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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



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—El libro de Jack Chose es muy divertido, especialmente el pasaje que trata de manzanas y diarrea, y los extractos del Álbum Concha de Venus (la mirada de Yuzlik quedó fija en una posición oblicua, como si estuviera esforzándose en recordar; luego inclinó enérgicamente la cabeza, como muestra de homenaje a un recuerdo común)... pero el bribón no debía ni haber divulgado mi nombre ni haber contrahecho mi thespiónimo.

Durante la triste cena (alegrada únicamente por la sharlott y cinco botellas de Moet, de las cuales Van consumió más de tres), evitó mirar a Ada en aquella parte del cuerpo que se llama «el semblante», parte viva y divina, y misteriosamente escandalosa, que, bajo esa forma esencial (dejemos aparte las manchas pastosas, o verrugosas), sólo rara vez se encuentra en los seres humanos. Ada, por su parte, no podía evitar que sus ojos sombríos se dirigiesen en todo momento hacia él, como si a cada mirada volviese a encontrar su equilibrio; pero, cuando el grupo pasó al salón para tomar el café, Van empezó a sentirse atormentado por problemas de focalización, y la retirada de los tres cineastas, al disminuir sus puntos de referencia, agravó trágicamente la situación.


ANDREI: Adochka, duchka(Adita, querida), razskazhi zhe pro rancho pro skot(háblale del rancho, del ganado), emu zhe lyubopitno(eso ha de interesarle).

ADA (como saliendo de un sueño letárgico): O chyom ti(¿decías algo?)

ANDREI: Ya govoryu, razskazhi emu pro tvoyo zhit'yo hit'yo(te decía que le hables de tu vida cotidiana, de tu existencia ordinaria). Ávos' za-glyanet k nam(Tal vez venga a vernos).

ADA: Ostav', chto tam intersnago(¿Qué hay de interesante en eso?).

DACHA (dirigiéndose a Ivan): No la hagas caso. Massa interesnago(Hay montones de cosas interesantes) Délo brata ogromnoe, volnuyush-chee délo, trehuyushchee ne men'she truda, chem uchyonaya dissertatsiya(Su trabajo es importante, tan exigente como el de un sabio). Nashi sel'skohozyaystvenniya mashini ib teni(Nuestras máquinas agrícolas y sus sombras)... eto tselaya kollektsiya predmetov modernoy skul'pturi zhitiopisi(son una verdadera colección de arte moderno, que supongo que usted ama tanto como yo).

IVAN (a Andrei): Yo no sé nada de agricultura ni de ganadería, pero mil gracias de todas maneras.

(Una pausa)

IVAN (no sabiendo muy bien qué añadir): Sí, estoy seguro de que me encantará ver algún día sus aparatos. Siempre me hacen pensar en monstruos prehistóricos con cuellos de jirafa, paciendo de un lado para otro, o meditando melancólicamente en la extinción de las especies... pero quizás en lo que estoy pensando es en las excavadoras...

DOROTHY: Las máquinas de Andrei son todo menos prehistóricas. (Risas sin alegría.)

ANDREI: Slovom, milosti prosim (En cualquier caso, será usted bien venido). Budete zharit'verhom s kuzinoy(Pasará usted ratos estupendos montando a caballo con su prima).

(Pausa)

IVAN (a Ada): Mañana por la mañana, a las nueve y media. ¿No será demasiado temprano para ti? Estoy en los Tres Cisnes. Vendré a buscarte en mi cochecito... no a caballo. (Dirige a Andrei una sonrisa cadavérica.)

DACHA: Dovol'no skuchno(Lástima, sin embargo) que la estancia de Ada en las encantadoras orillas del Leman sea echada a perder con visitas a abogados y banqueros. Estoy segura de que podría usted satisfacer casi todas sus necesidades haciéndola ir un par de veces a su casa, en lugar de llevarla a Luzon o a Ginebra.


