pero nada —gemía Lucette—, con mis Buchstabenimbéciles: REMNILK, LINKREM...

—Veamos —le susurró Van—, es muy sencillo. Invierte las dos sílabas y tendrás una fortaleza de la antigua Moscovia...

—¡Ah, no! —dijo Ada, agitando el índice izquierdo a la altura de la sien (gesto que le era familiar)—. ¡no! Esa bonita palabra no existe en ruso, es una invención francesa. No existe segunda sílaba.

—¿No hay compasión para una niña? —abogó Van.

—¡No hay compasión!

—En ese caso, Lucette, siempre podrás hacer una pequeña crema, KREM, KREME, o mejor aún KREMLI, que son las cárceles yukonianas. Cruza su ORHIDEYA.

—Su estúpida orquídea —dijo Lucette.

—Y ahora —dijo Ada—, Adochka va a hacer algo todavía más estúpido.

Dio un profundo suspiro de satisfacción y, valiéndose de una letrita muy común descuidadamente colocada un momento antes en la séptima casilla de la fila superior, compuso el adjetivo TORFYANUYU. Aparte de que la F caía en una casilla marrón, la palabra atravesaba dos casillas rojas (37 X 9 = 333 puntos), y los 50 puntos que ganaba por haber colocado de golpe sus siete letras elevaban el tanteo a 383 puntos, suma nunca alcanzada antes con una sola palabra por un jugador de Scrabble ruso.

—¡Uf! —dijo—. ¡No ha sido fácil! —Y, apartando con el dorso de su blanca mano de nudillos rosados el mechón de bronce negro que se había deslizado por su sien, volvió a hacer, en alta voz, la cuenta de su escandalosa ganancia con los acentos melodiosos y satisfechos de una princesa que narrase cómo había hecho morir a un amante superfluo administrándole un brebaje envenenado. Las furibundas miradas de Lucette apelaban a Van a propósito de las injusticias del destino; de pronto, un aullido de esperanza escapó de su garganta:

—¡Pero eso es un nombre de lugar! ¡No tiene derecho...! ¡Es el nombre del primer apeadero después de Pont-sur-Ladore!

—¡Sí, es verdad, tesoro! —canturreó Ada—. ¡No sabes cuánta razón tienes! Sí, Torfyanaya, o, como dice Blanche, La Tourbière, es, en efecto, el pueblecito encantador, aunque algo húmedo, donde vive la familia de nuestra Cenicienta. Pero, desgraciadamente, pequeña, en la lengua de nuestra madre, o, mejor dicho, en la lengua de una abuela materna que nos es común a los tres, una lengua rica y muy bella que mi tesoro no debía descuidar en beneficio de una rama canadiense del francés, ese adjetivo ruso, de los más corrientes, significa «turboso», en géner femenino y caso acusativo. Sí, con ese solo golpe gano casi 400 puntos. ¡Qué lástima...! ne dotyanula(que ese «casi» no sea un «exactamente»).

—¡ Ne dotyanula! —gimió Lucette dirigiéndose a Van con las ventanas de la nariz dilatadas y los hombros agitados por la indignación.

Van inclinó la silla de la niña para obligarla a marcharse. En quince jugadas la pobre chica no había ganado la mitad de los puntos que Ada conseguía con un solo golpe maestro. Y tampoco la suerte de Van había sido mucho mejor. Pero, ¡qué importaba! El aterciopelado de un brazo, el pálido azul de las venas en el hueco del codo, el olor a madera quemada de una cabellera iluminada en oro tostado por la pantalla de diáfano pergamino (un paisaje lacustre con dragones japoneses) valían infinitamente más puntos que los que el haz de dedos, rígidos sobre el lápiz, podría contar en el pasado, en el presente y en el porvenir...

—El perdedor tiene que irse «de cabeza» a la cama —dijo Van, jovialmente —y no saldrá de allí bajo ningún pretexto. Dentro de diez minutos exactamente le llevaremos una gran taza (¡la taza azul oscuro!) de chocolate (del Cadbury negro, bien azucarado, sin piel).

