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Ada o el ardor
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Автор книги: Владимир Набоков



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[¿California?, 1890]

Sólo te amo a ti, sólo soy dichosa pensando en ti. Eso es tan cierto, tan real, como mi conciencia de existir. Eres mi alegría y mi mundo. Sin embargo... ¡oh, no te acuso...! sin embargo, Van, tú eres responsable (o, lo que es lo mismo, el Destino es responsable a través de ti) de haber hecho brotar en mí, cuando no era más que una niña, una fuente de frenesí, un furor de la carne, una irritación insaciable... El fuego que tú encendiste ha dejado su huella en el punto más vulnerable, perverso y sensible de mi cuerpo. Ahora tengo que pagar el exceso de vigor prematuro con que irritaste la herida roja, como la madera chamuscada tiene que pagar su paso por el fuego. Al encontrarme privada de tus caricias pierdo todo dominio sobre mis nervios, no existe otra cosa que el éxtasis del frotamiento, el efecto persistente de tu aguijón, de su delicioso veneno. No te acuso: te digo la razón de que el deseo me consuma y de que no pueda resistir al impacto de otra carne, la razón de que nuestro pasado común engendre olas de traiciones sin término. Eres libre de descubrir en todo esto los síntomas específicos de una erotomanía avanzada; pero hay algo más que eso, porque existe un remedio bien sencillo para mis males, para mis congojas, un extracto de arilo escarlata, la carne del tejo, tú, sólo tú. Yo constato, como decía tu querida Cenicienta de Turba (ahora señora de Trofim Fartukov), que estoy siendo al mismo tiempo tímida y obscena. Pero todo esto lleva a una importante, muy importante comunicación: Van, je suis sur la verge (otra vez Blanche) de una abominable aventura amorosa. Podría salvarme de manera instantánea. Toma la más rápida máquina voladora que puedas alquilar y ven derecho a El Paso. Tu Ada estará esperándote, agitando la mano como una loca. Y seguiremos viaje juntos en el New World Express —en un apartamento que yo habré conseguido —hasta el último confín ardiente de Patagonia, el Promontorio del Capitán Grant, una casa de campo en Verna, mi joya, mi agonía... Envíame un aerograma, con una sola palabra, en ruso, el final de mi nombre: ¡da!


[Arizona, verano de 1890]

