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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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Poor L.

Van se dirigió a un atril monástico que se había comprado para por escribir en la posición vertical del pensamiento vertebrado, y escribió lo siguiente:

Pobre L.:

Lamentamos que te hayas marchado tan pronto, y todavía lamentamos más haber llevado a nuestra Esmeralda, a nuestra sirena, a esas desvergonzadas travesuras. Nunca más haremos contigo esa clase de juegos, querido pájaro de fuego. Perdónanos. Los recuerdos, las brasas y las membranas de la belleza hacen perder la cabeza a los artistas y a los cretinos. Pilotos de formidables aeronaves, y hasta cocheros groseros y malolientes, enloquecen por unos ojos verdes y unos rizos de cobre. Queríamos admirarte y divertirte, A.D.P. (ave del paraíso). Hemos ido demasiado lejos. Yo, Van, he ido demasiado lejos. Lamentamos esa escena vergonzosa, aunque fundamentalmente inocente. Destruye y olvida.

Tiernamente tuyos, A. & V. (por orden alfabético).

—Yo llamaría a eso una niñería pomposa y puritana —dijo Ada inclinada sobre la carta de Van– ¿Por qué pedirle «perdón» por haberle proporcionado la experiencia de un pequeño y delicioso espasmo? Yo la quiero mucho, y nunca te permitiría que le hicieras daño. Es curioso, ¿sabes?: hay algo en el tono de tu carta que hace que me sienta verdaderamente celosa por primera vez en mi vida. Van, Van, algún día, en alguna parte, después de un baño de sol o de un baile, te acostarás con ella, Van.

—A menos que hayas agotado tu provisión de filtros de amor. ¿Me permites que le envíe esta carta?

—Sí... pero añadiré unas líneas de posdata:

La declaración anterior es obra de Van y la firmo de mala gana Es pomposa y puritana. Te adoro, pequeña, y nunca le permitiré que te haga daño, ni como hermano ni como loco. Cuando estés harta de Queen, ¿por qué no te vas a Holanda o a Italia?

A.

—Y ahora, salgamos a respirar aire puro —propuso Van—. Haré que ensillen a Pardus y Peg.

—Anoche me reconocieron dos hombres —dijo Ada—. Dos californianos que no se conocen entre sí: ninguno de ellos se atrevió a saludarme, por culpa del «matón» con smokingde seda que me acompañaba pitando amenazadoramente alrededor. Uno de ellos era Anskar, el productor; el otro, que estaba cenando con una fulana, era Paul Whinnier, uno de los amigos londinenses de tu padre. Yo esperaba algo así como que volveríamos a la cama.

—De momento vamos a dar un paseo por el parque —dijo Van, con firmeza; y, antes que nada, hizo llamar a un mensajero dominical para que llevase la carta al hotel de Lucette, o, si ya no estaba allí, a la estación de invierno de Verma.

—Supongo que sabes lo que estás haciendo —dijo Ada.

—Sí —respondió Van.

—Vas a desgarrarle el corazón.

—Ada, querida —exclamó Van—, soy un vacío radiante. Soy el convaleciente que sale de una larga y terrible enfermedad. Tus has vertido lágrimas sobre mi horrible cicatriz, pero desde ahora la vida no va a ser más que amor, y risas, y terrones de azúcar... No puedo apesadumbrarme por los corazones rotos: el mío se ha curado hace demasiado poco. Tú llevarás un velo azul, y yo el bigote postizo que me hace tan parecido a Pierre Legrand, mi maestro de esgrima.

—En el fondo —dijo Ada—, los primos hermanos tienen perfecto derecho a montar a caballo juntos, e incluso a bailar, o a patinar, si tienen gana. Después de todo, ser primos hermanos es casi como ser hermanos. El aire está azul, helado, inmóvil.

Pronto estuvo dispuesta. Se besaron tiernamente en el rellano, entre la escalera y el ascensor, y se separaron para bajar.

