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Ada o el ardor
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Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



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Mi único amor:

Esta carta no será nunca confiada al correo. "Dentro de una caja de acero será enterrada bajo un ciprés en el jardín de nuestra Villa Armina, y si, por azar, dentro de quinientos años sale a la luz, nadie sabrá quién la ha escrito, ni para quién. Por otra parte, no habría sido escrita en absoluto si tu última línea, tu grito de desdicha, no fuese mi grito de triunfo. La carga de esta fiebre tiene que ser... [el final de la frase había sido borrado por una mancha de humedad cuando la caja fue exhumada en 1928. La carta continúa así]:...de vuelta a los Estados Unidos, me lancé a una búsqueda singular. En Manhattan, en Kingston, en Ladore, en docenas de ciudades, perseguía incansablemente, de cine en cine, el film que no había [aquí la tinta está completamente borrosa] en el barco, y cada vez descubría en tu representación una nueva muestra de glorioso martirio, una nueva convulsión de belleza. Ése [ilegible] es una perentoria refutación de las infames instantáneas del infame Kim. Artística y ardisíacamente hablando, el mejor momento es una de las últimas imágenes: aquélla en que sigues descalza a Don Juan, que atraviesa una larga galería de mármol y marcha hacia su destino, el cadalso del lecho de cortinas negras de Doña Ana, en torno al cual revoloteas, mi mariposa zegrí, enderezas una vela que se tuerce cómicamente y cuchicheas al oído de la dama, que frunce el ceño ante consejos tan encantadores como inútiles; y en la escena siguiente aventuras una mirada por encima de la mampara morisca y, de pronto, estallas en una risa tan natural, tan desarmante, tan deliciosa, que uno se pregunta si existe alguna forma de arte que pueda prescindir de esa explosión erótica de alegría juvenil. ¡Y pensar, mi Aurora de España, que tu cabriola mágica no dura en total más que once minutos reloj en mano! ¡Cuatro o cinco escenas de dos a tres minutos cada una!

¡Ay!, llegó una noche en que, en un barrio lúgubre repleto de talleres y de tabernuchas llenas de humo, por la que iba a ser definitivamente la última vez, y nada más que a medias (ya que, al llegar a la escena de la seducción, la película empezó a parpadear antes de interrumpirse), pude ver... [todo el final de la carta está deteriorado].

VII



Saludó el comienzo de este siglo próspero y sereno (más de la mitad del cual ya hemos vivido Ada y yo) poniéndose a trabajar en su segundo cuento filosófico, una «denuncia del espacio» (que nunca acabaría, pero que, en visión retrospectiva, constituye un prefacio a su Textura del Tiempo). Un fragmento de este tratado, de un estilo más bien amanerado, pero desafiante y sólido, apareció en el primer número (enero de 1904) de una revista mensual americana, hoy famosa, El artesano Puede leerse un comentario del mismo en una de las cartas trágicamente correctas (todas han sido destruidas, excepto ésta) que su hermana le enviaba por correo alguna que otra vez. Aquel tipo de correspondencia no clandestina se había iniciado con el acuerdo tácito de Demon, después del intercambio epistolar que siguió a la muerte de Lucette.

Y, triste, por encima del Cáucaso,

el Demonio vuela lentamente.

Bajo él, el glaciar Bek brilla

como la faceta de un diamante.

Parecería, en efecto, que de continuar ignorándose mutuamente Van y Ada, habrían podido suscitar más sospechas que la carta siguiente:


