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Ada o el ardor
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Автор книги: Владимир Набоков



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El infeliz bibliotecario presentó su «desolada dimisión» el primero de agosto de 1884. Desde entonces, novelas, poesías, obras científicas y filosóficas, vagabundearon sin que nadie se apercibiese. Atravesaban los cuadros de césped, se deslizaban entre los setos —un poco como los objetos transportados por el Hombre Invisible en el delicioso cuento de Wells —y acababan por posarse en el halda de Ada, en cualquier lugar en que ella y Van se hubiesen citado. Ambos buscaban en los libros algo que les apasionase, como hacen hoy los mejores lectores, pero en más de una obra famosa no encontraron sino tedio, pretensiones e informaciones falsas.

Cierta frase de un relato de Chateaubriand (la romántica historia de dos vástagos del mismo tronco) no había parecido muy clara a Ada la primera vez que la leyó, a la edad de nueve o diez años: « los dos niños podían, pues, abandonarse al placer sin ningún temor» En una colección de artículos ( Las musas se divierten) que Ada podía ahora consultar no sin malicia, un crítico de pluma indecente explicaba que el «pues» se refería a la vez a la falta de fertilidad de la tierna edad y a la esterilidad de una no menos tierna consanguinidad. Pero Van sostenía que tanto el escritor como el crítico estaban en un error, y, en apoyo de su propia opinión, dio a leer a su hermanita un capítulo de la gruesa obra Sex et Lex (Sexo y Ley)en el que se trataban las consecuencias que entraña, para la comunidad, un desastroso capricho de la naturaleza.

En aquel tiempo y en este país, la palabra «incestuoso» no significaba solamente «impúdico» (cuestión más lingüística que legalista), sino que implicaba también (en expresiones como «cohabitación incestuosa», etc.) una indebida interferencia en la continuidad de la evolución humana. La historia había remplazado, desde mucho tiempo antes, la invocación a la «ley divina» por el recurso al sentido común y a la ciencia popular. Desde ese punto de vista, el incesto sólo podía pasar por un crimen en la medida en que la endogamia fuera considerada criminal. Sin embargo, como el juez Bald lo había hecho observar ya en 1835, durante la Insurrección de los Albinos, casi todos los agricultores interesados en la cría de animales o plantas, lo mismo en la América del Norte que en la Tartaria, recurrían a la endogamia como un método de multiplicación adecuado para conservar, estimular y estabilizar los caracteres favorables, e incluso para provocar la aparición de caracteres inéditos en el seno de una raza o una estirpe, a condición de que se practicase sin excesiva rigidez; pues una práctica demasiado rígida conducía a diversas formas de degeneración, a descendencia enfermiza, abortos, mutantes mudos, y, en definitiva, a la esterilidad. Ahíestaba el crimen. Y como a nadie se podía hacer razonablemente responsable de la debida vigilancia de las orgías endógamas (en alguna apartada comarca de la Tartaria cincuenta generaciones de carneros, cada una más lanuda que la precedente, acababan de llegar a su agotamiento y ultimación en la persona única de un cordero de cinco patas desprovisto de pelo y de virilidad... y la degollación de cierto número de granjeros no había servido para resucitar la opulenta raza), lo más prudente era, quizás, prohibir de manera absoluta la «cohabitación incestuosa». El juez Bald y sus partidarios no compartían esa opinión. En la «supresión deliberada de un bien posible con el fin de evitar un mal probable» veían un atentado a uno de los derechos fundamentales de la humanidad: el de disfrutar de la libertad de su evolución, una libertad que ninguna otra criatura ha conocido nunca. Por desgracia, en el momento culminante de la controversia, tras el eco de la desventura de los rebaños y los pastores del Volga, un hecho nuevo y apoyado por informaciones más precisas llegó a conocimiento de la opinión norteamericana. Cierto ciudadano de USA, un tal Ivan Ivanov, de Yukonsk, presentado al público como «trabajador en estado de borrachera permanente» («buena definición del artista auténtico», dijo alegremente Ada) se las arregló para fecundar durante su sueño —punto que fue bien especificado por él mismo y por su populosa familia —a su bisnieta, María Ivanov, de cinco años de edad. Cinco años más tarde, en un nuevo acceso de somnolencia, engordó a Daría, hija de María. Todos los periódicos publicaron fotografías de María, abuela de diez s años, con la pequeña Daría y el pequeñín Varía que gateaba a sus pies. Aquella comedia genealógica, representada ante los ojos de un Yukonsk indignado por los numerosos miembros vivos, y no siempre virtuosos, del clan Ivanov, proporcionó abundante materia para toda clase de divertidas adivinanzas. El sexagenario sonámbulo no tuvo tiempo de llevar más adelante su obra de procreación: fue encerrado por quince años en un monasterio, según lo exigía una antigua ley rusa. Al recuperar la libertad, decidido a una honorable reparación, se casó con Daría, convertida en una muchacha rolliza y que tenía sus problemas, como todo el mundo. Los periodistas hicieron mucho ruido a propósito de aquel matrimonio y de los innumerables regalos dirigidos a la pareja por amigos desconocidos (ancianas damas de Nueva Inglaterra, un poeta progresista con residencia en el Colegio de Tennesee Waltz, la totalidad de los efectivos de un colegio mejicano de segunda enseñanza, etc.). El mismo día, Gamaliel (entonces, joven y robusto senador) dio un puñetazo sobre una mesa de conferencias, con tanta energía que se hizo una herida, y reclamó una revisión del juicio y una condena a la pena capital. Simple acceso de mal humor, desde luego; pero eso no impidió que el asunto Ivanov proyectase una sombra duradera sobre el pequeño problema de la «endogamia favorable». A mediados del siglo pasado, no solamente ¡primo y prima, sino tío y sobrina-nieta habían perdido el derecho de entre-casarse, y, en ciertas regiones fértiles de Estocia, las ventanas de las isbas de las grandes familias campesinas —donde hasta doce personas de tallas y sexos diferentes dormían sobre el mismo jergón– debían permanecer con las persianas y cortinas abiertas para facilitar el trabajo de las patrullas de inspección dotadas de linternas de petróleo (los «mirones de Erín», como les llamaba la Prensa sensacionalista, enemiga de los policías de origen irlandés).

