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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



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—Si yo fuera escritor —continuó Demon en tono soñador —describiría, con muchas palabras sin duda, con qué pasión, con qué incandescencia, de qué modo tan incestuoso... esa es la palabra... se enlazan la ciencia y el arte en un insecto, en un tordo, en un cardo de ese bosquecillo ducal. Ada se casa con un terrateniente deportista, pero su mente es un museo cerrado. Ella y Lucette atrajeron un día mi atención, por una de esas coincidencias que ponen la carne de gallina, hacia ciertos detalles de ese otro tríptico, ese formidable jardín de delicias jocosas pintado allá por 1500, y, concretamente, hacia sus mariposas: una mirtilo hembra en el centro del panel de la derecha, y una carey en el panel central, colocada allí como si estuviese posada en una flor... y repara en el «como si», porque es todo un ejemplo de riguroso saber de esas dos admirables jovencitas, puesto que dicen que en realidad se ve el lado equivocado del insecto, pues, al presentársenos de perfil, debería ser la parte inferior la que se viera. Pero indudablemente el Bosco encontró una o dos alas de la mariposa en una tela de araña en un rincón del marco de su ventana, y nos muestra el lado superior, más bonito, de modo que pinta un insecto anormalmente contorsionado. Dicho eso, me importa poco la significación esotérica, el mito que hay detrás de la mariposa y de la engañosa obra maestra con que Bosch expresa algún boshde la época; soy alérgico a la alegoría, y estoy completamente seguro de que si él inventaba aleatorias hibridaciones de fantoches hijos de su imaginación lo hacía simplemente para divertirse, por el placer del dibujo y del colorido, y lo que hemos de estudiar, como yo les decía a tus primas, es el placer de la vista, el gusto y el tacto, de esa fresa grande como una mujer que el espectador abraza a Ia vezque el artista, o la exquisita sorpresa de un orificio insólito... ¡Pero no me estás escuchando, quieres que me marche, para poder interrumpir el sueño matutino de la bella durmiente, bestia feliz! A propósito, no he podido avisar a Lucette, que está en algún lugar de Italia, pero por fin ne descubierto a Marina en Tsitsikar, donde está flirteando con el obispo de Belokonsk; llegará esta tarde, seguramente con unos lutos que la favorecerán mucho, y saldremos los tres hacia Ladore, porque no creo que...

¿Podía ser que estuviese bajo los efectos de alguna fulgurante droga chilena? Aquel torrente era sencillamente incontenible: un espectro solar loco, una paleta parlante...

—...no, no creo que debamos molestar a Ada en su Agavia. Él es... me refiero a Vinelander... descendiente de uno de esos grandes varangianos que derrotaron a los tártaros cobrizos, o a los mongoles rojos, o Dios sabe a quién —que habían vencido, tiempo atrás, a los antiguos Caballeros de Bronce– antes de que nosotros introdujéramos (en el momento adecuado) en la historia de los casinos occidentales nuestra ruleta rusa y el looirlandés.

—Lo siento terriblemente, infinitamente —dijo Van—: la muerte del tío Dan y el estado de agitación en que te encuentras... Pero el café de mi amiga se enfría y no veo la forma de entrar en nuestro dormitorio a trompicones con todos estos chismes.

—Me marcho, me marcho. Después de todo, no nos habíamos visto... ¿desde cuándo? ¿Desde el mes de agosto? En todo caso, espero que será más guapa que la Córdula que tenías antes, voluble hijo mío.

¿Volatina, tal vez? ¿Dragonera? Indudablemente, olía a éter. Por favor, por favor, por favor, ¡márchate!

—¡Mis guantes! ¡Mi capa! Gracias. ¿Puedo utilizar el W.C.? ¿No? Bien, bien, ya encontraré uno en otra parte. Ven en cuanto puedas. Nos reuniremos con Marina en el aeropuerto, hacia las cuatro. Volaremos al velatorio, y...

