Текст книги "Ada o el ardor"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Ni Ada ni Van llegaron a recordar nunca (y nada de eso, incluida la marta marina, debe ser considerado como una escapatoria del narrador; ya hemos hecho cosas más difíciles que ésta) lo que se dijeron, cómo se besaron, cómo dominaron sus lágrimas, cómo Van arrastró a Ada a un diván, orgulloso al poder poner de manifiesto su inmediata y potente reacción al encontrarla tan ligeramente vestida (bajo las cálidas pieles) como la noche en que la había visto atravesar la ventana mágica de la biblioteca, con la vela en la mano.
Después de hacer impetuosas fiestas a la garganta y los senos reencontrados, iba a pasar al estadio siguiente de su enloquecida impaciencia, cuando Ada le detuvo diciéndole que antes de cualquier otra cosa era preciso que se diese su baño matutino (¡era, verdaderamente, una Ada nueva!), y que, por otra parte, sus maletas llegarían de un momento a otro, transportadas por los faquines del vestíbulo del Mónaco (se había equivocado de puerta al entrar, y eso que Van había dado una propina al servicial portero de Córdula para que, como quien dice, trajese a Ada hasta la puerta del apartamento). «¡Aprisa, aprisa! —dijo la muchacha—. Da-da. Ada saldrá de la espuma en un par de segundos». Pero Van, obstinado, rabioso, dejó caer el albornoz y la siguió al cuarto de baño. Inclinada sobre la bañera, Ada abrió los grifos gemelos, se inclinó todavía un poco más para colocar en su agujero el tapón de cadena a bronce, y éste se hundió por sí mismo, mientras Van inmovilizaba la adorable lira de Ada, y, un instante más tarde, llegaba a la raíz de la suave gamuza y quedaba apresado, tragado, entre los labios de bordes carmesí familiares, incomparables. Ada se asió con ambas manos a los dos grifos, aumentando sin proponérselo el volumen simpático del ruido de la catarata, y Van dejó escapar una larga queja de liberación... Sus cuatro pupilas estaban una vez más colgadas sobre el azul transparente del arroyo o Pinedale, cuando Lucette entró, empujando la puerta abierta tras un golpecito de buena educación, y quedó parada en seco, hipnotizada por el espectáculo de las vellosas partes traseras de Van y la horrible cicatriz de su costado izquierdo.
Las dos manos de Ada cerraron los grifos. El rodar de las maletas se oía por todo el apartamento.
—No he visto nada —dijo estúpidamente Lucette—. Sólo pasaba para coger mi caja.
—Dales algo, pequeña, sé buena —dijo Van, maníaco distribuidor de propinas.
—Y dame la toalla —añadió Ada. Pero la niña estaba ocupada en recoger las monedas que, en su precipitación, había sembrado por el suelo, mientras Ada descubría a su vez la escalera escarlata que estriaba el costado de Van—. ¡Oh, pobre amor mío! —exclamó; y, por pura compasión, le permitió que repitiera la escena que la aparición de Lucette había estado a punto de interrumpir.
—No estoy segura de haber traído esos malditos lápices Cranach —dijo Ada, un minuto más tarde, poniendo cara de rana asustada. Van la consideraba con un sentimiento de perfecta felicidad y oliendo el aroma de pinos, mientras ella vaciaba un tubo de loción Pennsylvestris en el agua del baño.
Lucette se había marchado (dejando una nota en la que había escrito el número de su habitación en el Hotel Winster para señoritas solas). Nuestros dos amantes, al fin vestidos de nuevo con ropa de casa decente y con las piernas penetradas de una blanda debilidad, tomaron asiento ante un espléndido desayuno (¡el bacon crujiente de Ardis, la miel transparente de Ardis!) que les había subido en ascensor Valerio, viejo romano pelirrojo, siempre mal afeitado y sombrío, pero también un buen muchacho (él era quien, después de buscar a la graciosa Rosa, había sido sobornado para reservársela en exclusiva a Veen y Dean).