—El perdedor se niega —dijo Lucette, cruzándose de brazos—. En primer lugar, porque todavía no son más que las ocho y media, y luego, porque yo sé perfectamente por qué queréis libraros de mí.

—Van —dijo Ada, después de un silencio—, haz el favor de llamar a Mademoiselle. Está trabajando con mamá en un guión que no puede ser más estúpido que esta horrible niña.

—Me gustaría bastante saber lo que significa su interesante observación —dijo Van—. Pregúntaselo, Ada.

—Se imagina que vamos a jugar a Scrabble sin ella, o a repetir algunos movimientos de esa gimnasia oriental que has empezado a enseñarme. ¿Es que no te acuerdas, Van?

—Sí, me acuerdo. Como tú te acuerdas de que sólo te he enseñado lo que aprendí de mi profesor de gimnasia, King Wing.

—Os acordáis de muchas cosas vosotros dos, ya, ya —dijo Lucette, que estaba frente a ellos, en pie con su pijama verde, exhibiendo su pecho bronceado, con las piernas separadas y las manos en las caderas.

—Quizá lo más sencillo... —comenzó Ada.

—Lo más sencillo —interrumpió Lucette– es que ninguno de los dos me podéis decir exactamente por qué queréis libraros de mí.

—Lo más sencillo —siguió Ada– es, Van, que le des un cachete bien enérgico y sonoro.

—¡Que se atreva! —gritó Lucette, poniéndose en guardia.

Suavemente, Van acarició la cima sedosa de la cabecita rebelde y le dio un beso detrás de la oreja. Lucette, desfigurada por los sollozos, salió corriendo de la habitación. Ada echó el pestillo tras ella.

—No es más que una nínfula salvaje, incurablemente loca y totalmente depravada —dijo Ada—. Pero eso no significa que no debamos tener más precaución que nunca... ¡Oh, terriblemente, terriblemente, terriblemente...! ¡Oh, precaución, amor mío!

XXXVII



Llovía. En la decepcionante perspectiva encuadrada por la ventana salediza de la biblioteca, los cuadros de césped parecían más verdes, el agua del estanque más gris. Vestido con un traje de gimnasia negro, y la cabeza apoyada en dos cojines amarillos, Van, tumbado boca arriba, leía Rattner sobre Terra, libro abstruso y deprimente. De cuando en cuando elevaba los ojos hacia el gran reloj de péndulo de tic-tac otoñal, por encima del cráneo pálido de una Tartaria requemada representada en un globo terráqueo antiguo y monumental, a la luz languideciente de una tarde que más parecía de octubre que de julio. Ada, ceñida por un impermeable de cinturón pasado de moda que Van detestaba, y con el bolso en bandolera, había marchado a Kaluga, donde iba a pasar el día, en principio para probarse unos vestidos y, en realidad, para consultar con un primo del doctor Krolik, el ginecólogo Seitz (a «Zayats», en la transcripción mental efectuada por Ada, porque, como en el caso de Krolik —conejo—, pertenecía también, según la fonética rusa, a la familia de los lepóridos). Van estaba seguro de que ni una sola vez, durante todo un mes de práctica amorosa, se había olvidado de tomar las precauciones necesarias, a veces algo extravagantes, pero indiscutiblemente eficaces. Incluso recientemente se había procurado el artificio anticonceptivo en forma de vaina que, por no se sabe qué motivo extraño, aunque consagrado por la costumbre, sólo los peluqueros estaban autorizados a vender en el condado de Ladore. No obstante, estaba inquieto, y su inquietud le enojaba, y Rattner, que en su obra negaba sin convicción toda existencia objetiva al planeta gemelo para concedérsela de mala gana en las oscuras notas (incómodamente colocadas entre capítulo y capítulo), le parecía tan insípido como la lluvia, la lluvia que trazaba con lápiz gris paralelas oblicuas sobre el fondo más oscuro de una hilera de alisos, cogidos, pretendía Ada, en Mansfield Park.