En ese momento entró Ada. No desnuda... ¡oh, no! Llevaba puesto un salto de cama rosa, para no escandalizar a Valerio, y se cepillaba el cabello tranquilamente, dulce y soñolienta. Cometió el error de exclamar «¡ Bozhe moy!» y retirarse a la penumbra del dormitorio. Todo se perdió en aquella fracción de segundo.

—...o, mejor, venid en seguida los dos... voy a anular mi cita y volver a casa inmediatamente.

Hablaba, o creía hablar, con ese dominio de sí mismo y esa clara elocución que tanto aterrorizaba e hipnotizaba a los pelmazos y los fanfarrones, al corredor voluble o al alumno culpable. Particularmente ahora... cuando todo se había ido al infierno, k chertyam sobach'im, de Jeroen Anthniszoon van Äken, y a los molti aspetti affascinatide su enigmatica arte, como Dan explicaba, con un último suspiro, al doctor Nikulin y a Ia enfermera Bellabestia («Bess»), a la que legó una maleta llena de catangos de museo, y su catéter número dos.

XI



La dragonera había dejado de actuar. Sus efectos secundarios no son agradables, porque a la fatiga física añaden una cierta indigencia de pensamiento, como si todo color se hubiese retirado de la mente. Envuelto en una bata gris, Demon estaba tumbado en un canapé gris en su despacho del tercer piso. Su hijo estaba de pie ante la ventana, de espaldas al silencio. Ada, que había llegado dos minutos antes con Van, esperaba en una habitación del segundo piso con tapizado de damasco. En la fachada de un rascacielos que se elevaba al otro lado de la calle, una ventana estaba abierta exactamente enfrente de la ventana del despacho de Demon Veen: un hombre cubierto con un delantal colocaba un caballete y movía la cabeza a derecha e izquierda en busca del ángulo adecuado.

La primera cosa que dijo Demon fue:

—Insisto en que me mires cuando te hablo.

Van comprendió que la fatídica conversación debía haber comenzado ya en la mente de su padre: éste acababa de pronunciar su advertencia en el tono del que se interrumpe a mitad de una frase para abrir un paréntesis. Van se inclinó ligeramente y tomó asiento.

—Bien, antes de advertirte de esos dos hechos, querría saber desde cuándo este... desde cuando esta... (sin duda quería decir «cuánto tiempo dura esto», o cualquier trivialidad por el estilo, pero todos los fines son siempre triviales: la horca, el aguijón de hierro de la Vieja Doncella de Nuremberg, la bala que uno se dispara en la sien, las últimas palabras que se pronuncian en el flamante Hospital de Ladore, la caída en el vacío desde treinta mil pies de altura por lo que se había creído la puerta de los lavabos del avión, el veneno que le administra a uno la propia esposa, la pizca de hospitalidad que uno espera de un indígena de Crimea, las felicitaciones dirigidas al señor y la señora Vinelander...)

—Pronto hará nueve años —dijo Van—. La seduje en el verano de 1884. Salvo una vez, no volvimos a hacer el amor hasta 1888. Después, tras una larga separación, hemos vivido juntos todo el invierno. En conjunto, he debido poseerla un millar de veces. Ella es toda mi vida.

Un silencio bastante largo, que recordaba el «bache» del interlocutor de escena en una representación teatral, siguió a aquella bien estudiada tirada.

Finalmente hablo Demon:

—Es posible que el segundo hecho te horrorice aún más que el primero. A mí me ha causado muchas más preocupaciones —morales, desde luego, no monetarias —que mis vínculos de parentesco con Ada, de los cuales, por cierto, su madre acabó por informar a Dan, de modo que, en cierto sentido...

Un nuevo silencio, bajo el que corría un hilo de agua subterránea.

—En otra ocasión te hablaré del chantajista Miller... Ahora no, porque es algo demasiado mezquino.

