Текст книги "Ada o el ardor"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Lo que Demon, por la bondad (innata) de su retorcido corazón se abstuvo de decir a Marina fue que el muy imbécil, a espaldas de su consejero artístico, Mr. Aix, había comprado en unos miles de dólares a un compañero de juego de Demon —con las bendiciones de éste– un par de falsos Correggios que revendió en seguida, por medio millón de dólares, en un golpe de suerte inexplicable en un coleccionista tan estúpido como él. En consecuencia, Demon consideraba ese medio millón como un préstamo que su primo no dejaría de reembolsarle (si el buen sentido tenía algún imperio en aquel planeta gemelo). Discreción por discreción, Marina se abstuvo de hablar a Demon de aquella joven enfermera del hospital con la que Dan había estado haciendo tonterías desde su última enfermedad (se trataba, dicho sea de paso, de la oficiosa Bess, a quien Dan había pedido en una circunstancia memorable que le ayudase a encontrar «algo adecuado para una chica medio rusa que se interesaba por la biología»).
—¡Magnífico! —dijo Demon, que acababa de probar el borgoña—. Aunque, pravda(la verdad), mi abuelo materno se habría levantado de la mesa al verme acompañar un pavo con vino tinto en vez de con champagne. Magnífico, querida (tirándole un beso a través de una perspectiva de llamas y de platería).
El pavo asado (o más bien su representante neártico llamado por los habitantes del país «pavo de las montañas») iba acompañado de arándanos rojos en conserva. Cierto bocado particularmente suculento de aquel volátil negruzo dejó un perdigón de plomo entre la lengua roja y el poderoso canino de Demon.
—El haba de Diana —dijo, colocando delicadamente el objeto en el borde del plato—. Van, ¿cuál es tu situación en materia de coches?
—Vaga. He encargado un Roseley como el tuyo, pero no me lo servirán antes de Navidad. He buscado vagamente una Silentiumcon sidecar. Pero es inhallable, a causa de la guerra (aunque no veo qué relación puede haber entre la guerra y las motocicletas). Pero Ada y yo nos arreglamos: paseamos a caballo, en bicicleta e incluso en alfombra voladora.
—Me pregunto —dijo el pérfido Demon —por qué acaban de venirme a la cabeza unos encantadores versos de nuestro gran canadiano dedicados a la sonrojada frente de Irene:
Le feu si délicat de la virginité
qui (...no sé qué...) sur son front..
Bien. Puedes llevarte la mía a Inglaterra, a condición de que...
—A propósito, Demon —interrumpió Marina—. ¿Puedes decirme dónde y cómo se puede obtener esa clase de vieja espaciosa limusina (con viejo chófer profesional) que Prascovia, por ejemplo, tiene ya hace un montón de años?
—Imposible, querida. Están todas en el cielo, o en Terra. Pero, ¿qué querría Ada, qué querría mi silencioso amor para su cumpleaños? Es el próximo sábado, po razschyotu po moemu(según mis cálculos), ¿no? ¿Un río de diamantes?
—¡ Protestuyu! —gritó Marina—. Yo hablo seriozno. No tienes que regalarle kvaka sesva(sea lo que sea). Dan y yo nos ocuparemos de eso.
—Aparte de que te olvidarás —dijo, riendo, Ada (y diestramente enseñó la punta de la lengua a Van, que había observado con interés su reacción a la palabra «diamantes»).
—¿A condición de qué? —preguntó Van.
—A condición de que no haya ya alguno que te espere en el Garage de George, Ranta Road. Ada —continuó—, pronto vas a divertirte sola. Mascodagama va a pasar sus vacaciones en París... Ah, ya me acuerdo: ¡Sur son front en accuse la beauté!
Continuó la charla en el mismo tono frívolo. ¿Quién no conserva, en los más oscuros rincones de su mente, tan rutilantes recuerdos? ¿Quién, cegado por la mirada socarrona del pasado, no ha escondido en sus manos el crispado rostro? ¿Quién, en la soledad y el terror de una larga noche...?