Aquella charla manicomial les llevó de nuevo al tema de las cuentas bancarias de Lucette. Ivan Dementievich explicó que su prima había perdido uno tras otro todos sus talonarios de cheques y nadie sabía exactamente en cuántos bancos había depositado las considerables sumas de que disponía. Andrei, que ahora se parecía especialmente al lívido alcalde de Yukonsk después de la inauguración de la Feria de Primavera o de las pruebas de un nuevo modelo de extintor en un incendio forestal, no tardó en levantarse, con algún trabajo, de su asiento y presentar sus excusas por retirarse tan temprano; estrechó la mano de Van como si estuviera despidiéndose para siempre (cosa que, de hecho, estaba haciendo). Van se quedó solo con las dos damas en el salón desierto y frío, en el que el maître había procedido disimuladamente a una mezquina reducción de la luz faradayana.

—¿Qué le ha parecido mi hermano? —preguntó Dorothy– On red chayshiy chelovek. (Es un hombre como hay pocos.) No sabría decirle hasta qué punto le ha afectado la terrible muerte de su padre de usted, y, naturalmente, también el extraño final de Lucette. Ni siquiera él, el de los hombres, podía por menos de lamentar la despreocupación parisina de esa chica, pero, así y todo, la admiraba mucho... Y usted también, ¿no es verdad? No, no, es inútil negarlo, yo he dicho siempre que su gracia parecía el complemento natural de la de Ada: eran dos mitades que, al reunirse, realizaban algo así como la belleza perfecta en el sentido platónico del término (otra vez aquella sonrisa sin alegría). Ada es, ciertamente, una «belleza perfecta», una verdadera muirninochka, incluso cuando hace ese gesto, pero sólo es bella según nuestras pequeñas reglas humanas, según la estética de nuestra sociedad —¿estoy en lo cierto, profesor?—, del mismo modo que un plato de cocina, o un matrimonio, pueden ser llamados perfectos.

—Hazle una reverencia —dijo sombríamente Van a Ada. —Mi Adochka ya conoce mi devoción por ella (abriendo la mano sobre la palma de Ada, que se retira). He compartido todas sus preocupaciones. ¡De cuántos cow-boys podzharik (de entrepierna ajustada) hemos tenido que librarnos porque delali ey glazki (la miraban amorosamente) ¡Y cuántas sensibles pérdidas hemos llorado las dos desde el comienzo de este nuevo siglo! Su madre y la mía; el Arzobispo de Ivankover y el doctor Swissair de Lumbago (donde fuimos a verle mi madre y yo, con gran veneración, en 1888); tres tíos eminentes (a los que, por fortuna, apenas conocía); y su padre de usted, que siempre he dicho que parecía un aristócrata ruso más que un barón irlandés. A propósito, en el delirio de sus últimas horas... Ada, no te contraría que divulgue ante tu primo los chismes de familia...nuestra maravillosa Marina estaba obsesionada por dos alucinaciones mentales mutuamente excluyentes: que usted y Ada eran marido y mujer, y, al mismo tiempo, hermanos. El choque de esos dos errores la sumergía en tormentos indecibles. ¿Cómo explica ese tipo de conflictos su escuela de psiquiatría?

—Bueno, yo ya no voy a la escuela —dijo Van, ahogando un bostezo —y en mis escritos me esfuerzo en no «explicar» las cosas, y no hacer sino describirlas.

—No puede usted negar, sin embargo, que ciertas intuiciones... Continuaron en aquel tono durante más de una hora, y las contraídas mandíbulas de Van empezaban a hacerle daño. Finalmente, Ada se levantó. Dorothy hizo otro tanto, pero, una vez levantada, continuó hablando.

—Mañana cenará con nosotros nuestra querida tía Beloskunski-Belokonski, una encantadora señorita mayor que vive en un chalet sobre Valvey. Muy «gran dama», y todo eso. Le gusta gastar bromas a Andrei diciéndole que un simple granjero como él no habría debido casarse con la hija de una actriz y de un marchandde cuadros. ¿Nos hará usted el honor de compartir nuestra mesa, Jean?

—¡Ay, no, querida Daria Andrevna! —respondió Jean—. Debo vigilar mi peso. Por otra parte, mañana tengo una cena de negocios.

