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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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—¡Vamos! —dijo Ven—. Ese parlamento sobre solteronas no tiene ningún sentido. Encontraremos el medio de vencer el obstáculo. Con documentos artísticamente falsificados nos convertiremos en parientes cada vez más lejanos, hasta que sólo seamos unos simples homónimos. En el peor caso, nos contentaremos con vivir sin escándalo (tú como mi ama Je llaves, yo como tu epiléptico), y luego, como en tu Chejov, «veremos el cielo todo constelado de diamantes».

—¿Los has encontrado todos, tío Van? —preguntó Ada suspirando y apoyando la cabeza sobre su hombro. Ya se lo había dicho todo.

—Más o menos —contestó Van, sin comprender que se lo había confesado todo—. He hecho la mejor investigación de un suelo lleno de polvo practicada nunca por un héroe romántico. Un brillante pilludo se las ha arreglado para rodar bajo la cama, donde crece una selva virgen de pelusas y hongos. Haré que los lleven de nuevo a Ladore la próximo vez que vayan allí. He de comprar muchas cosas: una suntuosa bata de baño para hacer honor a nuestra nueva piscina, una crema llamada Crisantema, un par de pistolas de duelo, una colchoneta de playa plegable, a poder ser negra para que tu blancura resalte, no sobre la playa, sino sobre ese banco y sobre nuestra isla de Ladore.

—El único reparo —comentó Ada —es que no me parece bien que hagas el ridículo buscando pistolas en las tiendas de antigüedades, cuando Ardis Hall está lleno de viejos fusiles, de carabinas, de revólveres, de arcos y de flechas. ¿Recuerdas? Habíamos practicado mucho con esas armas, cuando éramos niños.

¿Que si lo recordaba? ¡Claro que lo recordaba! Cuando éramos pequeños... Sí... En realidad, qué desconcertante resultaba recordar aquel pasado reciente en términos de juegos de niños... Porque nada había cambiado (tú estás aquí, a mi lado, ¿no es cierto?), nada, aparte de unas pequeñas mejoras en lo que concierne al parque y a la institutriz.

Sí, ¿no era graciosísimo? Mlle. Larivière prosperando, pavoneándose en el papel de gran novelista. ¡ Best-sellerentre los best-sellerscanadienses! Su relato La Rivière de diamantsse había convertido en un clásico en los colegios femeninos, y su mirítico seudónimo Guillaume de Monparnasse (la omisión de la «t» lo hacía más íntimo) era conocido desde Québec hasta Kaluga. Como ella decía en su exótico inglés, fame struck, and the roubles rolled, and the dollars poured.

Ambas monedas eran de curso legal por aquella época, en la Estocilandis Oriental. Pero la excelente Ida, lejos de abandonar a Marina, de quien estaba platónica e irrevocablemente enamorada desde que la había visto en Bilitis, se reprochaba el que su excesivo abandono a la inspiración novelesca le hiciera descuidar a Lucette. En consecuencia, ahora, en los sobresaltos de su celo estival, dedicaba a la niña infinitamente más atención que la que la pobre pequeña Ada (Ada dixit) había obtenido nunca a los doce años, tras su primer trimestre (deplorable) en el colegio. ¡Qué tonto había sido Van, sospechar de Córdula! La casta, la dulce, la obtusa pequeña Córdula de Prey, cuando Ada le explicó y volvió a explicarle, dos, tres veces, en diversos códigos, que se había inventado aquella mala y tierna camarada en el momento en que la habían arrancado literalmente de él y no había hecho más que suponer —por anticipación, por así decirlo —la existencia de tal chica. Era una especie de cheque en blanco que trataba de obtener de Van.

—Y lo tuviste —dijo éste—, pero ahora lo he roto y no lo renovaré. Pero, ¿por qué corrías detrás del gordo Percy? ¿Era tan importante?

—Sí, muy importante —dijo Ada, lamiendo una gota de miel caída en su labio inferior—. Su madre estaba al dorófono y él me había pedido que le dijese que ya estaba de vuelta. Y yo me olvidé de todo y subí corriendo a darte un beso.