Rancho de Agavia

5 de febrero de 1905

Acabo de leer Reflexiones en Sidra, de Ivan Veen, y lo considero un gran libro, querido profesor. Las «flechas perdidas del destino» y otros muchos rasgos poéticos me han recordado las dos o tres veces en que viniste a nuestra casa de campo para tomar el té y probar nuestros muffins hace una veintena de años. Yo era entonces, como recordarás (frase presuntuosa), una niña modelo que practicaba el tiro de arco cerca de un jarrón y de una balaustrada; tú eras un escolar tímido (del que podría ser que yo estuviese un poquitín enamorada, o eso decía mi madre) y recogías sumisamente las flechas que yo había perdido en los bosquecillos perdidos del castillo perdido en que transcurrió la infancia de la pobre Lucette y de la muy feliz Adette, y que hoy es un Hogar de Negros Ciegos. Mi madre y Lucette habrían aprobado seguramente la opinión de Dasha, que deseaba que Ardis fuese piadosamente ofrecido a su secta. Dasha, mi cuñada (tienes que verla pronto, sí, sí, es mucho más soñadora, y encantadora, e inteligente que yo), que es la que me ha dado a conocer tu libro, me pide que te diga que espera «renovar» el trato contigo —quizás en Bellevue, en Mont-Roux (Suiza)—, en octubre. Creo que en cierta ocasión conociste a Miss «Kim» Chantas; pues bien, exactamente ése es el tipo de nuestra querida Dasha. Es una artista en la percepción y persecución de la originalidad; se consagra a toda clase de estudios, de los que yo ignoro hasta el nombre. Ya acabó con Chose, donde enseñaba Historia (sale histoire, como solía decir Lucette, ¡qué gracioso y qué triste!). Para ella, tú eres el beau ténébreux, porque un día, llegado en alas de libélula, poco antes de mi matrimonio, asistió (quiero decir, simplemente, un hermoso día, me pierdo en mi estilo, mi peristilo) a una de tus conferencias sobre los sueños, y, al terminar ésta, se acercó a hablarte de su última pequeña pesadilla cuidadosamente mecanografiada en cuartillas ordenadas y cosidas, y tú la miraste sombríamente y te negaste a recoger el informe. En resumen, se ha dirigido al tío Dementiy para que éste exhorte al beau ténébreux a ir al Mont-Roux, Hotel Bellevue, en octubre, hacia el día 17, según creo, pero él se ha limitado a reír, y a decir que es a Dashenka y a mí a quien corresponde arreglar las cosas.

Así pues, otra vez «felicitas», querido Ivan. Las dos pensamos que eres un artista maravilloso, 'inevitable, que también debería «limitarse a reír» cuando críticos cretinos (y particularmente los críticos ingleses de clase baja-alta-media) motejan tu estilo de «preciosista», como el granjero americano que encuentra «peculiar» a su párroco porque entiende el griego.

P.S.:

Dushevno klanyayus («me inclino anímicamente»: construcción vulgar e incorrecta que supone la penosa imagen de un alma haciendo reverencias) nashemu zaochno dorogomu professoru (ante nuestro querido aunque invisible profesor) o kotorom mnogo slishal(del que tanto he oído hablar) ot dobrago Dementiya Dedalovicha sestritsi (al excelente Demnon y a mi hermana).

S uvazheniem(con respeto).

Andrei Vinelander


El espacio amueblado ( Furnished Space), que sólo conocemos en la medida en que está amueblado y lleno, aun cuando su contenido sea la «ausencia de substancia» —noción que ofrece igualmente un asidero a la mente—, es de naturaleza principalmente acuática, al menos en nuestro planeta. Es en esa forma como acabó con Lucette. En otra forma, más o menos atmosférica, pero no menos gravitacional y repugnante, acabó con Demon.

Una mañana de marzo de 1905, en la terraza de Villa Armina, sentado como un sultán en una alfombra, entre cuatro o cinco desnudas perezosas, Van abrió indolentemente la edición de Niza de un diario americano. En lo que era la cuarta o quinta catástrofe aèrea del nuevo siglo, una gigantesca máquina voladora se había desintegrado inexplicablemente a quince mil pies sobre el océano Pacífico, entre las Islas Lisianski y Laisanov, en la región de Gavaille. La lista de «personalidades» desaparecidas comprendía al jefe de publicidad de unos grandes almacenes, el capataz interino de la división de láminas de acero de una empresa de reproducciones facsímiles, el administrador de una firma de discos, el socio principal de un bufete de abogados, un arquitecto de gran experiencia anterior en materias aeronáuticas (en este caso hubo una primera chapuza imposible de arreglar), el vicepresidente de una compañía de seguros, otro vicepresidente, esta vez de un consejo regulador, aunque quizás...

