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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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Nuestro joven Vandemonio volvió a cruzar las piernas y maldijo en voz baja el estado en que le había puesto la imagen de cuatro ascuas de una cruz: The Manly State..., como el desgraciado Lowden ha traducido el título de esa novela barata del malheureux Pompier La condición humana, en la que el autor, dicho sea de paso, da esta hilarante definición del término «Vandemonio»: «kulak tasmaniano de origen holandés». «Hay que echarla a puntapiés antes de que sea demasiado tarde.»

—Si hablas en serio —dijo Lucette, pasándose la lengua por los labios y arrugando los ojos ensombrecidos—, entonces, amor mío, puedes hacerlo... y en seguida. Pero si estás burlándote de mí, no eres más que un vandemonio abominablemente cruel.

—Vamos, vamos, Lucette. Esa palabra misteriosa significa en ruso «crucecita», y nada más, que yo sepa. ¿O puede ser algo más? ¿Un amuleto? Acabas de mencionar un gemelo de cuello, o un pequeño peón rojo. ¿Es un objeto que llevas, o llevabas, colgado del cuello por una cadenita? ¿Un pequeño glande de coral, la glandulellade las vestales de la antigua Roma? ¿Qué es, Lucette?

Lucette observaba a Van con circunspección.

—Voy a arriesgarme —dijo—. Te lo voy a explicar, aunque en realidad sólo se trata de una palabra inventada por nuestra hermana, una de sus palabras. Suponía que estabas familiarizado con su vocabulario.

—¡Ah, empiezo a adivinar! —exclamó Van, estremeciéndose de sarcástica malignidad, hirviendo de rabia misteriosa (vengándose inicuamente de sus sinsabores en el chivo expiatorio que era para él la ingenua Lucette, nimbada por el aura de los labios innumerables de la Otra, pues ése y sólo ése era su crimen)—. Ahora me acuerdo bien. Lo que es una mancha obscena en singular puede ser en plural una marca sagrada. Te refieres, sin duda, a esos estigmas que les salen entre las cejas a las monjas jóvenes puras y dolientes a las que los sacerdotes han sobreungido por todas partes haciéndoles, con mirra, la señal de la cruz.

—No, es algo mucho más sencillo —dijo la paciente Lucette—. Volvamos a la biblioteca donde encontraste esa cosita todavía enhiesta en su cajón...

—¡Los Zemski ganan! Como yo esperaba, te pareces a Dolly, tal como la vemos en ese retrato colgado en la pared, encima de su «inscritorio», todavía vestida con sus lindas pantalettesy con un clavel flamenco entre los dedos.

—No, no —dijo Lucette—. Aquel óleo indiferente vigilaba vuestros estudios y vuestros retozos desde el otro extremo de la sala, cerca de la alacena.

¿Cuándo acabará este suplicio? Ni siquiera puedo abrir esta carta delante de ella y leerla en alta voz para edificación de mi público. Carezco de arte para darle ritmo a mis gemidos.

—Un día, en la biblioteca, arrodillada en una silla Chippendale con cojín amarillo, ante una mesa ovalada con patas de garra de león...

[El estilo epitético de esta frase nos hace creer que está inspirada en una fuente epistolar. Editor.]

—...al terminar una partida de Flavita, me encontré ante seis Buchstabencon las que no sabía qué hacer. Ten en cuenta que tenía ocho años y nunca había estudiado anatomía, pero hacía todo lo que podía, lo poco que podía, para mostrarme a la altura de mis dos Wunderkinder. Tú examinabas, con ojos y dedos, el caballete en que disponía mis letras y redistribuías el orden fortuito en que se encontraban (algo así como LIKROT, o ROTIKL, o...), y Ada, asomando sobre nuestras cabezas, nos inundaba con sus sedas de cuervo. Apenas habías acabado tu pequeña metomorfosis cuando los dos caísteis sobre la alfombra negra en un acceso de hilaridad tan violento como incomprensible. Por fin, yo compuse tranquilamente la palabra ROTIK (boquita), sin saber qué hacer con mi miserable inicial, que me sobraba. Van, supongo que he embrollado las cosas todo lo posible. Es verdad que la plus laide fille du monde peut donner beaucoup plus quelle n’a... Y ahora, digámonos adiós. Tuya para siempre.