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Marina, que se asustaba de la tormenta eléctrica todavía más que los antiambarianos del condado de Ladore.
—Un relámpago de calor —sugirió Van.
—Si queréis mi opinión —rectificó Demon, volviéndose sobre su asiento para mirar las cortinas ondulando al viento —si queréis mi opinión, ha sido más bien el fogonazo de un fotógrafo. Después de todo, tenemos aquí una actriz célebre y un acróbata sensacional.
Ada corrió hacia la ventana. A la sombra inquietante de las magnolias, un pálido adolescente, flanqueado por dos doncellas boquiabiertas, dirigía una cámara fotográfica al alegre y despreocupado grupo familiar. Pero, no, aquello fue sólo uno de esos espejismos nocturnos que se producen a veces en el mes de julio. Allí nadie tomaba fotos, a no ser Perun, el dios del trueno cuyo nombre estaba prohibido pronunciar. Marina se puso a contar en voz baja, en espera del estampido que debía venir a continuación, como si recitase una plegaria o tomase el pulso a una persona muy enferma. Se suponía que un latido correspondía a una milla de noche negra interpuesta entre nuestro corazón viviente y algún pobre pastor fulminado allá lejos, muy lejos, en la cima de una montaña. El trueno llegó, aunque bastante apagado. Un segundo relámpago puso de relieve la estructura de las persianas.
Ada volvió a sentarse a la mesa. Van recogió la servilleta que ella había dejado caer bajo la silla, y, en el curso de su inclinación, rozó con la sien el borde de su rodilla.
—¿Podría tomar otro trozo de la perdiz descrita por Peterson, Tetrastes bonasia windriverensis? —preguntó Ada con altivez.
Marina agitó una minúscula campanilla de bronce en forma de cencerro. Demon puso la mano en la mano de su joven vecina y le pidió que le pasase el objeto extrañamente evocador. Ella lo hizo, con un gesto curvo que produjo un stacatto. Demon se ajustó el monóculo y, amordazando la lengua del recuerdo, examinó la campanilla; pero no era aquélla que había visto en otro tiempo, en una bandeja de enfermo, en una habitación oscura del chalet del Dr. Lapiner; ni siquiera era de fabricación suiza; era de la misma raza que esas traducciones de suave sonido que revelan la falsificación grosera del parafraseador en cuanto se las compara con el original.
Por desgracia, el ave no había sobrevivido al «honor que se le había hecho»: tras una breve consulta con Bouteillan, un corte de salchichón de Arles, algo incongruo, pero muy sabroso, vino a añadirse al ramillete de espárragos que adornaba el plato de la señorita, y que todo el mundo estaba degustando. Era impresionante ver con qué placer ella y Demon movían, de idéntica manera, sus bocas de labios brillantes para introducir en ellas desde una altura en cierto modo celestial el voluptuoso aliado del lirio de los valles, ambos sosteniendo el tallo con una idéntica posición de los dedos, no muy distinta de la del «signo de la cruz» reformado, contra el que se habían levantado un par de siglos antes tantos rusos contestatarios (cisma ridículo, del calibre de un par de centímetros entre pulgar e índice) que se habían hecho quemar vivos por otros rusos en las orillas del Gran Lago de los Esclavos. Van recordaba que uno de los mejores amigos de su preceptor Aksakov, el docto y mojigato Semion Afanasievich Vengerov, entonces un joven profesor adjunto, pero ya pushkinista célebre (1855-1954), repetía frecuentemente que el único pasaje vulgar en la obra de su autor favorito era una descripción del placer canibalesco experimentado por un grupo de jóvenes gourmetsque arrancaban ostras vivas y regordetas de sus claustros, en un canto inacabado de Eugenio Oneguin. Pero, en fin, « everyone has his own taste», como escribe el autor inglés Richard Leonard Churchill, el cual, en dos ocasiones, en su novela titulada A Great Good Many dedicada a cierto khan de Crimea, muy conocido en otros tiempos entre políticos y periodistas, da esta traducción viciosa de la vulgar expresión francesa chacun a son goût, según denunció Guillaume Monparnasse, por lo demás siempre malicioso y hostil a los ingleses. Ada, sin dejar de bañar en una copa la corola invertida de su mano derecha, hablaba precisamente a Demon de la nueva gloria de Mlle. Larivière, mientras Demon la escuchaba cumpliendo el mismo rito con el mismo gesto elegante.