—¡Torre! —murmuró Ada, en respuesta a la mirada interrogadora de Van, igual que contestaba a la misma en las mañanas de miel de otros tiempos, cuando hacían la estimación de su felicidad—. ¿Y tú?

—Un verdadero zigurat.

IX



Después de algunas investigaciones descubrieron un cine pequeño especializado en Colored Westerns (es así como solía llamarse a esos desiertos del no-arte), que ofrecía la reposición de Los jóvenes y los condenados(1890). ¡No era sino la última degeneración en que habían caído Les Enfants Maudits(1887) de Mlle. Larivière! Ésta había imaginado en su guión un castillo francés y dos adolescentes que envenenaban a su madre, viuda culpable de haber seducido a un joven vecino, amante de uno de los gemelos. La autora ya había hecho muchas concesiones a la libertad de los tiempos y a la mentalidad retorcida de los guionistas, pero tanto ella como la protagonista desaprobaron el resultado final de los múltiples falseamientos a que el argumento fue sometido hasta que se convirtió en la historia de un asesinato en Arizona. La víctima era ahora un viudo que pretendía casarse con una prostituta alcohólica, papel que Marina, muy sensatamente, se negó a interpretar. Pero la pobre Ada no renunció al suyo, bastante insignificante: una escena de diez minutos en una taberna de carretera. Durante los ensayos tenía la impresión de que no hacía demasiado mal de camarera serpentina... hasta el día en que el director le dijo que se movía como un dromedario. No se había dignado ver el producto terminado y no tenía muchas ganas de que Van la viese, pero éste le recordó que el propio director, G. A. Vronsky, le había dicho que era lo bastante bonita para hacer algún día de doble de Lenore Colline, la cual, a los veinte años, tenía la misma seductora torpeza, y arqueaba y encogía los hombros igual que lo hada Ada al atravesar una habitación. Después de haber soportado un cortometraje preliminar, llegaron finalmente a Los jóvenes y los condenadossólo para descubrir que la escena de la camarera en la secuencia de la taberna había sido cortada... salvo la sombra inconfundible de un codo de Ada, según Van tuvo la gentileza de afirmar.

A la mañana siguiente, en el saloncito del diván negro con cojines amarillos y la ventana salediza de cierre hermético cuyos cristales nuevos Parecían agrandar los copos de nieve en su caída lenta y vertical (estilizados por una curiosa coincidencia en la portada del último número de Lo bello y la mariposaposado en el alféizar), Ada hablaba de su «carrera teatral». El tema debatido asqueaba en secreto a Van (en tal medida que por contraste, la pasión de Ada por la historia natural adquiría a sus ojos un esplendor nostálgico). Para él, la palabra escrita no existía más que en su abstracta pureza, en su irrepetible llamada a un espíritu igualmente ideal. Pertenecía en exclusiva a su creador y (contrariamente a lo que sostenía Ada) no podía ser pronunciada o representada por un mimo sin que, ipso facto, un espíritu extraño destruyera al artista, de una puñalada mortal, en el mismísimo antro de su arte. Una obra escrita era intrínsecamente superior a la mejor de las representaciones, aun cuando el mismo autor hubiera dirigido personalmente su puesta en escena. Por lo demás, Van coincidía con Ada en que la pantalla sonora era ciertamente preferible al teatro en vivo, por la sencilla razón de que permitía al director alcanzar y mantener sus propias normas de perfección durante un número ilimitado de representaciones.

Ninguno de los dos tenía en cuenta las separaciones que la vida profesional de Ada podría exigir. Ninguno de los dos consideraba la posibilidad de viajar juntos con un destino expuesto a los cien ojos de Argos, de vivir juntos en Hollywood, U.S.A., en Ivydell, Inglaterra, o incluso en el Hotel Cohnritz (ese blanco palacio de azúcar) de El Cairo. A decir verdad, no se imaginaban otra forma de existencia que aquel cuadro viviente que componían en aquel instante bajo el bello cielo azul paloma de Manhattan.