¡Cuántas risas, y lágrimas, y besos pegajosos, y qué tumulto de innumerables proyectos! ¡Y qué seguridad, qué libertad en el amor! Dos cortesanas, gitanas las dos, aunque no parientes, una salvaje, vestida con una lolita chillona, de boca de amapola y plumón negro, encontrada en la terraza de un café entre Niza y Grasse, y otra, modelo en sus horas libres —la habéis visto acariciando un fálico lápiz de labios en los anuncios de Felata– apodada, muy oportunamente, Swallowtail (palabra de dos sentidos, uno de los cuales hace referencia a la bella mariposa «cola de golondrina») por los habituales de un floramor de Norfolk Broads, habían declarado a nuestro héroe, invocando argumentos idénticos, imposibles de reproducir en una crónica familiar, que le consideraban, a pesar de su potencia amorosa, radicalmente estéril. Divertido por aquel diagnóstico hecateo, Van se sometió a diversos exámenes, y todos los médicos, aunque minusvalorando la importancia de un síntoma en el que no querían ver sino una coincidencia, estuvieron de acuerdo en que Van Veen podría tener una larga y sólida carrera de amante, pero no debía esperar descendencia. ¡Con qué alegría batió palmas la pequeña Ada!
¿Le gustaría permanecer en aquel apartamento hasta el trimestre de primavera (Van medía el tiempo en trimestres desde hacía algún tiempo) antes de acompañarle a Kingston, o prefería viajar al extranjero durante un par de meses, a cualquier sitio, Patagonia, Angola o Gululú, en las montañas de Nueva Zelanda? ¿Quedarse en el apartamento? Entonces, ¿le gustaba la casa? Excepto algunas reliquias de Córdula, de las que habría que desembarazarse, como la demasiado visible Alma Mater de las almeas de Brown Hill, abierta sobre un retrato de Vanda (¡pobre Vanda, muerta a tiros de revólver por la amiguita de una amiguita, en una noche estrellada de Ragusa!). Van dijo que era una historia triste.
Lucette le habría hablado, seguramente, de una escapada ulterior, ¿no era así? ¿Haciendo juegos de palabras, de frenesí ofeliano, sobre el glande femenino? ¿Desvariando sobre las delicias del clitorismo? «No exageremos», dijo Ada, ahuecando con ambas manos un invisible cojín de aire. Lucette afirmaba, dijo Van, que ella (Ada) imitaba a las mil maravillas al León de las montañas.
Él era omnisciente: mejor aún: omniincestuoso.
—Es verdad —dijo, recordando el Scrabbley otras cosas.
A propósito, la verdadera favorita de Vanda era Grace, sí, Grace, y no yo y mi crestita. Ada conocía como nadie, ¿verdad?, el arte de planchar las arrugas del pasado. Hacía de su flautista un casi-impotente (salvo con su mujer), y al caballero-granjero no le concedía sino un único abrazo con precoz eyakulyatsiya, una de esas odiosas palabras rusas tomadas a préstamo. Sí, odiosas, pero a ella le gustaría muchísimo volver a jugar al Scrabbleen cuanto estuvieran instalados del todo.
Pero ¿dónde y cómo? El señor y la señora Ivan Veen, ¿no encontrarían dificultades? ¿Y el «soltero» de sus pasaportes? Se presentarían en el consulado más próximo y, con indignados rugidos y/o una propina fabulosa, harían que se cambiase en «casado» para siempre jamás.
—Después de todo, soy una buena chica: aquí están sus lápices especiales. Ha sido una atención muy amable y verdaderamente encantadora eso de que la hayas invitado para el sábado que viene. Tengo mucho miedo de que esté todavía más loca por ti que por mí, la pobre pequeña. Demon los ha comprado en Estrasburgo. Al fin y al cabo, ahora sólo es una semivirgen («he sabido que papá y tú...» —la introducción de Van a un nuevo tema fue inmediatamente barrida)... y no hemos de temer que sorprenda nuestros retozos.
—Tú sabes imitar al puma —dijo Van—, pero ella imita, ¡y a la perfección!, mi viola sordinafavorita. Es una maravillosa imitadora, dicho sea de paso, y si tú eres aún mejor...