Marina se sirvió un Albany de una caja de cristal con cigarrillos turcos con la boquilla «pétalo-de-rosa-roja» y la pasó a Demon. Ada la imitó, quizá demasiado ostensiblemente.
—Sabes muy bien —dijo Marina —que a tu padre no le gusta verte fumar en la mesa.
—¡Ah, no importa! —murmuró Demon.
—Es en Dan en quien yo pensaba —explicó Marina, torpemente—. Es muy puntilloso en esa cuestión.
—Bueno, yo no lo soy —dijo Demon.
Ada y Van no pudieron por menos de reír. Todo aquello eran solo bromas. No de gran calidad, pero bromas.
Y un poco más tarde, Van anunció:
—Creo que yo también tomaré un Albany.
—Me gusta fumar un cigarrillo —dijo Ada– cuando voy a coger setas. Pero, a la vuelta, este horrible incordiante me reprocha el olor de algún Turco o algún Albany romántico que he encontrado en el bosque.
—Bueno —dijo Demon—, Van tiene toda la razón en preocuparse por tu buena conducta.
Las auténticas profitrolrusas (pronuncíese con la «l» muy suave, tal como los cocineros rusos las preparaban en Gavana antes del año 1700, consistían en taquitos de pasta más gruesos y envueltos en una salsa de chocolate más cremosa que los «profit-rollos» negruzcos y canijos que se sirven en los restaurantes europeos. Nuestros amigos acababan de dar fin a ese suculento entremés, ahogado en salsa de chocolate con leche, y se disponían a pasar a la fruta, cuando Bout, seguido de su padre y del torpón Jones, hizo una entrada sensacional.
Todas las tuberías y todos los W.C. de la mansión habían caído súbitamente en convulsiones borborígmicas. Aquel fenómeno significaba y anunciaba siempre una conferencia telefónica de larga distancia. Marina, que desde hacía varios días esperaba un mensaje de California (en respuesta a cierta carta tórrida) podía difícilmente contener su apasionada impaciencia, y, al primer espasmo burbujeante, estuvo a punto de precipitarse al vestíbulo donde se encontraba el dorófono. Fue entonces cuando el joven Bout entró a toda prisa, arrastrando tras de sí el largo cordón verde (cuyas palpitaciones recordaban la serie alternada de contracciones y dilataciones de una serpiente tragándose un rata de campo) del receptor de incrustaciones de bronce y nácar, que Marina apretó contra su oreja, con un entusiasta «a l'eau». Pero sólo era el viejo Dan —¡ese cargante!—, que la llamaba para decirle que finalmente Miller se había encontrado en la imposibilidad de disponer de la noche, pero que llegarían juntos al día siguiente, a primera hora.
—Primera. Me pregunto si será muy «primera» —comentó Demon, que comenzaba a sentirse harto de alegrías familiares, y lamentaba un poco haberse perdido la primera mitad de una noche de juego en Ladore, por una cena llena de buenas intenciones, pero cuya calidad no había sido de primer orden.
—Tomaremos el café en el salón amarillo —dijo Marina, con voz desolada, como si el salón amarillo hubiese sido un lamentable lugar de exilio—. Por favor, Jones, no pise ese cordón de teléfono. No puedes imaginarte, Demon, cómo temo encontrarme otra vez, después de tantos años, con ese desagradable Norbert von Miller, que probablemente se ha vuelto todavía más arrogante y obsequioso, y que, estoy segura, todavía no sabe que la mujer de Dan soy yo. Es un ruso del Báltico —volviéndose a Van—, pero, en realidad, echt deutsch, aunque su madre fuese una Ivanov o una Romanov, o algo así, que poseía una fábrica de algodón en Finlandia, o en Dinamarca. Me pregunto cómo ha conseguido su baronía. Cuando le conocí hace veinte años, era sólo Miller, sin von.