A los catorce años Ada había tenido la convicción de que subiría en vuelo de cohete al cielo de las estrellas, para estallar allí, con un gran estampido, en triunfales lágrimas prismáticas. Estudió en escuelas especializadas. Actrices de talento, pero que no habían conocido el éxito, y el propio Stan Slavsky (sin vínculo de parentesco, aunque tampoco se trataba de mTñombrecle teatro) le habían dado lecciones particulares de arte dramático, de desesperación, de esperanza. Su debut fue un pequeño desastre que pasó inadvertido. Sus posteriores apariciones sólo fueron aplaudidas por los amigos íntimos.

—Nuestro primer amor —dijo a Van —es la primera ovación de una sala puesta en pie, y es estolo que hace a los grandes artistas. Así me lo han asegurado Stan y su amiguita, que hizo el papel de Miss Spangle Triangle en Flyings Rings. Aunque la verdadera consagración puede no llegar hasta la última corona.

—Música celestial —dijo Van.

—Precisamente, a él también le abuchearon los reventadores, en Amsterdams muchos más antiguos, y mira dónde estamos después de tres siglos: no hay cachorro de grupo popque no le copie. Todavía creo que tengo talento, pero quién sabe si, en el fondo, no estoy confundiendo el enfoque correcto con el talento, que se burla de las reglas deducidas del arte pretérito.

—Bueno, al menos sabes eso —dijo Van —; y lo has explicado por extenso en una de tus cartas.

—Me parece, por ejemplo, haber oído siempre que el actor no debe poner el eje de su representación en un «personaje», ni en un «tipo» de tal o cual ralea, ni en las charlatanerías de un tema social, sino exclusivamente en la poesía subjetiva y única del autor, porque los dramaturgos (como lo ha evidenciado el más grande de ellos) están más cerca de los poetas que de los novelistas. En la vida «real» somos criaturas de azar, sumergidas en un vacío absoluto, a menos, naturalmente, que nosotros mismos seamos artistas; pero en una buena comedia yo me siento protegida por el autor, aceptada por el tribunal censor, me siento segura, sjn otra cosa ante mí que esa total oscuridad que respira (en lugar de nuestro Tiempo de Cuatro Muros), me siento rodeada por los brazos de un Will perplejo (que creía que yo era tú) o de un Anton Pavlovich (cuyos gustos son mucho más normales y que siempre ha estado apasionadamente enamorado de los largos cabellos negros).

También eso me lo escribiste una vez.

Los comienzos de la carrera de Ada, en 1891, coincidieron con el final de la de su madre, que había durado veinticinco años. Y lo que es más, ambas interpretaron la misma obra, Las cuatro hermanasde Chejov. Ada hacía de Irina en el modesto escenario de la Academia de Arte Dramático de Yakima, en una versión algo abreviada en la que el personaje de la hermana Varvara, la locuaz originalka(«excéntrica», como la llama Marsha), sólo era dada a conocer mediante las alusiones de los demás personajes, pero sus escenas habían sido suprimidas, de modo que la obra debía haber llevado el título de Las tres hermanas(que, de hecho, ya le asignó el más ingenioso de los críticos locales). Era justamente el papel de la religiosa (notablemente ampliado) el que Marina representaba en una adaptación cinematográfica muy lamida de la obra de Chejov: la película y la Durmanova fueron celebradas por un concierto de alabanzas no demasiado merecidas.