—En Riverlane —dijo Van —llamamos a eso una «verdad-buñuelo»: sólo la verdad, toda la verdad y un agujero en la verdad.

—¡Te odio! —gritó Ada, e hizo Ío que ella llamaba «el gesto de la rana avisadora», porque Bouteillan acababa de aparecer en el vano de la puerta, con el bigote afeitado, ventrudo, sin chaqueta ni corbata y con unos tirantes púrpura que sostenían a la altura del pecho su pantalón negro. Anunció que iba a traer el café y desapareció.

—Pero permíteme que te pregunte una cosa, querido Van. ¿Cuántas veces me has sido infiel desde el mes de septiembre de 1884?

—Seiscientas trece veces —dijo Van—. Por lo menos con un par de centenares de perdidas que se contentaban con acariciarme. Te he sido absolutamente fiel, porque aquello sólo fueron «obmanipulaciones» (caricias ficticias y sin importancia, prodigadas por unas manos frías de las que no me acuerdo).

El mayordomo, ahora completamente vestido, llegó con el café y las tostadas, y la Gaceta de Ladore, en la que se veía una foto de Marina recibiendo los homenajes idólatras de un joven actor de sangre latina.

—¡Vaya! —exclamó Ada —. Lo había olvidado completamente. Vendrá hoy, con un personaje del cine. Y nos reventarán la tarde. Pero me he reanimado y me siento en forma —añadió (después de una tercera taza de café)—. Son sólo las siete menos diez. Iremos a dar un buen paseo por el parque: hay dos o tres sitios que podrás reconocer muy bien.

—Amor mío —dijo Van—, mi orquídea fantasma, mi gentil espantalobos. ¡No he dormido desde hace dos noches! Me pasé la primera imaginando la segunda, y la segunda me reservaba aún más de lo que había imaginado. Por el momento, ya me he saciado de ti.

—No te ha salido muy bien el cumplido —dijo Ada, llamando enérgicamente para pedir un suplemento de tostadas.

—Ocho veces te he presentado mis homenajes, como cierto veneciano...

—No me interesan tus vulgares venecianos. Te has vuelto tan grosero, querido Van, tan extraño.

—Perdón —dijo él, levantándose—. Ya no sé lo que digo. Estoy muerto de cansancio. Nos veremos a la hora de comer.

—Hoy no habrá comida —dijo Ada—, sino un mal tentempié al borde de la piscina, y bebidas empalagosas durante todo el día.

Van se inclinó hacia ella y quiso besar su sedosa cabeza, pero en aquel preciso momento entró Bouteillan, y mientras Ada le reprochaba severamente su tacañería con las tostadas, Van escapó.

XXXII



El guión estaba a punto. Marina leía, echada en una dormilona en medio del patio, vestida con una túnica doria y un sombrero de coolí. Calvo y avejentado, el pecho adiposo acolchado con un pelo grisáceo, su director, G. A. Vronski, tomaba sorbos de su vodka con tónica, sacaba páginas mecanografladas de una carpeta de cartón y se las pasaba a Marina. Al otro lado de Marina, un joven actor de una belleza repugnante y prácticamente desnudo, estaba sentado a lo árabe sobre una estera. Pedro (apellido desconocido, «nombre de guerra» olvidado) tenía los ojos oblicuos, las orejas de sátiro y la nariz de lince. Marina le habla traído de Méjico y le tenía en un hotel de Ladore.

Ada, tumbada al borde de la piscina, hacía cuanto podía por convencer al tímido dackselde que se dirigiese hacia el objetivo fotográfico en una posición razonablemente vertical y decente, mientras que Philip Rack, un joven músico insignificante, pero bastante simpático, que en su bañador holgado parecía aún más torpe y lamentable que con el traje de terciopelo verde con el que solía presentarse para dar sus lecciones de piano a Lucette, trataba de reunir en una misma foto las mandíbulas babeantes del recalcitrante animalito y el escote de Ada, que su posición (la chica estaba más o menos acostada sobre el vientre) contribuía a poner de manifiesto en la abertura del bañador.