—Yo hambrienta —dijo una macizabelleza libanesa, de quince cálidos veranos de edad.

—Llama —contestó Van, continuando en un estado de curiosa fascinación la lectura de aquel catálogo de vidas etiquetadas: el presidente de una sociedad de venta al por mayor de vinos y licores, el director de una compañía especializada en la instalación de turbinas, un fabricante de lápices, dos profesores de filosofía, dos «informadores» (que ya no tenían nada de que informar), el interventor adjunto de un banco de comercio al por mayor de vinos y licores (error de linotipia, palabras desplazadas), el interventor adjunto de una compañía de gestión, un presidente, el secretario de una agencia de Prensa...

Los nombres de aquellos importantes personajes y los de otras ocho decenas mal contadas de hombres, mujeres y niños silenciosos, muertos en el aire azul, no debían ser revelados al público antes de que todos sus parientes hubieran podido ser avisados; pero la relación pormenorizada de aquellas simples abstracciones resultaba demasiado impresionante para que un anticipo suficiente de la misma no se ofreciese sin demora al lector, a modo de aperitivo, y ya a la mañana siguiente Van supo que el presidente de un banco, perdido en la mutilación final del texto, era su padre.

«Las flechas perdidas del destino de cada persona quedan dispersas a su alrededor», etc. ( Reflexiones en Sidra.)

Van había visto por última vez a su padre un día de primavera de 1904, en su casa. Otras personas estaban presentes: el viejo Eliot, el agente de la propiedad inmobiliaria, dos abogados (Grombchevski y Gromwell), el doctor Aix, experto en objetos de arte, Rosalind Knight, la nueva secretaria de Demon, y el solemne Kithar Sween, banquero que se había convertido en autor «de vanguardia» a los sesenta y cinco años; a lo largo de un único y milagroso año, había producido The Waistline, sátira en verso libre sobre las costumbres culinarias anglo-norteamericanas, y Cardinal Grishkin, interminable relato de una sutilidad deliberada, escrito en loor de la Iglesia de Roma. El poema no era mucho más que el parpadeo de un buho; en cuanto a la novela, había sido ya calificada de «seminal» por críticos jóvenes y famosos (Norman Girsh, Louis Deer, y muchos más), todos los cuales la alababan en tono reverente... pero tan agudo que el oído de una persona corriente no era capaz de captar gran cosa de toda aquella volubilidad de tiple; todo parecía, sin embargo, muy apasionante, y tras una enorme batahola de ensayos in memoriamaparecidos en 1910 («Kithar Sween: el hombre y el escritor», «Sween, aristócrata y poeta», «Kithar Kirman Lavehr Sween: ensayo de biografía»), sátira y novela cayeron en un olvido tan completo como la supervisión efectuada por nuestro capataz interino sobre la regulación de la experiencia anterior, o el edicto de Demon.

La conversación de sobremesa trató principalmente de negocios. Demon había adquirido recientemente una islita en el Pacífico, idealmente redonda, con una casa rosa sobre el promontorio verde, y una playa arenosa que, a vista de pájaro, parecía un volante festoneado, y quería vender el pequeño y precioso palazzode East Manhattan, que Van no quería. El señor Sween, codicioso profesional cuyos gruesos dedos se adornaban con refulgentes sortijas, dijo que él podría comprarlo si Demon incluía en el trato algunos cuadros. La propuesta no tuvo éxito.