—Desde que decidí subir a las tablas —dijo Ada (aquí nos servimos de sus notas) —me sentí obsesionada por el fantasma de la mediocridad de Marina; juzgaba yo por la actitud de la crítica, que unas veces fingía ignorarla y otras la enviaba a la fosa común. Cuando su papel era lo suficientemente importante para que no pudiesen silenciarlo, la gama de los calificativos iba desde «inerte» hasta «sensible» (el más elogioso cumplido que merecieron sus interpretaciones). Y en el momento más delicado de micarrera, ella hacía fotocopiar, para enviarlos a amigos y enemigos, comentarios exasperantes como: «la Durmanova está soberbia en el papel de la monja neurótica; ha conseguido convertir un papel esencialmente episódico y estático en» etc., etc., etc. Naturalmente, el cine no plantea problemas de lenguaje (Van se tragó, más que reprimió, un bostezo). Marina y tres de sus colegas no tenían ninguna necesidad del excelente doblaje que se proporcionó a los otros actores, desconocedores de la lengua de Chejov. Pero nuestro pobre espectáculo de Yakima sólo podía contar con dos auténticos rusos, Altshuler, el protegido de Stan, en el papel del barón Nikolai Lvovich Tuzenbach-Krone-Altschaeur, y yo misma, en el de Irina, la pauvre et noble enfant, que es telegrafista en el primer acto, secretaria de un ayuntamiento en el segundo y maestra de escuela al final de la obra. Todo el resto no era más que una macedonia de acentos inglés, francés, italiano. A propósito, ¿cómo se dice «ventana» en italiano?

—Finestra, sestra —dijo Van, imitando a un apuntador loco.

«Irina (sollozando): ¿A dónde se ha ido todo, a dónde? ¡Oh, Dios mío. Dios mío! Lo he olvidado todo, todo. Todo se confunde en mi mente... ¡Ni siquiera sé cómo se dice "techo" o "ventana" en italiano!

—No. «Ventana» precede a «techo» en ese parlamento. Ella empieza por mirar a su alrededor, y luego alza los ojos: es el movimiento natural del pensamiento.

—Sí, eso es. Luchando todavía con «ventana», levanta los ojos y tropieza con el no menos enigmático «techo». En realidad, estoy segura de haber representado esa escena de acuerdo con tu interpretación psicológica. Pero, ¿qué importa eso, qué importabaeso? Nuestra representación fue perfectamente detestable, mi barón acertaba, todo lo más, una línea sí y otra no. Pero Marina... Marina estaba maravillosaen su universo de sombras. «Diez años, y otro más, han pasado ya desde que dejé Moscú...» (Ada, que hace ahora de Varvara, imita ese «tono de salmodia devota» – pevuchii ton bogomolki– indicado por Chejov y logrado por Marina con irritante perfección.) «Ahora, la vieja calle Basmannaia, donde tú naciste (volviéndose a Irina) hace una veintena de añitos ( godkov), se ha convertido en esta Busman Road bordeaba a ambos lados por talleres y garajes (Irina se esfuerza en contener las lágrimas). Entonces, ¿por qué querrías volver, Arinuchka? (Irina contesta con un sollozo).» Por supuesto, como habría hecho cualquier buen actor, mamá, Dios la bendiga, improvisaba un poco. Y además, su voz, su joven voz rusa y melodiosa, ha sido sustituida por el vulgar inglés dublinés de Lenore.

Van había visto la película y le había gustado. La actriz irlandesa Lenore Colline, infinitamente graciosa y melancólica

Oh, qui me rendra ma colline,

et le grand chêne, and my colleen!

