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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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Van, en quien las flores rosas de los castaños de Chose despertaban siempre ardores amorosos, decidió despilfarrar aquella inesperada sobra de tiempo libre antes de su partida para América con una cura de veinticuatro horas en la más elegante y eficaz de todas las Villas Venus de Europa. Pero durante el viaje, algo largo, en la limusina antigua, aterciopelada, ligeramente perfumada (¿almizcle, tabaco turco?) que el Albania, su hotel de Londres, le procuraba habitualmente para sus desplazamientos en Inglaterra, otros sentimientos turbulentos vinieron a mezclarse, sin disiparlos, con sus deseos taciturnos. Muellemente mecido por la suspensión, con los pies, calzados de babuchas, apoyados en un escabel y un brazo pasado por una abrazadera, recordó su primer viaje en tren a Ardis y trató de hacer lo que él mismo recomendaba a veces a sus enfermos para ejercitar los «músculos de la conciencia»: volver a ponerse, no ya sólo en el estado de ánimo en que se encontraban antes de un cambio radical de su vida, sino en un estado de total ignorancia respecto a dicho cambio. Sabía que aquello no podía hacerse, pero que, a falta de su plena realización, era posible una tentativa tenaz, porque él no habría recordado el prefacio de Ada si la vida no hubiese dado vuelta a la página de modo que su radiante texto atravesara ahora como un relámpago todos los tiempos de su mente. Se preguntó si también podría rememorar en el futuro su actual e insignificante viaje. Una tardía primavera inglesa acompañada de reminiscencias literarias se demoraba en el aire de la tarde. El «canóreo» incorporado (un antiguo sistema músical que una comisión anglo-norteamericana había vuelto a autorizar recientemente) difundía una desgarradora canción italiana. ¿Qué era él? ¿Quién era él? ¿Por qué era él? Pensó en su flojedad, en su torpeza, en su pereza de espíritu. Pensó en su soledad sus pasiones y sus peligros. Vio a través del cristal de separación los pliegues gruesos, sanos y tranquilizadores de la nuca del chófer. Vanas imágenes hicieron cola ante los ojos de su alma... Edmund, Edmond, la simplicísima Córdula, la fantásticamente compleja Lucette, y, por una mecánica asociación de ideas, una depravada muchachita de Cannes, llamada Lisette, de senos que parecían bellos abscesos y cuyas frágiles gracias eran vendidas en una vieja caseta de baño por un apestoso hermano mayor.

Cerró el canóreo y tomó la botella de coñac disimulada tras un brazo abatible del asiento. Bebió en la misma botella, porque los tres vasos estaban sucios. Se sentía rodeado por grandes árboles a punto de desplomarse y por las monstruosas bestias de las tareas no realizadas, quizás irrealizables. Una de aquellas tareas era Ada, a la cual, él lo sabía, nunca podría renunciar; sería a ella a quien entregase los restos de su ser al primer toque de trompeta del destino. Otra era su obra filosófica, tan curiosamente obstaculizada por su propia virtud, por esa originalidad de estilo que constituye la única verdadera honradez del escritor. Tenía que hacer las cosas a su manera, pero el coñac era detestable, y la historia del pensamiento estaba erizada de clichés y era esa historia lo que debía superar.

Sabía que no era un auténtico sabio, sino un artista. Paradójica e inútilmente, habían sido su carrera académica, sus conferencias arrogantes v despreocupadas, sus trabajos de dirección de seminarios, los informes que había publicado sobre enfermos mentales, iniciados por una especie de prodigio antes de los veinte años, lo que le hacía gozar, a los treinta y uno, de «honores» y de una «situación» que muchos individuos increíblemente laboriosos no han alcanzado a los cincuenta. En sus momentos de tristeza, como el de ahora, atribuía al menos una parte de sus éxitos a su rango, a su fortuna, a las numerosas donaciones que (en una especie de prolongación de las propinas excesivas que prodigaba a los pedigüeños huraños que hacían las camas, manejaban los ascensores o sonreían en los pasillos de los hoteles) continuaba naciendo llover sobre las instituciones y sobre los estudiantes válidos. Tal vez Van Veen no se equivocase demasiado en su cínica suposición. Porque en nuestra Antiterra (lo mismo que en Terra, según sus propios escritos) una Administración insoportablemente rutinaria, cuando no está bajo la fuerte impresión de la súbita construcción de un inmueble o del relámpago de fondos torrenciales, prefiere los grises tranquilizadores de la mediocridad académica al brillo sospechoso de un V. V.