Van prosiguió sus investigaciones personales hasta el día en que fue nombrado para la cátedra de filosofía «Rattner», en la Universidad de Kingston (¡sólo tenía treinta y cinco años!). El Consejo no se decidió a aquella elección sino ante la fuerza de las circunstancias, dramáticas circunstancias, pues los otros dos candidatos, sabios de sólida reputación, de mucha más edad y cualificaciones, y apreciados hasta en Tartaria (comarca que habían visitado a menudo, amistosos y complacientes) habían desaparecido misteriosamente (muertos, tal vez, bajo nombres falsos, en el accidente nunca explicado que ocurrió sobre el sonriente océano) «a la undécima hora»: en efecto, estaba previsto que la cátedra perdería su dotación si permanecía vacante más tiempo del autorizado por los reglamentos de Kingston, para dar así su oportunidad a otra, hasta entonces menos codiciada, aunque no menos estimable. Van no tenía ninguna necesidad de aquel honor, y no lo estimó gran cosa, pero lo aceptó con un espíritu de buen chico perverso, o de perversa gratitud, o simplemente en recuerdo de su padre, que había andado algo metido en el asunto. No se tomó el cargo demasiado en serio, y redujo al más estricto mínimo (una docena por año) el número de sus conferencias, que pronunciaba en un tono de zumbido nasal, debido principalmente a un nuevo modelo de «registrador de voz», difícil de encontrar en el mercado, que llevaba disimulado en el bolsillo del chaleco, al lado de una caja de píldoras antisépticas Venus, mientras movía los labios en silencio y pensaba en la página inacabada que le aguardaba bajo la lámpara aún encendida de su mesa de despacho, entre las hojas esparcidas de su manuscrito.

Pasó en Kingston una veintena de tristes años —entreverados con viajes al extranjero—, como un personaje oscuro, en torno al cual no se creó leyenda alguna, ni en la universidad ni en la población. Poco amado por sus austeros colegas, desconocido en los cafés del lugar, nada añorado por sus estudiantes varones, se retiró en 1922, y vivió desde entonces en Europa.

VIII



Llegamos mont roux bellevue domingo

hora cena adoración pena arco iris.


Este audaz telegrama fue entregado a Van, junto con el desayuno, en el Manhattan Palace de Ginebra, el sábado 10 de octubre de 1905. El mismo día partió para Mont-Roux, al otro extremo del lago, y se instaló, según su costumbre, en el Hotel des Trois Cygnes. El conserje, un hombrecillo frágil, pero de una antigüedad casi mitológica, había muerto cuatro años antes, durante la última estancia de Van. En lugar de la cara acartonada de Julien y su sonrisa discreta de complicidad misteriosa, que el viajero veía encenderse como una lámpara tras una pantalla de pergamino, el viejo y grueso Van encontró, dándole la bienvenida, el rostro rosado y redondo de un botones recién ascendido, que ahora llevaba librea.

—Lucien —dijo el doctor Veen, mirando por encima de sus gafas—, como su predecesor sabía muy bien, yo puedo recibir toda clase de visitantes extraños, magos, damas enmascaradas, locos, que sais-je?, y espero milagros de discreción de nuestros tres cisnes mudos. Aquí tiene una propina preliminar.

Merci infiniment—dijo el conserje, y, como de costumbre, Van se sintió infinitamente conmovido por la cortés hipérbole, que, a decir verdad, no favorecía nada la extinción del pensamiento filosófico.

Reservó dos habitaciones espaciosas, la 509 y la 510, un salón Viejo Mundo de muebles en verde dorado y un encantador dormitorio con el anexo de un cuarto de baño cuadrado, que era evidentemente una habitación transformada (hacia 1875, fecha en la cual el hotel había sido renovado y ambiciosamente mejorado). Van leyó con anticipada emoción estas palabras escritas en un letrero octogonal delicadamente colgado de su cordoncillo rojo: Do not disturb —Prière de ne pas déranger. Cuelgue este aviso del picaporte exterior de la puerta. Informe a la telefonista. (También en francés e inglés. Más escueto en inglés, en una versión impersonal que no sugiere la dulce voz de la chica del teléfono: «Telephone».)