A las cinco menos diez, Bout entró sin hacer ruido en la biblioteca. Traía una lámpara de petróleo encendida y la invitación de ir a charlar en la habitación de Marina. Al pasar junto al globo puso en éste el índice y contempló, con aire de desaprobación, la mancha que le había quedado en el dedo.

—El mundo está lleno de polvo —dijo—. Blanche merecería que la mandasen a su pueblo. Elle est folle et mauvaise, cette fille.

—De acuerdo, de acuerdo —murmuró Van, volviendo a abismarse en su lectura. Bout salió, sacudiendo obstinadamente la cabeza rapada; Van bostezó y dejó resbalar el libro desde el negro diván a la negra alfombra.

Cuando elevó los ojos hacia el reloj, éste estaba reuniendo sus fuerzas para dar la hora. Van saltó del sofá al recordar de pronto que Blanche se había presentado poco antes para encargarle que se quejase a Marina de que la señorita Ada se había negado una vez más a dejarla en la «Torre Cerveza», como llamaban los bromistas locales a su pueblo natal. Durante algunos instantes, su sueño breve y vago quedó tan estrechamente confundido con la realidad que, incluso cuando recordó a Bout poniendo el dedo sobre la península romboidal en que los aliados acababan justamente de desembarcar (según anunciaba el periódico de Ladore abierto en la mesa de la biblioteca), continuó viendo claramente a Blanche, que quitaba el polvo a Crimea con uno de los pañuelos perdidos por Ada. Subió por la escalera de caracol para ir a los lavabos de los niños, oyó de lejos a la institutriz y a su desdichada alumna que declamaban una escena de la horrible Berenice(graznido de contralto alternando con una vocecita desprovista de toda expresión), y se persuadió de que Blanche, o, mejor, Marina, trataban seguramente de saber si él hablaba en serio la antevíspera cuando comunicó su intención de sentar plaza a los diecinueve años (edad mínima para alistarse como voluntario). Concedió también un minuto de reflexión al triste hecho de que (como bien le habían enseñado sus estudios) la confusión entre dos órdenes de realidad, una entre comillas simples y la otra entre comillas dobles, era un síntoma de locura inminente.

Sin maquillar, con el pelo sin cepillar y metida en su kimono más viejo (su Pedro había salido inopinadamente para Río), Marina descansaba en su lecho de caoba, bajo un edredón dorado, bebiendo una taza de té con leche de burra, una de sus chifladuras.

—Siéntate —dijo —y toma un poco de chayku. La leche de vaca está en la jarrita, creo. Sí, está ahí.

Y cuando Van, luego de besar su mano pecosa, se dejó caer sobre el cuero de un ivanilich, que recibió su peso con un suspiro de viejo pouf, prosiguió:

—Van, querido, tengo que decirte algo y sé, gracias a Dios, que no necesitaré repetírtelo. Belle, con su acostumbrada sensibilidad para dar con la palabra adecuada, me ha citado el adagio cousinage, dangereux voisinage, y se ha quejado de que os besabais por todos los rincones. ¿Es verdad eso?

La imaginación de Van anticipó la réplica. Aquello, Marina, no era más que una fantástica exageración. La loca de Mlle. Larivière le había visto un día con Ada en brazos para atravesar el arroyo... y la había besado porque Ada se había herido en un pie. Soy el bien conocido mendigo de la historia más triste del mundo.

Erunda(tonterías) —dijo Van—. Un día me vio llevar en brazos a Ada para pasar el arroyo, y malinterpretó nuestra posición y nuestros trompicones.