Hubo otros regocijantes hallazgos. Así, Van no pudo por menos de reírse con ganas al exhumar, en beneficio de la entomomanía de Ada, este fragmento sacado de una muy seria Historia de las costumbres copulativas: «Los peligros y los ridículos inherentes a la posición llamada "del misionero", adoptada con fines copulativos por nuestra intelectualidad puritana, y de la que tan justamente se mofaban los indígenas de las Islas Begouri —pueblo "primitivo", pero provisto de un sólido sentido común– han sido señalados por un eminente orientalista francés (aquí, larga nota de pie de página, que omitimos) en la descripción de las costumbres amorosas de la mosca Serromya amorataPoupart. Durante el acoplamiento, las superficies abdominales de la pareja se aplican una contra otra, y los orificios bucales están en íntimo contacto. Después de la última palpitación, la hembra sorbe el contenido del cuerpo del macho por la boca del apasionado amante. Se supone —ver Pesson y otros (nueva nota, no menos generosa) —que las golosinas presentadas a la mosca hembra por ciertos machos antes del acoplamiento (los femoratay amorata, especies inferiores, deben, al parecer, ser excluidos de ese número), tales como patas jugosas de moscas enanas envueltas en una sustancia filamentosa, o incluso los presentes puramente simbólicos (epílogo frívolo o preludio sutil de un proceso evolutivo, quién sabe), como pétalos cuidadosamente enrollados y atados con fibra de helecho rojo, representan una prudente garantía con la voracidad intempestiva de la joven dama.»