Van encargó a la florista de la planta baja un mar de orquídeas, y al camarero del piso un bocadillo de jamón. Sobrevivió a una larga noche (en la que los grajos de los Alpes importunaban a un alba sin nubes) en una cama que apenas medía los dos tercios del fabuloso lecho del apartamente inolvidable que habían ocupado doce años antes. Tomó el desayuno en su terraza, sin hacer el menor caso de una gaviota llegada en vuelo de reconocimiento. Comió tarde, y se concedió una siesta opulenta. Se dio un segundo baño para ahogar el tiempo, y tardó un par de horas en llegar a paso de paseo, y deteniéndose un banco sí y otro no, al nuevo Bellevue Palace, situado exactamente a ochocientos metros al sureste.

Una barca roja echaba a perder el espejo azul (¡en tiempos de Casanova habría habido centenares de ellas!); los cisnes estaban allí, para el invierno, pero las fúlicas no habían regresado todavía.

Ardis, Manhattan, Mont-Roux, nuestra pequeña pelirroja ha muerto. El maravilloso retrato de Padre por Vrubel, esos diamantes dementes que me miran con fijeza, que están pintados dentro de mí.

Con el ornato que le prestaba la cálida incandescencia de los castaños ensortijados, el Monte Rousset, cuyas pendientes boscosas se alzan por detrás de la ciudad, se mostraba digno de su nombre y de su reputación otoñal, y, en la orilla opuesta del Leman (Leman quiere decir El Amante) se dibujaba a lo lejos la cima del Sexo Negro, el Peñón Negro.

Van tenía demasiado calor, y se sentía incómodo en su camisa de seda y su traje de franela gris, uno de los más viejos de su guardarropa, que había elegido porque le hacía más esbelto... pero habría sido mejor no ponerse aquel chaleco que le estaba demasiado justo. Se sentía nervioso como un chiquillo ante su primera cita. Se preguntó qué debía parecerle más deseable: que la presencia de Ada quedase desde el primer instante diluida entre la de los demás, o que se las arreglara para estar a solas con él, al menos durante los primeros minutos. ¿Era verdad, como se lo aseguraban las putas bien educadas, que las gafas y el bigotito negro le hacían parecer más joven?

Cuando por fin llegó ante la fachada blanca con toldos azules del Bellevue (que, aun siendo el lugar favorito de los ricos estotilandeses, rheinlandeses y vinelandeses, no alcanzaba la superclase del viejo, inmenso y simpático «Trois Cygnes», con su pátina leonada y sus dorados), Van descubrió con consternación que su reloj estaba todavía lejos de marcar las siete, la más temprana hora de la cena en los establecimientos del país. Volvió a cruzar la avenida y tomó un doble kirsch con un terrón de azúcar en un café. En la repisa de la ventana de los lavabos yacía el cadáver disecado de una mariposa-colibrí. Felizmente, los símbolos no existen ni en los sueños ni en los intervalos de la vida de vigilia.

Van empujó la puerta giratoria del Bellevue, tropezó con una maleta de colores chillones, e hizo su entrée a un ridículo paso de carrera. El portero reprendió con dureza al desgraciado mozo del delantal verde que había dejado el objeto en aquel lugar. Sí, esperaban al señor en el salón principal. Un turista alemán corrió detrás de Van para rogarle, con exuberancia y no sin humor, que dispensase a la maleta culpable, cuyo propietario resultó ser.

—Si es así —observó Van —no debería usted permitir que los balnearios peguen sus adhesivos de propaganda en sus propios apéndices íntimos.

La réplica era absurda, y todo el episodio exhalaba una leve aura paramnésica... Un instante después Van recibía en la espalda un mortal balazo de pistola (son cosas que pasan, algunos turistas están completamente desequilibrados), y entraba en una nueva fase de su existencia.