había hecho que se le abriera el corazón, tanto se parecía a una foto de Ada Ardis junto a su madre, en Belladonna, una revista de cine que Greg Erminin le había enviado, pensando que le encantaría ver a su tía y a su prima fotografiadas juntas en un patio californiano, en vísperas del estreno de la película. En el primer acto, la hija mayor del difunto general Serguei Prozorov, Varvara, procedente de su lejano convento o Tsitsikar, llega a Perm (llamada también Permaceti), ciudad situada en la aislada región de la Bahía de Akimsk, en Canadia septentrional, para tomar el té con Olga, Macha e Irina en la onomástica de esta última. Para consternación de la monja, sus tres hermanas sólo piensan en una cosa: dejar la húmeda y fría «Permanente» (como la llama, por burla, Irina) y sus nubes de mosquitos —por lo demás, el lugar más encantador y tranquilo del mundo– para ir a darse la gran vida en Moscú, Idaho, remota y pecadora ciudad, que fue la primera capital de Estocilandia. En la primera edición de su drama (que nunca logró del todo ese suave suspiro que caracteriza las obras maestras), Tchechoff (como él mismo escribía su nombre aquel año, en la execrable pensión rusa del número 2 de la calle Gounod, Niza, acumulaba en las dos breves páginas de una ridícula escena expositoria toda la información que deseaba soltar, grandes masas de recuerdos y de fechas cuyo peso eran incapaces de soportar los frágiles hombros de las tres desventuradas estocianas. Más tarde redistribuyó aquel lote informativo en una escena mucho más larga, y la llegada de la cuarta hermana, la monachka Varvara, le dio ocasión de vaciar en el diálogo todo lo que se necesitaba para satisfacer la insaciable curiosidad de los espectadores. Fue una prueba de su habilidad de dramaturgo. Desgraciadamente, como tantas veces ocurre cuando el autor introduce un personaje con la única intención de que le saque de un apuro, la monja prolonga su visita, y hasta el tercer acto (el penúltimo) no conseguirá el autor devolverla a su convento.

—Supongo —dijo Van, buen conocedor de su amiga —que no habrás pedido a Marina que te enseñase algún truco para la interpretación de Irina.

—Desde luego que no. Habríamos acabado peleándonos. Sus consejos me han exasperado siempre, por sarcásticos y ofensivos. He visto madres-pájaro que se enfurecen o se burlan neuróticamente cuando sus pobres pequeños, a los que ni siquiera les ha salido la cola, no aprenden a volar en seguida. Es algo que conozco demasiado. Por cierto, éste es el programa de mipequeño fracaso.

Van recorrió con la mirada la lista de actores y reparó en dos detalles divertidos: el papel del oficial de artillería Fedotik (cuyo atributo cómico consiste en un aparato fotográfico cuyo disparador hace funcionar constantemente), había sido confiado a un tal «Kim (diminutivo de Yakim) Eskimossoff», mientras que el denominado John Stornin hacía el personaje de Skvortsov (testigo en el duelo bastante irregular del último acto), cuyo nombre deriva de skvorets, estornino. Cuando Van hizo esta última observación, Ada se sonrojó, según sus hábitos del Viejo Mundo.

—Sí —dijo—. Era un muchacho encantador; flirteamos un poco, pero la tensión y los conflictos de la bisexualidad eran excesivos para él: había sido, desde la pubertad, el puerulusde un maestro de ballet, el gordo Dangleleaf. Acabó suiciándose. Ya ves («el rubor de sus mejillas había ahora dado paso a una palidez mate») que no te oculto ni una sola mancha de lo que rima con «Perm».

—Ya lo veo. Y Yakim...

—¡Oh, Yakim no era nada para mí!

—No es eso lo que quiero decir. Yakim al menos no hizo (como su homónimo) una foto del que era tu hermano en la comedia abrazando a su amiguita. Interpretada por Alba del Aire.

—No estoy segura. Creo recordar que nuestro director no desdeñaba algún intermedio cómico, de comic relief.

—Alba «en robe rose et verte», al final del primer acto.

—Creo que hubo un escape entre bastidores y algún eco de franco regocijo en la sala. Todo lo que tenía que hacer el pobre Estornino era gritar «¡ohé!» desde una barca en el Kama, para invitar a mi novio a pasar a la palestra.

Pero volvamos al metaforismo didáctico del amigo de Chejov, el conde Tolstoi.