Si dirigimos ahora nuestra cámara hacia otro grupo, en pie y algo apartado bajo las guirnaldas violeta de la arcada del patio, podremos tomar un plano medio de la embarazada esposa del joven maestro, que lleva un vestido de lunares y vierte almendras saladas en las copas, y de nuestra distinguida novelista, resplandeciente con sus volantes malva, su sombrero; malva y sus zapatos malva, tratando de aprisionar en jersey acebrado el torso de Lucette... que se rebela y la replica con groserías aprendidas de una criada, pero pronunciadas en un tono de voz que apenas llegaba al umbral auditivo del algo duro oído de Mlle. Larivière.

Lucette no se puso el jersey. Su piel fresca y tersa tenía el color del jarabe de melocotón, su pequeña grupa se mecía graciosamente, moldeada por unos cortos pantalones verde sauce y el sol pulía sus cortos cabellos rojos y su torso gordezuelo, que sólo revelaba aún un imperceptible circunloquio de feminidad. Van, de un humor desabrido, recordaba, con una mezcla de sentimientos, cuánta ventaja había llevado en ese aspecto la hermana mayor cuando aún no tenía los doce años.

Había pasado la mayor parte del día durmiendo en su habitación y un largo sueño lúgubre y caótico le había hecho revivir, en una especie de parodia insípida, su agotadora noche «casanoviana» con Ada, y la conversación matutina, algo inquietante, que había tenido con ella. Al escribir estas líneas, después de tantos altibajos en el sendero del tiempo, encuentro cierta dificultad para no confundir nuestra conversación, transcrita de un modo inevitablemente estilizado, con la letanía de lamentaciones, a propósito de traiciones sórdidas, que obsesionó al joven Van en su sombría pesadilla ¿O era ahora cuando soñaba que había soñado? ¿ Les Enfants mauditsera realmente el título de una novela escrita por una institutriz grotesca? Una novela que iba a ser llevada a la pantalla por frívolos monigotes, ocupados ahora en discutir su adaptación, y que, por arte de éstos, se convertiría en algo aún más trivial y almibarado que El Libro de la Quincena. ¿Acaso detestaba a Ada como la había detestado en su sueño? ¡Pues sí!

A los quince años, Ada se había convertido en una enervante y desesperante belleza. Y bastante descuidada, además. Era excéntrica en sus maneras y en su aliño. Despreciaba los baños de sol y en la blancura descarada de sus miembros y de sus omoplatos descarnados no había ni el menor vestigio del bronceado que había californizado a Lucette.

Prima lejana y no hermana de Rene (ni siquiera su hermanastra, tan líricamente anatematizada por Monparnasse), Ada saltó sobre Van como podía haberlo hecho sobre el tocón de un árbol, y devolvió a su madre el confundido perro. El actor, que muy probablemente iba a encontrarse con el puño de alguien en una escena próxima, hizo una observación obscena en mal francés.

Du sollst nicht zuhoren (No debes escuchar)—murmuró Ada, junto a la oreja de Dack el Teutón antes de depositarlo en el halda de Marina, bajo los «niños malditos»—. No se habla así delante de un perro —añadió, sin dignarse mirar a Pedro, el cual, sin embargo, se levantó, se reajustó la entrepierna y se la adelantó, para darse una zambullida en la piscina, que ejecutó en un salto a lo Nurjinski.

¿Era verdaderamente bonita? ¿Era, al menos, lo que se llama atractiva? Era exasperación, era tortura. La estúpida muchacha había reunido sus cabellos bajo un gorro de goma, lo que daba a su nuca un aire insólito y vagamente médico, con todo aquel deshilacliado de mechones negros revueltos y aplastados, como si hubiese obtenido un puesto de enfermera y no fuera a bailar nunca más. Su traje de baño, una sola pieza de un gris azulado, parecía demasiado corto para ser decente y cómodo. Tenía una mancha de grasa y un agujerito encima de la cadera, posible obra de un larva hambrienta de sebo. Olía a algodón húmedo, a pelo de axilas y a nenúfares, como la loca Ofelia. Ninguno de aquellos pequeños detalles habría enojado a Van si éste hubiera estado a solas con ella, pero la presencia del supermacho Pedro lo volvía todo obsceno, sucio, intolerable. Van recordó la charada que le había cuchicheado doce horas antes, en la oscuridad del cuartucho de herramientas: «Mi primera, es mucha agua; mi segunda y tercera, un animal muy aficionado al agua.» Volvamos a los bordes de la piscina.