—No me refiero a Ada, tonto —dijo Marina, con un ligero desprecio, mientras se ocupaba de la tetera—. Azov, el humorista ruso, deriva erundadel alemán hier und da(que ni rima ni tiene razón). Ada es una chica mayor, y las chicas mayores, ay, tienen sus propias preocupaciones. Mademoiselle Larivière pensaba evidentemente en Lucette. Van, esos tiernos juegos deben cesar. Lucette tiene doce años, es una niña ingenua. Ya sé que todo esto es muy inocente, pero aun así, cuando se trata de una mujercita en germen, ningún comportamiento resulta demasiado delikatno. A propósito de rincones, en Gore ot uma, la comedia de Griboedov («¡Qué estúpido es ser tan inteligente!»), creo que en verso y escrita en tiempos de Pushkin, el héroe, recordando a Sophie sus juegos de infancia, dice:

¡Cuántas veces nos sentamos iuntos en un rincón!

¿Qué mal podía haber en hacer eso?

pero, en ruso, el segundo verso es ligeramente equívoco... ¿otro poco de té, Van? —Van sacudió discretamente la cabeza, levantando la mano al mismo tiempo: un gesto,de su padre—. Porque, ¿sabes?... bueno, de todas maneras, ya no queda... el segundo verso también puede entenderse como «en eserincón». —Y Marina indicaba con el dedo un ángulo de la habitación —Por lo demás, cuando ensayábamos esa escena en el Teatro de la Gaviota de Yukonsk, Konstantin Sergueievich Stanislavski obligaba a Kachalov a hacer ese pequeño gesto íntimo ( uyutnen'kii jest).

—¡Qué divertido!

El perro entró, alzó hacia Van una mirada apagada y húmeda, trotó hacia la ventana, contempló la lluvia como un hombrecito y volvió a retirarse al almohadón grasiento de la habitación vecina.

—Decididamente —dijo Van– nunca soportaré esta raza. Tengo Dackelofobia.

—Pero, en cambio, te gustan tas muchachas, ¿no, Van? ¿Tienes muchas amiguitas? ¿No eres, al menos, un pederasta, como tu pobre tío? Hemos tenido algunos pervertidos inveterados en la familia... pero, ¿por qué te ríes?

—¡Oh, por nada! Sólo quiero dejar bien sentado que adoroa las chicas. Tuve la primera a los catorce años. ¿Pero quién me devolverá mi Helena? Sus cabellos eran negros como ala de cuervo, su piel blanca como la leche descremada. Más tarde he tenido otras mucho más cremosas. ¿ I kazhetsya chto v etom?

—¡Qué cosa más extraña, qué triste! Es triste que apenas sepa nada de tu vida, querido ( mot duchka). Los Zemski eran unos abominables libertinos ( razvratniki). Hubo uno de ellos que amaba a las niñas, otro que estaba enamorado de una de sus yeguas y la ataba de una manera especial... no me preguntes cómo (gesto, con ambas manos, de horrorizada ignorancia)... cuando la visitaba en la cuadra. Kstati(a propósito), hay una cosa que nunca he llegado a comprender, y es cómo la herencia puede ser transmitida por los solteros... a menos que los genes puedan saltar como los caballos de ajedrez. La última vez que jugamos tú y yo casi te vencí; tendremos que volver a jugar... Pero no hoy, estoy demasiado triste Me habría gustado mucho saberlo todo, todo, de ti, pero ya es demasiado tarde. Nuestros recuerdos son siempre más o menos estilizados ( stilizovani), como decía tu padre (aquel hombre irresistible y detestable), y ahora, aunque tú me mostrases tus viejos diarios íntimos, no podría sentir una verdadera emoción, aunque una actriz sea siempre capaz de derramar lágrimas... como yo lo hago ahora. Ya sabes (buscando un pañuelo bajo la almohada), cuando los niños son muy pequeños ( takie malutki), uno no llega a imaginar que podría vivir lejos de ellos ni siquiera un par de días. Pero he aquí que pasa el tiempo y sí que se puede... dos días, dos semanas... y luego pasan los meses, los años grises, los decenios negros, y, para acabar, la ópera bufa de la eternidad cristiana. Me parece que la separación, incIuso la más grave, es una especie de entrenamiento para los Juegos Elíseos. ¿Quién ha dicho eso? ¡Ah, lo he dicho yo! Incluso tu traje, aunque te sienta bien, tiene algo de fúnebre, traurnii. ¡Cuántas tonterías estoy diciendo! Perdona estas estúpidas lágrimas... Dime, ¿hay algo que pueda hacer por ti? ¡Piensa algo! ¿Te gustaría una hermosa bufanda de peruana, prácticamente nueva, que se ha olvidado ese joven loco? ¿No? ¿No es tu estilo? Bueno. Ahora, déjame. Y, sobre todo, ni una palabra a esa pobre Mlle. Larivière, que lo hace con la mejor intención...