—Al menos (sonriendo) podía usted llamarme Dasha.

—Yo estaré por Andrei —explicó Ada —porque, en verdad, la gran dama en cuestión es sólo una vulgar cabra loca.

—¡Ada! —exclamó Dasha, con una mirada de suave reproche.

Antes de que ambas damas se dirigiesen al ascensor, Ada miró a Van, y éste, que no era ningún novato en materia de estrategia amorosa, se guardó de hacerla observar que «olvidaba» en su asiento su pequeño bolso de seda negro. No las acompañó más allá de la galería que conducía al ascensor, y esperó el previsto regreso detrás de una columna de orden mestizo, como suelen encontrarse en los halls de los hoteles, sabiendo que tan pronto como en el indicador del ascensor se encendiera el rojo, bajo la presión de un dedo ágil, Ada diría a su maldita compañía (que estaba, sin duda, revisando sus opiniones sobre el beau ténébreux): Akh, sumochku zabila (¡olvidé mi bolso!), y volvería corriendo como la Ninon del viejo Veré para echarse en sus brazos.

Sus labios abiertos se mezclaron con furor, con ternura. Después, Van se lanzó sobre su nuevo, joven, divino cuello japonés, que toda la noche había codiciado como un verdadero Júpiter Olorinus.

—En cuanto abras los ojos, iremos, brum-brum, derechitos a mi casa. Olvídate del baño, salta sobre tus lencloses... —Y, en un desbordamiento de savia ardiente se puso de nuevo a devorarla, hasta el momento (¡Dorothy debía haber llegado al cielo!) en que ella puso tres dedos danzarines sobre sus labios mojados, y desapareció.

—¡Sécate el cuello! —le gritó en un susurro (¿quién y cuándo, en este libro, en esta vida, ha tratado ya de «susurrar un grito»?)

Aquella noche, en un sueño post-Moët, sentado en el talco de una playa tropical llena de cuerpos tumbados al sol, frotando primero la lanza roja e irritada de un adolescente angustiado de deseo, se encontró, un instante después, mirando, a través de sus gafas oscuras, las sombras simétricas que flanqueaban una columna vertebral brillante, señalada en las costillas por un sombreado menos intenso, y perteneciente a Lucette o a Ada, sentada un poco más allá, en una toalla de playa. Al cabo de un momento la joven se dio vuelta y se acostó sobre el vientre; también ella llevaba gafas de sol, y ninguno de los dos podía adivinar, a través del ámbar negro, la dirección exacta de la mirada del otro, aunque Van advirtiese en el hoyito animado por una imperceptible sonrisa, que ella estaba mirando la carne viva escarlata que, desde el principio, era la de él mismo. Alguien que pasaba con una mesita de ruedas, dijo: es una de las Vane Sisters. Van se despertó murmurando, con la aprobación del especialista, aquel juego de palabras onírico en el que aparecía su nombre, se quitó de los oídos las bolitas de cera, y, en un maravilloso acto de rehabilitación y encadenamiento, la mesa del desayuno tintineó en el pasillo al franquear el umbral de la habitación contigua, y Ada entró, ya con la boca llena y salpicada de miel. ¡Sólo eran las ocho menos cuarto!

—¡Chica lista! —dijo Van—. Pero antes de nada tengo que ir al petit endroit (W.C.)