Todos conocemos los viejos guardarropas de los viejos hoteles de la zona subalpina del Viejo Mundo. En principio, uno abre la puerta con infinitas precauciones, muy lentamente, muy suavemente, con la vana esperanza de ahogar el atroz crujido, el gemido rechinante que la puerta va emitiendo al abrirse. Y luego, se descubre en seguida que cuando se la abre o cierra con celeridad, con un empujón audaz el gozne diabólico es cogido por sorpresa y su grito no viene a turbar nuestro silencio triunfante. A pesar de la exquisita y soberana felicidad que les inundaba y satisfacía (y no queremos hablar solamente de la herida rosa de Eros), Ada y Van sabían que ciertas puertas de la memoria deben permanecer cerradas si no se quiere que su monstruosa queja desgarre hasta el último nervio del alma. Pero si la operación se ejecuta con presteza, si las manchas indelebles sólo son mencionadas entre dos ágiles agudezas, es posible que la fuerza anestésica de la vida atenúe el inolvidable suplicio que podía resultar de la puerta que se abre.

De cuando en cuando Ada ironizaba a propósito de los pecadillos sexuales de Van, aunque generalmente tendía a ignorarlos, como si reivindicase implícitamente, para los pequeños extravíos propios, una tolerancia igual a la suya. Van era más inquisidor, pero no aprendió de sus labios mucho más de lo que ya sabía por sus cartas. Ada atribuía a sus antiguos admiradores todos los defectos que ya conocemos: incompetencia en la tarea, inanidad y nulidad. En cuanto a sí misma, todo lo que tenía que reprocharse eran las fáciles complacencias de la piedad femenina. Los argumentos higiénicos y sanitarios que invocaba herían a Van más de lo que le habría herido la confesión insolente de una apasionada traición. Ada había optado por «trascender» los pecados sensuales de ambos. Para ella, el adjetivo «sensual» designaba lo que no tenía sentido ni alma, y, en consecuencia, nada significaba en el inefable «a partir de ahora» en el que creían tácitamente, tímidamente, los dos jóvenes. Van se esforzaba en acomodarse a la misma línea lógica, pero no conseguía olvidar la vergüenza y el suplicio, ni siquiera cuando alcanzaba las cimas de felicidad que no había conocido en las horas más luminosas que habían precedido a las más sombrías de su pasado.

X



Tomaron muchas precauciones... todas perfectamente inútiles, pues nada puede cambiar el final (escrito y archivado) de este capítulo. Sólo Lucette y la agencia que les remitía las cartas conocían la dirección de Van. Por mediación de una amable dama de honor del banco de Demon, Van supo que su padre no aparecería por Manhattan antes del 30 de marzo. Nunca salían ni volvían juntos, y acordaban un lugar de reunión —la biblioteca o algún mercado– para que sirviese de punto de partida a sus excursiones del día... Y he aquí que la única vez que quebrantaron la regla (Ada se había quedado bloqueada en el ascensor durante unos instantes y Van había bajado demasiado alegremente las escaleras desde su cima común), desembocaron en mitad del campo visual de la anciana señora Erquatre, que pasaba justamente ante la puerta en compañía de su minúsculo y sedoso Yorkshirede largos pelos grises y castaños. El reconocimiento resultó inmediato y completo: la dama conocía a las dos familias desde hacía años y se enteró con interés (de labios de una Ada que cotorreaba más que charlaba) de que Van se encontraba en la ciudad cuando, casualmente, Ada había llegado del oeste, que Marina estaba muy bien, que Demon se encontraba en Méjico o en Oxmice, y que Lenore Colline tenía un perrito igual de adorable, con una igual de adorable raya a lo largo de la espina dorsal. Aquel mismo día (3 de febrero de 1893) Van volvió a untar al ya ahíto portero para que respondiera a toda pregunta que pudiera hacerle cualquier visitante —y sobre todo a una viuda de dentista con perro-oruga —acerca de cualquier Veen, con una breve declaración de absoluta ignorancia. El único personaje que se olvidó de tener en cuenta era la vieja bribona que suele presentarse en figura de esqueleto o de ángel.

El padre de Van acababa de abandonar un Santiago para ir a observar en otro los efectos de un terremoto, cuando el Hospital de Ladore le telegrafió que Dan estaba muñéndose. Partió sobre la marcha para Manhattan, con alas silbantes. Y ojos encendidos. No tenía muchas distracciones en la vida.