Fue la compasión, sólo la compasión (jalost’) de una joven rusa, lo que me empujó hacia R. (a quien los críticos musicales están ahora «descubriendo»). Él sabía que moriría joven. A decir verdad, sólo le he conocido en estado de cadáver. Ni una sola vez, te lo juro, ha sabido ponerse a la altura de las circunstancias, ni siquiera cuando yo le manifestaba abiertamente mi emocionada no-resistencia. Porque yo, ¡ay!, estaba llena hasta el borde de una vitalidad que la falta de Van no me permitía satisfacer, e incluso había considerado la posibilidad de comprar los servicios de algún joven mujik bien brutal, cuanto más brutal mejor. Y, en el caso de P., yo podría justificar mi sumisión a sus besos (primero, trivialmente afectuosos; luego, crecientemente expertos y salvajes, y, finalmente, impregnados de mi propio olor cuando sus labios regresaban a mi boca, círculo vicioso que comenzó a girar en los primeros días de Thargêlion de 1888) diciéndote que, si hubiera dejado de verle, no habría dudado en revelar a mi madre mi aventura con mi primo. Me decía que disponía de testigos... la hermana de tu amiga Blanche y un joven mozo de cuadra, que, supongo, no era sino la encarnación de la más joven de las tres señoritas de Turba, brujas las tres... Pero ¡ya basta! Van, me sería fácil echar mano de esas amenazas para justificar mi conducta. Naturalmente, no te diría que fueron hechas en un tono de burla, que no era el de un genuino chantajista. Ni tampoco que, incluso si P. se procuraba mensajeros o informadores anónimos, el resultado podía haber sido la ruina de su propia reputación en cuanto se revelasen sus maniobras y sus motivos (lo que, a fin de cuentas, no podía por menos de ocurrir). En una palabra, te ocultaría que aquellas amenazas de comedia no tenían otra finalidad que taladrar los frágiles nervios de tu pobre Ada, porque, a pesar de su grosería, P. era hombre de honor, por extraño que esto pueda parecemos a ti y a mí. No. Me concentraría por entero en el efecto que semejantes amenazas pueden causar en una desdichada dispuesta a ceder a todas las torpezas antes que exponerse a una revelación fatal, porque (y esto, evidentemente, no podían saberlo ni P. ni sus informadores) considerando lo muy inconvenientes que podían parecer ya los amoríos de dos primos hermanos a una familia respetuosa con los convencionalismos, no quería ni imaginar (como siempre nos ha pasado a ti y a mí) cuál habría sido en «nuestro» caso la reacción de Marina y de Demon. Por las sacudidas y los errores de mi sintaxis puedes apreciar cómo me encuentro: incapaz de explicarte lógicamente mi conducta. No te ocultaré que, a veces, he experimentado una extraña debilidad en las citas azarosas que le concedí, como si su deseo brutal ejerciese la misma fascinación en la curiosidad de mis sentidos y en mi razón reticente. Sin embargo, puedo jurarte, la honrada Ada puede jurarte, que en nuestras citas silvestres he conseguido siempre evitar, si no la eyaculación, al menos la posesión, tanto antes como después de tu regreso a Ardis, excepto en una sucia ocasión en que me consiguió a medias, a viva fuerza, el tan apasionado desaparecido.

Estoy escribiéndote en el Rancho Marina, no lejos de la hondonada en que murió Aqua y donde he tenido la impresión de que yo también me deslizaré algún día. Mientras tanto, vuelvo al Pisang Hotel por unos días más.

Saluda al buen auditor.


En 1940 Van sacó de nuevo a la luz el delgado paquete de las cinco cartas (cada una en su sobre de papel de seda rosa, con el sello de la CMC) contenido en una caja fuerte de su banco suizo, en la que habían descansado exactamente medio siglo. Lo insignificante de su número le confundió. La dilatación del pasado, la vegetación exuberante de la memoria, habían multiplicado aquel número por diez o por más. Van recordó que, en un principio, había ocultado todo el paquete en su mesa de despacho de Manhattan, pero finalmente sólo conservó allí la inocente carta sexta (Sueños de Teatro), fechada en 1891 y que desaparecería, junto con los mensajes cifrados de Ada (de 1884 a 1888), en el incendio del irremplazable pequeño palazzoen 1919. El rumor público había atribuido la brillante hazaña a los ediles de la ciudad (dos ancianos munícipes de luenga barba y un joven alcalde de ojos azules, provisto de una fabulosa cantidad de incisivos). Según se decía, el desvergonzado trío no había podido contener por más tiempo su avidez por el espacio que entre los dos colosos de alabastro ocupaba el robusto pigmeo. Pero Van frustró sus esperanzas y, lejos de venderles el solar calcinado, hizo construir allí, alegremente, su célebre Villa Lucinda, museo en miniatura, de dos plantas, que encierra en su planta baja una colección cada día más rica de microfotografías de los cuadros conservados en todas las galerías públicas y privadas del mundo (incluida la Tartaria), y, en el piso alto, una verdadera colmena de cabinas de proyección. Ese pequeño y atractivo monumento conmemorativo en mármol de Paros, administrado por un personal muy numeroso y guardado por tres gorilas bien armados, no se abre al público más que los lunes. Precio de entrada: un dólar oro, sin consideración de edad ni rango.