"Aquella cita, y las nueve que la siguieron, iban a representar la más elevada cota de un amor de veintiún años: mayoría de edad peligrosa, complicada, indeciblemente radiante. El estilo italiano del apartamento de Van, sus lámparas murales de complicada ornamentación, en cristal de color caramelo pálido, sus pulsadores de porcelana que producían indiscriminadamente luces o camareros, sus ventanas de celosía y gruesas cortinas que hacían tan difícil que el alba se despojase de sus velos como si fuese una virgen gazmoña, las puertas convexas de un enorme armario blanco de tipo «Virgen de Nuremberg» en el vestíbulo de la suite, hasta la imagen en color, firmada Randon, que representaba un navio de tres palos entre el verde zigzag de las olas en el puerto de Marsella... en una palabra, la atmósfera alberghiana de aquellas nuevas citas les añadía un toque de novela clásica (¡aquí Aleksey y Anna pueden haber colocado sus líneas de puntos...!) que Ada acogía gustosa como una estructura, como una forma, o algo que sostenía y protegía la vida, desprovista, por otra parte, de Providencia en nuestra Desdemonía, donde los únicos dioses que existen son los artistas. Cuando, después de tres o cuatro horas de amor desenfrenado, Van y la señora Vinelander abandonaban su suntuoso retiro para reintegrarse a las brumas azuladas de un extraordinario mes de octubre que conservó su tibieza y su poesía durante todo el tiempo del adulterio, tenían la sensación de encontrarse aún bajo la protección de aquellos Príapos pintados que los antiguos romanos colocaban en los bosquecillos del Rufomonticulus.

—Te acompañaré a pie al Bellevue. Volvemos de una conferencia con los banqueros de Luzon, y te acompaño de mi casa a la tuya.

Era la frase consagrada que Van pronunciaba invariablemente para poner a los hados al corriente de la situación. Desde el primer día tomaron la precaución de evitar radicalmente toda exposición equívoca en la terraza abierta sobre el lago y visible por todas las flores malvas o amarillas que ornaban los parterres del paseo. Salían del hotel por una puerta trasera.

Una alameda bordeada por setos de boj y dominada por una secuoya semper virens (que los turistas americanos tomaban equivocadamente por un cedro del Líbano... cuando reparaban en él) les condujo a la calle de la Morera (nombre absurdo), donde una paulonia principesca (¡morera!, se burló Ada) que se alzaba majestuosa en la terraza incongrua de un W.C. público se desprendía generosamente de sus hojas en forma de corazón verde intenso, sin dejar de ser suficientemente frondosa para proyectar sus arabescos de sombra sobre la parte de tronco expuesta al sol. Un gingko (de un verde dorado mucho más luminoso que su vecino, un abedul local que tiraba a amarillo), señalaba el recodo de una alameda de guijarros que llevaba al muelle. Siguieron en dirección sur el célebre Paseo Fillietaz, que, en la orilla suiza del lago, va desde Valvey hasta el castillo de Byron, o Château She Yawns. La estación turística había terminado y las aves invernantes, así como cierto número de centroeuropeos con pantalones de golf, habían remplazado a las familias inglesas y a los aristócratas rusos de Nipissing y Nipigon.

—Noto el espacio sobre el labio indecentemente desnudo —(se había afeitado el bigote en presencia de Ada, con aullidos de dolor)—. Y no puedo estar todo el tiempo recogiendo el vientre.

—No te preocupes. Te prefiero con ese encantador excedente de peso... y yo tengo más que tú. Es herencia materna, supongo, porque Demon adelgazaba de día en día. Tenía todo el aspecto de Don Quijotecuando le vi en el entierro de mamá. Un entierro curiosísimo. Llevaba luto azul. El hijo de Onski, que es manco, le estrechó con su único brazo, y los dos se pusieron a llorar como fuentes. Luego, un personaje ensotanado, con aire de extra en una encarnación de Visnú en tecnicolor, pronunció un sermón incomprensible. A continuación, ella, literalmente, se esfumó; y él me dijo, entonces, sollozando: «Yo no defraudaré a los pobres gusanos del cementerio.» Unas dos horas después de dejar incumplida su pro mesa tuvimos unas visitas inesperadas en el rancho... una chiquilla de ocho años extraordinariamente graciosa bajo su velo negro, acompañada de una especie de dueña, también de negro, y con dos guardias de corps. La bruja reclamaba ciertas sumas fantásticas, que, según decía, Demon no había tenido tiempo de pagar, y les debía en concepto de «reventón de himen»... a consecuencia de lo cual hice que uno de nuestros criados más fornidos echase de allí vsu kompaniyu(a toda la compañía).