Los ruiseñores cantaban cuando él llegó a su innoble y fabuloso destino. Como de costumbre, sentía crecer en él una brusca exaltación en el momento en que el coche enfilaba un paseo de encinas entre dos hileras de estatuas falofóricas que presentaban armas. Como cliente que debía ser acogido con placer al cabo de quince años, Van no se había tomado el trabajo de «telefonear» (el nuevo término oficial). Un foco de luz fue a dar contra él. ¡Ay, había llegado en una noche de «gala»!

Los chóferes de los socios solían estacionar en un aparcamiento especial cerca del pabellón de la conserjería donde había una agradable cantina para los criados, con bebidas no alcohólicas y algunas putas vulgares y baratas. Pero aquella noche varios grandes coches de policía ocupaban las plazas de aparcamiento y desbordaban alrededor de un árbol vecino. Van dijo a Kingsley que esperase un momento bajo las encinas, se puso su bauttay fue a investigar. Su sendero preferido pronto le condujo, entre dos muros, a uno de los amplios cuadros de césped que aterciopelaban las inmediaciones de la mansión. El parque estaba inundado por una luz lívida y tan frecuentado como Park Avenue, comparación que acudía con facilidad a la mente, porque los disfraces de los astutos sabuesos pertenecían a un tipo que recordó a Van su país natal. Incluso conocía de vista a alguno de aquellos hombres: eran los mismos que patrullaban ante el club de su padre, en Manhattan, cada vez que el bueno de Gamaliel (no reelegido después de su cuarto mandato) cenaba allí en su chochez informal. Asumían los papeles que estaban acostumbrados a asumir: vendedores de fruta, negros buhoneros ofreciendo bananas y banjos, obsoletos o —al menos– intempestivos chupatintas camino de inverosímiles oficinas, peripatéticos lectores de periódicos rusos que acortaban la marcha hasta pararse por completo y luego proseguir el paseo tras sus desplegadas Estotskiya Vesti.

Van se acordó de que Mr. Alexander Screepatch, el nuevo presidente de las Américas Unidas (un ruso pletórico), había venido a visitar al rey Victor, y dedujo, con razón, que ambos hombres debían estar ahora sumergidos en plena dolce vita. El aspecto cómico de la actitud de los detectives (quizás adecuada para el atrasado concepto que tenían de una acera americana, pero que no se adaptaba mucho a aquel laberinto misteriosamente iluminado de arboledas inglesas) moderó su decepción, mientras se estremecía ante la repugnante idea de compartir los retozos de personajes históricos o tener que conformarse con chiquillas de caritas audaces que ellos hubieran comenzado a utilizar para rechazar luego.

Fue entonces cuando una estatua envuelta en una sábana quiso interpelar a Van desde su pedestal de mármol, pero resbaló y aterrizó de espaldas sobre los helechos. Ignorando al dios allí expuesto, Van volvió hacia su Jolls-Joyce, cuyo motor seguía funcionando. El rubicundo Kingslev un viejo amigo bien probado, se ofreció a conducirle a otra casa, unos ciento cuarenta kilómetros más al norte. Pero Van rehusó por principio, y se hizo llevar otra vez al Albania.