—...«mientras esta máquina le pertenezca» —murmuró Van.

—Hamlet —proclamó la más brillante alumna del conferenciante.

—De acuerdo, de acuerdo —asintió su verdugo (y verdugo de sí mismo)—, pero observa que un jugador de Scrabbleinglés de mentalidad inclinada a cuestiones médicas y que dispusiese de dos letras más, habría podido encontrar, por ejemplo, STIRCOIL (famoso estimulante de las glándulas sudoríparas) o CITROILS (ese producto que emplean los mozos de cuadra para frotar a sus potras).

—Cállate, Vandemoniano —gimió Lucette—. Lee la carta y dame mi abrigo.

Pero él continuó, con las facciones convulsas.

—¡Estoy abrumado! Nunca habría creído que una joven de buena familia, descendiente de reyes escandinavos, de grandes príncipes rusos y de barones irlandeses, pudiera emplear el lenguaje proverbial del pueblo llano. Sí, Lucette, tienes razón, te comportas como una cocotte.

Meditativa y melancólica, Lucette precisó:

—Como una cocotte rechazada, Van.

O moia dushen'ka(querida mía) —exclamó Van, indignado de su propia vulgaridad y crueldad—. ¡Perdóname, por favor! Soy un enfermo. Hace cuatro años que sufro de consanguíneocanceroformia, una misteriosa enfermedad que ha descrito Coniglietto. No pongas tu manita fría en mi garra, ese gesto sólo podría precipitar tu fin y el mío. Continúa tu historia.

—Bien, después de haberme enseñado ejercicios sencillos para una sola mano que podía practicar sola, la cruel Ada me abandonó. Desde luego, nunca dejamos realmente de hacerlo juntas alguna que otra vez, después de una fiesta, en el ranchito de unos conocidos al que habíamos sido invitadas, en un remolque blanco que ella me enseñaba a conducir, en un coche-cama que cruzaba la pradera a toda velocidad, y en el triste, triste Ardis, donde pasaba una noche con ella antes de salir para Queenston. Oh, Van, yo amo sus manos porque tienen tu misma rodinka(pequeña mancha de nacimiento), porque sus dedos son igual de largos, en fin, porque son, verdaderamente, las manos de Van en un espejo reductor, sus tiernos diminutivos, v laskatel'noy forme(el discurso de Lucette, como ocurría a menudo, en los momentos de emoción intensa, a los miembros de la rama Veen-Zemski de aquella extraña familia, la más noble de Estocilandia, la más ilustre de Antiterra, estaba salpicado de términos rusos, efecto no demasiado consecuentemente reproducido en este capítulo; esta noche nuestros lectores están levantiscos).

—Me abandonó —prosiguió Lucette, con un chasquido de labios y alisándose con mano distraída las medias transparentes—. Sí, se lanzó a una aventurilla bastante triste con Johnny, un joven actor de Fuerteventura – c'est dans la famille—, su exacto odnoletok(coetáneo), nacido el mismo año, el mismo día, en el mismo segundo... como si fuese su hermano gemelo.

La tonta de Lucette acababa de cometer un error.

—¡Ah, eso no puede ser! —interrumpió Van, sombrío, balanceándose a derecha e izquierda, con las manos crispadas y el ceño fruncido (¡cómo le gustaría a uno aplicar un Wattebausch—como el pobre Rack solía llamar a los vacilantes arpegios de Lucette —empapado en agua hirviente a ese pequeño furúnculo maduro que apunta en la sien derecha de Van!)—. Sencillamente, no puede ser. Ningún maldito gemelo puede hacer eso. Ni siquiera las que vio Brigitte, un número gracioso sin duda, con la llama de su vela excitando sus pezones desnudos. La diferencia de edad habitual entre dos gemelos (su voz era la voz de un loco, pero tan bien contenida que sonaba como la de un redomado pedante) no es inferior a un cuarto de hora: ése es el tiempo que la matriz en ejercicio necesita para descansar y distenderse, con una revista femenina, antes de reemprender sus poco apetitosas contracciones. En ciertos casos muy raros en que la matriz sigue trabajando automáticamente, el tocólogo, aprovechándose del hecho, extrae el segundo crío, que entonces puede ser considerado como tres minutos más joven que su predecesor. Y, cuando consideraciones dinásticas acompañan el feliz acontecimiento —doblemente feliz, en este caso (Egipto entero está ansioso)—, esa diferencia de tiempo puede tener, y tiene, más consecuencias que en la línea de meta de una carrera. Pero las criaturas, cualquiera que sea su número, no salen nunca en fila india: la expresión «gemelos simultáneos» presenta una contradicción en sus términos.