—Y sigue siéndolo —replicó Demon, en tono pedante– porque tú estás confundiendo dos Miller. El abogado que trabaja para Dan es mi viejo amigo Norman Miller, de la firma Fainley, Fehler y Miller, que se parece como un hermano gemelo a Wilfrid Laurier. El otro, Norbert, si recuerdo bien, tiene una cabeza de Kegelkugel, vive en Suiza, sabe perfectamente que estás casada y es un indecible bribón.
Tras beberse de un trago una taza de café y un dedo de licor de cerezas, Demon se levantó.
– Partir c'est mourir un peu, et mourir c'est partir un peu trop. Di a Dan y a Norman que pueden venir a tomar el te al Bryant, mañana a cualquier hora. A propósito, ¿cómo está Lucette?
Marina frunció el ceño, sacudió la cabeza, hizo los gestos de una madre amante y preocupada, aunque, a decir verdad, experimentaba por sus hijas aún menos afecto que por el divertido Dack o el patético Dan.
—¡Oh, nos ha dado un susto, un buen susto! —contestó finalmente—. Pero ahora parece que está bien...
—Van —dijo Demon—, sé buen chico. He venido sin sombrero, pero traía guantes. Di a Bouteillan que mire en la galería, quizá los he dejado allí. No, déjalo, ya sé. Seguramente los he olvidado en el coche, porque mis dedos se acuerdan del frescor de esta flor que he cogido al pasar delante de un jarrón...
Se la quitó ahora del ojal. Y con ella se libró de la sombra de un impulso reciente y fugitivo que le empujaba a hundir ambas manos en unos tiernos senos.
—Esperaba que pasarías la noche en casa —dijo Marina (a quien, en realidad, la cosa le importaba poco)—. ¿Cuál es el número de tu habitación del hotel? ¿No será el 222, por casualidad?
A Marina le gustaban las coincidencias románticas. Demon consultó la ficha de cobre colgada de su llave: el 221. Desde los puntos de vista fatídico y anecdótico, la aproximación era bastante satisfactoria. La traviesa Ada miró a Van, cuya nariz se afiló: un guiño que pretendía imitar la oblicuidad de las angostas y bellas ventanas de la nariz de Pedro.
—Se burlan de una pobre vieja —dijo Marina, no sin coquetería. Y cuando Demon le tomaba la mano para llevársela a los labios, ella besó, a la manera rusa, la frente de su invitado—. Me perdonarás —siguió —que no te acompañe a la terraza. Me he vuelto alérgica a la humedad y a la oscuridad. Estoy segura de que ya tengo fiebre, al menos treinta y siete siete.
Demon golpeó con la uña el barómetro colgado al lado de la puerta, pero el sensible instrumento había sido ya demasiado golpeado a lo largo de su extensa existencia para poder reaccionar todavía de un modo inteligible, y quedó obstinadamente fijo en sus tres y cuarto.
Ada y Van acompañaron a Demon hasta el coche. En la cálida noche estival goteaba lo que los campesinos de Ladore llamaban «lluvia verde». Entre los laureles de follaje barnizado, el elegante coche negro brillaba bajo un farol en torno al cual revoloteaban las mariposas nocturnas como copos de nieve. Demon besó tiernamente a los dos jóvenes, a la chica en una mejilla, al chico en la otra, y luego otra vez a Ada, en el hueco del blanco brazo que ella le había echado al cuello. Casi se habían olvidado de Marina: a la luz ambarina de una ventana en saledizo, agitaba graciosamente un chal con lentejuelas, aunque no podía ver otra cosa que el reflejo del capó del coche y la oblicua red de la lluvia sobre los rayos gemelos de los faros.
Demon se puso los guantes e hizo gemir la gravüla húmeda bajo las ruedas del coche.
Van dijo, riendo:
—Ese segundo beso ha ido un poco demasiado lejos.