V



El 3 de junio, a las cinco de la tarde, el paquebote partió de Le Hâvre-de-Grâce, y al anochecer de aquel mismo día Van embarcó en Old Hantsport. Desanimado y soñoliento (había pasado casi toda la tarde jugando al tenis con Delaurier, el famoso preparador negro), contemplaba el brasero del sol declinando en ocelos de un oro verdoso, a algunos largos de serpiente de mar a estribor, sobre la cara exterior del estrave. Decidió en seguida acostarse, bajó a la cubierta A, devoró algunas frutas de la naturaleza muerta que habían preparado para él en su saloncito, trató de leer en la cama las pruebas de un ensayo que había escrito para un Festschriftdedicado al 80° aniversario del profesor Counterstone, abandonó y se durmió. Hacia medianoche estalló una furiosa tempestad. Pero a pesar de los bamboleos y crujidos (el Tobakoffera un viejo barco cascarrabias), Van se las arregló para dormir profundamente y su única reacción subliminal a la tempestad fue la proyección en sueños de la imagen de un pavo real acuático hundiéndose lentamente, antes de dar una voltereta como un ánade que se sumerge junto a la orilla del lago que lleva su nombre en el antiguo reino de Arrowroot. Al recordar aquel sueño tan nítido atribuyó su origen a su reciente estancia en Armenia, donde había ido a cazar patos en compañía de Armborough y de la sobrina de aquel caballero, una joven tan cumplida como complaciente. Le dieron ganas de escribir unas notas sobre el asunto... y descubrió divertido que sus tres lápices no solamente habían abandonado la mesilla, sino que se habían alineado cuidadosamente en fila india a lo largo de la rendija inferior de la puerta exterior del salón contiguo tras haber franqueado en su escapada ininterrumpida un buen espacio de moqueta azul.

El camarero le trajo un desayuno «continental», la gaceta de a bordo y la lista de los pasajeros de primera clase. Bajo el título «Turismo en Italia», Van leyó que un granjero de Domodossola había exhumado los huesos y jaeces de uno de los elefantes de Aníbal, y que dos psiquiatras americanos (cuyos nombres no se citaban) habían muerto en circunstancias extrañas en la cadena de Bocaletto: el de más edad había sufrido un fallo cardíaco, y su joven amigo se había suicidado. Después de especular durante unos instantes sobre el mórbido interés del Almirante por las montañas italianas, Van recortó la noticia y consultó la lista de pasajeros (simpáticamente ornamentada como el papel de cartas de Córdula) para ver si había alguna persona con quien no quisiera encontrarse en los próximos días. Descubrió los nombres de la pareja Robinson (Bob y Rachel), dos viejos pelmas de la familia (Bob se había retirado de los negocios después de haber dirigido durante largos años una de las oficinas del tío Dan). Saltó sobre el doctor Ivan Veen y se detuvo en el nombre siguiente. ¿Qué mano invisible le apretó el corazón? ¿Por qué se pasó la lengua por los gruesos labios? Fórmulas huecas, propias de los solemnes novelistas de otros tiempos que creían poder explicarlo todo.

La superficie oblicua del agua se inclinaba en su bañera al mismo ritmo del balanceo del mar, rutilando de azul, aborregándose de plata, en el ojo de buey de su camarote. Llamó a Miss Lucinda Veen, cuyo apartamento estaba en el primer puente, en el centro del barco, exactamente encima del suyo, pero no se encontraba allí. Se puso un polo de lana blanca, tomó sus gafas ahumadas y salió en su busca. Tampoco estaba en la cubierta de juegos, desde la que vio a otra pelirroja echada en una tumbona de lona, en el solario: escribía una carta, con mano rápida y apasionada, y Van se dijo que bastaba con dejarse ir de la grave facticidad a la ficción novelera para poner en el lugar que él ocupaba en aquel momento a un marido celoso, armado de anteojos, esforzándose en descifrar desde su altura aquella efusión de ternura ilícita.