La esposa del doctor Lapiner, condesa de Alp, no se había contentado con abandonar el hogar conyugal en 1871 para vivir con Norbert von Miller, poeta amateur, traductor del ruso en el consulado italiano de Ginebra y traficante profesional de neonegrina, un producto que sólo se encuentra en el Valais; reveló, además, a su amante los detalles melodramáticos del subterfugio que el buen médico había imaginado para hacer un favor a las dos damas. El cosmopolita Norbert hablaba el inglés con un extraño acento, admiraba ilimitadamente a las personas ricas y, cuando mencionaba a alguien, nunca dejaba de precisar que era mooy opulento, palabras que pronunciaba con una especie de delectación idolátrica, mientras se arrellanaba en su butaca y extendía ante él los brazos en actitud de abarcar una invisible fortuna. Tenía la cabeza redonda y totalmente calva, la nariz como el ombligo de un cadáver, las manos muy blancas, muy blandas, muy húmedas y muy cargadas de brillantes gemas. Su amante no tardó en abandonarle. El doctor Lapiner murió en 1872. Más o menos por entonces, el barón se casó con la inocente hija de un posadero y empezó a chantajear a Demon Veen. Aquello duró unos veinte años, hasta el día en que Miller, ya viejo, fue abatido por un policía italiano en una senda fronteriza poco conocida que parecía cada año más abrupta y más fangosa. Por generosidad, o por hábito, Demon continuó abonando a la viuda de Miller —que creía inocentemente que se trataba de un seguro del difunto —la renta trimestral, redondeada a cada nuevo embarazo de la robusta helvética. Demon solía decir que algún día publicaría las aleluyas con las que el chantajista poeta salpimentaba sus cartas:

Mi esposa engorda y yo adelgazo,

trae nueva boca el embarazo.

Sé bueno tú y yo lo seré:

ayuda al gasto del bebé.

Añadamos, para completar este útil paréntesis, que en los primeros días de febrero de 1893, poco después de la muerte del poeta, otros dos chantajistas, menos afortunados que el primero, aguardaban entre bastidores: uno de ellos era Kim, que no habría dudado en incomodar de Hue a Ada de no haber sido encontrado en su choza con un ojo colgando y el otro anegado en su sangre; el otro era el hijo de uno de los más antiguos empleados de la famosa agencia de mensajes clandestinos y quiso empezar la operación en 1928, cuando la agencia fue clausurada por el gobierno americano, pero por entonces el pasado había perdido importancia y el optimismo de los bribones de segunda generación no podía esperar más recompensa que un catre en la cárcel.

El más prolongado de los sucesivos silencios fue roto por la voz de Demon, con un vigor que hasta entonces le había faltado:

—Van, recibes las noticias que te comunico con una calma incomprensible. No recuerdo ejemplo alguno, real ni ficticio, de un padre obligado a revelar a su hijo cosas como éstas en circunstancias como éstas. Y tú juegas con un lápiz, y pareces tan sereno como si hablásemos de tus deudas de juego o de las reivindicaciones de una joven a la que hubieras preñado bajo un puente.

¿Le hablaría del álbum de la buhardilla? ¿De indiscreciones de criados (anónimos)? ¿De una fecha de matrimonio falsificada? ¿De todo lo que dos niños particularmente despiertos habían desvelado? Sí, lo haría. Y lo hizo.

—Ella tenía doce años —añadió—. Yo era un primate macho de catorce y medio. No nos preocupamos, sencillamente. Y ahora es demasiado tarde para que nos preocupemos.

—¡Demasiado tarde! —exclamó Demon, enderezándose en su asiento.

—Por favor, papá, no pierdas la calma. Ya te dije una vez que la naturaleza había sido amable conmigo. He podido permitirme el lujo de ser despreocupado en todos los sentidos del término.

—No me interesan la semántica ni el semen. Yo sólo sé, y quiero saber, una cosa: noes demasiado tarde para acabar con esa cosa innoble.

—Evitemos los gritos y los adjetivos horteras —interrumpió Van.

—De acuerdo —dijo Demon—, retiro el adjetivo y te pregunto, con toda calma: ¿es demasiado tarde para impedir que tu relación con tu hermana destruya su vida?