Podríamos, sin duda, explicar la extraña multiplicación de aquellas cartas en la visión retrospectiva de Van mediante la consideración de que cada una de ellas proyectaba una sombra desgarradora, parecida a la sombra de un volcán lunar, sobre varios meses consecutivos de su existencia, sombra que sólo decrecía un poco en el momento en que empezaba a punzarle el presentimiento no menos doloroso de un próximo mensaje. Pero muchos años más tarde, cuando estaba trabajando en su Textura del Tiempo, Van descubrió en aquel fenómeno una prueba suplementaria de que el tiempo real está en relación con el intervalo que separa los acontecimientos y no con el desarrollo de éstos, con su combinación o con la sombra que proyectan sobre la fisura por la que transpira la pura, la impenetrable Textura del Tiempo.

Van se prometió ser fuerte y sufrir en silencio. Su amor propio estaba satisfecho: quien muere en duelo, muere más feliz de lo que nunca lo será el adversario que queda en vida. No debemos, sin embargo, censurar a Van por no haber sabido perseverar en su resolución. No es difícil comprender por qué la séptima carta (que le fue transmitida por su común hermanastra en Kingston, en 1892) le hizo sucumbir. Él sabía que la serie quedaba concluida. Que había sido escrita a la sombra de los arces rojos de Ardis. Que ponía término a un período sacramental de cuatro años, igual al de su primera separación. Y que Lucette, contra toda razón, contra toda voluntad, había resultado ser la paraninfa impecable.

II



Las cartas de Ada respiraban, se retorcían, vivían. Las Cartas desde Terra, «novela filosófica» de Van, no tenían el menor signo de vida.

(Protesto. Se trata de un librito muy bello. Nota de Ada.)

Van había escrito ese librito de un modo involuntario, por así decirlo, sin interesarse lo más mínimo por la gloria literaria. El misterio de los pseudónimos ya no le divertía como le había divertido en los tiempos en que bailaba sobre las manos. Pero, aunque la «vanidad de Van» fuese un tema frecuentemente debatido en las conversaciones de salón por damas agitadoras de abanicos, en esta ocasión no se desplegaron las largas plumas azules de su orgullo. ¿Qué fue, pues, lo que le impulsó a componer una trama en torno a un tema que ya habían manoseado hasta el cansancio toda clase de «Astros de las Estrellas» y «Ases del Espacio»? Nosotros, quien quiera que seamos «nosotros», podríamos definir ese impulso como la agradable necesidad de expresar y describir mediante el lenguaje ciertas fantasías inexplicablemente asociadas que él había observado en los enfermos mentales, desde su primer año en Chose. Van tenía por los locos la misma pasión que otros tienen por los arácnidos o por las orquídeas.

Encontró buenas razones para pasar por alto los detalles técnicos implicados en el problema de las comunicaciones entre Terra la Bella y nuestra terrible Antiterra. Sus conocimientos de física, mecánica, etc., no habían pasado de las fórmulas de pizarra de los cursos preuniversitarios. Se consolaba pensando que ningún jefe de estudios de los Estados Unidos o de la Gran Bretaña toleraría la menor referencia a adminículos «magnéticos». Sin incomodarse, tomó de sus principales precursores (Counterstone, por ejemplo) todos los elementos relativos a la propulsión de una cápsula con tripulación humana, incluida la ingeniosa idea de una velocidad inicial de algunos millares de kilómetros por hora, acelerada por la influencia de un medio intermediario de tipo counterstoniano entre galaxias gemelas, hasta alcanzar los varios trillones de años-luz por segundo, antes de disminuirla de un modo inofensivo para un indolente descenso de paracaídas. Reincidir en esas fantasías irracionales, en esas cyraniana, en esas «físicas-ficción», hubiese sido no solamente fastidioso, sino también absurdo, puesto que nadie sabía a qué distancia podían estar situados, Terra o cualquiera otro de los innumerables planetas provistos de cabañas y de vacas, en el espacio exterior o interior: «interior», porque no hay razón alguna para no suponer su presencia microcósmica en los glóbulos dorados que ascienden con presura en esta larga copa de Moët, o en los rojos de la sangre de este servidor vuestro, Van Veen (o de vuestra servidora Ada Veen), o en el pus del maduro forúnculo de un tal señor Nekto, recientemente abierto con el bisturí en Nektor o Neckton. Aparte de esto, y aunque un crecido número de obras de referencia se alineasen, al alcance de la mano investigadora, en los estantes de las bibliotecas, nadie podía hacerse con los libros condenados o quemados de los tres cosmólogos conocidos por los seudónimos de Xertigny, Yates y Zotov, que habían iniciado, inconsideradamente, todo el asunto con medio siglo de antelación, sin reparar en qué terrores, qué demencias y qué execrables romanchiksiban a originar y a respaldar. Los tres habían desaparecido: X, suicidado; Y, raptado por un empleado de lavandería que se le había llevado a Tartaria; Z, un buen muchacho feliz, de cara colorada y bigotes blancos, estaba enloqueciendo a sus carceleros de Yakima mediante la producción de inexplicables crepitaciones, la continua invención de tintas simpáticas y un surtido completo de camaleonizaciones, señales nerviosas, espirales luminosas y proezas de ventriloquia que imitaban la descarga de una pistola o los aullidos de una sirena.