Nuestro joven amigo, que por naturaleza era excepcionalmente brezgliv(delicado, propenso a sentir asco), no tenía la menor gana de compartir unos metros cúbicos de agua de azulete clorado («el azur su baño») con dos extraños. No tenía nada de japonés, y siempre recordaba con un estremecimiento de asco la piscina cubierta de la escuela preparatoria, las narices mocosas, los pechos granujientos, los contactos accidentales con la odiosa carne masculina, la burbuja sospechosa estallando como una pequeña bomba fétida, y, sobre todo, sobre todo, el infame, el cínico triunfador que, metido en el agua hasta los hombros, orinaba secretamente (y Dios sabe cómo había zurrado Van a aquel Veré de Veré, pese a que era tres años mayor que él). También ahora ponía el mayor cuidado en mantenerse fuera del alcance de las posibles salpicaduras de Pedro y de Phil, que resoplaban y hacían el tonto durante el baño. El pianista, flotando y exhibiendo sus horribles encías en una mueca servil, no tardó en intentar arrastrar a Ada, que estaba tumbada en las losas del borde, pero ella se puso a salvo, abrazando la gran pelota naranja que acababa de sacar del agua y valiéndose de la misma como de un escudo. Rechazado el asaltante, tiró la pelota en dirección a Van, quien la apartó con un revés de la mano, rechazando el gambito, eludiendo la cabriola y despreciando a la jugadora.

A su vez, el hirsuto Pedro se izó sobre el borde y emprendió un flirtcon la pobre chica (para la cual, las tonterías de Pedro eran la menor de sus preocupaciones).

—Su pequeño orificio debe ser arreglado —la dijo.

—¿Qué quiere usted decir, por el amor de Dios? —preguntó Ada, en vez de darle un bofetón.

El imbécil insistió:

—Permítame que toque su encantador penetralium—y posó un dedo mojado sobre el agujerito de su bañador.

—¡Ah, es eso! —Ada se encogió de hombros y subió el tirante que había sido desplazado por su movimiento—. No se preocupe de ello. La próxima vez quizás me ponga mi fabuloso bikini nuevo.

—La próxima vez, quizás nada de Pedro.

—¡Qué desgracia! Y ahora, vaya a traerme una coca-cola, como un perrito bueno.

—¿Y tú? —preguntó Pedro, al pasar junto a Marina—. ¿Otro vodka?

—Sí, querido, pero con pomelo, no con naranja. Y con un poco de azúcar. —Se volvió a Vronski—. No acierto a comprender por qué hablo en esta página como si tuviera cien años y en la siguiente como si tuviera quince. Porque, si se trata de un flashback—y supongo que se trata de un flashback(y cerraba las vocales, a la rusa)—, Renny, o René, no debería saber lo que parece saber.

—¡Si no lo sabe! —gritó G.A.—. Sólo es un semi– flashback. De todos modos, ese Renny, el amante número uno, ignora, desde luego, que ella trata de desembarazarse del número dos. Ella, durante ese tiempo, no deja de preguntarse si puede seguir concediendo citas al número tres, es decir, al caballero de la granja, ¿entendido?

Nu eto chto-to slojonovato(un poco complicao), Grigori Akimovich —dijo Marina, rascándose una mejilla. Olvidaba fácilmente, por puro instinto de conservación, las vicisitudes considerablemente más complicadas de su propio pasado.

—Lea, lea, todo se va aclarando —dijo G.A., pasando enérgicamente las hojas del ejemplar que él tenía.

—Esperemos —dijo Marina —que Ida no encuentre mal que hayamos hecho de Renny no sólo un poeta, sino también un bailarín de ballet. Pedro podrá lucirse, pero no se le puede exigir que recite poesía francesa.

—Que proteste —dijo Vronsky—. Puede meterse un poste de telégrafos... donde le quepa.