Más regocijante aún era el «mensaje» de una asistente social canadiense, madame de Réan-Fichini, que escribió y publicó su tratado Sobre los métodos anticonceptivosen jerga kapuskana (para evitar los rubores de estocianos y estadounicianos, sin dejar por eso de instruir en su especilidad a sus colegas más audaces): « Sole segura metoda—escribía– par enganar natura est por un fort contino-contino-contino hasta le plaser, e logo, a l’ultima instanzia, deviar a l'otra rajia; ma por si la dona non se da volta apriesa, capta por son ardore e plaser, la transita est facilitata por la positio buca-baixo.» Un léxico añadido en apéndice explicaba este último término como «la postura generalmente adoptada en las comunidades rurales por todas las clases, desde la nobleza campesina hasta el más vil ganado, en todos los pueblos de las Américas Unidas, desde la Patagonia a la Gaspesia». Ergo, concluyó Van, nuestro misionero se hace humo.

—Tu vulgaridad no reconoce límites —dijo Ada.

—A fe mía que prefiero incluso ser quemado vivo antes que deglutido por una Amadissima(o como quieras llamarla) que, una vez viuda, ponga un buen montón de huevos verdes.

Paradójicamente, Ada, tan impuesta en «cientos» de «ticenos» (y de «insectos»), se aburría mucho con las doctas y voluminosas obras enriquecidas con planchas anatómicas, imágenes de siniestros burdeles de la Edad Media, o fotografías de tal o cual César a punto de ser extraído del útero materno según los diversos métodos de carniceros y cirujanos enmascarados de los tiempos antiguos y modernos; mientras que Van. que detestaba la Historia Natural y denunciaba con fanática indignación la existencia del dolor íísico en todas las regiones del Universo, era infinitamente seducido por las descripciones y representaciones de carnes humanas torturadas. En campos más floridos, sus gustos y sus alegrías eran mucho más afines. A los dos les gustaban Rabelais y Casanova. Ambos detestaban al señor de Sade, a herrMasoch y a Heinrich Müller. La poesía pornográfica de ingleses y franceses, aunque instructiva e ingeniosa en ocasiones, a la larga les asqueó, y su complacencia (sobre todo en Francia, antes de la invasión) en describir los desbordamientos sexuales de monjes y monjas, les parecía tan incomprensible como deprimente. La colección de estampas eróticas del Extremo Oriente del tío Dan resultó ser artísticamente mediocre y calisténicamente pobre. El espécimen más costoso y más hilarante representaba una mongola de rostro oval y estúpido con un horrible tocado, en comunión sexual con seis gimnastas rechonchos e inexpresivos. El lugar de la escena era una especie de escaparate lleno de biombos, arbustos en macetas, telas de seda, abanicos de papel y porcelanas. Tres de los machos, contorsionados en posturas incómodas, utilizaban simultáneamente tres de los principales orificios de la muchacha, que trataba a mano a dos clientes de más edad. El sexto, un enano, tenía que contentarse con el pie deforme que ella ponía a su disposición. Otros seis voluptuosos sodomizaban a sus inmediatos compañeros y un séptimo daba su estocada en el sobaco. Después de haber desembrollado e identificado pacientemente todos los miembros y repliegues abdominales directa o indirectamente colgados sobre la plácida cortesana (la cual, no se sabe cómo, conservaba aún sobre su persona algunas partes de su vestido), tío Dan había anotado con lápiz el precio de la estampa y su título: « Geishade los trece amantes.» Van descubrió aún un decimoquinto ombligo escapado de la prodigalidad del artista, pero no pudo encontrar ninguna justificación anatómica.

La biblioteca había proporcionado un teatro a los héroes de la vidable escena de la Granja Incendiada: les había abierto de par en sus armarios vidrieros, permitiéndoles un largo idilio de bibliolatría. Aquello habría podido convertirse en el capítulo de una de las viejas novelas que adornaban sus estantes. Un asomo de parodia comunicaba a su tema austero el relieve cómico de la vida.

XXII


My sister, do you still recall

the blue Ladore and Ardis Hall?

Don't you remember any more

that castle bathed by the Ladore?