Ada volvió justo antes de la cena. ¿Problemas? Van se la encontró en la gran escalera. Parecía cansada y subía arrastrando por los escalones su bolso de larga asa. ¿Problemas? Olía a tabaco... tal vez (dijo ella) porque había pasado una hora en un departamento de fumadores, o bien (añadió) porque había fumado un par de cigarrillos en el salón del médico, o acaso (y eso no lo dijo) porque su amante anónimo era un gran fumador.

—¿Y bien? —dijo Van, tras el esbozo de un beso—. ¿Todo marcha? ¿No hay problemas?

Ada le fulminó con la mirada; o fingió hacerlo.

—Van, ¿cómo has podido telefonear a Seitz? No conoce ni siquiera mi nombre. ¡Me lo habías prometido!

Un silencio.

—Yo no telefoneé —contestó Van, calmosamente.

—Tanto mejor —dijo Ada, con la misma voz insincera, mientras él la ayudaba a desprenderse de su impermeable—. Sí, todo va bien. ¿No puedes dejar de espiarme, amor mío? Resulta que la maldita cosa ha empezado en el camino de vuelta. Déjame pasar, por favor.

¿Inquietudes, ella? ¿Oh confeccionadas automáticamente por su madre? ¿Se reducía todo a una trivialidad vulgar? «Todos tenemos nuestros problemas.»

—¡Ada! —gritó.

Ella se volvió antes de abrir la puerta de su habitación, que siempre quedaba cerrada con llave.

—¿Qué quieres?

—Tusenbach, no sabiendo qué decir: «Hoy todavía no he tomado café. Irene, encarga que me preparen una taza.» Sale precipitadamente.

—¡Muy gracioso! —dijo Ada, encerrándose en su habitación.

XXXVIII



A mediados de julio, tío Dan se llevó a Lucette a Kaluga, donde la niña debía pasar cinco días, con Belle y French. Un circo alemán y el Ballet de Liaska actuaban en la ciudad, y ni un solo niño del lugar habría querido perderse los campeonatos de hockeyy natación de las colegialas kaluganas, a los que el viejo Dan, que no era en el fondo más que un niño grande, asistía religiosamente todos los años por las mismas fechas. Por otra parte, Lucette debía someterse a una serie de testsen el Taurus Hospital para determinar la causa de sus muy anormales variaciones de peso y temperatura (por lo demás, comía con buen apetito y se sentía perfectamente).

Debían volver el viernes a primera hora de la tarde. Dan pensaba hacerse acompañar por un notario de Kaluga para reunirse en Ardis con Demon, cuyas visitas eran excepcionales. El asunto del que debían tratar era la venta de una tierra «azul» —una turbera —que pertenecía a los dos primos y de la que ambos, por diferentes razones, tenían ganas de desprenderse. Como habitualmente sucedía con los proyectos mejor elaborados del pobre Dan, nada salió como estaba previsto: el notario no pudo comprometerse a llegar pronto, y, algunos minutos antes de que Demon franquease el umbral de la casa, Marina recibió un telegrama de su marido diciéndole que «diese de cenar a Demon» sin esperar a Dan y a Miller.