Marina tenía una secreta afición a las bromas picantes. El indecente poste de telégrafos la hizo retorcerse de risa —la misma risa a saltos y oledas de Ada ( pokativshis' so smehu vrode Adi).

—Pero, seamos serios —dijo—. Sigo sin ver cómo y por qué su mujer (quiero decir, la del número dos) puede aceptar una situación así.

Vronski estiró sus veinte dedos.

—Ella está en una bendita ignorancia de todo el idilio, y, además, sabe que es torpe, rechoncha e incapaz de competir con la pimpante Helena.

—Yo lo comprendo, pero no todos lo comprenderán —dijo Marina.

Mientras tanto, herrRack, nadando otra vez, se acercó de nuevo a Ada, sobre el borde de la piscina. En el curso de su elevación anfibia estuvo a punto de perder su informe taparrabos.

—Iván, permítame que le sirva también un kokruso bien fresco —dijo Pedro, ciertamente un muchacho muy simpático, muy servicial y muy generoso.

—Mejor será que vaya a partir un coco —replicó el odioso Van, poniendo a prueba al desdichado fauno. Pero éste no consideró que hubiese ofensa alguna, y volvió a sentarse, riendo, en su estera. Claudio, al menos, no hacía la corte a Ofelia.

El melancólico joven alemán estaba de un humor filosófico próximo a la tentación de suicidio. Tenía que volver a Kalugano con su Elsie, la cual, según el pronóstico del doctor Ecksreher, «le haría papá de dres gemelos en dressemanas». Él detestaba Kalugano, su ciudad natal y la de su esposa, en la que, en un momento de ofuscación recíproca, la tonta de Elsie le había dado su flor sobre un banco público al salir de una alegre fiesta de la oficina, concelebrada en los «Muzakovski's Organs» donde el imbécil supersexuado tenía un buen empleo.

—¿Cuándo se marcha?

—El güeves, pasado mañana.

—Perfecto. Perfecto. Adiós pues, señor Rack.

El pobre Philip dobló el espinazo, sacudió su pesada cabeza, y, trazando con la punta del dedo desesperados nadas en la piedra mojada, dijo, con visibles contracciones de garganta:

—Uno siente... como si representase un papel y descubriese de pronto que ha olvidado la réplica siguiente.

—Eso le pasa a muchas personas —dijo Ada—. Debe ser un sentimiento furchtbar (terrible).

—Entonces... ¿nadie puede hacer algo por mí? ¿Ninguna esperanza, pues?

—Usted ya está muerto, señor Rack —dijo Ada.

Durante aquel horrible coloquio, Ada no había dejado de lanzar miradas de reojo. Vio al puro, al orgulloso Van, en pie a buena distancia, bajo el tulipanero, con una mano en la cadera y la cabeza echada hacia atrás, bebiendo cerveza directamente de la botella. Ella se alejó del borde de la piscina y de su cadáver, y se dirigió hacia el árbol, evitando, mediante un rodeo estratégico, primero a la novelista —la cual, ignorante del trato que estaba recibiendo su obra, dormitaba en una tumbona, de cuyos brazos caían, como dos racimos de champiñones rosa, sus regordetes dedos —y luego a la vedette, que estaba interrogándose con perplejidad sobre los matices de una escena de amor en la cual se mencionaba la «radiante belleza» de la joven castellana.

—Pero, ¿cómo se puede hacer eso de «radiante» en escena, y qué diablos significa «belleza radiante»?

—Belleza pálida —sugirió Pedro, elevando los ojos hacia Ada, que entonces pasaba ante ellos—, la belleza por la que tantos hombres estarían dispuestos a cortarse sus miembros.

Okey—dijo Vronsky—. Acabemos con este maldito guión. Él abandona el patio de junto a la piscina, y, como nuestra intención es hacerlo en color...