—En otra ocasión hablaremos de mis talentos y de mis artes. Es un tema penoso. Ahora vamos a ver esas fotografías.
VII
Durante la lúgubre estancia que Ada había hecho recientemente en Ardis, un Kim Beauharnais considerablemente transformado y amplificado se había presentado ante ella, con un álbum de tela de un marrón anaranjada, sucio color que Ada había detestado siempre. Hacía tres años que no le veía. En lugar del pinche vivaz y flaco de cara pálida se había encontrado con un coloso negruzco que le recordó vagamente a un jenízaro de ópera exótica entrando en escena con paso de paquidermo para anunciar una invasión o una ejecución. Tío Dan, que pasaba en silla de ruedas, conducido por su altiva y espléndida enfermera, hacia el jardín en que caían una a una hojas de cobre y hojas de sangre, pidió afanosamente que le dejasen ver el grueso volumen. «Quizás más tarde», dijo Kim, y se reunió con Ada en un rincón del hall.
Le llevaba un presente: la colección de fotografías que había hecho en casa de sus señores en los felices días de antaño. Durante mucho tiempo había esperado que esos «felices días de antaño» remprendieran su interrumpido curso; pero, comprendiendo que « mossio votre cossin» (hablaba un criollo espeso, que le parecía más adecuado a la solemnidad de las circunstancias que el inglés habitual de Ladore) no debía volver a la casa en un futuro próximo ni hacer posible con su presencia la puesta al día del álbum, había pensado que la mejor solución pour tous les cernés(los «envueltos», o «velados», más que los «interesados») era que la señorita conservase (o destruyese y olvidase, para no perjudicar a nadie) en sus lindas manos el documento gráfico. Sobresaltada ante el «lindas», Ada abrió el álbum por la página indicada con una de las señales marrones intencionadamente colocadas en distintos lugares, lo ojeó con una fugaz mirada, volvió a echar el cierre, ofreció al sonriente chantajista un billete de mil dólares que llevaba por azar en el bolso, llamó a Bouteillan y le ordenó que pusiese en la calle a Kim. El álbum color de cieno quedó sobre una silla, bajo su chal español. El viejo criado expulsó, arrastrando una suela, una hoja de tulipán de los pantanos que la corriente de aire había traído, volvió a cerrar la gran puerta de entrada y regresó a las cocinas, gruñendo:
—La señorita no debía haber recibido nunca a ese granuja.
—Eso es exactamente lo que yo estaba diciéndome —comentó Van, cuando Ada terminó su pequeña historia—. ¿Eran realmente sucias esas fotos?
—¡Puah! —articuló Ada.
—Ese dinero habría podido servir a una causa más noble, un Hogar para Potrillos Ciegos o para Cenicientas Centenarias.
—Es divertido que tú digas eso.
—¿Por qué divertido?
—No importa. De todas formas, esa cosa horrible está hoy en seguro. Tenía que pagar, si no quería que el sinvergüenza enseñase a la pobre Marina las fotos de Van ocupado en seducir a su «prima» Ada, con efectos previsiblemente poco felices. ¿Quién sabe si, como un gavilán genial, había presentido toda la verdad?
—¿Y por haber comprado el álbum con un miserable billete de mil dólares supones que has acabado con todas las pruebas y que todo ha quedado arreglado?
—Claro. ¿Crees que he pagado demasiado poco? Podría enviarle más. Sé dónde encontrarle. Está dando conferencias, si pueden llamarse así, sobre al arte de fotografiar la vida, en la Escuela de Fotografía de Kalugano.
—¡Buen sitio para disparar! —dijo Van—. ¿Entonces, estás completamente segura de que tienes en tu poder «esa cosa horrible»?
—Desde luego. Lo tengo aquí, en el fondo de esta maleta. En seguida te lo enseñaré.
—Dime, amor mío, ¿cuál era tu llamado «cociente intelectual» en la época en que nos conocimos?
—Doscientos y pico. Una cifra astronómica.