¡Pobre Van! En su esfuerzo por evitar cualquier intrusión de la imagen de Ada en la inspiración del autor de las Cartas desde Terra, recargó tanto de oro y rosa la figura de su Theresa que hizo de ésta un dechado de trivialidad. La citada Theresa,. con sus mensajes, hacía perder la razón a un habitante de nuestro planeta (donde nada se pierde con mayor facilidad), a saber, un sabio, cuyo nombre con aspecto de anagrama, Sig Leymanski, derivaba en parte del nombre del último médico de Aqua. Cuando la obsesión de Leymanski se hubo transformado en amor y las simpatías del lector se fijaron en la figura melancólica y encantadora de su traicionada esposa (Antilia Glems de soltera), nuestro autor se encontró en la desesperante obligación de borrar en la morena Antilia toda huella de Ada, reduciendo así a un segundo personaje a la condición de maniquí oxigenado.

Después de haber transmitido a Sig, desde su planeta, una docena de mensajes, Theresa vuela hacia él, y Sig, en su laboratorio, tiene que depositar a su amada en un portaobjetos que desliza bajo la lente de un poderoso microscopio para poder descubrir la forma ínfima (aunque perfecta en oro aspecto) de su idolatrada homúncula, del gracioso microorganismo que tiende unos apéndices transparentes hacia el gran ojo húmedo que lo observa. Ay, el testibulus(probeta, tubo de ensayo; no confundirlo nunca con testiculus, glándula productora de espermatozoides) en el que Theresa nada como una microsirena, es «accidentalmente» tirado al cubo de la basura por Flora, la ayudante del profesor Leyman (que por estas fechas ya ha cambiado de apellido), otra ex-belleza funesta de cabellos negros y piel marfileña, a la que el autor también metamorfosea a tiempo en una tercera muñeca insípida de moño descolorido.

(Más tarde, Antilia recuperará a su marido y Flora será destruida. Addendumde Ada.)