Ma soeur, te-souvient-il encore

du Château que baignait la Dore?

My sister, do you still recall

The Ladore-washed oíd castle Wall?

Sestra moia ti potnnish'goru

dub visokiy, Ladoru?

My sister, you remember still

The spreading oak tree and my hill?

Oh! qui me rendra mon Aline

et le grand chêne et ma colline?

Oh, who will give me back my Jill

and the big oak tree and my hill?

Oh! qui me rendra mon Adèle,

et ma montagne et l'hirondelle?

Oh! qui me rendra ma Lucile,

la Dore et l'hirondelle agile?

Oh, who will render in our tongue

the tender things he loved and sung?

Fueron a Ladore a nadar, a pasear en barca. Siguieron los meandros del río adorado, le buscaron nuevas rimas, treparon por la colina en la que se elevaban las ruinas ennegrecidas de Château-Bryant, cuya torre sobrevolaban siempre los vencejos. Llegaron hasta Kaluga, fueron a beber a las Aguas y a visitar al dentista. Van, ocupado en hojear una revista, oyó cómo Ada gritaba en la pieza vecina y exclamaba « chort!» (¡diablo!), lo que nunca le había oído antes. Tomaron el té en casa de una amiga, la condesa de Prey —que trató de venderles, sin éxito, un caballo cojo—. Fueron a la feria de Ardisville, donde admiraron especialmente a los volatineros chinos, un payaso alemán, y una robusta princesa circasiana, tragadora de sables, que comenzó por un cuchillo de postre, continuó por un puñal ornado de pedrería, y terminó engulléndose una enorme salchicha, con cuerda y todo.

Hicieron el amor... principalmente en vallecillos y hondonadas.

A los ojos de un fisiólogo corriente, la energía de aquellos jovencitos habría podido parecer anormal. El deseo desenfrenado que sentían el uno por el otro les resultaba insoportable si, en el espacio de algunas horas, no lo satisfacían varias veces, al sol o a la sombra, en el tejado o en el sótano, dondequiera que fuese. A pesar de sus recursos poco comunes, Van no podía apenas sostener el paso que le marcaba su pálida y pequeña «amorette» (por valemos de la jerga francesa del lugar). Explotaban el placer con una prodigalidad que rayaba en locura y que indudablemente habría acortado sus jóvenes existencias si el verano, que en principio se les había aparecido como la promesa de un río sin límites, inagotable de libertad y esplendores verdes, no les hubiese proporcionado ciertas alusiones veladas a posibles desfallecimientos: la fatiga producida por las variaciones sobre el mismo tema (último recurso de la naturaleza); elocuentes hallazgos aliterativos (cuando flores y mariposas nocturnas se imitan entre sí); la aparición de una primera pausa a fines de agosto y un primer silencio a principios de septiembre. Aquel año, los huertos de frutales y las viñas se mostraban particularmente pintorescos, y Ben Wright, el cochero, fue despedido por haber soltado ventosidades cuando llevaba a Marina y a Mlle. Larivière, de vuelta de la Fiesta de la Vendimia de Brantôme-lès-Ladore.

Lo cual nos recuerda otra cosa.