Tampoco la encontró en la cubierta de paseo, donde gentes ancianas envueltas en mantas esperaban el caldo de las once con anticipados borborigmos, leyendo Salzman, el best-seller número uno. Van bajó al comedor y reservó una mesa para dos, después de lo cual se dirigió al bar, donde saludó cordialmente al grueso y calvo Toby, que había servido en el Queen Guinevereen 1889, en 1890 y en 1891, cuando ellano estaba aún casada y élera todavía un imbécil rencoroso. ¡Qué bien podrían haber huido entonces a Lopadusa, bajo el nombre de señor y señora Dairs o Sardi!

Encontró a su hermanastra en el castillo de proa, peligrosamente bonita con su vestido de gran escote, cuyas brillantes flores eran mecidas por el viento. Estaba hablando con los Robinson, bronceados, pero muy viejos. Se volvió hacia él, echándose atrás los cabellos que el viento la había arremolinado sobre la cara, con una mirada en la que se mezclaban el triunfo y el desconcierto, y no tardaron en desembarazarse de Rachel y Bob, que les vieron alejarse entre sonrisas y agitaciones de manos, simétricamente levantadas para saludar, a ella, a él, a la vida, a la muerte, a los felices días de antaño, cuando Demon pagaba todas las deudas de juego de su hijo antes de que éste encontrase la muerte en una colisión frontal de coches.

Lucette devoró con gratitud las pozharskiya kotleti: Van no la regañó por haberle salido de pronto al paso como una especie de polizón de naturaleza más trascendental, que trasatlántica. En su impaciencia por encontrarle se había olvidado de desayunar, después de haberse acostado sin cenar la noche anterior. Ella, que tanto gustaba de los senos y crestas de las olas cuando practicaba un deporte náutico, o los upsy los oopscuando viajaba por el aire, se había mareado ignominiosamente en el Tobakoff, su primer paquebote. Pero los Robinson le habían proporcionado un remedio milagroso, había dormido diez horas de un tirón, diez horas en brazos de Van, y ahora esperaba que los dos estuviesen más o menos despiertos, a pesar de un resto de vértigo que le había dejado el medicamento.

Muy gentilmente, Van le preguntó a dónde pensaba ir.

A Ardis, con él —la respuesta fue pronta—, para siempre jamás. El abuelo de Robinson había muerto en Arabia a la edad de ciento treinta y un años, de modo que Van tenía todavía un siglo ante él; ella haría construir varios pabellones en el parque, para que pudiese instalar sus sucesivos harenes e ir convirtiéndolos, uno tras otro, en hogares de jubilado para señoras ancianas, y, más tarde aún, en mausoleos. Le dijo también que había un cuadro de carreras de caballos, « Pale Fire with Tom Cox Up» sobre la cama de Tobak y la querida Córdula, en la suitelibre que había conseguido para ella en un minuto, y que se preguntaba en qué medida podía afectar aquella imagen a la vida amorosa de los Tobak durante sus viajes por mar. Van interrumpió la charla febril de Lucette y le preguntó si los grifos de su bañera llevaban las mismas inscripciones que los suyos, Hot Domestic, Cold Salt.

—¡Sí! —exclamó Lucette—. ¡Viejo Salado, Viejo Salzman, Ardiente Camarera, Comatoso Capitán!

Y se encontraron otra vez a la hora de la siesta.

La mayoría de los pasajeros de primera clase que se hallaban a bordo del Tobakoffen la tarde del 4 de junio de 1901, en medio del Atlántico (meridiano de Islandia, paralelo de Ardis) parecían poco dispuestos a los retozos al aire libre. El ardiente azul era cortado por soplos glaciales, y el desbordamiento rítmico de la antigua piscina lavaba incesantemente las baldosas verdes. Pero Lucette era una chica intrépida, no menos endurecida por el viento vivificante que por el detestable sol. La primavera en Fialta y un tórrido mes de mayo en Minataor (la más célebre de las islas artificiales) habían dado a sus miembros un tinte nectarino de melocotón; mojado, su cuerpo parecía de laca, pero en cuanto la brisa secaba su piel, recuperaba su aterciopelado natural. Sus pómulos encendidos y los rayos de bronce que escapaban a su gorro de goma, por la nuca y la frente, le daban un parecido al Ángel con casco de icono de Yukonsk, al que se atribuía el sobrenatural poder de convertir a las rubias vírgenes anémicas en konskie deti, adolescentes pelirrojos y pecosos, hijos del Caballo del Sol.