—Extraordinario —dijo Van—. Eran cada vez más jóvenes. Me refiero a las chicas, no a los cow-boysfuertes y silenciosos. Su vieja Rosalind tenía una sobrina de diez años, unas pollita precoz. No habría tardado en ir a buscarlas a la incubadora.

—Nunca has querido a tu padre —dijo tristemente Ada.

—Sí, le he amado, y sigo amándole, con ternura, con respeto, con comprensión, porque, después de todo, esa poesía menor de la carne no me es extraña. Pero en lo que nos concierne, a ti y a mí, fue enterrado el mismo día que nuestro tío Dan.

—Lo sé, lo sé. Es una lástima. Y ¿de qué ha servido eso? Quizás no debía decírtelo, pero sus visitas a Agavia se hicieron más raras y más breves cada año. Sí, era penoso oírle hablar con Andrei. Quiero decir, que Andrei no tiene facilidad de palabra, aunque apreciaba mucho (sin entenderlo del todo) el flujo incontenible de fantasías y hechos fantásticos de Demon, y acostumbrase exclamar, con su tsk-tsk ruso y halagadores movimientos de cabeza: «¡qué balagur (bromista) es usted!» Y finalmente un día Demon me advirtió que no volvería si Andrei seguía repitiéndole su estúpida gracia ( Un badagurzhe vi, Dementiy Labirintovich), o si Dorothy, la impayable (impagable por impudencia y absurdidad), se empeñaba en hacerle saber lo que pensaba de mis correteos por las montañas, sin otra persona que Mayo, un vaquero, para protegerme de los leones.

—¿Se puede saber algo más acerca de eso? —preguntó Van.

—Nadie ha sabido nada más. Todo ocurrió en una época en que yo no hablaba con mi marido ni con mi cuñada, y no podía dirigir la situación. De todas maneras, Demon no volvió a aparecer, ni cuando se encontraba a menos de trescientos kilómetros. Todo lo que hizo fue enviarnos por correo, desde algún casino de juego, tu hermosa carta sobre Lucette y mi película.

—Me gustaría conocer también algunos detalles concretos a propósito de los lazos conyugales... Frecuencia de las relaciones, nombres cariñosos para las excrecencias secretas, olores preferidos...

Platok momental'no! (¡Un pañuelo, rápido!) El agujero derecho de tu nariz está lleno de jade húmedo —dijo Ada, antes de indicar con el dedo, en un cuadro de césped, un aviso circular enmarcado en rojo, en el que bajo la palabra PROHIBIDO se representaba la imagen de un inverosímil perro negro con una cinta blanca—. No comprendo por qué las autoridades suizas prohiben el cruce de caniche y terrierescocés.

Las últimas mariposas de 1905, indolentes pavones y vulcanos, sacaban el mejor partido posible de las modestas flores del otoño. Un tranvía pasó a su izquierda, muy cerca del paseo en el que descansaban, y donde se besaron prudentemente cuando dejó de oírse el gemido de las ruedas. Los raíles, heridos por el sol, tomaban un bello tinte cobalto: el medio día reflejado en el metal brillante.

—Comamos queso y bebamos vino blanco bajo esa pérgola —sugirió Van—. Los Vinelander comerán hoy solos.

Algún aparato de música tocaba cantos de la selva; los sacos de una pareja de tiroleses mostraban sus desagradables interioridades cerca de ellos, y Van sobornó al camarero para que les instalase la mesa algo más allá, sobre las tablas de un embarcadero abandonado.

Ada admiró la población de aves acuáticas: patos negros moñudos, con contrastes blancos en los flancos, que les hacían parecer personas saliendo de unos almacenes (comparación que, como las siguientes, pertenece a Ada) con un paquete plano y alargado (¿una corbata nueva? ¿unos guantes?) bajo cada brazo, mientras el pequeño moño negro recordaba la cabeza de Van cuando tenía catorce años y acababa de bañarse en el arroyo; fúlicas (que, después de todo, habían regresado) nadando con un curioso movimiento del cuello, como para sacar agua con una bomba, al estilo de los caballos que van al paso; palmípedas del género podiceps, de diversos tamaños, moñudas o no, con la cabeza alzada y algo de heráldico en su actitud. Tenían ritos nupciales maravillosos, enhiestos macho y hembra, frente a frente, muy juntos, así (Ada, al explicarlo, formaba un paréntesis con los dedos)... un poco como dos cantoneras para sujetar libros, sin libros entre ellas, y sacudiendo la cabeza...