Van abandonó el patio de junto a la piscina, y se alejó con paso rápido. Giró por una galería lateral que conducía a una parte del jardín plantada de arbustos, y que constituía una transición insensible con el parque. No tardó en darse cuenta de que Ada había apresurado el paso para seguirle. Ada levantó el brazo, dejando ver la estrella negra de su axila, se quitó el gorro de baño, y, con un brusco movimiento de cabeza, dejó en libertad al torrente de sus cabellos. Lucette, en colores, trotaba tras ella. Compadecido de los pies descalzos de las dos hermanas, Van dejó el sendero de gravilla y pasó a un cuadro de césped aterciopelado (reproduciendo, en sentido inverso, la maniobra del doctor Ero perseguido por el Albino Invisible de Wells en una de las más bellas novelas de la literatura inglesa). Las dos hermanas le dieron alcance en el Segundo Bosquecillo. Lucette recogió, al pasar, el gorro de baño y las gafas de sol de su hermana. ¡Qué vergüenza, tirar así unas gafas como éstas! Mi cuidadosa pequeña Lucette (nunca te olvidaré...) colocó ambos objetos en el tocón de un árbol, al lado de una botella de cerveza vacía, y prosiguió su trote, aunque luego regresó para examinar un puñado de champiñones rosa que colgaban del tocón, del cual salían extraños ronquidos. Doble hallazgo, doble sorpresa.

—¿Estás furioso porque...? —comenzó Ada, al llegar junto a él (había preparado una frase para explicarle que, después de todo, tenía que ser atenta con un afinador de pianos —prácticamente, un criado—, afectado de ciertas dolencias cardíacas y de una esposa vulgar y lamentable), pero Van la interrumpió.

—Hay dos cosas que me sublevan —la frase salió como un cohete—. Una morenita, hasta la más desaliñada de las morenitas, debe afeitarse las ingles antes de ponerlas al descubierto. Y una niña bien educada no permite a un lujurioso que le hurgue en las costillas, aunque no tenga más remedio que llevar un guiñapo comido de gusanos, maloliente y demasiado corto para cubrir sus encantos. ¡Ah! ¿Por qué diablos he vuelto a Ardis?

—Te prometo... te prometo ser menos descuidada a partir de ahora y no permitir a ese piojoso de Pedro que se acerque a mí —dijo Ada, acompañando su promesa de perentorias sacudidas de cabeza y de un glorioso suspiro de alivio (cuya causa tardaría aún mucho en torturar a Van).

—¡Esperadme! —gritó Lucette.

(¡Torturar, pobre amor mío! Torturar, sí. Pero todo eso está ya acabado, hundido, muerto. Nota de Ada, bastante posterior.)

Formaban entre los tres un bonito cuadro arcádico cuando se dejaron caer sobre la hierba, al pie del gran sauce llorón cuyos aberrantes miembros abrían un baldaquino oriental (apuntalado en muletas salidas de su propia carne... como este libro) sobre dos cabezas negras y una tercera de un rojo dorado, como lo habían hecho antaño, en las noches cálidas y sombrías, cuando éramos unos niños felices y despreocupados.

Van, acostado de espaldas, ahito de recuerdos, cruzó las manos por detrás de la nuca y contempló, entornando los ojos, el azul libanes del cielo ensartado en la red del follaje. Lucette miraba con tierna admiración sus largas pestañas, y se compadecía de su fina piel, señalada por manchas rojas entre cuello y mandíbula, allí donde el afeitado es más difícil. Ada, inclinando su perfil de keepsakey dejando deslizar sobre su brazo pálido la melancólica cabellera de penitente (en correspondencia simpática con las sombras llorosas), examinaba con aire soñador la garganta amarilla de una eleborina, de un blanco de cera, que acababa de coger. Le detestaba, le adoraba. Era brutal, estaba indefensa.

Lucette, que nunca olvidaba su papel de camarada sensible y afectuosa, puso las palmas de las manos en el pecho velludo de Van y quiso saber por qué estaba enfadado.

Lucette le besó la mano, y empezó a hostigarle.

—¡Basta! —Lucette estaba restregándose contra su torso desnudo—. Estás muy fría y es desagradable.

—¡Mentiroso! Tengo calor, estoy ardiendo —replicó ella.

—Estás fría como dos mitades de melocotón en almíbar. Y ahora, quítate de ahí, anda, sé buena.

—¿Dos? ¿Por qué dos?