—Bueno, pues creo que ahora ha descendido alarmantemente. Ese sinvergüenza de voyeurconserva todos los negativos y montañas de copias que nos irá mandando por correo.
—¿Quieres decir que he descendido al nivel de Córdula?
—Más aún. Y ahora veamos esas instantáneas... antes de fijar el salario mensual que tendremos que satisfacerle.
En el primer ejemplar de la perversa serie, Van reconoció, representada con un ángulo diferente al de su recuerdo, una de las primeras imágenes que retenía de su llegada a Ardis. Estaba encuadrada entre la sombra de una carreta negra en la senda de grava y el blanco escalón de un pórtico de columnas inundado de sol. Marina, con un brazo todavía en la manga del guardapolvo que un criado le ayudaba a quitarse (era Price), agitaba el otro brazo en un ademán de bienvenida teatral (en completo desacuerdo con la mueca de beatitud impotente que crispaba su rostro), mientras que Ada, vestida con una ligera chaqueta de hockeynegra, que en realidad pertenecía a Vanda, e inclinada sobre sus rodillas, sobre las que caía el negro diluvio de su cabellera, abanicaba a Dack con un ramito de flores para acallar sus nerviosos ladridos.
Seguían algunas vistas preparatorias de los lugares del contorno: el bosquecillo de espantalobos, una alameda, la O negra de la gruta, y la colina y Ia gran cadena en torno al tronco de un Quercus ruslanChat (rara especie de encina), y otros muchos lugares que el compilador del panfleto ilustrado consideraba pintoresco, pero que parecían bastante insignificantes por la inexperiencia del fotógrafo.
A continuación, las cosas mejoraban.
Otra muchacha (¡Blanche!), inclinada y acurrucada exactamente como Ada (a la cual, por lo demás, se parecía un poco) sobre la maleta de Van, abierta en el suelo, devoraba con los ojos la silueta de Ivory Revery reproducida en el anuncio de un perfume. Luego, la cruz y la sombra de las ramas sobre la tumba de la fiel ama de llaves de Marina, Arma Pimenovna Nepraslinov (1797-1883).
Pasamos por alto algunos retratos zoológicos: ardillas con aspecto de zorrillos, pez rayado en un acuario burbujeante, jaula coquetona con un canario dentro.
Una miniatura fotográfica de un cuadro oval presentaba la imagen de la princesa Sophia Zemski a la edad de veinte años (1775), rodeada por sus dos hijos (el abuelo de Marina, nacido en 1772, y la abuela de Demon, nacida en 1773).
—Creo que no recuerdo ese retrato —dijo Van—. ¿Dónde estaba colgado?
—En el gabinete de Marina. Y ese tipo de levita, ¿sabes quién es?
—Parece una mala fotografía recortada de una revista. ¿Quién será?
—¡Sumerechnikov! Hizo varias sumerografías del tío Vania hace muchos años.
—El Crepúsculo antes de las Luces. Y aquí está Alonso, nuestro técnico en piscinas. Encontré a su tierna y triste hija en una noche de orgía. Se te parecía al tacto. Tenía tu olor. Se derretía como tú. ¡Soberano encanto de las coincidencias!
—Eso no me interesa. Ahora viene un niño.
– ¡Zdrasté!¡Ivan Dementievich! —dijo Van, saludando a la imagen de sus catorce años. Sin camisa, vestido únicamente con un pantalón de gimnasia y dirigiendo un proyectil cónico a la «prefiguración» esculpida de una joven de Crimea condenada a ofrecer un perpetuo sorbo de agua marmórea a un marine norteamericano moribundo cuyos labios se tienden hacia el cántaro agujereado por un balazo.
Nos saltamos también a Lucette con su cuerda de saltar.
¡Ah! ¡El famoso primer pinzón!
—No, es un kitayskaya punochka(gorrión de los muros chinos). Está posado en el umbral de una puerta del sótano. La puerta está entreabierta. En el interior se ven útiles de jardinería y mazos de croquet. No habrás olvidado cuántos animales exóticos, alpinos y polares se mezclaban con nuestras especies indígenas.