Después de nadar unos minutos volvió a la terraza en que Van estaba tumbado, y le dijo:

—No puedes imaginarte («yo puedo imaginarlo todo», corrigió él), O.K., puedesimaginarte qué océanos de lociones, qué ríos de cremas he tenido que emplear, en el secreto de mis balcones o en la soledad de las grutas marinas, antes de exponerme a los elementos. Estoy siempre balanceándome sobre la delicada frontera que separa la quemadura del bronceado, o el lobsterdel Obst, como escribe Herb, mi querido pintor (estoy leyendo su diario, publicado por su última duquesa, y escrito en tres lenguas mezcladas; es encantador, ya te lo prestaré). Mira, amor mío, me consideraría una urraca tramposa si la pequeña parte de mi cuerpo que oculto al público no fuese del mismo color que la que todo el mundo puede ver.

—Cuando te examiné en 1892 —dijo Van– me pareciste de un color arena de la cabeza a los pies.

—Es una chica enteramente nueva lo que tienes hoy ante ti —murmuró Lucette—. A happy new girl. Sola contigo, en un navio abandonado y cuando aún faltan al menos diez días para mi próxima regla. Te he enviado una cartita estúpida a Kingston, para el caso de que no nos hubiéramos visto.

Estaban ahora acostados en una estera de playa, cara a cara, en actitudes simétricas, Van con la cabeza apoyada en la mano derecha, Lucette sobre el codo izquierdo. El tirante de su sujetador verde le había resbalado por el delgado brazo, y descubría gotas e hilillos de agua en la base de un pezón. Un abismo de escasas pulgadas separaba el jersey de Van del vientre desnudo de Lucette, la lana negra del bañador de él de la máscara pubiana verde y mojada de ella. El sol le satinaba las caderas; un surco sombreado atraía los ojos hacia la cicatriz de una apendicectomía practicada cinco años antes. La mirada semivelada de la chica le espiaba con una opaca avidez. Y era verdad: estaban verdaderamente solos. Él había poseído a Marion Armborough ante las narices de su tío en circunstancias mucho más complicadas: el fuera-borda saltaba como un pez volador, y su anfitrión llevaba siempre un fusil al lado del volante. Sin alegría, sintió cómo se desperezaba pesadamente la sólida serpiente del deseo; con amargura, lamentó no haber agotado al demonio en Villa Venus.

No rechazó la mano ciega que subía lentamente a lo largo de su muslo, y maldijo a la naturaleza por haber plantado un árbol nudoso reventando de savia vil en la entrepierna de los varones. De pronto, Lucette se apartó, exclamando un distinguido «¡ merde!». El Edén estaba lleno de gente.

Dos niñas semidesnudas, con chillona alegría, llegaron corriendo al borde de la piscina. Una ama negra las perseguía, encolerizada, blandiendo sus minúsculos sostenes. Una cabeza calva salió del agua por un fenómeno de generación espontánea y resopló ruidosamente. El maestro de natación apareció en la puerta del vestuario. Al mismo tiempo, una alta y rozagante criatura, de elegantes tobillos y muslos repulsivamente carnosos pasó majestuosamente ante los Veen y estuvo a punto de poner el pie en la pitillera recamada de esmeraldas de Lucette. Salvo una cinta dorada y una melena oxigenada, su larga y morena espalda, llena de ondas de carne, estaba desnuda desde los hombros hasta el borde de las nalgas, que revelaban, en el movimiento de ritmo lento de su balanceo lúbrico, las protuberancias inferiores donde se tensaba el tejido de lame. Un instante antes de desaparecer tras una esquina, la ticianesca titanesa volvió a medías su cara morena y saludó a Van con un sonoro «¡ hullo!».