En Terra, Theresa había sido reportero volante de una revista americana, lo que dio a Van ocasión para describir la fisonomía política del planeta gemelo. De todas las partes del libro, ésta fue la que menos problemas le causó: en realidad, consistía en un mosaico de notas laboriosamente ensambladas a partir de sus propias fichas sobre el «delirio transcendental» de sus enfermos. La acústica era mediocre, los nombres propios aparecían a menudo mutilados, un calendario caótico confundía el orden de los acontecimientos; pero, en conjunto, estos puntos de color llegaban a formar una especie de gráfico geométrico. Como habían conjeturado investigadores de edades precedentes, nuestros anales seguían los anales de Terra atravesando a trompicones los viaductos del Tiempo con medio siglo de retraso, pero anticipaban algunas de sus corrientes submarinas. En la época en que se desarrollaba nuestro triste melodrama, el rey de Inglaterra en Terra, otro Jorge (al parecer, al menos media docena de homónimos le habían precedido en el trono) reinaba o acababa de reinar sobre un Imperio más deshilvanado (con algunos enclaves y manchas extrañas entre las Islas británicas y África del Sur) que su sólido y compacto doble de Antiterra. La Europa Occidental presentaba una brecha particularmente llamativa: desde que, a finales del siglo XVIII, una revolución apenas sangrienta había destronado a la dinastía de los Capetos y rechazado a todos los invasores, la Francia de Terra no había cesado de prosperar —bajo dos emperadores y una serie de presidentes burgueses, el último de los cuales, Doumercy, parecía infinitamente más simpático que Milord Goal, gobernador de Lute. En el Este, en lugar de Khan Sosso y su feroz Khanato Sovietnamur, una Unión de Repúblicas Soberanas y Solícitas (U.R.S.S.), que había desalojado a los zares conquistadores de Tartaria y de Trst, gobernaba una super-Rusia dueña de la región del Volga y cuencas fluviales similares. Finalmente, pero no menos importante, Ataúlfo el Futúrer, gigante muy rubio y de vistoso uniforme, llama secreta de más de un noble británico, capitán honorario de la policía francesa y aliado benévolo de Rus y de Roma, estaba entregado, según se decía, a la tarea de transformar una Alemania de pan de especias en un gran país de autopistas, soldados inmaculados, bandas militares y cuarteles modernizados destinados a albergue de los inadaptados y su progenitura.

Sin duda una gran parte de la información recogida por nuestros terra-pistas (ése era el sobrenombre que se daba a los colegas de Van) llegaba en forma defectuosa, pero no por ello dejaba de ser constantemente perceptible el mismo perfume de suave dicha. Ahora bien, el propósito de la obra de Van era sugerir que Terra hacía trampa, que no todo era en ella paradisíaco y que quizás el espíritu y la carne del hombre sufrirían en el planeta gemelo suplicios aún más crueles que en nuestra muy denigrada Demonia. En sus primeras cartas, Theresa, antes de abandonar Terra, no tenía sino lisonjas para los amos del planeta, particularmente para sus amos rusos y alemanes. Más tarde, en los mensajes que enviaba desde el seno del espacio, una vez iniciado su vuelo, confesaba haber exagerado la beatitud; había servido de instrumento a la «propaganda cósmica», confesión realmente digna de mérito, porque bien podía haber sido que los agentes de Terra la hubieran repatriado por la fuerza o la hubieran destruido en pleno vuelo, caso de haber interceptado sus óndulas demasiado sinceras, que, en su mayor parte, se dirigían entonces en una dirección única, la nuestra... (aunque no es cosa de preguntar a Van en virtud de qué principio o mediante qué procedimiento). Desgraciadamente, no sólo la mecánica, sino también la ciencia moral, estaba lejos de constituir uno de sus fuertes; y para lo que nosotros acabamos de expresar en unas cuantas frases a vuelapluma él necesitó no menos de doscientas páginas, ocupadas en su desarrollo y ornato según las reglas del arte. No olvidemos que sólo tenía veinte años, que su joven alma orgullosa se encontraba en un estado de lastimoso desorden, que había leído demasiado e inventado demasiado poco y que los brillantes espejismos que se alzaron ante sus ojos cuando sintió los primeros dolores del parto literario en la terraza de Córdula estaban ahora desvaneciéndose por efecto de la prudencia, como aquellas maravillas que los viajeros de la Edad Media, a su regreso de Catay, temían revelar al sacerdote veneciano o al burgués flamenco.