La hora de comer. Ada se inclina exageradamente sobre el melocotón reluciente y mal pelado que va a devorar (vista tomada desde el jardín, por la ventana abierta).
Drama y comedia. Blanche luchando con dos fogosos gitanos en la glorieta de los Espantalobos. Tío Dan leyendo tranquilamente su periódico sentado al volante de un cochecito rojo atascado en el fango negruzco de la carretera de Ladore.
Dos inmensos pavones nocturnos, todavía acoplados. Todos los años, mozos de cuadra y jardineros llevaban a Ada ejemplares de esa común especie. Y eso hace que me acuerde de ti, gentil Mario d'Andrea, o de ti, Domenico Benci, el de la cabellera rutilante, o de ti, Giovanni del Brina, adolescente moreno y soñador (que las tomabais por murciélagos), o de aquél que no oso nombrar (por tratarse de una erudita contribución de Lucette, fácil chapucería, después de la muerte del sabio) y que, una mañana de mayo de 1542, cerca de Florencia, pudo recoger al pie de la tapia de un huerto aún no oculto bajo la invasión de glicinias todavía no importadas [añadido de su hermanastra], una pareja de pavones del peral con antenas bipectinadas, plumosas en el macho, más finas en la hembra, para reproducirlas in copulacon la mayor fidelidad pictórica (entre lamentables insectos de fantasía), en el nicho de una ventana de la llamada «Sala de los Elementos» del Palazzo Vecchio.
Amanecer en Ardis. Felicitas: Van, desnudo, todavía ovillado en su hamaca, bajo los dos grandes lidderons, como llamaban en Ladore a los liriodendros, no ciertamente un lit d'édredon,aunque ese auroral juego de palabras ayude a presentar la expresión física de la imaginación de un joven soñador, no disfrazado por la red.
– Felicitaciones—repitió Van, dando a la abreviatura infantil su forma completa—. Primera postal indecente. Seguro que Bewhorny conserva una copia en su archivo privado.
Ada examinó el dibujo reticular de la hamaca por medio de una lupa (que Van utilizaba para estudiar ciertos detalles de los dibujos de sus locos).
—Temo que luego sea peor —dijo Ada, con voz turbada; y, aprovechando el hecho de que estaban viendo el álbum en la cama (lo que hoy consideramos de mal gusto), la extravagante Ada volvió la lupa hacia Van en persona, cosa que había hecho muchas veces en aquel año de gracia reproducido en las imágenes, impulsada por la curiosidad científica y la depravación artística.
—Encontraré un parche para tapar eso —dijo, volviendo a la carúncula picaresca que se distinguía a través de la red indiscreta—. A propósito, he visto que tienes toda una colección de antifaces en tu cómoda...
—Para los bailes de máscaras —murmuró Van.
Un ejemplar para el capítulo de las comparaciones: Ada exhibiendo generosamente sus blancos muslos a horcajadas sobre una rama negra del árbol del Edén (su falda se había enredado en las ramas y las hojas). Luego, varias fotos del pic-nic de 1884, como, por ejemplo, Ada y Grace bailando juntas una giga liaskana, y Van, con los pies en alto, paciendo entre las estelarias y las agujas de pino (interpretación conjetural).
—Eso es algo que no volverá a verse —dijo Van—. Un precioso tendón izquierdo ha dejado de fungionar. Todavía puedo hacer esgrima y dar puñetazos magistrales, pero ya no me es posible andar sobre las manos. Ya no tendrás que lamentarte de eso, Ada. Ya no te oiremos suspirar y gemir. King Wing me contó que el gran Vekchelo se convirtió en un vulgar chelovek a la edad que yo tengo ahora. Es, pues, algo completamente normal. Ah, mira, aquí está Ben Wright, borracho, tratando de violar a Blanche detrás de las caballerizas. Blanche tiene un papel importante en este fárrago.