Este kontretan(divertido término con el que Marina designaba toda clase de sorpresas, y no solamente las malas) produjo una gran satisfacción a Van. Aquel año había visto poco a su padre. Le quería con una especie de jovial devoción, le había idolatrado de niño y le respetaba firmemente en su adolescencia tolerante, pero también más informada. Más tarde, un matiz de disgusto (el mismo disgusto que experimentaba ante su propia inmoralidad) vino a mezclarse con el amor y la estimación. Y, sin embargo, cuanto más avanzaba en edad, más claramente sentía que en cualquier momento y en cualquier circunstancia habría estado dispuesto a dar la vida por su padre, con alegría, con orgullo. Al final de la década de los noventa, cuando Marina, en su lamentable chochez, recapitulaba los «crímenes» del difunto Demon, con inútiles detalles que produducían tanta incomodidad como repulsión, Van experimentaba la misma compasión por ella y por él, sin que eso hiciese cambiar en nada su indiferencia por Marina y su adoración por su padre, que seguían siendo los que habían sido siempre, a lo que todavía eran en los años (cronológicamente apenas concebibles) sesenta (del siglo XX). Ningún maldito generalizador, con sus dos dedos de frente y el higo seco de su corazón, sería capaz de explicar (he ahí mi más suave revancha sobre los obstinados detractores de la obra de mi vida) las singularidades individuales (que aparecen en este caso y en otros de la misma especie. Sin tales singularidades, ni el genio, ni el arte existirían, y esta declaración definitiva basta para condenar a nuestros bufones y a nuestros patanes.

¿En qué ocasiones había venido Demon a Ardis en los años anteriores? El 23 de abril de 1884 (el día en que había sido propuesta, aprobada y organizada la primera estancia estival del joven Van). Dos veces durante el verano de 1885 (mientras Van escalaba las montañas de los Estados, del Oeste y las pequeñas Veen viajaban por Europa). En una cena de junio o de julio de 1886 (¿dónde estaba entonces Van?). Unos cuantos días del mes de mayo de 1887 (Ada herborizaba con una alemana en Estocia o en California; Van putañeaba en Chose).

Aprovechando la ausencia de Larivière y Lucette, Van había retozado largamente con Ada en la acogedora habitación de las niñas. Cuando oyó el ronroneo del automóvil de su padre, se asomó a la ventana, que no permitía una vista muy perfecta de la avenida de acceso principal. Bajó las escaleras con tal celeridad que la barandilla le quemó la mano, lo que le hizo recordar, con un sentimiento de felicidad, otras ocasiones parecidas de su infancia. En el vestíbulo no había nadie. Demon había entrado por una galería lateral. Instalado en el salón de música salpicado de sol, limpiaba su monóculo con una zamshinka(gamuza), antes de tomar su brandy «prebrandial» (vieja broma). Sus cabellos teñidos eran negros como el cuervo, y sus dientes, blancos como los dientes de un podenco. Su cara morena, lisa y lustrosa, con el bigote impecablemente recortado y los ojos negros y húmedos, se iluminó al ver a su hijo y reveló aquel radiante amor al que tan bien respondía Van, y que uno y otro trataban vanamente de disimular con el tono bromista habitual.

—Hola, «dad».

—¡Oh, «hello», Van!

Muy americano. Muy Riverlane School. Cierra de un golpe la portezuela del coche y atraviesa el patio nevado. Siempre con guantes, nunca con abrigo. Padre, you want to go to the bathroom? Mi país, mi dulce país.

—¿Quieres subir al «bathroom»? —preguntó Van, con ojos chispeantes.

—No, gracias. Ya me he bañado esta mañana. (Suspiro breve para hacer notar la huida del tiempo.)

También recuerda Demon todos los detalles de las cenas padre-hijo en Riverlane: la invitación, inmediata y respetuosa, a pasar al W.C.; la cordialidad de los profesores, la comida infame, el picadillo de carne a la crema. Dios guarde a América; la turbación de los hijos, la vulgaridad de los padres, nobles ingleses y aristócratas griegos hablando de yates y cacerías en las Bahamudas. «¿Me permites que transfiera delicadamente mi plato al tuyo esta deliciosa síntesis de helado de rosa, querido hijo?». Y Van, fingiéndose profundamente herido: «¿Cómo, papá? ¿No te gusta?». Dios conserve las pobres papilas gustativas americanas.