—¡Bah! Le habrán resbalado los labios —contestó Ada, que también reía. Y, riendo una y otro, se besaron entre las sombras mientras contorneaban el ala de la casa.
Se detuvieron un momento al abrigo de un árbol indulgentev como se había detenido más de un invitado, con el cigarro entre los dientes, a la salida de una cena. Tranquilamente, inocentemente, lado a lado, cada uno en la posición prescrita por su sexo, Van añadió su chorro, Ada su breve cascada, a los sonidos más profesionales de la lluvia en la noche, después de lo cual se marcharon, cogidos de la mano, hacia la galería enrejada, para esperar allí, en un rincón, a que se apagasen las luces de la casa.
—Había algo que desentonaba ligeramente en toda la velada, ¿lo has notado? —preguntó Van, en voz baja.
—Desde luego. Y, a pesar de todo, le adoro. Sé que está completamente loco, que está desplazado y sin nada que hacer en su vida. Sé que está lejos de ser feliz, y que filosóficamente es una criatura irresponsable... y que no hay absolutamente nadie como él.
—Pero, ¿qué es lo que ha ido mal esta noche? Apenas has abierto la boca, y todo lo que decíamos sonaba falso. Me pregunto si algún olfato interior no le permitía olerte en mí, y a mí en ti. Trató de preguntarme... ¡No, no ha sido lo que se llama una feliz reunión de familia! En cuanto a saber exactamente por qué...
—¡Amor, amor, como si no lo supieras tú! Quizá conservemos eternamente nuestras máscara, hasta el día en que la muerte nos separe. Pero nunca seremos marido y mujer, mientras vivan él y ella. Sencillamente, no estamos a la altura de las circunstancias, porque él, a su manera, es más respetuoso de las convenciones que la misma ley o la misma mentira de su mundo. No es posible sobornar a los padres. Y esperar cuarenta o cincuenta años hasta que decidan morirse es algo demasiado horrible de imaginar. Quiero decir que la simple idea de que pueda haber gentes capaces de vivir con esa esperanza es contraria a nuestra naturaleza; es un pensamiento despreciable y monstruoso.
Van besó sus labios semiabiertos con dulzura y «moralidad», según el término que ellos empleaban para diferenciar los minutos de profundo recogimiento de los furores de la pasión.
—De todos modos, es divertido ser como dos agentes secretos en país extranjero. Marina ha subido. Tienes el pelo mojado.
—¿Espías de Terra?, Van, ¿tú crees en la existencia de Terra? ¡Sí, tú crees! Te conozco.
—Lo admito, como un estado mental. No es exactamente lo mismo.
—No, pero quieres probar que eslo mismo.
La rozó los labios con otro casto beso, cuyo extremo, sin embargo, comenzó a arder.
—Uno de estos días —dijo —te pediré una repetición. Te sentarás como estabas sentada, hace cuatro años, ante la misma mesa, a la misma luz, dibujando la misma flor, y yo representaré la misma escena, con tal alegría, con tal orgullo, con tal... no sé... con tal gratitud! Mira, todas las ventanas se han apagado. Yo también sé traducir, cuando he de hacerlo. Escucha esto:
Las luces de la casa se apagaban.
¡Oh, perfumado aliento de las rozi!
Y juntos nos sentamos a la sombra
de la gran fronda de los beryozi.
– Roziy beryozi(rosas y abedules) —dijo Ada —riman en ruso de un modo intraducibie. ¡Pobre traductor! Ese terrible poemita es de Konstantin Romanov, ¿no? Acaban de elegirle presidente de la Academia de Literatura de Lyaska, ¿verdad? Poeta desgraciado y marido feliz. ¡Marido feliz!
—¿Sabes? —dijo Van—. Realmente, creo que deberías llevar algodebajo del vestido, al menos en visita.
—Tienes las manos frías. ¿Dices en visita? Tú mismo dijiste que era una reunión de familia.
—Aun así. En cuanto te inclinas, o te recuestas, te pones en una situación peligrosa.
—Yo nunca «me recuesto».