—¿Dónde has visto eso? Está claro que lo que hacen es bailar. Parecen la Bella y la Bestia en el baile en que Cenicienta pierde su liga y el príncipe su bella bragueta de cristal abombado. Mira, también vemos al señor Ward y la señora French ejecutando un kimbocampesino (bamboleo bruegheliano) al fondo de la sala. Todas estas historias de las violaciones de nuestra casa han sido groseramente exageradas. De todos modos, ese fue el último escándalo de Ben Wright en Ardis.
Ada en la terraza (fotografiada por nuestro acrobático mirón desde el alero del tejado) dibujando una de sus flores favoritas, un satirión de Ladore carnoso, erecto y de sedosa pelusa.
Van tuvo la impresión de que recordaba aquel atardecer soleado con toda su excitación y su suavidad, y algunas palabras que Ada había murmurado al azar (en respuesta a su torpe comentario botánico); «mi flor sólo se abre en el crepúsculo». La flor que estaba reproduciendo con pintura malva.
Una fotografía de estudio, en una página separada. Adochka linda e impura en sus ligeras ropas, y Vanichka, con un traje de franela gris y corbata de Riverlane a rayas oblicuas, uno junto al otro, mirando atentamente a la kimera(quimera, cámara), él con un tonto rictus forzado, y ella totalmente inexpresiva. Ambos recordaban muy bien el momento en que había sido tomada aquella foto (entre la primera cruz minúscula de una dulce misiva y todo un cementerio de besos) y por qué había sido tomada: fue por orden de Marina, que la hizo enmarcar y la colgó en su habitación, al lado de un retrato que representaba a su hermano a la edad de doce o catorce años, con la camisa abierta a lo Byron y con un cobaya en el hueco de las manos. Se les podía tomar por hermano y hermana. El joven difunto proporcionaba una coartada en vivisección.
Otra fotografía había sido tomada en las mismas circunstancias. Pero, por alguna razón desconocida, fue luego rechazada por la caprichosa Marina: Ada estaba leyendo sentada ante un velador de tres patas, con el puño cerrado ocultando la parte inferior de la página. Una deslumbrante sonrisa, nada corriente en ella y cuya justificación no aparecía por ningún sitio, iluminaba sus labios casi morunos. Sus largos cabellos caían sobre la clavícula y la espalda. De pie, a su lado, con la cabeza inclinada, Van miraba sin ver el libro que ella leía. Deliberamente, con plenitud de conciencia, al oír el clic bajo el capuchón negro, había puesto en el foco de su atención, junto al pasado inmediato, el futuro inminente, seguro de que aquel instante se grabaría en su memoria como el de la percepción objetiva del presente real y de que era preciso que se acordase del sabor, del brillo, de la carne del presente (¡y en verdad que se acordaba al cabo de seis años... y se acuerda todavía hoy, en la segunda mitad del siglo siguiente!)
Pero... ¿qué decir de aquella sonrisa radiante que asomaba a los adorados labios? La burla chispeante puede transformarse (por un grado más en la alegría) en un semblante de éxtasis.
—¿Sabes, Van, qué libro era ése que está colocado sobre la mesa, al lado del espejo de mano de Marina y de su pinza de depilación? Te lo voy a decir. Era una de las novelas más vulgares y más regocijantes que han aparecido en la primera página de la crítica de Libros del Timesde Manhattan. Estoy segura de que tu Córdula la tenía todavía en su cosy-cornercuando estabais sien contra sien después de darme calabazas.
– Cat—dijo Van.
—¡Oh, mucho peor! El Tabbydel viejo Beckstein es una obra maestra en comparación con ese... ese Amor bajo los tilosde un tal Eelmann, y traducido del alemán al inglés por Thomas Gladstone, que debía pertenecer a una compañía de Empaquetadores y Transportistas, pues en la página que tanto parece gustar a Adochka, adova dochka(hija del Infierno), la palabra que quiere decir «auto» se convierte en wagon(camión). ¡Y pensar que la pequeña Lucette ha tenido que estudiar a Eelmann y a tres terribles Tom en sus cursos de literatura en Los!