En Chose dedicó un par de meses a poner en limpio sus confusos borradores. Cuando volvió a examinar su copia la recargó con innumerables correcciones, hasta el punto de que el manuscrito definitivo, que confió a una oscura agencia de Bedford para ser mecanografiado en secreto por triplicado, tenía el aspecto de un primer borrador. El texto mecanografiado fue a su vez desfigurado durante su viaje a América a bordo del Queen Guinevere. Y en Manhattan hubo que recomponer las pruebas por dos veces, no solamente por el gran número de correcciones adicionales introducidas por Van, sino también por lo excéntrico de la notación marginal de éste.

Las Cartas desde Terra, obra de «Voltemand», aparecieron en 1891, el día de su vigésimo primer cumpleaños, impresas por dos editoriales fantasmas, «Abenceraje», de Manhattan, y «Zegris» de Londres.

(Si yo hubiese visto un ejemplar habría reconocido inmediatamentela zarpa de Chateaubriand y, en consecuencia, la tuya.)

Su nuevo abogado, Mr. Gromwell, cuyo patronímico floral, de indudable belleza, hacía juego con sus ojos inocentes y su barba rubia, era sobrino del gran Grombchevski, que, desde hacía unos treinta años, cuidaba de los asuntos de Demon con celo y perspicacia. El señor Gromwell velaba no menos tiernamente por la fortuna personal de Van, pero no tenía mucha experiencia de los sutiles y complicados problemas editoriales y Van era absolutamente ignorante en la materia, hasta el punto de no saber que los «ejemplares del servicio de Prensa» se dirigían en principio a los críticos literarios de diversos periódicos, o que los anuncios publicitarios debían pagarse y no había que esperar a verlos aparecer por algún fenómeno de generación espontánea con una estatura adulta de «toda plana», entre otros similares que cantasen las excelencias de La posesión, de Miss Love, o El soplador, de Mr. Dukes.

Mediante una suculenta gratificación, Gwen, una de las empleadas de Mr. Gromwell, no sólo se encargó de divertir a Van, sino también de suministrar a las librerías de Manhattan la mitad de los ejemplares impresos, mientras uno de sus antiguos amantes de Inglaterra debía colocar la otra mitad entre los libreros de Londres. Van encontraba ilógico e injusto que unas personas tan amables como para ocuparse de vender su libro no se embolsasen en su totalidad los diez dólares que había costado la confección de cada ejemplar. Y cuando supo, por el análisis minucioso de un estado de ventas elaborado en febrero de 1892, que en doce meses no se habían vendido más que seis ejemplares (dos en Inglaterra y cuatro en América), experimentó un verdadero sentimiento de compasión al pensar en los trabajos inútiles que sin duda se habían tomado tantas jóvenes vendedoras —pálidas morenuchas de brazos desnudos, fatigadas y mal pagadas —al intentar seducir a irreductibles homosexuales con su mercancía («...una novela más bien fantástica sobre una chica llamada Terra»). Hablando en términos estadísticos, y habida cuenta de las condiciones poco ortodoxas en que había sido manipulada la correspondencia de la pobre Terra, no podía esperarse ningún artículo crítico. De modo bastante curioso, aparecieron no menos de dos. El primero, en el Elsinore, distinguido semanario de Londres, iba firmado por el Primer Clown y formaba parte de un «panorama» de las «novelas del espacio» del año (las obras de ese género ya obsoleto empezaban a escasear) titulado « Terre à Terre, 1891», en una muestra poco brillante de gusto por los juegos de palabras. El autor de la crítica consideraba la obra de Voltemand como la menos mala de la colección, y la calificaba (con un olfato, ay, demasiado perspicaz) de «fábula oscura, suntuosamente adornada, trivial y aburrida, pero esmaltada con admirables metáforas que desentonan de la total inepcia del resto».