—Estoy convencido de que eso no es higiénico... O tal vez se trate de celos míos. Las Memorias de una Silla Feliz. ¡Te quiero!
—Al menos, eso facilita las cosas. ¿Vamos al Viejo Retiro? ¿O aquí mismo?
—Aquí mismo, por esta vez —dijo Van.
XXXIX
La moda de Ladore en 1888, aunque bastante ecléctica, no era tan tolerante como parecían creer los habitantes de Ardis.
Para el gran pic-nic de su decimosexto cumpleaños, Ada llevaba una simple blusa de batista, un pantalón amarillo maíz y unos mocasines de desgastada suela. Van le había pedido que se dejara el cabello suelto. Ella se había resistido, alegando que eran demasiado largos y que en el campo no resultaba cómodo, pero acabó por aceptar una solución de compromiso: la negra melena fue estrangulada a mitad de camino por una arrugada cinta de seda negra. Un jersey azul, unos pantalones de franela gris «hasta las rodillas» y zapatos deportivos de suela de crepé constituyeron la única contribución de Van a las elegancias estivales.
Mientras los demás se dedicaban a preparar la fiesta campestre bajo las salpicaduras de sol del tradicional claro entre los pinos, la impetuosa chica y su amante se escaparon con discreción y se abandonaron durante unos instantes a sus devoradores ardores en una hondonada cubierta de helechos. Un arroyo saltaba de roca en roca entre altos arbustos. El día era tórrido y no se movía una hoja. Hasta el más pequeño pino tenía su cigarra.
—Hablando como la heroína de una antigua novela —dijo Ada—, me parece muy lejano, muy lejano, davnim davno, el tiempo en que venía aquí a jugar a anagramas con Grace y otras dos niñas. Insecto, incesto, cientos. Y, hablando como botánica (o como loca), creo que la palabra más extraordinaria de la lengua inglesa es el adjetivo husked, porque tiene significados contrarios: cubierto y descubierto, enfundado o fácil de desenfundar, que se deja desnudar con facilidad... No es necesario que me arranques el cinturón, bruto.
—Un bruto cuidadosamente husked—dijo Van, con dulzura. Porque el paso del tiempo no había hecho sino acrecentar su ternura por aquella a quien abrazaba, aquella cuyos movimientos habían adquirido una nueva flexibilidad, aquella cuyas caderas se habían vuelto más liriformes y cuya cinta de seda acababa de desatar.
Estaban arrodillados, él detrás de ella, sobre el borde de una cornisa cristalina donde el arroyo, antes de su caída, se detenía para dejarse fotografiar y para tomar él mismo fotografías. En el instante del último gemido, Van, inclinado sobre el líquido espejo, leyó en el reflejo de la mirada de Ada la señal de un peligro inminente. Una situación análoga había tenido lugar antes (pero... ¿dónde?, ¿cuándo?). Aunque Van no hubiera tenido tiempo de precisar su recuerdo, en seguida se explicó el ruido de un tropezón que sonó tras él.
Entre la fragosidad de las rocas descubrieron y consolaron a la pobre Lucette, cuyo pie había resbalado por una losa de granito. Roja y rabiosa, la niña se frotaba el muslo, fingiendo exagerados sufrimientos. Alegremente, Van y Ada la tomaron cada uno de una mano y se la llevaron corriendo hasta el claro del bosque, donde ella se echó a reír, luego se dejó caer en el suelo y finalmente se dirigió hacia sus golosinas favoritas, que la esperaban dispuestas sobre una mesa plegable. Una vez allí, se desenfundó ( husked) la sudada camisa, se arremangó atrevidamente sus pantaloncitos verdes y, en cuclillas sobre el suelo rojo, amontonó las vituallas de que había hecho provisión.