Nu uzh ne znayu(bueno, no sé) —murmuró Lucette, reproduciendo fielmente el tono abatido con que su madre pronunciaba la frasecita, expresión aparente de una confesión de ignorancia y error, pero que tendía, con su acento apenas perceptible de condescendencia, más que de consentimiento, a atenuar y diluir la veracidad de la réplica correctora del interlocutor—. Lo único que yo quería decir —continuó —es que se trataba de un bello hispanoirlandés sombrío y pálido, y que la gente les tomaba por gemelos. No he dicho que fuesen verdaderos gemelos. O «drillizos».

¿ Drillizos? ¿Quién lo pronunciaba así? ¿Quién, quién? ¿Una pobre criatura empapada y chorreando, en un sueño? ¿Vivían todavía los huérfanos? Pero sigamos oyendo a Lucette.

—Al cabo de un año, más o menos, descubrió que era el querido de un viejo pederasta, y le dejó. El desgraciado se metió una bala en la cabeza, en una playa de moda, durante la marea alta, pero los turistas y los bisturistas le sacaron de aquel mal paso, aunque ahora tiene el cerebro deteriorado y ha perdido definitivamente el habla.

—Siempre puede ser conveniente un mudo —dijo Van, con aire fúnebre—. Podría hacer el papel de eunuco sin lengua en Estambul, mi bulbul, o el de mozo de cuadra disfrazado de muchacha granjera y portador de un mensaje de su amo.

—Van, ¿te estoy aburriendo?

—¡No, qué tontería! Es una pequeña historia clínica interesante y palpitante.

Porque, a decir verdad, Lucette no estaba haciéndolo mal... Con tres tiros había abatido tres años... sin contar el plomo en el ala del cuarto. ¡Buen disparo... Adiana! Me pregunto cuál será el nuevo blanco.

—No me obligues a describirte más en detalle las enternecedoras noches tórridas y terribles que todavía pasamos, entre aquel pobre muchacho y el intruso que le sucedió. Si mi piel fuese tela y sus labios pincel, no habría en mi cuerpo ni una sola pulgada que no hubiese recibido su toque de color, y viceversa. ¿Te horroriza eso, Van? ¿Nos execras?

—Al contrario —replicó Van, en un acceso bastante bien imitado de indecente regocijo—. De no haber nacido macho y heterosexual, yo seguramente hubiera sido lesbiana.

Anonadada ante una reacción tan trivial a su obra maestra de astucia desesperada, Lucette abandonó, y quedó inmovilizada ante un gran agujero negro y gentes que tosían lúgubremente aquí y allá entre el invisible auditorio eterno. Por centésima vez Van miró el sobre azul: el borde longitudinal no estaba exactamente paralelo a la repisa de caoba, el ángulo superior izquierdo casi desaparecía tras la bandeja de las botellas de coñac y soda, el ángulo inferior derecho apuntaba hacia la novela preferida de Van, The Slat Sign, posada sobre el aparador.

—Quiero que volvamos a vernos pronto —dijo Van, que se mordía el pulgar, maldecía el silencio y se moría de ganas de leer el contenido del sobre azul—. Vendrás a mi casa, a un apartamento que he comprado en la Avenida Alexis. He amueblado la habitación de invitados con poltronas, hacheros y mecedoras, de modo que parece el tocador de tu madre.

Las dos comisuras de la triste boca de Lucette hicieron una reverencia «a la americana».

—¿Podrás quedarte algunos días conmigo? Te prometo comportarme como es debido. ¿Te parece bien?