—Te he pedido que me hables de los ritos de Andrei. —¡Ah, a Andrei le emociona tanto ver estos pájaros europeos! Es un gran cazador, y conoce muy bien toda la fauna del oeste. Allí hay un podiceps minor monísimo, que tiene como una cinta negra alrededor de su grueso pico blanco. Andrei le llama pestroklyuvaya chomga. Y la chomga, grande, moñuda, es, dice él, la hohlushka. Si vuelves a poner esa cara ceñuda cuando digo una cosa inocente, y, en conjunto, divertida, te voy a besar en la punta de la nariz a la vista de todo el mundo.

Una insignificancia artificial... no de la mejor vena Veen. Pero se recuperó inmediatamente:

—¡Oh, mira esas gaviotas que juegan a gallinas!

Varias gaviotas reidoras, algunas de las cuales llevaban aún el gorro negro y ajustado del verano, se habían posado en la balaustrada bermeja de la orilla del lago, con la cola del lado del paseo, y miraban cuáles de ellas resistirían firmes en su puesto al acercarse el próximo paseante. La mayoría se precipitó al agua, con grandes movimientos de alas, al aproximarse Ada y Van. Una disidente contrajo las plumas de la cola e hizo un movimiento análogo al de doblar las rodillas, pero aguantó, y siguió sobre la balaustrada.

—Creo que sólo una vez hemos visto esta especie en Arizona, en un lugar llamado Saltsink, algo como un lago artificial. Nuestras gaviotas vulgares tienen la punta de las alas completamente distintas.

Un podiceps minor, moñudo, que flotaba a cierta distancia, lentamente, muy lentamente, empezó a hundirse, y luego, de pronto, dio un salto de pez volador, mostrando su vientre blanco y brillante, y desapareció.

—¿Por qué demonios no le hiciste saber de un modo u otro —preguntó Van —que no estabas enfadada con ella? Tu carta falaz la hizo muy desgraciada.

—¡Bah! Me puso en una situación incomodísima. Comprendo muy bien que estuviese enfurecida con Dorothy (la cual tenía buena intención, pobre tonta, tan tonta como para tratar de ponerme en guardia contra eventuales «infecciones» como la lesbianitis labial), pero eso no es razón para que fuera a ver a Andrei a la ciudad y le dijera que ella y el hombre a quien yo había amado antes de mi matrimonio eran grandes amigos. Él no se atrevió a molestarme con su curiosidad, pero se quejó a Dorothy de la neopravdannaya zhestokost (injustificada crueldad) de Lucette.

—Ada, Ada —gimió Van —quiero que te libres de ese marido tuyo, y tambiénde su hermana, ¡y ahora mismo!

—Dame quince días. Tengo que regresar al rancho. La idea de que pudiera husmear en mis asuntos me es insoportable.

Al principio todo pareció desarrollarse de acuerdo con las instrucciones de algún genio bueno.

Para gran alegría de Van (una alegría cuya poco discreta manifestación no fue aprobada ni desaprobada por su amante), Andrei tuvo que guardar cama a causa de un resfriado, durante casi toda la semana. Dorothy, la enfermera perfecta, se mostró mucho más solícita que Ada (la cual, como nunca había estado enferma, no podía soportar la vista de un doliente) a la cabecera de su hermano, leyéndole, mientras sudaba su enfermedad, números atrasados del Golos Feniksa; pero el viernes el médico del hotel le envió al hospital americano de la comarca, en el que ni su misma hermana fue autorizada a visitarle «por la necesidad de constantes exámenes rutinarios», o más bien porque el desgraciado deseaba enfrentarse con la catástrofe en una soledad viril.