En el aeropuerto de la ciudad, blanca a la luz de la luna, que nosotros llamamos Tent y que los marineros de Tobakov, sus constructores, llamaban Palatka, en el norte de Florida (aeropuerto en que unas complicaciones de motor le obligaron a cambiar de avión), Demon pidió una conferencia interurbana y recibió una información exhaustiva de la muerte de Dan, de labios del doctor Nikulin (nieto del gran roedorólogo Kunikulinov... no podemos librarnos de la lechuga). La vida de Daniel Veen había sido una mezcla de lo prêt-à-portery lo grotesco, pero su muerte se engalanó con una veta de arte, porque fue un reflejo (como su primo, y no su médico, supo ver instantáneamente) de su tardía pasión por los cuadros verdaderos o falsos asociados al nombre de Hieronymus Bosch.

Al día siguiente, 5 de febrero, hacia las nueve de la mañana, hora (de invierno) de Manhattan, cuando se dirigía al despacho del notario de Dan y justo en el momento en que se disponía a atravesar la avenida Alexis, Demon vio a una antigua conocida, la señora Erquatre, que avanzaba hacia él por la misma acera, en compañía de su perro faldero. Sin vacilar, Demon descendió de la acera y, como no tenía sombrero que quitarse (no se llevaba sombrero con el impermeable, y, además, acababa de tomar una píldora muy exótica y potente para poder afrontar la prueba del día después de un viaje sin dormir), se limitó —muy adecuadamente– a agitar su esbelto paraguas, luego se acordó, con una inconfundible pincelada de voluptuosidad, de una de las chicas enjuaga-bocas de su difunto esposo, y pasó suavemente ante el caballo cansino de un carro de verduras, lejos de la línea de avance de la señora R4. Pero, precisamente para una tal eventualidad, el destino tenía preparada su alternativa. Cuando Demon pasaba apresuradamente (o, en términos de la píldora, tranquila y reposadamente) ante el Mónaco, donde tantas veces habían comido, se dijo que su hijo (con quien no había podido establecer contacto) seguía quizás compartiendo el penthousede aquel bello inmueble con la insignificante Córdula de Prey. No había subido nunca... ¿O sí? ¿Para una conversación de negocios con Van? ¿En una terraza inundada de sol? ¿Con un drinkopalino? (Había subido, es verdad; pero Córdula no era insignificante... y, además, no estaba.)

Con la idea sencilla y nítida (desde el punto de vista de una bonita combinación) de que, después de todo, no había más que un solo cielo (blanco, con diminutas y multicolores chispas ópticas), Demon se lanzó al vestíbulo para coger el ascensor, en el que acababa de entrar un camarero pelirrojo con un desayuno para dos en una mesa de ruedas, y el Timesde Manhattan sujeto entre las cúpulas de plata, rutilantes y ligeramente arañadas. ¿Seguía viviendo allí su hijo?, preguntó automáticamente, poniendo entre las cúpulas una pieza del más noble metal. Y el imbécil, radiante, dijo que sí, que había vivido allí con su dama todo el invierno.

—Entonces, somos compañeros de viaje —dijo Demon, olfateando, no sin anticipado sibaritismo, el aroma del café del Mónaco, exacerbado por la sombra de las hierbas y las flores tropicales que se agitaban en la brisa de su mente.

Aquella memorable mañana, Van después de pedir el desayuno, había saltado fuera del baño y se había puesto una bata de color fresa, cuando creyó oír la voz de Valerio en el salón contiguo. Dirigió sus pagos hacia la puerta del mismo, tarareando notas más o menos sueltas, feliz al pensar en aquella nueva jornada de felicidad creciente (otra molesta pequeña arista limada, otro doloroso nudo del pasado readaptado a Ja nueva trama luminosa).