Van esperaba aquello, y dijo que lo esperaba. Su acusador había renunciado al «innoble». ¿Podía pedirle que precisase lo que entendía por «destruir»?

La conversación tomó un tono neutro mucho más terrible que la confesión preliminar de faltas por las que los jóvenes amantes habían ya perdonado, desde mucho antes, a sus padres. ¿Qué pensaba Van de la carrera teatral de Ada? ¿Reconocía que sería inevitablemente destruida si sus relaciones continuaban? ¿Consideraba la posibilidad de vivir a escondidas, en un exilio lujurioso? ¿Estaba decidido a privar a Ada de su legítimo derecho a un matrimonio normal y a la satisfacción normal de sus ilusiones de maternidad?

—No olvides el «adulterio normal» —interrumpió Van.

—¡Cuánto mejor sería! —dijo sombríamente Demon, sentándose en el borde del canapé, con los codos en las rodillas y la frente entre las manos—. El horror de esta situación es un abismo que se hace más profundo cuanto más pienso en él. Me obligas a emplear términos tan trillados como «familia», «honor», «posición», «legalidad»... ¡Sí, yo he sobornado, en mi vida desordenada, a muchos representantes del orden establecido! ¡Pero ni tú ni yo podemos comprar toda una civilización, un país entero! Y el choque emocional de descubrir que, durante casi diez años, tú y esa deliciosa niña habéis engañado a vuestros desventurados padres...

Van esperaba que Demon utilizase el recurso de «quieres-matar-a-tu-pobre-madre», pero Demon tuvo la suficiente sabiduría para abstenerse de hacerlo. Nada podía «matar» a Marina. En caso de que alguna vez llegasen a sus oídos ecos escandalosos de incesto, el afán de proteger su «paz interior» los haría inaudibles para ella... o, al menos, los envolvería en un halo romántico, fuera del alcance de la realidad. Tanto Van como su padre lo sabían muy bien. La imagen de Marina, apenas entrevista, desapareció en un cómodo fundido.

—No puedo desheredarte —prosiguió Demon—. Aqua te dejó suficiente ridgey propiedades para dejar sin efecto un castigo convencional. Tampoco puedo denunciarte a las autoridades sin comprometer a mi hija, a la que he de proteger cueste lo que cueste. Pero todavía me queda algo por hacer. Puedo maldecirte, puedo hacer que ésta sea nuestra última, nuestra última...

Van, cuyo dedo índice acariciaba en un incesante movimiento de vaivén el borde mudo pero aliviadoramente liso del escritorio de caoba, oyó con horror el sollozo que conmovió el cuerpo de Demon y vio caer un diluvio de lágrimas por sus mejillas hundidas y atezadas. Quince años antes, el día del cumpleaños de Van, Demon, haciendo de Boris Godunov había derramado lágrimas extrañas, aterrorizadoras, de un negro de jade, antes de rodar por los escalones de un trono de parodia, en el total abandono de la muerte a la fuerza de gravedad. Los surcos negros que aparecían en su cara en la nueva representación, ¿se debían a que se teñía las pestañas, los párpados, las cejas? El jugador funesto... la pálida mujer fatal de otro famoso melodrama... o del nuestro. Van ofreció a su padre un pañuelo limpio para remplazar lo que ya sólo era un guiñapo. La calma marmórea que experimentaba en sí mismo no le sorprendía: el ridículo de un dúo lacrimoso con su padre obstruía oportunamente los conductos naturales de las emociones.

Demon recuperó pronto su sangre fría (ya que no su apariencia juvenil), y dijo:

—Confío en ti y en tu buen sentido. No debes permitir a un viejo labertino que reniegue de su único hijo. Si la amas, querrás que sea feliz. Y a tu lado nunca lo será tanto como podrá serlo si la dejas. Puedes marcharte. Dile que venga a verme.

Van bajó. Mi primera es un vehículo en cuyas ruedas se enredan las margaritas ( cart). Mi segunda es un viejo término de Manhattan para designar el dinero ( ridge). Y mi todo hace un agujero ( cartridge).