El catálogo de la biblioteca de Ardis registraba, bajo la rúbrica «LIBID. EXÓT/.», un suntuoso volumen (conocido por Van gracias a los buenos oficios de Miss Vertograd), que se titulaba: Obras maestras perdidas: cien cuadros procedentes de las colecciones reservadas de la Nat. Gal. (Sct.Sp.), impresos para S.M. el Rey Victor.Se trataba de espléndidas fotografías en color que reproducían esas escenas tiernas y voluptuosas que los maestros italianos se permitieron pintar entre las demasiado numerosas «Resurrecciones» durante un demasiado prolongado y demasiado robusto Renacimiento. El ejemplar de Ardis había sido perdido o robado, o se encontraba escondido en la buhardilla, entre los efectos personales del tío Ivan, algunos de los cuales eran bastante curiosos. Van no se acordaba nunca del nombre del autor de cierto cuadro, pero le parecía que éste podía ser razonablemente atribuido al joven talento de Michelangelo da Caravaggio. Era una tela sin marco que representaba dos figuras desnudas —muchacho y muchacha —sorprendidas en flagrante delito de mala conducta en una gruta tapizada de hiedra o de pámpanos, o cerca de una pequeña cascada coronada por un arco de verdura y de un follaje color bronce y esmeralda, con grávidos racimos de uvas diáfanas; y las sombras y los reflejos límpidos de los frutos y las hojas se fundían mágicamente con las carnes jaspeadas de delicadas venas. Sea como fuere (esta transición puede ser un simple artificio de estilo), Van se sintió transportado a la obra de arte prohibida el día en que, después de comer, y cuando todos los demás habían partido hacia Bramóme, Ada y él tomaban un baño de sol cerca de la cascada, en el bosquecillo de alerces de Ardis Park. Ada se había inclinado sobre él y sobre los detalles circunstanciados de su deseo. La larga cabellera lisa de la pequeña ninfa, que en la sombra parecía de un azul-negro uniforme, revelaba ahora, bajo el fuego de la gema solar, estratos alternos de castaño rojizo y ámbar intenso, cayendo en crenchas que le cubrían las mejillas o se abrían graciosamente en su extremidad sobre el marfil de su hombro ligeramente alzado. En los primeros días de aquel verano fatídico, la sustancia, el lustre, el olor de aquella cabellera morena habían abrasado los sentidos de Van, y siguieron ejerciendo sobre él el mismo intenso efecto hasta mucho después de que su erotismo juvenil hubiese descubierto en Ada otras fuentes de incurable dicha, A los noventa años Van recordaba su primera caída del caballo con una emoción apenas menor que la de aquel primer día en que Ada se inclinó sobre él y le dio a poseer su cabellera. Los cabellos de la chica le harían cosquillas en los muslos, le serpenteaban entre las piernas, se desplegaban sobre su vientre palpitante. A través de ellos, el estudiante de arte podía entrever la cúspide de la técnica del trompe-l'oeil, monumental, multicolor, proyectándose sobre un fondo oscuro, perfilándose en altorrelieve por una iluminación lateral de luz caravagiana. Ada le acariciaba, le enlazaba, como los zarcillos de una enredadera se abrazan a una columna, estrechándose cada vez más, apretando cada vez más, hasta que su mordisco amoroso acababa por disolver su fuerza en suavidad purpurina. En el borde de una hoja de vid había una muesca, en forma de cuarto creciente, de la mordedura de una oruga de esfinge. Había también un microlepidopterólogo inglés muy conocido que, habiendo agotado los nombres griegos y latinos, forjaba nombres de géneros nuevos mediante juegos de palabras: «Adabesa», «Adabraza», «Besamada», «Besahí». Ella supo hacerlo. ¿De quién era ahora el pincel? ¿De un Tiziano titilante? ¿De un Palma el Viejo embriagado? No, Ada no tenía nada de veneciana rubia. ¿Dosso Dossi, quizás? ¿Fauno Agotado por una Ninfa? ¿Sátiro desvaneciéndose? Ese molar que acaban de empastarte, ¿no te hiere en la lengua, Ada? ¡A mí me ha despellejado! No te preocupes, es una broma, mi circasiana circense.

Un momento más tarde tomaron el relevo los pintores flamencos: muchacha poniéndose bajo la cascada para lavarse los cabellos. El gesto inmemorial de la torsión de los mechones para escurrirlos, acompañado de contorsiones de la boca igualmente inmemoriales.

My sister, do you recollect

that turret, «of the Moor» yclept?

Ma soeur, te souvient-il encore

du château que baignait la Dore?