Durante los días siguientes, Dorothy empleó su tiempo libre en espiar a Ada. Estaba segura de tres cosas: que Ada tenía un amante en Suiza, que Van era su hermano y que organizaba citas secretas entre su irresistible hermana y la persona a la que ella había amado antes de su matrimonio. El hecho, notable y chistoso, de que las tres cosas fueran verdad, pero carecieran de sentido así enunciadas, por separado, procuró a Van un nuevo motivo de diversión.

Los Tres Cisnes daban sombra a una fortaleza. Quienquiera que compareciese, in corpore o por la voz, era informado por el conserje o sus acólitos de que Van había salido, que no conocían a ninguna señora Vinelander y que todo lo que podían hacer era recoger la nota que quisieran dejar. El coche, estacionado en un lugar apartado, en un bosquecillo, no podía traicionarles. Por la mañana Van solía utilizar el ascensor de servicio, que comunicaba directamente con el patio trasero. Lucien, hombre de cierto ingenio, aprendió a conocer pronto la voz atiplada de Dorothy: «la voz metálica ha telefoneado»; «la Trompeta no estaba contenta esta mañana», etc., etc. Luego, las Parcas benignas se tomaron un día de asueto.

Andrei había sufrido una primera y copiosa hemorragia en agosto, durante un viaje de negocios a Phoenix. Optimista contumaz, independiente y sin demasiadas luces, la había considerado como una simple hemorragia de nariz salida por la boca y no había hablado a nadie de ello, para evitar «comidillas estúpidas». Hacía años que padecía la tos ronca del fumador de dos cajetillas diarias, pero cuando, algunos días después de aquella «hemorragia nasal» escupió en el lavabo una flema escarlata, decidió suprimir los cigarrillos y conformarse con sus tsigarki (puritos). El segundo incidente se produjo en presencia de Ada, en vísperas de su viaje a Europa. Consiguió escamotear su pañuelo manchado de sangre antes de que ella lo viera, pero Ada recordaba haberle oído decir: Vot te na (es curioso), con voz preocupada. Pensando, como casi todos los estocianos, que en la Europa Central es donde se escuentran los mejores médicos, se dijo que, si volvía a escupir sangre, consultaría a un especialista de Zurich que le había recomendado un miembro de su «logia» (lugar de reunión de fraternos acumuladores de dinero). El Hospital Americano de Valvey, contiguo a la iglesia rusa construida por Vladimir Chevalier, su tío abuelo, resultó lo suficientemente competente para diagnosticar una tuberculosis avanzada del pulmón izquierdo.

El miércoles 22 de octubre, poco después de mediodía, Dorothy, que trataba «frenéticamente» de localizar a Ada (la cual, tras su visita habitual a los Tres Cisnes, estaba aprovechando unas horas en el «Salón de Peluquería y Belleza» de Paphia), dejó una nota para Van. Éste no la leyó hasta mucho después, ya de noche, al regresar de un viaje a Sorcière, ciudad situada unos ciento cincuenta kilómetros más al este, en el Valais, donde había comprado una villa para él «y mi prima», y cenado con la ex-propietaria, Madame Scarlet, viuda de un banquero, y con su hüa Eveline, rubia granujienta pero bonita, que parecieron ambas muy conmovidas eróticamente por la rapidez con que el trato quedó cerrado.

Van se sentía todavía tranquilo y lleno de esperanza. Después de haber estudiado atentamente el histérico informe de Dorothy, seguía creyendo que nada amenazaba su destino, que, en el mejor de los casos, Andrei moriría en seguida, ahorrando a Ada el escándalo de un divorcio, y en el peor de los casos sería enviado a la montaña, a algún sanatorio de novela, donde permanecería algún tiempo, durante los últimos párrafos del epílogo, lejos de la realidad de su vida juntos. El viernes por la mañana, a las nueve, como habían convenido la víspera, se dirigió al Bellevue con la agradable perspectiva de llevarla en coche a Sorcière para enseñarle su nueva casa.