Al pasar por el rellano del segundo piso, Van, a través de las puertas abiertas, alineadas, de dos habitaciones, vio a Ada, vestida de negro, en pie, de espaldas, ante la ventana oval del gabinete. Envió a un criado para que le transmitiese el encargo de su padre, y atravesó casi corriendo los ecos familiares de las baldosas del vestíbulo.

Mi segunda es también la arista en que dos pendientes alpinas se tocan ( cartouche). Cajón inferior derecho de mi nuevo escritorio, que casi nunca he empleado y que es casi tan grande como el de papá (con saludos de Sig).

Van juzgó que a aquella hora del día le costaría casi tanto tiempo encontrar un taxi como franquear, al paso rápido que era habitual en él, las diez manzanas que le separaban de la avenida Alexis. No llevaba ni americana, ni sombrero, ni corbata. Un viento fuerte y cortante nublaba su vista con una escarcha salada y convertía sus bucles negros en serpientes de Medusa. Entró por última vez en su apartamento, y, riendo estúpidamente, corrió a su escritorio —que era un mueble realmente magnífico– y escribió la siguiente nota:


Haz lo que él te diga. Su lógica, aparentemente absurda, parece presuponer la vaga existencia de una especie de era «victoriana» como la que. conocieron los habitantes de Terra, si hay que dar crédito a «mis locos» (?); pero en un paroxismo de (ilegible) he comprendido de pronto que tenía razón. Sí. Razón aquí y allí, no ni aquí ni allí, como ocurre casi siempre. Ya ves, chica, lo que son las cosas, y lo que tienen que ser. En la última ventana que hemos compartido vimos a un hombre pintando (¿pintándonos"?); pero el ángulo de que tú disponías, desde el segundo piso, probablemente te ha impedido observar que llevaba algo que parecía un delantal de carnicero horriblemente manchado. Adiós, chica.


Van cerró la carta y la selló, encontró su pistola Thunderbolt donde esperaba encontrarla, la cargó con un cartucho y se la llevó a su habita– ción. Entonces, situándose frente a la luna de un armario, apoyó el arma contra su cabeza y apretó el gatillo, cuya suave concavidad permitía alo– jar cómodamente el dedo. No ocurrió nada... o todo, quizás. Quizás en aquel instante su destino se bifurcó, como lo hace a veces durante la noche, especialmente en un lecho extraño, en las horas de gran felicidad o gran desolación, cuando sucede que nos morimos durmiendo, pero continuamos normalmente nuestra existencia, sin ruptura aparente en la serie trucada, a la mañana siguiente (muy limpiamente preparada), llevando a cuestas un pasado espurio, discreta pero firmemente atado. Fuese como fuese, el objeto que tenía en la mano ya no era una pistola, sino un peine de bolsillo que se pasaba por los cabellos, a la altura de la sien derecha. Cabellos que serán ya grises el día venidero en que Ada, ya en la treintena, le diga, hablando de su voluntaria separación:

—Yo también me habría matado si hubiera encontrado a Rosa gimiendo sobre tu cadáver. Secondes pensées sont les bonnes, como decía tu otra bonne, la blanca, en su bonita jerga. En cuanto al delantal, tenías toda la razón. Pero lo que tú no viste es que el artista estaba acabando un gran cuadro que representaba tu humilde palazzoflanqueado por sus dos gigantescos guardias de corps. Quizás iba destinado a la portada de una revista, que no lo publicó. Pero, ¿sabes?, hay una cosa que lamento: el uso que hiciste de tu bastón de alpinista para desahogar una cólera de bruto, no tuya, no de mi Van. Nunca te debí hablar del policía de Ladore. Nunca le debiste conceder tu confianza, ni hacerte su cómplice para incendiar esos archivos... y la mayor parte del bosque de pinos de Kalugano. Eto unizitel'no(es humillante).