XXIII



Todo iba perfectamente hasta que Mlle. Larivière decidió guardar cama durante cinco días. Se había desriñonado en el tiovivo de la Fiesta de la Vendimia, marco escogido para una novela que acababa de iniciar (y cuyo tema era la estrangulación de una muchachita llamada Roquette por el alcalde de su pueblo), y sabía por experiencia que no hay nada mejor que el calor del lecho para mantener el prurito de la inspiración. Durante aquel período, Frenen, la segunda doncella del piso alto, cuyo carácter y cuyo palmito estaban muy por debajo de la gracia límpida y el humor amable de Blanche, fue encargada, en principio, del cuidado de Lucette, y ésta hacía cuanto podía por trocar la vigilancia indolente de la criada por la compañía de su primo y su hermana.

Ominosas palabras, como «de acuerdo, si el señorito te deja que vayas...»; o «bueno, estoy segura de que a la señorita Ada no le importará que le acompañes a buscar setas», resonaron pronto en los oídos de nuestros héroes como el toque de difuntos de su libertad amorosa.

Mientras la yaciente autora, agradablemente instalada en su lecho, describía las orillas de un arroyuelo donde la pequeña Roquette gustaba de retozar, Ada leía, sentada al borde de un arroyo muy parecido y, de tanto en tanto, echaba una mirada soñadora a un incitante bosquecillo de coníferas (que más de una vez había dado asilo a nuestros amantes) y a Van, que, con el torso bronceado, los pies descalzos, y el pantalón vaquero subido hasta las rodillas, buscaba su reloj, que creía haber dejado caer entre los nomeolvides (pero que Ada, él lo había olvidado, llevaba en su muñeca). Lucette había abandonado su comba. En cuclillas al borde del riachuelo, hacía flotar una muñeca de goma del tamaño de un feto y, a intervalos, le apretaba el vientre para hacer salir un fascinante chorro de agua de un agujerito que Ada, hermana cariñosa, había tenido el mal gusto de perforar en el juguete rojo-anaranjado. Con la indócil brusquedad de los objetos inanimados, la muñeca se las arregló para que se la llevara la corriente. Van dejó caer los pantalones bajo un sauce y atrapó a la fugitiva. Ada, tras considerar debidamente la situación, cerró su libro y dijo a Lucette (la cual solía dejarse seducir fácilmente) que estaba notando que se convertía en dragón con una rapodez inquietante, que las escamas ya le estaban verdeando, que ahora era ya un dragón y que Lucette debía ser atada a un árbol con su comba para que Van pudiese acudir a salvarla en el momento justo. Por alguna razón desconocida, a Lucette no le gustó el programa; pero la fuerza bruta se impuso. Ada y Van abandonaron a la furibunda cautiva firmemente atada al tronco de un sauce y partieron haciendo cabriolas, fingiendo la huida y la persecución, para desaparecer durante unos preciosos instantes en la oscura arboleda de coniferas. Lucette, debatiéndose, había conseguido liberar de la cuerda una de sus rosadas muñecas y se había casi soltado de sus ligaduras cuando dragón y caballero regresaron caracoleando.

La niña se quejó a su institutriz, la cual interpretó equivocadamente todo el asunto (lo que también podría decirse de su nueva creación literaria), hizo llamar a Van y, desde detrás de las cortinas de su lecho, entre vahos de embrocación y sudor, le rogó que no abandonase nunca más a su primita, haciendo de ella la heroína desgraciada de un cuento de hadas.

A la mañana siguiente, Ada dijo a su madre que Lucette necesitaba urgentemente un baño y que ella misma la bañaría, tanto si a la institutriz le parecía bien como si no. Horocho, dijo Marina (sin dejar de prepararse para recibir la visita de un vecino y de un joven actor, protegido suyo, en su mejor estilo de gran dama del teatro), «pero no olvides que la temperatura debe mantenerse muy exactamente a veintiocho grados (como ha sido regla desde el siglo XVIII), y no la dejes en el agua más de diez o doce minutos».

—Genial idea —dijo Van, ayudando a Ada a calentar el agua, a llenar la vieja bañera abollada y a templar un par de toallas.