—Tu concepto de «lo que es debido» puede no coincidir con el mío. Pero... ¿olvidas a Córdula de Prey? Quizás a ella no le guste.

—El apartamento es mío. Por lo demás, Córdula es hoy la señora de Ivan G. Tobak. En estos momentos están haciendo locuras en Florencia. Mira su última tarjeta: retrato de Vladimir Christian de Dinamarca, Galería Pitti, quien, según pretende Córdula, es el «muerto retrato» de su Ivan Giovanovich. Puedes mirarlo.

—¿A quién le importa Sustermans? —declaró Lucette, un poco en el estilo de las respuestas oblicuas, de «salto de caballo de ajedrez», de su hermana, o de regate de futbolista latino.

—No. Es un olmo. Tiene quinientos años.

—Su antecesor —continuó Van —fue el famoso almirante ruso que se batió en duelo a espada con Jean Nicot y que dio su nombre a las islas Tobago o a las islas Tobakoff, no recuerdo cuáles, hace mucho tiempo... quinientos años.

—Si te he hablado de Córdula es sólo porque una antigua amante puede fácilmente inquietarse al sacar ciertas conclusiones erróneas... como el gato que llega a saltar una barrera y se va corriendo sin intentarlo por segunda vez, y luego se detiene, un poco más allá, para mirar hacia atrás.

—¿Quién te ha hablado de ese disoluto cordeludio... interludio, quiero decir?

—Tu padre, mon cher. Le hemos visto mucho en el Oeste. Ada se había figurado al principio que Tapper era un seudónimo y que tú te habías batido con otro, pero por entonces nadie conocía aún la muerte de ese otro en Kalugano. Demon opina que habría bastado con que le hubieras apaleado.

—Imposible. Aquella rata estaba pudriéndose en un hospital.

—Yo me refiero al verdadero Tapper —exclamó Lucette, que estaba embrollando mucho su visita —y no a mi pobre profesor de música, traicionado, envenenado, inocente, al que ni la misma Ada, si hemos de creerla, consiguió curar de su impotencia.

—¡ Dresgemelos! —dijo Van.

—¿Quién te asegura que son suyos? El amante de su mujer tocaba la viola de tres mangos. Mira, voy a cogerte un libro (posando la vista por el estante más próximo, La Gitanilla, Clichés de Clichy, Buenos días, Mertvago, El feo de Nueva Inglaterra) y a acurrucarme, komondi, en el cuartito de al lado, mientras tú... ¡Oh, adoro The Slat Sign!

—No hay ninguna prisa —dijo Van.

Silencio (aún falta un cuarto de hora para el final del acto).

—A la edad de diez años —volvió a hablar Lucette, por decir algo —yo estaba todavía en la etapa del viejo Stopchin rosa, pero nuestra hermana (aquel año, aquel día, Lucette se permitía emplear el inesperado, el prohibido, el técnicamente impreciso posesivo plural de los autores, de los reyes, de los papas, del lenguaje humorístico, para hablar de Ada a Van), nuestra hermana había leído, en tres idiomas, muchos más libros que yo a los doce años. ¡Y, sin embargo...! Después de una horrible enfermedad que contraje en California, recuperé lo perdido: los pioneros vencieron a los piógenos. No intento alardear, pero, ¿conoces, por casualidad a mi gran favorito, Herodas?

—Pues, sí —contestó Van, negligentemente—. Obsceno contemporáneo de Justino, el erudito romano. Sí, es una bella obra, mezcla rutilante de sutileza y de brillante grosería. La has leído en la traducción francesa literal, con el texto griego, ¿verdad? Pero un amigo de Kingston me ha dado a conocer un fragmento descubierto recientemente y que tú no puedes conocer: la historia de dos niños, hermano y hermana, que lo hicieron tan a menudo, tan a menudo, que acabaron por morir de ello, tan enlazados que no se les pudo separar... Aquello se estiraba y se alargaba, y volvía a su sitio con un chasquido elástico en cuanto los padres, perplejos, aflojaban su esfuerzo. Es todo muy obsceno, pero, al mismo tiempo, muy trágico y terriblemente divertido.