Se detuvo en el umbral del gran salón, pero apenas había comenzado a escrutar el diseminado contenido humano de éste, cuando se produjo una súbita agitación en cierto grupo alejado. Ada, sin consideraciones a la etiqueta, se precipitaba hacia él. Su impulso solitario y apresurado agotó en sentido contrarío todos sus años de separación, mientras dejaba de ser la extranjera de brillo de jade y alto peinado a la moda para volver a ser la jovencita de brazos pálidos y vestida de negro que nunca había dejado de pertenecerle. En aquel particular recodo del tiempo, ellos eran los únicos personajes notoriamente activos y puestos en pie en la inmensa sala, y muchas miradas les siguieron cuando se reunieron a medio camino, como en el centro de un escenario. Pero lo que habría debido ser, en el punto culminante de aquella aproximación majestuosa, del éxtasis que aparecía en los ojos de Ada y en el fulgor de sus joyas, una gran explosión de amor, estuvo envuelto en realidad, por un incongruente silencio. Sin inclinarse, Van se llevó a los labios y besó la mano de cisne de Ada, y luego quedaron el uno ante el otro, mirándose a los ojos, él jugando con unas monedas en el bolsillo del pantalón, bajo la chaqueta «corcovada», ella manoseando su collar, como si cada uno reflejase, por así decirlo, la luz incierta a la que catastróficamente había quedado reducido todo el esplendor de su mutua acogida. Ella era más Ada que nunca, pero un resplandor de elegancia nueva se había añadido a su encanto salvaje. Sus cabellos, aún más negros, estaban peinados hacia atrás, y realzados, por encima de la nuca, en un moño brillante. Y la línea Lucette de su cuello desnudo, fino y recto, impresionó a Van como una sorpresa desgarradora, Trató de construir una frase sucinta (para advertirla de la estratagema que les permitiría concertar una cita), pero aun no había acabado de aclararse la garganta cuando ella le interrumpió con una orden mascullada: Sbrit'usi! (¡Fuera ese bigote!) y, dando la vuelta sobre sus talones, le condujo al fondo del saóln, a aquel rincón remoto desde el que tantos años había tardado en salir a su encuentro.

La primera persona a quien le presentó, una vez llegados a la isla de butacas y autómatas de figura humana reunidos en torno a una mesa baja, en cuyo centro había un cenicero de bronce, fue la cuñada prometida, una dama bajita y regordeta, vestida en un tono gris institutriz. Era de cara ovalada, cabellos castaños cortos, tez amarillenta, ojos de color azul de humo y nada risueños, y tenía una pequeña verruga bastante parecida a un grano de maíz maduro sobre la aleta de la nariz, como un ornamento añadido en una última ocurrencia por la naturaleza a la curva hipercrítica de la fosa nasal (algo no infrecuente en las caras rusas fabricadas en serie).

La mano que se tendió a continuación pertenecía a un señor alto y hermoso, particularmente sólido y cordial, que no podía ser otro que el Príncipe Gremin del increíble libreto. Su enérgico y franco apretón de manos hizo sentir a Van un deseo irresistible de lavar con líquido desinfectante todo contacto con cualquiera de las partes públicas del marido. Pero cuando Ada, otra vez radiante, hizo las presentaciones agitando una invisible varita mágica, el personaje al que Van acababa tontamente de tomar por Andrei Vinelander quedó metamorfoseado en Yuzlik, el talentudo director de aquel Don Juan en el que se había encarnizado el destino hostil. «Vasco de Gama, supongo», marmuró Yuzlik. A su lado, ignorados por él, desconocidos por Ada, y hoy muertos, hace mucho tiempo, de enfermedades anónimas, se encontraban, en actitudes serviles, los dos agentes de Lemorio, el brillante actor (un patán barbudo de genio excepcional —también olvidado hoy —a quien Yuzlik deseaba apasionadamente para su próxima película). Ya dos veces, en Roma y en San Remo, Lemorio había faltado a su compromiso, enviándole sucesivamente, para establecer «contactos preliminares», a aquellos dos personajes de aspecto miserable e incompetente, virtualmente locos, a los que Yuzlik no tenía ya nada que decir una vez agotados todos los temas de conversación (las habladurías del momento, la vida amorosa de Lemorio, el hooliganismo de Hoole, así como los hobbies de los tres hijos de Yuzlik y del hijo adoptivo de los agentes, un lindo muchachito eurasiático que había resultado muerto recientemente en una pelea de night-club... lo cual acababa pronto con ese tema de conversación). Ada había recibido con alegría la presencia real e inesperada de Yuzlik en el vestíbulo del Bellevue, no sólo porque dicha presencia contrapesaba la falsedad y la incomodidad de su primera noche, sino además porque ella esperaba conseguir un papel en What Daisy Knew; por lo demás, y aparte de que la turbación de su espíritu no le dejaba permitirse el lujo de cuidar de sus encantos profesionales, pronto comprendió que, si Lemorio aceptaba su propio papel, exigiría el codiciado por Ada para alguna de sus amantes.