—Eso ya está compensando —contestó el grueso Van, con una risita de hombre grueso—. Yo me ocupo de Kim, que está sano y bien cuidado en un Hogar para Víctimas de Accidentes de Trabajo. Y le mando montañas de libros, bellamente escritos en alfabeto Braille, sobre las nuevas técnicas de fotografía en color.

Hay otras posibles bifurcaciones y continuaciones para la mente que sueña. Pero para muestra basta un botón.


TERCERA PARTE


I



Viajó, estudió, enseñó.

Contempló las pirámides de Ladorah (que visitó, principalmente, por razón de su nombre) bajo los rayos de la luna llena que bañaba de plata las arenas incrustadas de sombras negras y puntiagudas. Estuvo de cacería en el Lago Van, en compañía del gobernador británico de Armenia y de la sobrina de éste. Desde la terraza de su hotel de Sidra admiró, por consejo del director del establecimiento, la estela anaranjada de un sol poniente que convertía las ondas de un mar color de alhucema en escamas doradas, y aquel espectáculo le compensó con creces del papel rayado pseudoexótico que tapizaba las exiguas habitaciones que compartía con la joven lady Scramble, su secretaria. En otra terraza, ante otra bahía legendaria, Eberthella Brown, la bailarina favorita del Shah local (una pequeña criatura ingenua que creía que las palabras «bautismo de deseo» tenían una significación sexual), derramó su café matutino al descubrir una oruga de veinte centímetros de longitud, con anillos erizados de pelos rojos, que trepaba por la balaustrada y que se enrolló en forma de bola y «se desmayó» en la mano de Van, el cual, luego de haberla depositado en un arbusto, pasó varias horas extrayendo de sus dedos, por medio de las pinzas de depilación de la chica, los pelos brillantes y urticantes del bello animal.

Aprendió a degustar el pequeño escalofrío insólito del que vagabundea por las callejuelas sombrías de una ciudad extraña, sabiendo bien que no va a descubrir nada, salvo cochambre y tedio, y latas de conserva vacías, y el estrépito de un jazz-band importado saliendo de cafetuchos sifilíticos. A menudo le pareció que las ciudades famosas, los museos; las antiguas cámaras de tortura, los jardines colgantes, no eran más que puntos en el mapa de su propia locura.

Se divertía escribiendo sus libros ( Firmas ilegibles, 1895; Clairvoyeurisme, 1903; El espacio amueblado, 1913; La Textura del Tiempo, comenzado en 1922) en refugios alpinos, en los salones de los grandes expresos, en las cubiertas de los blancos paquebotes, en las mesas de piedra de los parques latinos. A veces le parecía salir de un estado de hipnosis indefinidamente prolongado. Descubría, asombrado, que el navio que le llevaba había invertido su ruta, o que el orden de los dedos de su mano izquierda había sufrido un giro de ciento ochenta grados y ahora empezaba la izquierda por el pulgar, como la mano derecha, o que el Mercurio de mármol que miraba por encima de su hombro se había transformado en un atento árbol de la vida. Adquiría súbitamente conciencia de que tres, siete, trece años, en un ciclo de separación, y luego cuatro, ocho, dieciséis, en otro, habían transcurrido desde la última vez que abrazó a Ada y la inundó con sus lágrimas.

Los números, las filas, las series —la pesadilla y la maldición laceraban el pensamiento puro y el tiempo puro– parecían empeñarse en mecanizar su mente. Tres elementos, el fuego, el agua y el aire, destruyeron, por turno, a Marina, a Lucette y a Demon. Terra esperaba.