—No, no conozco ese pasaje —dijo Lucette—. Pero, Van, ¿qué te pasa? ¿Por qué...?

—¡La fiebre del heno! —gritó Van, hurgando simultáneamente en cinco bolsillos en busca de pañuelo. El fracaso de su búsqueda, y la consiguiente mirada compasiva de Lucette, le anegaron en tal ola de pesar que prefirió salir de la habitación. Al pasar, tomó la carta, la dejó caer, la recogió y se encerró en la pieza más retirada (que olía aún a intimidades de Lucette) para leerla de un tirón.

Querido Van: Esta carta es mi último intento. Puedes considerarla como un documento sobre la locura, o como la hierba del arrepentimiento. No importa: lo que quiero es volver contigo, y vivir contigo, donde estés, para siempre, siempre. Si desprecias a «la doncella al pie de tu ventana», envío inmediatamente un aerograma comunicando que acepto la propuesta de matrimonio que han hecho a tu pobre Ada el mes pasado, en el estado de Valentín. Se trata de un ruso de Arizona, correcto y simpático, no muy brillante y pasado de moda. Nuestro único punto en común es el vivo interés que ambos sentimos por muchas plantas desérticas de aspecto militar, y particularmente por diversas especies de pitas, huéspedes de las orugas endófitas del más noble animal de América, la Hesperia gigante (ya ves, Krolik otra vez). Es propietario de caballos, de cuadros cubistas y de pozos de petróleo (cosa esta última que no sé bien lo que es; nuestro padre que está en los Infiernos y que también los tiene, no ha querido informarme, limitándose a hacer alguna que otra arriesgada alusión, según su costumbre). He dicho a mi paciente Valentines que le daré una respuesta definitiva después de haber consultado con el único hombre a quien he amado y amaré en toda mi vida. Procura telefonearme esta tarde. Algo va mal en la línea de Ladore, pero me aseguran que la avería será localizada y reparada antes de la hora de la marea. Tvoia, tvoia, tvoia (tuya),

A

Van abrió un cajón, tomó un pañuelo limpio de un montón impecable y repitió en seguida el gesto arrancando de un bloc una hoja de papel. Es extraordinaria la utilidad que pueden tener, en momentos caóticos, esas reiteraciones rítmicas que asocian objetos relacionados por alguna analogía (en este caso, la blancura, la forma rectangular). Van escribió un breve aerograma y regresó al salón. Encontró allí a Lucette, que volvía a envolverse en sus pieles, y a cinco científicos de gestos torpes a los que abría camino un criado estúpido. Los cinco formaron círculo, en silencio, en torno al amable y gracioso maniquí que hacía la presentación de un modelo de la nueva colección de invierno. Bernard Rattner, joven rechoncho y colorado, de cabello negro y gruesas gafas, acogió a Van con aire de afable alivio.

—¡Dios santo! —exclamó Van—. Yo había entendido que debíamos vernos en casa de su tío.

Con gestos rápidos centrifugó a los intrusos hacia las sillas de la sala de espera, y, pese a las protestas de su linda prima («son sólo veinte minutos, a pie; no me acompañes, por favor»), campofonó que le acercaran el coche. Después, en la estela de Lucette, bajó ruidosamente los peldaños de la estrecha escalera, katrakatra(cuatro a cuatro). Por favor, niños, katrakatrano (Marina).

—Yo también sé —dijo Lucette, como continuando la conversación anterior– quién es él.

Y mostraba con el dedo la inscripción «Voltemand Hall», grabada en la fachada del inmueble del que acababan de salir.

Van le dirigió una mirada rápida... pero ella sólo quería hablar del cortesano de Hamlet.