—Tú te acuerdas de esa porquería, pero yo recuerdo nuestras tres horas de besos sin pausa inmediatamente después.
—Veamos la siguiente ilustración —dijo Ada, con tono siniestro.
—¡El muy pervertido! —exclamó Van—. Tuvo que haber reptado sobre su vientre, detrás de nosotros, con el aparato a cuestas. Voy a tener que destruirle.
—No más destrucción, Van. Sólo amor.
—Pero mira, girl, aquí estoy a punto de tragarme tu lengua, y ahí soy yo el sumergido en tu epiglotis, y...
—Entreacto —pidió Ada—. Pronto, pronto.
—Estoy dispuesto a complacerte hasta los noventa años —dijo Van (la vulgaridad del fotógrafo mirón era contagiosa)—, noventa veces al mes, una más o menos.
—¡Oh, mejor una más y muchas más! Digamos ciento cincuenta, lo que serían... serían...
Pero en la súbita tormenta todos los cálculos se fueron al diablo.
—Pues bien —dijo Van, cuando el cerebro tomó otra vez el mando—, volvamos a nuestra infancia desfigurada. Tengo prisa (recogiendo el álbum de la alfombrilla del pie de la cama) por librarme de esta carga. Mira, un nuevo personaje. El pie de la foto dice: Dr. Krolik.
Un segundo, por favor. Quizá se trate de la mejor VanishingVan, pero, de todos modos, no está muy clara. Ya está. Sí, es mi pobre maestro de historia natural.
Knickerbockersy sombrero de panamá, codicioso de su babochka(«mariposa», en ruso). Pasión, frenesí. Uno se pregunta qué podía saber Diana de estacaza.
—¡Qué extraño! Tal como aquí nos lo presenta Kim, parece mucho menos peludo y gordo que como yo me lo imaginaba. En realidad, querida, es una Liebre de Marzo grande, robusta y bella. ¡Explícamelo!
—No hay nada que explicar. Un día pedí a Kim que me ayudase a llevar y volver a traer algunas cajas: ahí puedes verlas. Pero ése no es miKrolik, sino su hermano Karol o Karapars Krolik. Nacido en Turquía, y doctor en filosofía.
—Adoro la forma en que se pliegan tus ojos cuando dices una mentira. Espejismo lejano en Desfachatez Menor.
—No miento... (con una adorable dignidad): Es realmente doctor en filosofía.
– Van ist auch one—murmuró Van, pronunciando «one»como «wann».
—Nuestro más querido sueño, de Krolik y mío —prosiguió Ada—, era describir y representar las primeras fases, desde el huevo a la crisálida, de todas las argínnidas, mayores y menores, comenzando por las del Nuevo Mundo. Yo me habría encargado de la construcción de un arginidario (una especie de incubadora protegida contra todo contagio, con reguladores de temperatura y otros ingeniosos dispositivos, como un fondo de olores nocturnos y llamadas de animales noctívagos para recrear en ciertas circunstancias difíciles una atmósfera natural... Nuestras orugas necesitan exquisitos cuidados). Existen centenares de especies y muchas subespecies en ambos hemisferios; pero, repito, habríamos empezado por América. Nos habrían enviado por avión, desde los más diversos lugares, empezando por los hábitats árticos, Lyaska, Le Bras d'Or, Victor Island, hembras ponedoras vivas, con las plantas de que se alimentan sus orugas, como, por ejemplo, violetas de múltiples variedades. Nuestra magnaneriesería también un violetario, lleno de fascinantes plantas nutricias, desde la raza endiconensisde la violeta de los pantanos del norte hasta la minúscula pero admirable Viola kroliki, descrita hace poco por el profesor Hall de Goodson Bay. Yo habría contribuido con láminas coloreadas de todos los estadios y con croquis que representasen los genitales y otros aparatos del insecto adulto. Hubiese sido una obra maravillosa.
—Una obra de amor —dijo Van, volviendo la página.
—Por desgracia, mi querido colaborador ha muerto sin testar y todas sus colecciones, incluida mi modesta contribución, han sido entregadas por una auténtica conejera de Kroliks colaterales a agentes alemanes y comerciantes tártaros. ¡Es algo innoble, injusto y muy triste!