Durante siete años, desde que había dicho adiós a su marido (un cadáver muy logrado) y a una existencia que ya no le parecía adecuada a su situación, y se había retirado a la Costa Azul, a la villaque Demon le había regalado en otro tiempo (todavía brillante, todavía mágicamente atendida por el personal de servicio), la madre de Van sufrió de diversas enfermedades «oscuras» que todo el mundo creía inventadas o simuladas con talento por ella misma y que ella pretendía curar, y en parte lo conseguía, por un puro esfuerzo de voluntad. Van le hacía visitas menos frecuentes que la fiel Lucette, a la que encontró allí en dos o tres ocasiones. Una de ellas, en 1899, al entrar en el jardín de madroños y laureles de Villa Armina, Van vio a un viejo sacerdote ortodoxo, barbudo y vestido con un traje negro de perfecta neutralidad, que salía en motocicleta para dirigirse a su presbiterio de Niza, en las proximidades del tenis público. Marina habló a Van de religión, de Terra, de teatro, pero parecía haber olvidado a Ada. Nunca pronunciaba su nombre y, del mismo modo que él no pudo adivinar que lo sabía todo—los horrores y los ardores de Ardis—, nadie sospechó nunca los sufrimientos que desgarraban sus entrañas sangrantes y que trataba de aliviar con encantamientos y ejercicios de «autoconcentración» o (su contrario) «autodisolución». Confesaba con una sonrisa enigmática y algo suficiente que, por mucho que le gustasen las columnas azules que salían rítmicamente del incensario, y las ricas vibraciones de la melopea del dyakonen el ambón, y el oscuro icono aceitoso ofrecido bajo su filigrana protectora al beso de los fieles, su alma seguía irrevocablemente consagrada, naperekor(a pesar de) Dacha Vinelander, a la sabiduría suprema del hinduísmo.

A principios del año 1900, algunos días antes de ver a Marina por última vez en su clínica de Niza (donde por primeravez supo el nombre de su enfermedad), Van tuvo una pesadilla «verbal» cuya causa creyó poder atribuir a los efluvios almizclados de la Villa Venus de Miramas (Bouches Rouges-du-Rhône). Dos criaturas informes, gruesas y transparentes, sostenían una discusión contradictoria. «No puedo», repetía una (que quería decir: «no puedo morir», empresa difícil de llevar a buen término voluntariamente sin ayuda del puñal, la bala o el veneno), y la otra afirmaba: «Se puede, señor.» Murió quince días después, y su cuerpo fue quemado, según sus últimas instrucciones.

Van, espíritu lúcido, se sabía menos valiente en lo moral que en lo físico. Siempre (quiero decir hasta una fecha posterior a la década de 1960) recordaría con repugnancia, como si hubiera querido borrar de su memoria una acción mezquina, cobarde y estúpida (porque, después de todo, ¿quién sabe?, los futuros cuernos podían haber sido plantados desde entonces, en el hotel al que habían ido los Vinelander, ante los faroles verdes que hacían más verde aún el verde de las palmeras), el modo en que reaccionó en Kingston al recibir el telegrama enviado desde Niza por Lucette («Mamá muerta esta mañana la raya cremación raya tendrá lugar mañana a raya la puesta del sol»). Pidió que le dijese («ruego me hagas saber») quién más asistiría a la ceremonia Lucette respondió en seguida que Demon había llegado ya, con Andrei y Ada; y él contestó, a su vez: Desolé de ne pouvoir être avec vous?

Había vagabundeado por el Parque de Cascadilla, en Kingston, a la luz del crepúsculo primaveral poblado de aromas flotantes, tan seráfico o más que aquellos asaltos de telegramas. La última vez que había visto a Marina (reseca, apergaminada como una momia) le había dicho que tenía que volver a América (aunque, en realidad, nada le urgía; pero ¡aquel olor de habitación de hospital que ninguna brisa era capaz de disipar!), y ella le había preguntado, con su expresión nueva y tierna y su mirada de miope (porque era una mirada interior): «¿No puedes esperar a que yo me haya ido?» Él contestó: «Estaré de regreso el 25. Tengo que hacer una comunicación sobre la psicología del suicidio.» Y ella le dijo, explicitando el vínculo de parentesco que por fin podía confesar, ahora que todo estaba tripitaka(cuidadosamente empaquetado): «Hablales de tu pobre tía Aqua.» Y él, en lugar de contestar «sí madre», había inclinado la cabeza con una sonrisa forzada. Encorvado bajo el último rayo de sol, en el banco en que poco antes había acariciado y poseído a una estudiante negra, torpe y larguirucha, que le gustaba especialmente, se torturó meditando en su falta de amor filial, vasto engranaje de despreocupación, divertido desdén, repulsión física y olvido habitual. Con un frenético deseo de reparación, miró a su alrededor, ansiando que el espíritu de Marina le hiciese una señal clara y convincente de que continuaba existiendo más allá del velo del tiempo y de la carne de! espacio. Pero no obtuvo respuesta: ningún pétalo cayó sobre su banco, ningún Mosquito rozó su mano. Se preguntó qué podía mantenerlo vivo en aquella terrible Antiterra, cuando Terra sólo era un mito y el arte no era más que un juego, y nada tenía ninguna importancia desde el día en que había abofeteado la cara caliente y peluda de Valerio; y de dónde, de qué pro. fundo manantial de esperanza sacaba aún una estrella estremecida cuando todo estaba orlado de sufrimiento y desesperación y otro hombre compartía todos los dormitorios de Ada.