Aun cuando sólo tenía nueve años y estaba relativamente poco desarrollada para su edad, Lucette no había escapado a la engañosa pubescencia de las muchachitas pelirrojas. En el hueco de sus sobacos era visible un ligero puntilleo de sedas brillantes y su montículo pubiano estaba espolvoreado de bronce.

La prisión líquida estaba dispuesta y se reguló el plazo de un cuarto de hora en un despertador.

—Déjala que se remoje primero, ya la enjabonarás después —dijo Van, con febril impaciencia.

—Sí, sí, sí —exclamó Ada.

—Soy Van —decía Lucette, de pie en la bañera, apretando entre las piernas la pastilla de jabón violáceo y sacando el vientrecillo brillante.

—Si haces eso te convertirás en niño —dijo Ada, en tono severo —y no sería muy divertido.

Con muchas precauciones, la niña empezó a meter el trasero en el agua.

—¡Está demasiado caliente! —gritó—. ¡Muy demasiado horriblemente caliente!

—Ya se enfriará —dijo Ada—. Déjate caer de modo que haga ¡paf!, y quédate tranquila. Mira, aquí tienes tu muñeca.

—De prisa, Ada, por el amor de Dios, déjala que se remoje —repetía el desventurado Van.

—Y acuérdate bien —dijo Ada—. Si se te ocurre salir de este buen baño bien caliente antes de que suene el despertador, eres niña muerta. Lo ha dicho Krolik. Volveré para enjabonarte, pero no me llames. Nosotros vamos a recoger la ropa blanca y a contar los pañuelos de Van.

Echaron el pestillo interior a la puerta del cuarto de baño (una pieza en forma de ele) y se retiraron al rincón de su parte lateral, entre una cómoda y una vieja enceradora en desuso, refugio inaccesible al ojo verde-mar del espejo del lavabo. Pero apenas habían terminado sus violentos e incómodos ejercicios en el fondo de aquel exiguo reducto (un frasquito de medicina vacío marcaba estúpidamente el compás en la cómoda) cuando Lucette comenzó a llamarles a grandes gritos desde la bañera y la camarera a golpear la puerta: Mlle. Larivière necesitaba también agua caliente...

Imaginaron toda clase de nuevas estratagemas.

Un día Lucette había estado particularmente insoportable. Con la nariz mocosa y la mano inexorablemente agarrada a la de su primo, no dejaba, desde buena mañana, de acosar al desventurado con una obstinación que llegaba a ser obsesionante. Van apeló a todos sus recursos de diplomacia, de encanto, de elocuencia, y dijo en voz baja a Lucette, con aires de conspirador:

—Mira, encanto: este libro marrón es uno de mis tesoros más preciados. Mi chaqueta del colegio tiene un bolsillo especial dedicado exclusivamente a llevarlo. Por él me he peleado cien veces con niños malos que querían robármelo. Lo que hay aquí (Van volvía sus páginas con veneración) no es nada menos que una colección de poemas, los más bellos y más famosos de la lengua inglesa. Éste tan pequeño, por ejemplo, lo escribió llorando, hace cuarenta años, el laureado poeta Robert Brown, aquel anciano caballero que me enseñó una vez mi padre en Niza, de pie bajo un ciprés en lo alto del acantilado, contemplando a sus pies la espuma del oleaje en el mar azul turquesa... un espectáculo inolvidable para todos los asistentes. Se titula «Peter y la princesa Margarita». Pues bien, te lo doy (aquí Van se volvió hacia Ada para consultarla solemnemente con la mirada)...cuarenta minutos... («Déjaselo una hora entera, no es capaz de aprenderse ni el estribillo Mironton-mirontaine...») Bien, te lo doy una hora entera, para que te aprendas de memoria esos ocho versos. Tú y yo (cuchicheo confidencial) vamos a demostrar a tu impertinente hermana que la tonta de Lucette es capaz de hacer cualquier cosa. Si (rozando con los labios su pelito corto) llegas a recitar esa poesía y a dejar boquiabierta a Ada por no tener ni una falta —¡ten mucho cuidado con los «aquí», «allí», y otros pequeños detalles! – siconsigues esa proeza, el precioso volumen es tuyo. («Déjala que pruebe con esa en que se trata de encontrar una pluma de pavo real y de ver al poeta Peacock en persona» —dijo Ada, con sequedad– «es un poco más difícil.»)