—Tu nuevo coche tiene unas sonoridades espléndidas —dijo Van.

—¿Verdad que sí? (preguntar a Van a propósito de esta gornichon, término de un argot franco-ruso de ínfimo grado para designar una graciosa kamenstochka). Y ¿qué hay de nuevo, hijo? La última vez que nos vimos volvías de Chose. Malgastamos la vida con las separaciones. Somos los fantoches de la fatalidad. Oye, ¿y si pasamos un mes juntos en París o en Londres, antes de la rentrée?

Demon dejó caer el monóculo y se secó los ojos con un pañuelo a la moda, con orla de encajes, que habitaba en el bolsillo del pecho de su smoking. Sus glándulas lacrimales entraban fácilmente en acción cuando una pena real no le obligaba a dominarse.

—Tienes un aire muy satánicamente «en forma», Dad, sobre todo con ese clavel en el ojal. No has debido estar mucho en Manhattan estas últimas semanas. ¿O has tomado el color de su última sílaba?

Broma casera, en la vena Veen.

—Me he regalado, en efecto, un viajecito a Akapulkovo —respondió Demon, rememorando de mala gana y sin necesidad (con esa percepción especial del detalle fugitivo que también caracterizaba a su hijo), un pez a rayas negras y violetas en una pecera, un sofá de rayas parecidas, el sol subtropical poniendo de relieve las vetas de un cenicero de ónice sobre el pavimento de piedra, un montón de números atrasados del Povesa(play-boy) con manchas de zumo de naranja, las joyas que él había llevado, el gramófono que cantaba con voz soñadora Pétit nègre, au champ qui fleuronney el admirable abdomen de una joven criolla muy amada, muy infiel y perfectamente adorable.

—Y ¿fue contigo la señorita como-se-llame?

—Bueno, muchacho, francamente, la nomenclatura se hace cada año más confusa. Pero hablemos de cosas menos complicadas. ¿Dónde están los refrescos? Un ángel que pasaba me los había prometido.

(¿Un ángel que pasaba?)

Van tiró del verde cordón de la campanilla. Un melodioso mensaje tomó el camino de la cocina, mientras del antiguo acuario con armazón de bronce y habitado por un solitario pez-preso se alzaba en contracanto, en un rincón del salón de música, un múltiple y misterioso burbujeo (quizás un fenómeno de aireación espontánea sólo comprendido por Kim Beauharnais, el muchacho de la cocina).

«¿Convendría llamarla después del postre?», se preguntaba Demon. «¿Qué hora sería allí? Poco útil, y malo para el corazón».

—No sé si sabes —dijo Van, sentado en el brazo del sillón de su padre– que tío Dan, Lucette y el notario no llegarán hasta después de cenar.

—Excelente —dijo Demon.

—Marina y Ada bajarán dentro de un minuto. Será una cena «à quatre».

—Excelente. Eres magnífico, mi querido muchacho, y no tengo necesidad de exagerar mis cumplidos como hacen algunos para adular a un caduco de pelo embetunado. Tu smokinges encantador... o, más exactamente, es encantador reconocer al viejo sastre propio en la ropa del hijo, es como descubrir que uno se repite en cualquier tic ancestral... por ejemplo, éste (y mueve tres veces el índice izquierdo a la altura de su sien), que utilizaba mi madre para manifestar una pacífica disconformidad. Ese gene lo has perdido, pero yo lo reencuentro en el espejo de mi peluquero cuando me niego a que me ponga Crêmlin en mi cabeza calva. Y ¿sabes quién lo poseía también? Mi tía Kitty, que se casó con el banquero Bolenski después de haberse divorciado de aquel horrible mujeriego, Liovka Tolstoi, el escritor.