II



Una sombría mañana de finales de la primavera de 1901, en París, Van, tocado con un sombrero negro, con una mano hundida en el bolsillo del abrigo, jugueteando con algunas tibias monedas, y la otra en un guante de cabritilla, balanceando un paraguas inglés plegado, pasaba ante la terraza de uno de los cafés menos atractivos de cuantos bordean la avenida de Guillaume Pitt, cuando un hombre calvo y rechoncho, vestido con un arrugado terno marrón y con una cadena de reloj en el chaleco, se levantó de su mesa y le saludó.

Van observó perplejo durante unos instantes aquellas mejillas redondeadas y rubicundas, aquella perilla negra...

—¿ Ne uznayosh(no me reconoces)?

—¡Greg! ¡Grigori Akimovich! —exclamó Van, quitándose el guante.

—Me he dejado crecer una regular Vollbart este verano. Nunca me habrías reconocido. ¿Quieres una cerveza? Me pregunto cómo te las arreglas para conservar ese aire tan juvenil.

—Cuestión de régimen —dijo el profesor Van, poniéndose las gafas y haciendo una seña al camarero con el puño de su paraguas—. Champaña, mejor que cerveza. No es que permita guardar mejor la línea, pero mantiene el escroto fresco y firme.

—Tampoco yo estoy delgado, ¿verdad?

—Habíame de Grace... No puedo imaginármela engordando.

—Los gemelos siguen siendo iguales. Y también mi mujer es bastante corpulenta.

—¿ Tak ti zhenat(entonces, ¿estás casado?)? No lo sabía. ¿Desde cuándo?

—Hace dos años.

—¿Con quién?

—Maude Sween.

—¿La hija del poeta?

—No, no. Su madre es una Brougham.

¿Quién sabe? Habría podido contestar «Ada Veen» si el señor Vinelander no hubiese andado más listo como pretendiente. Creo haber encontrado una Broom en otro sitio. Pero cambiemos de tema. Lamentable unión, sin duda: una mujer fornida y despótica, y él más aburrido que nunca.

—Nos vimos por última vez hace trece años. Tú montabas un poney negro... No, una Silentiumnegra. ¡ Bozhe moy!

—Sí, bozhe moy, puedes decirlo. ¡Oh, qué adorables suplicios en el adorable Ardis! ¿Sabes que yo estaba absolyutno bezumno(locamente) enamorado de tu prima.

—¿Mi prima? ¿Miss Veen? Lo ignoraba. ¿Cuánto tiempo...?

—Ella tampoco lo sabía. Yo era terriblemente...

—¿Cuánto tiempo vas a estar...?

—...terriblemente tímido; y es que me daba cuenta de que no podía competir con sus numerosos amigos.

—¿Numerosos? ¿Dos? ¿Tres? ¿Quizá nunca había oído hablar del principal? ¿Y seguía ignorando lo que sabían todas las doncellas y todos los arbustos de las tres casas? ¡Noble discreción de las que nos hacen las camas!


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