Lucette quiso saber kto siya pava(quién era aquella dama imponente).

—Creí que era a ti a quien saludaba —dijo Van—. No he podido distinguir su cara y no recuerdo ese trasero.

—Te ha dedicado una sonrisa selvática —replicó Lucette, reajustándose el gorro verde con movimientos de alas de una conmovedora gracia que aireaban, de un modo no menos conmovedor, el plumaje pelirrojo de sus axilas.

—¿Vienes conmigo? —propuso, mientras se levantaba.

Van sacudió la cabeza, y dijo, sin dejar de mirarla:

—Te elevas como la Aurora.

—Su primer cumplido —dijo Lucette, con una pequeña inclinación de cabeza, como si se dirigiera a un confidente invisible.

Van se puso las gafas de sol y contempló a Lucette, que ya estaba de pie en el trampolín, con las costillas encuadrando el hueco formado por una brusca inspiración, mientras se aprestaba a arder en el ámbar. Van se preguntó, en una nota de pie de página mental (que bien podría ser algún día accesible al público), si las gafas de sol, y otros aparatos ópticos que indudablemente deforman nuestro concepto del espacio, no ejercen también una influencia en el estilo de nuestro discurso. Las dos bien formadas niñas, el ama, la lasciva tritona, el maestro de natación, todos miraban, igual que Van.

—Tengo preparado el segundo cumplido —le dijo, cuando volvió a sentarse a su lado—. Saltas divinamente. Yo me zambullo de un modo lamentable.

—¡Pero nadas más rápido! —protestó Lucette, haciendo resbalar sus tirantes y tendiéndose sobre el vientre—. Mezjdu prochim(a propósito), ¿es verdad que a los marineros de los tiempos de Tobakoff no les enseñaban a nadar para evitar que muriesen con los nervios rotos si su barco se hundía?

—A los vulgares marineros, es posible, pero cuando mitchmanTobakoff en persona naufragó ante Gavaille, nadó cómodamente durante horas, cantando «migajas de viejas canciones», como Ofelia, y otras cosas para asustar a los tiburones, hasta que un barco de pesca le salvó... uno de esos milagros que requieren un mínimo de cooperación de parte de todos los interesados, supongo.

Lucette le dijo que Demon había anunciado el año anterior, en los funerales, que estaba negociando la compra de una isla en Gavaille («incorregible soñador», comentó Van, en tono algo afectado). En Niza había «llorado como una fuente», pero aún le habían visto sollozar con más abandono en Valentina, en una ceremonia anterior, a la que la pobre Marina tampoco asistió. La ceremonia de la boda —según el rito griego, por favor– había parecido una de esas escenas involuntariamente paródicas de las viejas películas: el sacerdote estaba chocho y el dyakon borracho, y —tal vez felizmente —el espeso velo blanco de Ada era tan poco transparente como los lutos de la viuda. Van declaró que no quería oír hablar de aquello.

—Pues es preciso —dijo Lucette—, aunque no sea más que porque uno de los shafer's (pajes que sostienen por turno la corona nupcial sobre la cabeza de la novia), por la impasibilidad de su perfil y la impertinencia de su actitud (se obstinaba en mantener el pesado venen metálico demasiado alto, demasiado atléticamente alto, como si hubiera querido alejarlo lo más posible de la cabeza de Ada) se te parecía rasgo a rasgo, como un hermano gemelo pálido y mal afeitado en que hubieses delegado para representarte, desde dondequiera que estuvieses.

En un lugar bellamente llamado Agonía, en la Tierra del Fuego. Sintió un extraño estremecimiento al recordar que desde el momento en que recibió la invitación de boda (enviada por avión por la siniestra hermana del novio), pasó varias noches hostigado por el sueño, cada vez más desdibujado (como la película de Ada que perseguiría de cine en cine en una época posterior de su existencia), de que era él quien sostenía aquella corona encima de la novia.