Demon prefería Walter Scott a Dickens y estimaba poco a los novelistas rusos. Como de costumbre, Van juzgó oportuno formular un comentario crítico.

—Era un escritor extraordinariamente artista, papá.

—Y tú eres un chico extraordinariamente exquisito —dijo Demon, derramando una segunda lágrima de agua dulce. Apretó contra su mejilla la mano fuerte y bella de Van, y éste puso los labios en el puño velludo de su padre, que ya sostenía un vaso de alcohol todavía invisible. A pesar de la huella viril de su ascendencia irlandesa, todos los Veen que tenían sangre rusa mostraban en sus efusiones rituales una sobreabundancia de ternura, aunque eran un poco ineptos para la expresión verbal de sus sentimientos.

—Pero, ¿qué ha pasado? —exclamó Demon—. Tu pulgar y tu palma son los de un carpintero. Déjame ver la otra mano. ¡Dios mío! Y luego rezongó a media voz: «El montículo de Venus apenas visible, la línea de la vida cortada, pero monstruosamente larga...» Imitaba la monodia de la gitana que dice la buenaventura: «Vivirá usted tanto que llegará a Terra y regresará usted de ella más sensato y más feliz.» Luego, recuperando su voz ordinaria: «Lo que deja perplejo a tu quiromántico es la extraña condición de la línea llamada Hermana de la Vida y esta rugosidad.»

—Mascodagama —murmuró Van, enarcando las cejas.

—¡Dios mío, qué obtuso soy! Y, ahora, dime, ¿te gusta Ardis?

—Lo adoro. Es para mí el château que baignait la Dore. De buena gana pasaría aquí toda mi barroca y extraña vida. Pero, ¡ay!, es un sueño sin esperanza.

—¿Sin esperanza? Eso es lo que me pregunto. Ya sé que Dan piensa dejar Ardis a Lucette. Pero a Dan le gusta mucho el dinero, y mis negocios van lo bastante bien para poder satisfacer grandes apetitos. Cuando tenía tu edad, me decía que la palabra más dulce de nuestra lengua rimaba con «sillón», y ahora sé que no me equivocaba. Si realmente deseas poseer esta propiedad, puedo tratar de comprarla. Marina no sería insensible a ciertas presiones: suspira como un puf cuando uno se sienta un poco sobre él. Pero, maldita sea, los sirvientes de esta casa no son Mercurios. Tira otra vez de ese cordón. Sí, quizás podríamos hacer vender a Dan.

—Muy blackde tu parte, Dad —dijo Van, encantado por aquellas palabras, y utilizando un término de argotque le había enseñado en la cuna su tierna y joven nodriza Ruby, nacida en la región del Mississippi, donde la mayoría de los magistrados, de los benefactores públicos, de los altos sacerdotes de toda clase de «confesiones» y muchos otros personajes honorables y generosos tienen la piel negra o negruzca de sus antepasados del África occidental, que fueron los primeros navegantes que desembarcaron en el golfo de México.

—¿Quién sabe? —murmuró Demon, con aire soñador—. No subiría mucho más de dos millones, menos lo que me debe el primo Dan, menos los pastizales de Ladore, que están hechos una porquería y de los que habrá que deshacerse progresivamente si los terratenientes locales no hacen saltar esa nueva refinería de petróleo, la vergüenza ( stid sram) de nuestro condado. Yo no tengo ningún especial cariño a Ardis, pero tampoco tengo nada en contra, aunque deteste sus alrededores. La ciudad de Ladore se ha vuelto de una vulgaridad atroz y el juego ya no es lo que era. Tenéis una serie de vecinos bastante extraños. El pobre Lord Erminin está prácticamente loco. El otro día, en las carreras, yo hablaba con una dama que fue mía en otro tiempo... ¡oh! mucho antes de que Moisés de Vere «pusiese los cuernos a su marido en mi ausencia y le matase en duelo en mi presencia...», epigrama que ya has debido oír de estos mismos labios...


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