De manera bastante oportuna, la noche anterior una tormenta había pulverizado la espina dorsal al milagroso verano. Con una oportunidad aún mayor, el comienzo prematuro de la regla de Ada había abreviado las caricias de ayer. Cuando Van llegó, estaba lloviendo. Cerró la puerta del coche, se remangó los pantalones y pasó los charcos a grandes zancadas, entre una ambulancia y un gran Yak negro estacionados ante el hotel. Todas las alas del Yak estaban desplegadas, dos botones habían comenzado a apilar las maletas bajo la vigilancia del chófer y diversas partes del viejo coche de alquiler contestaban con discretos chirridos a los gruñidos de los botones.

Súbitamente experimentó una sensación de frío reptiliano en su calvicie incipiente. Se disponía a entrar en la puerta giratoria cuando ésta puso ante él a Ada, un poco al modo de esos barómetros de madera tallada cuyas puertas muestran alternativamente una marioneta macho o una marioneta hembra Su atavío —el impermeable sobre un jersey de cuello de cisne, el pañuelo a la cabeza, el bolso de cocodrilo en bandolera —formaba un conjunto algo pasado de moda e incluso provinciano. «No tenía cara», como dicen los rusos para describir una expresión de completo abatimiento.

Dando la vuelta al hotel, Ada le condujo hasta una fea rotonda, al abrigo de la triste llovizna, y allí quiso besarle. Pero él evitó sus labios. Ada se marchó en seguida. Andrei, heroico y desvalido, había sido llevado al hotel en ambulancia. Dorothy había conseguido tres plazas en el avión Ginebra-Phoenix. Los dos coches les conducirían, a él, a ella y a su heroica hermana, al desamparado aeropuerto.

Ada pidió un pañuelo. Van se sacó uno azul del bolsillo del chubasquero. Pero ya habían empezaro a caerle las lágrimas, y se tapó los ojos cuando él se lo ofrecía, con la mano tendida.

—¿Entra eso en tu papel? —preguntó Van, fríamente.

Ella sacudió la cabeza, tomó el pañuelo con un merci de niña, se sonó respiró penosamente, tragó saliva y se puso a hablar... y, un momento después, todo, absolutamente todo, estaba perdido.

No podía decirle nada a su marido mientras estuviese enfermo. Van tendría que esperar hasta que Andrei se hubiera repuesto lo suficiente para soportar la noticia, y eso podría exigir algún tiempo. Ella, naturalmente, debería hacer todo cuanto estuviese en su mano para asegurar su completa curación. Había en Arizona uno que hacía milagros...

—Algo así como remendar a un tipo antes de colgarle —comentó Van.

—Y cuando pienso —siguió Ada, moviendo las manos en un gesto torpe, como cuando se deja caer una fuente o una tapadera—, cuando pienso que considera un deber ocultarlo todo... ¡Oh, indudablemente no puedo dejarle ahora!

—Sí, ya conozco la historia. El flautista al que hay que curar de su impotencia, el valiente alfèrez que puede no regresar de una guerra lejana...

—¡No te burles! —exclamó Ada—. ¡Pobre, pobrecillo! ¿Cómo se te ocurre burlarte?

Un rasgo peculiar de su manera de ser, ya desde el tiempo de su juventud, impulsaba a Van a aliviar sus accesos de cólera o de decepción mediante fórmulas grandilocuentes y enigmáticas que molestaban tanto como una uña rota que roza en la seda —el forro del Infierno.

—¡Castillo de la Verdad, Castillo Claro! ¡Helena de Troya, Ada de Adis! ¡Has traicionado al Árbol y a la Falena!

—¡Perestagne (¡Basta! ¡Stop!) —dijo Ada como un imbécil que se dirige a un epiléptico.

—Ardis Primero, Ardis Segundo, Man-Hat-Tan, y ahora Mont-Roux...

—¡Perestagne! —repitió Ada.

—¡Oh! ¿Quién me devolverá mi Helena...

—¡Perestagne!

—...y la Falena...

—Por favor, te lo ruego, basta ya, Van. Tú sabes que eso me hará morir...


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