Pasaron bajo una bóveda oscura, y, cuando llegaron al aire libre y multicolor de un delicado crepúsculo, Van hizo detenerse a Lucette y le dio el aerograma que había escrito. En él pedía a Ada que alquilase un avión y se presentase en su apartamento de Manhattan en cualquier momento de la mañana siguiente. Él saldría de Kingston, en automóvil, hacia la media noche. Conservaba la esperanza de que el dorófono de Ladore estaría reparado antes de su partida. De todos modos, su aerograma seguramente no tardaría más de dos horas en llegar a su destino. Lucette dijo «¡hum, hum!» que primero tenía que pasar por Mont-Dore (perdón, Ladore) y que si llevaba la palabra «Urgente» llegaría sin duda al amanecer, en manos de un mensajero deslumbrado por la aurora, galopando hacia el este en el jamelgo loco del maestro de posta, porque las ordenanzas locales prohibían en domingo el uso de motociclos: l'ivresse de la vitesse, conceptions dominicales.Pero, aún así, Ada dispondría de tiempo sobrado para hacer el equipaje, encontrar la caja de lápices de color que Lucette le había pedido que trajera si venía, y llegar a la hora del desayuno al dormitorio que, hasta fecha reciente, había sido de Córdula. Ninguno de los hermanastros estaba aquel día en su mejor forma.

—A propósito —dijo Van—. Fijemos la fecha de tu próxima visita. Esta carta cambia mis planes. Cenemos juntos en el Ursus el próximo fin de semana. Ya te avisaré.

—Sabía que había perdido de antemano —dijo Lucette, desviando la mirada—. Sin embargo, lo he hecho lo mejor que he sabido. He imitado todos sus shtuchki(pequeños ardides), soy mejor actriz que ella. Pero eso no basta, ya lo sé. Y ahora, vuelve a subir en seguida: van a emborracharse abominablemente con tu coñac.

Él hundió las manos en las vulvas tibias de las mangas sedosas de Lucette, y apretó durante unos instantes sus codos delgados y desnudos, contemplando sus labios pintados con un deseo meditativo.

—Un beso, sólo uno —imploró Lucette.

—¿Me prometes no abrir la boca, no derretirte, no hacer bailar y vibrar la lengua?

—¡No lo haré, lo juro!

Van vaciló.

—¡No! Es una tentación desgarradora, pero es preciso que no sucumba. No sobreviviría a otro desastre, a otra hermana, aunque sólo sea medio– hermana.

Takoe otchaianie(¡qué desesperación!) —gimió Lucette, ajustándose el abrigo que instintivamente acababa de abrir para recibirle.

—¿Te consolaría saber que de su regreso no espero más que torturas? ¿Que te considero como un ave del paraíso?

Ella sacudió la cabeza.

—¿Y que mi admiración por ti es dolorosamente intensa?

—Lo que yo quiero es Van, y no una admiración intangible...

—¿Intangible? ¡No seas tonta! Juzga tú misma. Te permito que toques, ligeramente, una sola vez, con el revés de tus dedos enguantados. He dicho con el revés... y una sola vez. Bueno, ya basta. No puedo besarte. Ni siquiera en tu cara ardiente. Hasta la vista, pequeña mía. Di a Edmond que eche un sueñecito cuando vuelva. Le necesitaré a las dos de la mañana.


VI



El objeto de aquella importante reunión era un cotejo de notas a propósito de un problema que Van iba a intentar resolver, muchos años más tarde, por otras vías.

Los investigadores de la clínica de Kingston habían examinado cuidadosamente varios casos de acrofobia para determinar si estaba mezclada con alguna forma particular de «terror del tiempo». Los tests habían proporcionado resultados enteramente negativos, pero lo que parecía especialmente curioso era que el único caso disponible de cronofobia aguda difería por su misma naturaleza —olor metafísico, tonalidad psicológica, etcétera —de los casos mejor estudiados de angustia del espacio. Sin duda, la observación de un solo enfermo enloquecido por el contacto de la trama del tiempo constituía una muestra demasiado restringida para que fuese posible compararla con la de un grupo numeroso de acrófobos locuaces. Y aquellos de nuestros lectores que hayan podido acusar a Van de temeridad y desatino (según la cortés terminología del joven Rattner) tendrán sin duda mejor opinión de él cuando sepan que había hecho todo lo posible para impedir que el señor T. T. (el valioso cronófobo) fuese curado demasiado precipitadamente de su rara e importante locura. Van estaba convencido de que dicho mal no tenía nada que ver con los relojes, ni con los calendarios, ni con ninguna medida o contenido del tiempo. Por el contrario, sospechaba y esperaba (como sólo puede esperar un investigador apasionado, pura y profundamente inhumano) que sus colegas acabarían por darse cuenta de que el miedo a las alturas (acrofobia) dependía esencialmente de una mala apreciación de las distancias, y que el señor Arshin, su mejor acrófobo, que ni siquiera podía saltar de un taburete, se lanzaría desde lo alto de una torre si se consiguiera persuadirle, por algún truco óptico, de que la red que los bomberos desplegaban cincuenta metros más abajo era una colchoneta colocada a un par de centímetros de sus pies.