Ada no había querido invitar a nadie a su pic-nic, a excepción de los mellizos Erminin. Pero no tenía la menor intención de invitar al hermano sin la hermana, y ocurrió que Grace no pudo venir, porque había ido a New Cranton, para ver aparecer en el alba naciente, con su regimiento, a un joven tambor, su primer novio. No era posible decir a Greg que no viniera: la víspera se había presentado en Ardis con un «talismán» que su padre, muy enfermo, le había encargado que llevase como regalo a Ada, con la recomendación de que lo cuidase con el mismo esmero con que en otro tiempo lo había hecho la abuela Erminin: era un pequeño camello de marfil amarillo esculpido en Kiev, cinco siglos antes, en tiempos de Nabok y de Tamerlán.
Van no se engañaba al pensar que Ada era poco sensible a las cariñosas atenciones de Greg. En consecuencia, se alegró de verle, con esa alegría inmoral que pone su toquecito helado en la simpatía que el afortunado rival puede sentir por un buen muchacho.
Greg, que había dejado en la pista de caballos su nueva motocicleta (una espléndida Silentiumnegra), observó:
—Tenemos compañía.
—En efecto —respondió Van—. Kto sii(¿quiénes son esas gentes?) ¿Tenéis idea?
Nadie la tenía. Apenas pintada, con los labios caídos y vestida con un impermeable, Marina se aproximó y observó por entre los árboles, en la dirección indicada por Van.
Después de examinar la Silentiumcon mucho respeto, una docena de hombres de la ciudad vestidos con colores sombríos se metieron en el bosque al otro lado del camino y se instalaron allí para hacer honor a una modesta collazionecompuesta de queso, panecillos, salchichas, sardinas y vino Chianti. La distancia que les separaba del pic-nic era lo suficientemente grande como para que no pudieran molestar lo más mínimo. No llevaban cajas de música del tipo anticuado de transistor. Hablaban a media voz, y sus gestos no podían ser más discretos. El más frecuente de éstos, cuya repetición parecía sugerir un significado ritual, era el de la mano que arrugaba haciendo una bola papel de envolver, o de periódico viejo, y la tiraba despreocupadamente, mientras otras manos graves y apostólicas extraían las vituallas de sus paquetes, o, por alguna razón desconocida, las empaquetaban de nuevo y las colocaban a la sombra noble de los pinos, o a la más modesta de las falsas acacias.
—¡Qué curioso! —dijo Marina, rascándose la calvita, que brillaba al sol.
Envió a un lacayo que investigase sobre el terreno y avisase a aquellos políticos gitanos u obreros calabreses que el Caballero Veen se pondría «furioso» si descubría intrusos vivaqueando en sus tierras.
El lacayo regresó sacudiendo la cabeza. Aquellos señores no entendían el inglés. Van fue a investigar por su cuenta.
—Márchense, por favor: estos bosques son propiedad privada —dijo, sucesivamente, en latín vulgar, en francés, en francés-canadiense, en ruso, en ruso-yukoniano y de nuevo en latín, en muy bajo latín: proprieta privata.
Se quedó mirándoles, pero ellos apenas lo advirtieron, aunque las ramas apenas le sombreaban. Eran hombres mal afeitados, de mandíbulas azuladas, endomingados. Dos o tres de ellos se habían quitado los cuellos postizos, pero no las nueces de los cuellos propios. Uno de ellos tenía barba y un ojo húmedo. Botas embetunadas, con polvo en sus grietas y arrugas, zapatos color naranja de punta muy cuadrada o muy aguda, habían sido separados de sus correspondientes pies y empujados bajo los arbustos o colocados sobre tocones. ¡Era extraño, en verdad! Van repitió su aviso y los intrusos se pusieron a murmurar entre ellos, en una jerga totalmente incomprensible, haciendo pequeños gestos hacia él, como quien procura, sin gran convicción, apartar un moscardón.
Van preguntó a Marina si debía emplear la fuerza. Pero la dulce Marina, con una mano en el pelo y otra en la cadera, dijo que no, que bastaba con no hacerles caso y que, de todos modos, mira, mira, ya se están alejando por la espesura. Algunos arrastraban a reculones los restos de su comida sobre algo que parecía una vieja manta y que se alejaba como una barca de pesca empujada sobre las guijas de la playa, mientras que otros transportaban muy civilmente los papeles manchados de grasa y las bolsas arrugadas hacia escondites más apartados. Un cuadro infinitamente melancólico y lleno de significado... Pero, ¿de qué significado?