—Sí, por qué —gruñó Ada, con un estremecimiento de placer. E, inclinándose sobre él, le besó en la boca. Van trató de levantarse, pero las dos chicas le besaban, cada una por su lado, luego se besaban entre sí, después se ocupaban otra vez de él. Ada en un peligroso silencio, Lucette con pequeños maullidos de alegría. Yo no sé ya lo que decían o lo que hacían los «niños malditos» de la novela de Monparnasse —según creo, vivían en el castillo Bryant, y la cosa empezaba por un vuelo de murciélagos que salían uno a uno por la tronera de una torre e iban a perderse en el crepúsculo—; pero estasniñas (a las que la novelista no conocía verdaderamente, delicioso detalle) podrían también haber sido filmadas, con resultados bastante interesantes, si Kim el fisgón, el apasionado fotógrafo de la cocina, hubiese dispuesto del material preciso. Da horror hablar de estas cosas. Las descripciones escritas suelen resultar inconvenientes, estéticamente hablando. ¿Pero cómo no recordar, en el último crepúsculo (cuando los defectos artísticos de importancia secundaria son más leves que los tres murciélagos fugitivos en el desierto de un cielo anaranjado horro de insectos), que las modestas contribuciones de Lucette no atenuaban, sino al contrario, la invariable reacción de Van al más ligero contacto, real o imaginario, de la preferida. Ada, cuya melena sedosa barría las tetillas y el ombligo de Van, parecía complacerse efl hacer todo lo necesario para que —todavía hoy– mi pluma se sobresalte al escribirlo, y para que, en este pasado ridículamente lejano, su hermanita advirtiese y notase lo que escapaba a la voluntad de Van. Veinte dedos cosquilleantes apretaban alegremente la flor aplastada bajo el cinturón de goma de su bañador negro. El ornamento era de poco valor; el juego, inepto y peligroso. Van se desprendió bruscamente de sus bonitas atormentadoras y se alejó andando sobre las manos, con una máscara negra sobre su nariz de carnaval. En aquel momento entró en escena la institutriz, jadeante y vociferante. «Pero ¿qué te ha hecho tu primo?», preguntó varias veces, con voz inquieta, porque Lucette, derramando lágrimas inexplicables que en otra ocasión había derramado Ada, había corrido a refugiarse en los brazos de las alas malvas.

XXXIII



El día siguiente comenzó lloviznoso, pero después de la comida aclaró. Lucette tomó su primera lección de piano con el fúnebre herrRack. El monótono la-do-re llegó a los oídos de Van y de Ada durante una exsursión a un pasillo del segundo piso. Mlle. Larivière estaba en el jardín, Marina había hecho una escapada a Ladore y Van quiso aprovechar que Lucette estaba «audiblemente» ausente para refugiarse con Ada en un tocador de allá arriba.

Allí encontraron en un rincón el primer triciclo de Lucette. Un estante colgado sobre un diván con forro de cretona contenía alguno de los intocables tesoros de la niña, entre ellos la maltratada antología que Van le había regalado cuatro años antes. La puerta no cerraba con llave, pero Van no podía contenerse, y el concierto iba seguramente a resistir, firme como un baluarte, durante no menos de veinte minutos. Apenas había hundido la boca en la nuca de Ada cuando ésta se puso en tensión y elevó un índice admonitorío. Unos pies que se arrastraban con paso pesado subían la gran escalera. Ada murmuró: «Haz que se vaya.» « ¡Chort!(demonio)», juró Van. Se recompuso la ropa y salió al rellano de la escalera. Philip Rack subía jadeante, con la nuez animada de un movimiento de vaivén vertical, mal afeitado, lívido, enseñando las encías, con una mano en el pecho y la otra sosteniendo un rollo de papel rosa, mientras la música seguía oyéndose, como sí la produjese algún dispositivo mecánico.