—Ya te encontraremos otro director de ciencia. Veamos un poco más lo que queda aquí.
Tres lacayos, Price, Norris y Ward, vestidos de bomberos de carnaval. El joven Bout besando devotamente el tarso surcado de venas de un lindo pie desnudo posado en una balaustrada. Vistos de noche, desde el jardín, por la ventana de la biblioteca, parecían dos pequeños fantasmas blancos en el interior, con las narices pegadas al cristal.
Artísticamente dispuestas en abanico en una misma página, siete fotochkitomadas en otros tantos minutos —desde un escondite lo suficientemente alejado—, en un escenario de altas hierbas, flores campestres y festones de follaje. La sombra de las hojas y los caprichos de los pedúnculos disimulaban delicadamente los detalles fundamentales y apenas dejaban adivinar el cuerpo a cuerpo de dos niños incompletamente vestidos.
En la miniatura central, el único miembro de Ada que se podía advertir era su brazo delgado y tenso, que enarbolaba como una bandera, sobre la hierba constelada de margaritas, la ropa que acababa de quitarse. En la imagen superior, la lupa (que un momento antes habían vuelto a encontrar bajo las sábanas) revelaba claramente, sobresaliendo entre las margaritas, el género de setas de sombrero estrecho que la ley escocesa (tras la proscripción de la brujería) llama Lord de Erection, Otra planta notable, el melón de Marvel, que parece el trasero de un galán ocupado, se recortaba sobre el horizonte floral de una tercera fotografía. En las tresl siguientes naturalezas muertas, la fuerza de las cosas había devastado lo suficiente la espesa hierba para que se pudiesen distinguir los detalles de una composición embrollada, mezcla de lucha gitana y de dobles presas, prohibidas por el reglamento. En la última fotografía, la más baja del abanico, Ada estaba representada por dos manos que arreglaban el cabello, mientras que su Adán permanecía en pie junto a ella. Un helecho o una flor disimulaba en parte su muslo, con la estudiada desenvoltura del pincel de un viejo maestro dispuesto a preservar la castidad del Edén.
Van, con un tono de voz igualmente desenvuelto, dijo:
—Fumas demasiado, amor mío: tengo el vientre cubierto de tus cenizas. Supongo que Bouteillan conocerá la dirección exacta del profesor Beauharnais en la Atenas de las Artes Gráficas.
—No le degollarás —dijo Ada—. Kim puede ser un anormal, un chantajista quizá, pero, en su sordidez, hay algo del istoshniy ston(vagido visceral) de un arte enfermo. Por lo demás, esta página es la única verdaderamente escabrosa. Y no olvidemos que una pelirroja de ocho años estaba también emboscada entre las brozas.
—Arte, my foute. Esa es la carroza fúnebre del arte, el mapa del Tendre en un rollo de papel higiénico. Siento que me hayas enseñado esto. Ese mono ha prostituido nuestras propias imágenes mentales. Una de dos: o le arranco los ojos a fustazos, o bien, para redimir nuestra infancia, haré de ella el tema de un libro: Ardis, crónica familiar.
—¡Ah, sí, sí! —exclamó Ada, saltándose otra infamia, observada, al parecer, por un agujero en las tablas de la buhardilla—. Mira, nuestra islita del Califa.
—No quiero ver nada más. Sospecho que encuentras algún picante en esas inmundicias. Hay que se excitan con las bandas ilustradas de moto-bikinis.
—Por favor, Van, mira. Son nuestros sauces, ¿te acuerdas?
El castillo bañado por el Adur:
turistas, visitad su torre.
Ocurre que ésta es nuestra única foto en color. Los sauces parecen vagamente verdosos porque la corteza de sus ramas es verdosa. Pero, en realidad, todavía no tienen hojas, la primavera apenas está comenzando. Entre los juncos se ve nuestra barca roja, la Souvenance. Y aquí está la última: apoteosis de Ardis vista por Kim.