Sólo un elogio más pudo encontrar el infortunado Voltemand, y fue el aparecido en una pequeña revista de Manhattan, La ceja del pueblo, con la firma del poeta Max Mispel (otro apellido botánico, que significa «níspero»), miembro del Departamento de Alemán de la Universidad de Goluba. herrMispel, que gustaba de buscar la filiación de sus autores, había discernido en las Cartas desde Terrala influencia de Osberg (escritor español, autor de cuentos de hadas pretenciosos y de anécdotas místico-alegóricas, muy apreciado por los tesialistas de aliento corto), así como la de un árabe antiguo, obsceno intérprete de sueños anagramáticos, Ben Sirine, según transcribe el nombre el capitán de Roux, como nos hace saber Burton en su adaptación del tratado de Nefzawi sobre el mejor método de copular con mujeres obesas o jorobadas ( El Jardín Perfumado, edición Panther, pág. 187, uno de cuyos ejemplares fue regalado al barón Van Veen, de noventa y tres años de edad, por su médico, el profesor Lagosse, gran disoluto). El artículo de Mispel terminaba con estas palabras: «Si el señor Voltemand (o Voltimand, o Mandalatov) es psiquiatra, como me inclino a creer, entonces compadezco a sus pacientes tanto como admiro su talento.»

Sintiéndose arrinconada, Gwen, una pequeña y gruesa fille de joie(de vocación, ya que no de profesión), no vaciló en traicionar a uno de sus recientes admiradores y reveló que le había pedido que escribiese aquel artículo porque no había podido soportar la «sonrisita torcida» de Van al descubrir que un libro tan bellamente encuadernado y acabado pudiese ser desdeñado de ese modo por el público. También juró Gwen que Max no sólo ignoraba la verdadera identidad de Voltemand, sino que ni siquiera había leído su libro. Van acarició el proyecto de retar a un duelo al señor Níspero, con la esperanza de que escogería la espada; un duelo que tendría lugar al amanecer en algún rincón apartado del Parque cuyo cuadro central de césped veía desde la terraza en la que, dos veces por semana, se medía con un maestro de esgrima francés (único ejercicio, junto con la equitación, que todavía practicaba). Para gran asombro —y alivio– suyo (porque sentía cierta vergüenza de convertirse en campeón de su «novelita», y no deseaba sino olvidarla, lo mismo que otro Veen, sin vínculo de parentesco con él, habría seguramente renegado de su sueño de adolescencia en burdeles ideales... si le hubiera sido dado vivir durante más tiempo), Max Mushmula («níspero», en ruso) contestó a aquel vago desafío con la calurosa promesa de enviarle su próximo artículo «La cizaña destierra la flor» (Melville y Marvell).

Todo lo que Van sacó de aquellos contactos con la literatura fue un sentimiento de vacío y de inutilidad. Incluso mientras escribía su libro se había reprochado el tratar de reconstruir la imagen de un planeta extraño por medio de fragmentos sueltos tomados de cerebros enfermos, cuando tan mal conocía su propio planeta. A consecuencia de lo cual, decidió que, una vez terminados sus estudios de medicina en Kingston (cuya atmósfera le pareció más adecuada a su temperamento que la de Chose), haría grandes viajes por Sudamérica, África y la India. A los quince años (la edad de floración de Eric Veen) había estudiado con la pasión de un poeta los horarios de tres grandes ferrocarriles transamericanos que algún día utilizaría, como viajero no solitario (ahora solitario). Con salida en Manhattan, vía Mephisto, El Paso, Meksikansk y Canal de Panamá, el New World Express, de vagones granate, llegaba a Brasilia y Witch (o Viedma, ciudad fundada por un almirante ruso). En aquel lugar del trayecto, la línea se bifurcaba: la sección oriental continuaba hasta el Promontorio de Grant y la occidental subía hacia el norte, por Valparaíso y Bogotá. Un día sí y otro no el fabuloso viaje comenzaba en Yukonsk, con una línea de doble vía que se dirigía hacia la costa atlántica, mientras que la otra, por California y América Central, descendía hacia el Uruguay. El African Express, azul oscuro, partía de Londres y llegaba a El Cabo por tres rutas diferentes, las de Nigero, Rodosia y Efiopía. Finalmente, el Orient Express, de color marrón, enlazaba Londres con Ceilán y Sydney, a través de Turquía y de diversos canales. Cuando uno tiene sueño, no comprende muy bien por qué todos Ios continentes, salvo Euforia, comienzan por «A».