Demon, completamente vestido de negro, botines negros, chalina negra y el monóculo sujeto por una cinta negra más ancha de lo acostumbrado, estaba sentado a la mesa del desayuno, con una taza de café en la mano, y en la otra una página financiera del Times, plegada según las leyes de la comodidad.

Se sobresaltó ligeramente y dejó su taza con un gesto más bien brusco, al observar k coincidencia cromática entre el albornoz y un detalle (súbitamente luminoso en su recuerdo) del ángulo inferior de cierto cuadro reproducido en el catálogo copiosamente ilustrado de su mente.

Todo lo que Van pudo decir fue «no estoy solo», pero Demon estaba demasiado lleno del rico material de malas noticias de que era portador para prestar atención a la estúpida advertencia de Van, que, simplemente, debería haber entrado en el dormitorio contiguo para volver a salir un momento después (luego de cerrar con llave la puerta, dejando así fuera años y años de vida perdida). En cambio, todo lo que hizo fue quedarse de pie junto a la silla en que su padre estaba sentado.

Según Bess (que en ruso quiere decir «diablo»), la hermosa —pero, por lo demás, desagradable —enfermera de Dan, que él había preferido a todas las demás, y a la que se había llevado a Ardis porque todavía sabía extraer bucalmente unas últimas gotas de placer de su cuerpo cansado, Dan llevaba ya algún tiempo quejándose (incluso antes de la súbita partida de Ada) de que un diablo que reunía las características de la rana y de los roedores trataba de montar a horcajadas sobre él y hacerle galopar hasta ese lugar de suplicio que es la eternidad. Dan describía a su jinete ante el doctor Nikulin como un ser negro, de vientre pálido, con un escudo dorsal negro y brillante como el caparazón de un escarabajo pelotero y que blandía un cuchillo en una de sus patas delanteras. Una Mañana helada de finales de enero Dan había conseguido escaparse por un dédalo de bodegas y un cuarto de herramientas de jardinería hacia los arbustos sin hojas del parque de Ardis. No llevaba encima otra cosa que una roja toalla de baño pendiente de su grupa como una especie de concha, y, a pesar de las dificultades del camino, se había arrastrado a cuatro patas, como una cabalgadura lisiada montada por un jinete invisible, hasta muy dentro del bosque. Por otra parte, si Van hubiese intentado prevenirla, ella podría haber dejado oír su gran bostezo «ádico» y pronunciado alguna palabra irrevocablemente íntima en el momento de abrir él la espesa puerta protectora.

—Por favor —dijo Van —baja, y me reuniré contigo en el bar en cuanto esté vestido. Me encuentro en una situación muy delicada.

—¡Vamos, vamos! —replicó Demon, ajustándose el monóculo—. Córdula no se enfadará.

—Es otra chica, mucho más impresionable (¡otra horrible torpeza!), ¡Al diablo Córdula! Córdula es ahora la señora Tobak.

—¡Ah, claro! —exclamó Demon—. ¡Qué estúpido soy! Ahora recuerdo que el prometido de Ada me lo dijo. Ha trabajado algún tiempo en Phoenix, en el mismo banco que el joven Tobak. ¡Por supuesto! Un rubio de ojos azules, cuadrado de espaldas. Un tipo espléndido. Backbay Tobakovich.

—Me importa poco... aunque tenga el aspecto de un sapo albino, mu. tilado y crucificado. Por favor, papá, es realmente necesario que...

—Es curioso lo que acabas de decir. Sólo he venido a informarte de que el pobre primo Dan ha muerto, de una muerte singularmente «boschiana». Imaginaba que un fantástico roedor cabalgaba sobre él y le obligaba a salir de la casa. Le encontraron demasiado tarde, y ha muerto en la clínica de Nikulin, delirando sobre ese detalle del cuadro. Ahora tengo el problema de reunir a la familia. El cuadro se conserva en el museo de bellas artes de Viena.

—Padre, lo siento, pero estoy tratando de explicarte...


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