—Tu padre —siguió Lucette —había pagado a un hombre del Belladonna para que tomase fotografías. Pero, por supuesto, la verdadera gloria sólo comienza el día que uno encuentra su nombre en las palabras cruzadas de esa revista de cine. Y todos nosotros sabemos que eso no llegará jamás. ¡Jamás! Bueno, ¿ahora me odias?

—No —dijo Van, pasando la mano por la espalda de Lucette, caldeada por el sol. y acariciándole el cóccix para hacer ronronear al gatito—. No, ¡ay! Te amo con un amor de hermano y quizás aún más tiernamente. ¿Quieres que pida algo para beber?

—Lo que me gustaría es que siguieras así, así... —suspiró ella, con la nariz hundida en la almohadilla de goma.

—Ahí viene el camarero. ¿Qué vamos a tomar? ¿Honolulers?

—Ya tomarás eso con Miss Cóndor cuando yo vaya a vestirme. Por el momento, sólo quiero té. No mezclemos las drogas y el alcohol He de tomar la famosa píldora de los Robinson en algún momento de la noche En algún momento de la noche.

—Dos tés, por favor.

—Y muchos sandwiches, George. Foie gras, jamón... lo que sea.

—Es de mala educación —dijo Van —inventar un apodo para una persona que no puede contestar. «¡Sí, Mademoiselle Con d'or!» Es el mejor juego de palabras anglofrancés que he oído, dicho sea de paso.

—¡Pero se llama George! Fue muy gentil conmigo, ayer, cuando vomité en mitad del salón.

—Para las exquisitas, todo es exquisito —murmuró Van.

—Y también lo fueron los viejos Robinson. No es probable que aparezcan por aquí, ¿verdad? Han estado como trotándome detrás, con una conmovedora obstinación, desde que el azar nos hizo comer en la misma mesa en el tren y comprendí quiénes eran, aunque segura de que no reconocerían a la pequeña gordita que habían visto en mil ochocientos ochenta y cinco u ochenta y seis. Pero son hipnóticamente charlatanes... «Al principio creíamos que era usted francesa... este salmón está verdaderamente delicioso... ¿de qué ciudad es usted?...» Y yo no soy más que una pobre tonta, y por el hilo se sacó el ovillo; el paso del tiempo engaña a los viejos más que a los jóvenes: los que están endurecidos y ya no cambian no se habitúan a los cambios de la gente más joven a la que llevan mucho tiempo sin ver.

—Es una observación inteligente, querida. Salvo que el tiempo en sí es inmóvil e inmutable.

—Sí, lo que siempre hay es yo en tus rodillas y la carretera que retrocede. ¿Las carreteras se mueven?

—Las carreteras se mueven.

Después del té, Lucette recordó que tenía cita con el peluquero y se marchó a toda prisa. Van se quitó el jersey y se quedó allí, soñador, jugando con la pitillera de las piedras verdes que contenía aún cinco cigarrillos «Pétalo-de-rosa» y tratando de disfrutar del calor del sol de platino en su aura de «technicolour», pero sin conseguir otra cosa que atizar, a cada movimiento del barco, la llama de las malas tentaciones.

Un instante después, como una espía saliendo de su escondite, reapareció la pava… esta vez para excusarse.

Cortésmente, Van se puso en pie y, subiéndose las gafas a la frente, empezó a excusarse a su vez por haberla inducido a error, inocentemente... Pero su discursito se paró en seco cuando alzó la mirada hacia la cara de su interlocutora y descubrió con estupor la grosera y grotesca caricatura de unos rasgos inolvidables. Aquella piel de mulata, aquellos cabellos de rubio platino, aquellos gruesos labios violeta, le devolvían en un ridículo negativo su blancura marfileña, su negro de cuervo, su pálida mueca.

—Me han dicho —explicó la mujer —que un gran amigo mío, Vivian Vale, el cootoorlay... vooz'avay entendue? se ha afeitado la barba, en cuyo caso se parecería a usted, ¿O.K.?