—No, no. Lucette y yo hemos escogido esta pequeña balada. Está decidido. Y ahora (abriendo una puerta) entra aquí, y no salgas hasta que yo te llame. En caso contrario, perderás la recompensa y lo lamentarás toda tu vida.

—¡Van, eres muy bueno! —dijo Lucette, entrando lentamente en la habitación, con los ojos fijos en las fascinantes maravillas de la primera página: el nombre de Van, su audaz rúbrica, algunos dibujos en tinta, obras de arte salidas de supluma: una margarita negra (conseguida mediante La Metamorfosisde un borrón casual), una columna dórica (transformación de un dibujo anterior, más obsceno), la delicada filigrana de un árbol desprovisto de hojas (tal como se veía desde la ventana de su clase) y varios perfiles de muchachos (Chesh el gato, Zog el perro y el propio Van, un Van muy parecido a Ada).

Van corrió a reunirse con ésta en la buhardilla. En aquel momento se sentía muy orgulloso de su estratagema. Diecisiete años más tarde la recordaría, con un estremecimiento fatídico, al leer la última nota recibida de Lucette. Ésta se la había enviado desde París, a su dirección de la Kingston University, el 2 de junio de 1901, «para el caso de que...»

«He guardado años y años la antología que un día me regalaste. Debe seguir en Ardis, en mi habitación de niña. La poesía que quisiste que me aprendiera se ha conservado perfectamente, en algún oscuro rincón de mi memoria caótica, entre mozos que tratan a puntapiés mis maletas, y cajas revueltas, y voces que dicen a gritos que ya es la hora de ponerse en marcha. Puedes buscar el texto en Brown y felicitarme otra vez por la precocidad de mi inteligencia (¡sólo tenía ocho años!) como hicisteis tú y la dichosa Ada aquel día lejano que tintinea en el estante, como una botellita vacía. Y, ahora, lee:

Allí, dijo el guía, estaba el campo

allí, dijo, empezaba el bosque.

Aquí se arrodilló Peter,

allá estaba Margarita.

El visitante lo negó:

eres , guía, el fantasma.

Robles y trigos habrán muerto,

pero ella sigue a mi lado.»

XXIV



Luego que Lettrocalamitas (¡vieja broma de Vanvitelli!) hubo sido anatematizado en todo el mundo (su mismo nombre se había convertido en una «palabrota» en las familias de la Muy Alta categoría social a la que tenían la suerte de pertenecer los Veen y los Durmanov), y que los ingeniosos dispositivos que le habían sido sustituidos quedaron exclusivamente reservados a esos aparatos de eminente utilidad llamados teléfonos, a los motores (¿qué más?) y, en fin, a todos esos pequeños inventos ante los cuales la gente común se queda con la lengua fuera, una lengua sedienta, más anhelante que la de un perro de caza, algunas amables fantasías, como las cintas magnetofónicas, juguetes favoritos de los antepasados de Van y Ada (el príncipe Zemski tenía uno por cada cama de su harén de colegialas) dejaron de fabricarse, excepto en Tartaria, donde habían dado origen a los minirechi(o «minaretes parlantes»), de fabricación secreta. Si el derecho y las buenas costumbres hubieran autorizado a nuestros eruditos enamorados a poner en marcha el misterioso aparato que descubrieron un día en su buhardilla mágica, no dudamos que habrían registrado (para volver a oírlas ocho decenios más tarde) las arias de Giorgio Vanvitelli o las conversaciones de Van Veen con su enamorada. He aquí, por ejemplo, lo que habrían podido oír hoy... divertidos, confundidos, tristes, maravillados...


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