—Hay uno abajo, en el vestíbulo —dijo Van, suponiendo, o fingiendo suponer, que el desgraciado tenía retortijones o náuseas. Pero herrRack sólo quería despedirse de Ivan Demonovich (lamentablemente acentuado en la segunda «o»), de la señorita Ada, de Mademoiselle Ida y, naturalmente, de la señora. ¡Ay, la prima y la tía de Van estaban en la ciudad! Pero Phil encontraría probablemente en la rosaleda a su querida Ida, con la pluma en la mano. ¿Estaba Van seguro? ¡Claro que lo estaba, hombre! Rack estrechó la mano de Van con un profundo suspiro, alzó los ojos, los bajó, dio unos golpéenos contra la balaustrada con su misterioso cilindro de papel rosa y descendió al salón de música, donde Mozart comenzaba a dar señales de cansancio. Van aguardó un instante, con el oído atento y una mueca en los labios, y volvió a Ada, que estaba sentada, con un libro abierto sobre las rodillas.

—Tengo que lavarme la mano derecha antes de tocar lo que sea —dijo Van—... antes de tocarte a ti.

Ada no leía de verdad. Hojeaba nerviosamente, con irritación, distraída, un pequeño volumen (el azar había querido que fuese aquella vieja antología); ella que, de ordinario, siempre que abría el primer libro que encontraba, se sumergía en él en cuerpo y alma, con el movimiento instintivo de una criatura acuática que entraba de nuevo en contacto con su elemento natural.

—En mi vida había estrechado un miembro anterior más húmedo, más flojo, más asqueroso —dijo Van.

Y, soltando maldiciones, se dirigió a los lavabos de los niños, donde había un grifo. Desde la ventana de aquel observatorio vio a Rack, que dejaba su cartera negra y cochambrosa en la cesta delantera de su bicicleta, y se alejaba zigzagueando, sin olvidarse de saludar, quitándose el sombrero, a un jardinero indiferente. El equilibrio del torpe ciclista no resistió aquel gesto inútil. Tocó de refilón en el seto que bordeaba el camino y fue a parar al verde macizo. Durante unos segundos, el señor Rack permaneció en comunión indisoluble con los aligustres y Van se preguntó si debería bajar a auxiliarle. El jardinero se había vuelto de espaldas al músico, ebrio o enfermo, el cual, gracias a Dios, salía ya del bosquecillo y volvía a colocar la cartera en la cesta. Reanudó su camino lentamente, y a Van le subió una sensación de oscuro asco y tuvo que escupir en el lavabo.

Cuando regresó, Ada no estaba ya en el tocador. Volvió a encontrarla en una terraza, donde pelaba una manzana para Lucette. El buen pianista le llevaba siempre una manzana, a veces una pera incomible o un par de ciruelitas. En cualquier caso, aquella manzana era su último regalo.

—Mademoiselle te reclama —dijo Van, dirigiéndose a Lucette.

—Bueno, que espere —dijo Ada, prosiguiendo en calma la confección de su «peladura ideal», una espiral roja y amarilla que Lucette contemplaba fascinada, de acuerdo con el rito.

—Tengo trabajo —anunció bruscamente Van—. ¡Y no sabéis lo que me abruma! Me encontraréis en la biblioteca.

—Okey —respondió Lucette con voz límpida, sin volverse. Y emitió un grito de placer cuando tomó posesión de la guirnalda ya acabada.

Van pasó media hora buscando un libro que no había colocado en su sitio. Cuando lo descubrió se dio cuenta de que había terminado sus anotaciones y de que ya no lo necesitaba. Se quedó un momento tumbado en el diván, con lo cual sólo consiguió hacer más apremiante la obsesión amorosa. En consecuencia, decidió volver al piso superior utilizando la escalera de caracol. Al subirla, se representó —con un sentimiento desgarrador y como una imagen hechicera y fantástica perdida para siempre —a Ada subiendo con paso rápido, con la vela en la mano, la noche de la Granja Incendiada —noche inscrita en su memoria en ma yusculas imborrables—, y él detrás, con su llama bailando sobre las pantorrillas y los muslos de ella, sobre sus hombros inquietos y su cabellera flotante, y las sombras de ambos, que les perseguían en enormes ondas negras y geométricas sobre la pared amarilla, durante su subida en espiral. Encontró la puerta del segundo piso cerrada por fuera y tuvo que volver a bajar a la biblioteca (con sus recuerdos ya bloqueados por una exasperación vulgar) para subir por la escalera grande.


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