Aquellos tres trenes admirables contaban al menos con dos coches en los que el viajero exigente podía alquilar una habitación con bañera y W.C., y un salón provisto de un piano o un arpa. La duración del viaje variaba según el humor predurmiente de Van cuando a la edad de Eric imaginaba los paisajes que se desplegaban a derecha e izquierda de su cómoda —demasiado cómoda —butaca.

Entre selvas de lluvia, y cañones montañosos, y otros parajes fascinantes (¡oh, dime sus nombres! —No puedo, me caigo de sueño), la velocidad de la habitación no pasaba de las quince millas por hora; en cambio, cuando atravesaba los monótonos marasmos agrícolas o el desertorum, alcanzaba las setenta, noventa, nochenta, nochenta y nueve, cien, ciento, ceniciento...

III



En la primavera de 1869, David Van Veen, rico arquitecto de origen flamenco (sin parentesco alguno con los Veen de nuestra novelesca divagación), viajaba en automóvil de Cannes a Calais por una carretera helada cuando el neumático de su rueda delantera derecha reventó. El coche fue a estrellarse contra un camión de mudanzas parado al borde de la carretera. Nuestro hombre salió del paso sin mayor daño, pero su hija, que iba sentada junto a él, resultó muerta en el acto por el impacto de una maleta que vino de atrás y le rompió el cuello. En su estudio de Londres, el marido de la víctima, un pintor fracasado y desequilibrado (diez años mayor que su suegro, al que envidiaba y despreciaba), se disparó un balazo en la cabeza al recibir la noticia por un cablegrama expedido desde un pueblecito de Normandía llamado, macabramente, Deuil.

La desgracia no había llegado al límite de sus posibilidades. A pesar de los cuidados y de la adoración con que su abuelo le rodeó, Eric, huérfano de quince años, fue a su vez golpeado por el capricho del destino (un destino extrañamente semejante al de su madre).

Después de causar baja en Note para ingresar en un colegio privado del cantón de Vaud, y al cabo de un verano de tísico pasado en los Alpes Marítimos, Eric fue conducido a Ex-en-Valais, cuya cristalina atmósfera debía, según los prejuicios de entonces, fortificar sus jóvenes pulmones, si bien lo que hizo fue desencadenar sobre él la más furiosa de las tempestades: una teja que cayó de un tejado le fracturó el cráneo y le mató. Entre las reliquias de su nieto, David Van Veen descubrió cierto número de poemas y el borrador de un ensayo titulado Villa Venus: un sueño organizado.

Expliquémonos sin rodeos: con la esperanza de dar solaz a sus primeros tormentos sexuales, el joven Eric había imaginado y elaborado, del ínodo más minucioso, cierto proyecto (secuela de la lectura de un excesivo número de libros eróticos descubiertos en una casa amueblada, próxima a Vence, que su abuelo había comprado al conde Tolstoi... un ruso o polaco) relativo a la fundación de una red de suntuosos burdeles que la fortuna heredada por Eric le permitiría establecer «en los dos hemisferios de nuestro globo calipigio». El jovencito veía la institución como una especie de club elegante, cuyas sucursales (o «floramores», para valernos de su vocabulario poético) se establecerían en las cercanías de las grandes ciudades o de los balnearios. La condición de miembro del club quedaba restringida a varones nobles, «ricos y bien parecidos» y no mayores de cincuenta años (lo que debemos saludar como prueba de considerable amplitud de espíritu por parte del pobre chico).


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