Van acabó por olvidar su presencia. Todos estaban del mejor humor. Marina se liberó del pálido impermeable (o, más bien, guardapolvo) que había llevado durante el pic-nic (después de todo, su ropa de casa gris y su pañuelo rosa eran bastante alegres para tratarse de una señora vieja, dijo), y, levantando su vaso vacío, entonó con brío y con una voz perfectamente musical, el aria de Verde-Verde. «¡Llenemos, llenemos los vasos de vino! ¡Es un brindis al amor! ¡Al éxtasis del amor!» Con espanto, con compasión, pero sin amor, Van pensaba en aquella pobre calvita sobre el pobre cráneo envejecido de la Traverdiata, cuyo cuero cabelludo, coloreado por el tinte en un horrible tono de pino enmohecido, brillaba mucho más que sus pobres cabellos muertos. Se esforzó, como tantas veces lo había hecho, por arrancar de su corazón toda ternura; pero, como tantas veces, no pudo conseguirlo. Y, como siempre, se dijo que tampoco Ada amaba a su madre..., un vago y cobarde consuelo.
Greg, persuadido con conmovedora simplicidad de que Ada observaría y aprobaría su actitud, atendía solícitamente a Mlle. Larivière: le ayudaba a deshacerse de su chaqueta malva, echaba para ella, en el vaso de Lucette, la leche de un termo, le pasaba bocadillos, volvía a llenar el vaso de Mademoiselle, sin dejar de escucharle, con gesto cortés, sus invectivas contra los ingleses, que ella odiaba, según decía, más aún que a los tártaros, o... bueno, a los asirios.
—¡Inglaterra! —exclamaba—. ¡Inglaterra! ¡Ese país, donde por cada poeta hay noventa y nueve sucios burguesitos, algunos de ellos de dudosa extracción! ¡Inglaterra se atreve a ser el mono de imitación de Francia! Ahí, en ese cesto, tengo una novela inglesa muy famosa en la que ofrecen a una dama un perfume... un perfume muy caro, que lleva el nombre de Ombre Chevalier. ¿Sabe usted qué es « ombre chevalier»? ¡Un pescado! Un pescado delicioso, eso sí; pero no hasta el punto de que pueda perfumar el pañuelo. Y en la página siguiente, un sedicente filósofo se pone a hablarnos de une acte gratuite, como si todos los actos fuesen femeninos, y un sedicente hotelero de París se excusa diciendo je me regretteen vez de je regrette.
– D'accord! —aprobó Van—. Pero, ¿qué decir de esas terribles meteduras de pata que se encuentran en las traducciones francesas del inglés? Si quieren un ejemplo...
Desgraciadamente —o quizá felizmente—, en aquel preciso momento Ada emitió una interjección rusa que expresa la más viva contrariedad: un descapotable gris acerado acababa de entrar en el claro del bosque. Apenas detenido, el coche fue rodeado por los misteriosos vecinos, que ahora parecían haberse multiplicado como extraña consecuencia de haberse quitado americanas y chalecos Rompiendo el círculo que le rodeaba y dando toda clase de muestras de cólera y desprecio, el joven Percy de Prey —pantalón blanco y camisa con chorrera– avanzó a grandes zancadas hacia la tumbona de Marina. Sin hacer caso de la mirada insistente y del pequeño movimiento de cabeza que Ada dirigió a la tonta de su madre para impedir una invitación intempestiva, Marina le rogó que se uniese a la fiesta.
—No me atrevía a esperarlo... pero acepto muy gustoso —respondió Percy; después (solamente después) de lo cual, el cauteloso bribón, haciéndose el distraído para mejor disimular su astucia, regresó a su coche (que aún estaba curioseando un admirador retrasado) y retiró de él un ramo de rosas.
—¡Qué lástima que yo deteste las rosas! —dijo Ada, tomando el ramo con la punta de los dedos.