Van hizo subir fiambres y un galón de cerveza de Gallows, pero su Pensamiento estaba en otro sitio y no brilló apenas en una conversación que iba a grabarse en su memoria como una grisalla inconcluyente y fastidiosa.

Se marcharon hacia la medianoche. Sus pasos y sus palabras resonaban aún en la escalera cuando Van descolgó el teléfono y llamó por primera vez a Ardis... sin resultado. Insistió tenazmente, a intervalos regulares, hasta la salida del sol. Acabó por renunciar, produjo dos zurullos estructuralmente perfectos (cuya simetría cruciforme la recordó el amanecer anterior a su duelo) y, sin tomarse siquiera el trabajo de ponerse una corbata (todas las que prefería le esperaban en su nuevo apartamento), se dirigió a Manhattan. Tomó él mismo el volante, en cuanto vio que Edmond, en vez de la media hora reglamentaria, había tardado tres cuartos de hora para recorrer la primera cuarta parte del trayecto.

Lo que había querido decir a Ada, obstinadamente inclinado sobre el dorófono siempre mudo, se resumía en tres palabras inglesas, reducibles a dos en ruso y a una y media en italiano. Pero, según Ada, las tentativas frenéticas que había hecho para dar con ella en Ardis no habían tenido otro resultado que el desencadenamiento de una tan violenta rapsodia que la caldera del sótano se había averiado y les había dejado sin agua caliente —y hasta sin agua de toda clase– cuando ella se había levantado del lecho. Todo lo que pudo hacer fue ponerse su abrigo más grueso y pedir a Bouteillan (el buen Bouteillan, discretamente regocijado) que bajase las maletas y la condujese al aeropuerto.

En el intervalo, Van había llegado a la avenida Alexis. Se metió en la cama, se levantó al cabo de una hora, se afeitó, se duchó y, en su nerviosismo, casi arrancó el pomo de la puerta de la terraza al oír el ruido de un motor celeste.

A pesar de una fuerza de voluntad verdaderamente atlética, de la ironía que le inspiraban los desbordamientos de emoción excesiva y de su desprecio por las debilidades lloriqueantes, Van se sabía expuesto a irreprimibles accesos lacrimatorios (que a veces alcanzaban un grado casi epiléptico, con bruscos mugidos que le sacudían el cuerpo e inagotables olas que impedían que el aire penetrase en sus narices) desde el mometo en que su ruptura con Ada le hubo revelado agonías que su amor propio y su egocentrismo nunca le habían permitido prever en su pasado de hedonista. Un pequeño monoplano de alquiler (a juzgar por sus alas nacaradas y por las tentativas ilegales, pero abortadas, de aterrizar en el centro del Parque, sobre un óvalo de césped, antes de desvanecerse en la bruma matinal en busca de otro sitio en que posarse) arrancó un primer sollozo de Van, apostado, con un corto albornoz, en la terraza (embellecida de aquella época del año por la floración invencible de las espireas azules). Se quedó allí, al sol helado de la madrugada, hasta el momento en que sintió que su piel tomaba bajo el albornoz la consistencia de las placas pelvianas de un armadillo. Maldiciendo, sacudiendo, los puños a la altura del pecho, se retiró a la tibieza del apartamento. Allí se bebió una botella de champaña y llamó a Rosa, la deportiva doncella negra que él compartía, en más de un sentido, con el célebre criptógrafo Mr. Dean, un perfecto caballero recientemente condecorado, que habitaba el piso de abajo. Agitado por sentimientos desordenados y una concupiscencia culpable, Van contemplaba el gentil trasero de Rosa girando y tensándose bajo un gran lazo de encaje mientras hacía la cama, en tanto que, por el canal de los radiadores, se oía a su amante del piso inferior canturrear satisfecho (acababa de descifrar un nuevo dorograma tártaro que revelaba a los chinos el lugar en que nos proponíamos desembarcar la próxima vez). Rosa terminó pronto de arreglar la habitación y salió, contoneándose. Apenas el tarareo haya tenido tiempo de transformarse (transformación poco hábil, tratándose de un hombre que practicaba el oficio de Dean) en un crescendo de chirridos sin nacionalidad particular, que cualquier niño habría podido descifrar fácilmente, cuando sonó el timbre. Un instante después, una Ada de cara más blanca y de boca más roja, una Ada cuatro años menos joven y cuya cabellera flotante se confundía con unas pieles oscuras, aún más ricas que las de su hermana, estaba ante un Van eternamente adolescente y ya convulso por los sollozos.