—Lógicamente no, señora —contestó Van.

Ella vaciló un segundo, se pasó la lengua por los labios, no sabiendo muy bien cómo debía interpretar la actitud de Van. Y entonces apareció Lucette, que volvía en busca de sus «Pétalos-de-rosa».

—Le veré aprey —dijo Miss Condor.

La mirada de Lucette escoltó, aliviada, el movimiento indolente de los globos y los pliegues glúteos.

—Van, me has engañado. Esa es... es una de tus horribles chicas.

—Te juro que me es completamente desconocida. Sabes que yo no te engañaría.

—¡Oh, me has engañado muchas veces cuando era niña! Si ahora empiezas otra vez tu sais que j'en vais mourir, como dice la canción.

—Tú me has prometido un harén —la reprendió Van, amablemente.

—Hoy no, hoy no. Hoy es un día sagrado.

La mejilla que él se disponía a besar fue remplazada por una boca presta y enloquecida.

—Ven a ver mi camarote —suplicó, cuando él la rechazaba (con el mismo resorte de su reacción animal al fuego de sus labios y de su lengua)—. Sólo quiero enseñarte sus saltos de cama y su piano. El perfume de Córdula está en todos los cajones. Te lo suplico.

—Vamos, vete —dijo Van—. No tienes derecho a excitarme así. Alquilaré los servicios de Miss Condor para que me haga de chaperona si no aprendes a comportarte mejor. Cenamos a las siete y cuarto.

Van encontró en su camarote una invitación algo tardía para cenar en la mesa del capitán. La tarjeta iba dirigida al doctor Ivañ Veen, y señora. Van había viajado ya una vez en aquel barco, entre dos «Queens», y se acordaba del capitán Cowley como de un pesado y un acémila.

Llamó al camarero y le rogó que devolviese la invitación, con dos palabras garrapateadas en lápiz: «matrimonio desconocido». Permaneció veinte minutos en el baño, esforzándose en concentrar su atención en algo que no fuese el cuerpo de una virgen histérica. Descubrió en sus pruebas una omisión insidiosa, la ausencia de una línea completa que, curiosamente, no impedía que el párrafo deteriorado pudiese parecer plausible al lector poco atento. El final de la frase amputada y el comienzo de la línea siguiente, que el error del tipógrafo había colocado inmediatamente debajo de la primera y cuya primera letra iniciaba la línea de caja, se encadenaban de tal modo que la sintaxis era correcta, y, en su aturdimiento, Van no habría reparado en la insipidez del resultado si no hubiera recordado (recuerdo confirmado por el manuscrito) que en aquel lugar debía figurar una cita realmente bastante feliz: Insiste, anime meus, et adtente fortiter (Mantente firme, ánimo mío, y aplícate con fortaleza).

—¿Seguro que no preferirías el restaurante? —preguntó Van a Lucette cuando se encontraron a la entrada del grill. En traje de noche, parecía todavía más desnuda que un rato antes, en bikini—. Está muy alegre y lleno de gente, y hay un jazz-band masturbatorio. ¿No será más divertido?

Lucette sacudió suavemente su enjoyada cabeza.

Cenaron unas enormes y suculentas quisquillas gru-gru (la larva amarilla de un gorgojo palmero), y un osezno asado a la Tobakoff. Sólo cinco o seis mesas estaban ocupadas, y, a excepción de una molesta vibración de máquinas que no habían notado a mediodía, todo era suave, almohadillado, íntimo. Van aprovechó el silencio extrañamente reservado de Lucette para hablarle del difunto palpador de lápices, Mr. Muldoon, y de un caso de glosolalia observado en Kingston, el de una mujer del Yukonsk que, en estado de hipnosis, hablaba diversos dialectos eslavos que existían quizás en Terra, pero, ciertamente, no en Estocilandia. Pero algo distinto, ¡ay!, acaparaba subverbalmente su atención.


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