Había preparado una de esas frases que suenan tan bien en los sueños y que son tan falsas en la vida real: «Te he visto girar por encima de mi cabeza con alas de libélula.» Pero la voz se le quebró en «libé...», y cayó a sus pies, sus pies desnudos, calzados únicamente con unas pequeñas pantuflas negras y brillantes de «chez Verrier», exactamente en la misma postura —el mismo montón de desesperada ternura, de autoinmolación, de renuncia a la vida demoníaca– con la cual se entregaba, retrospectivamente, en la más secreta morada de su mente, cada vez que se acordaba de la imposible semisonrisa de Ada, con los hombros adosados al árbol del final. Un servidor invisible deslizó un asiento bajo la chica. Ésta lloró y acarició los bucles negros de Van, el cual no acertaba a superar aquel acceso de aflicción, de gratitud y de pesadumbre. La situación habría podido prolongarse todavía mucho tiempo si los transportes de otra naturaleza, que desde la víspera hacían hervir la sangre de Van, no hubiesen proporcionado una misericordiosa diversión estratégica. Como si Ada acabase de escapar de un palacio incendiado o de un reino en ruinas, llevaba sobre el camisón arrugado un abrigo marrón oscuro y como con brillo de escarcha, de piel de marta marina, la ilustre kamchatstkiy bobrde los antiguos mercaderes estocianos, llamada también lutromarinaen la costa de Lyaska: «mi piel natural», como decía espiritualmente Marina al hablar de su fabulosa capa, herencia de una abuela Zemski, cuando, al salir de un baile de invierno, una dama abrigada con visón, con coipo, o con el muy humilde castor ( nemetskiy bobr), elogiaba con un suspiro de éxtasis el bobrovaya shuba. «Staren 'kaya(una vieja cosita)», explicaba Marina, con una especie de tierno desdén (contrapartida habitual del recatado gracias!» con que una dama de Boston hacía hablar, como ventrílocuo, su visón vulgar para responder a los elogios corteses, lo cual no la impedía criticar en seguida la «fanfarronería» de aquella «orgullosa actriz», que era, en realidad, la persona menos ostentosa del mundo). Los bobry(plural principesco de bobr) que llevaba Ada, eran regalo de Demon, quien, como sabemos, había visto últimamente a Ada en el oeste más a menudo que en la Escotilandia oriental cuando era niña. El extravagante entusiasta había descubierto que sentía por ella la misma ternura que siempre había sentido por Van. La expresión de aquel sentimiento podía parecer tan ferviente que algunos estúpidos observadores habían sospechado que el viejo Demon «se acostaba con su sobrina» (en realidad, Demon se dedicaba cada vez más a las españolitas, que escogía cada vez más jóvenes en la medida en que envejecía, de modo que, a final de siglo, un Demon sexagenario y con el pelo teñido de azul-noche tenía por compañera a una insoportable nínfula de diez años). La gente era tan incapaz de entender la situación exacta que hasta Córdula Tobak, nacida de Prey, y Grace Wellington, de soltera Erminin, hablaban de Demon Veen, e hombre de la barba distinguida y la pechera almidonada, como del «sucesor de Van».


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