Finalmente Van llegó ante el marido de Ada.

Había asesinado al bueno de Andrei Andreievich Vinelander con tanta frecuencia, de un modo tan radical, al fondo de tantas tenebrosas callejuelas, que aquella noche el pobre hombre de horrible y fúnebre traje cruzado, cara blanda y pastosa, rasgos disconformes, ojos de perro triste llenos de bolsas y frente punteada de gotas de sudor, presentaba todos los signos deprimentes de una resurrección innecesaria. Por un descuido más bien subliminal, Ada olvidó presentar a los dos hombres. El propio esposo pronunció su nombre, patronímico y apellido, con la entonación didáctica de la voz en off de una película educativa rusa. «Qbnimemsya, dorogoy» (abracémonos, viejo amigo), añadió, con voz más vibrante, sin duda, pero con la misma expresión lúgubre (que recordaba curiosamente la de Kosygin, el alcalde de Yukonsk, recibiendo un ramo de flores de una girl-scouto inspeccionando los daños producidos por un terremoto). Su aliento exhalaba un olor que Van identificó asombrado como el de un enérgico tranquilizante a base de neocodeína, prescrito en casos de pseudobronquitis psicopática. Cuando el sombrío rostro de Andrei se aproximaba al suyo, Van distinguió cierto número de verrugas y excrecencias diversas, ninguna de las cuales ocupaba, sin embargo, el provocador lugar en que se instalaba el codicilo nasal de su hermana. Llevaba el pelo, de un color pardo sombrío, tan corto como el de un soldado; se lo cortaba él mismo, a tijera. Tenía el aspecto correcto y cuidado del patricio estociano que se baña una vez a la semana.

Pasamos todos al comedor. Cuando alargaba el brazo para anticiparse al gesto de un camarero que trataba de abrir la puerta, Van rozó a su pasado, y su pasado (que continuaba jugando con el collar) le recompensó con una mirada oblicua «a lo Dolores».

La colocación de los comensales fue confiada al azar.

La vieja pareja formada por los dos agentes de Lemorio —los cuales, para no estar casados, vivían desde hacía bastante tiempo como marido y marido en sus bodas de plata cinematográficas —siguió junto en la mesa, entre Yuzlik, que no les dirigía la palabra, y Van, que estaba siendo torturado por Dorothy. En cuanto a Andrei (el cual hizo una ligera señal de la cruz sobre su indesabotonable abdomen antes de atarse la servilleta alrededor del cuello) se encontró situado entre hermana y esposa. Pidió la «cart de Van» (lo que causó al verdadero Van un dulce regocijo), pero, como era amante de las bebidas fuertes, sólo echó un vistazo a la lista de «blancos suizos» antes de conceder la palabra a Ada, quien pidió en seguida champagne. A la mañana siguiente la dijo que su primo proizvodit udwitel'no simpatichnoe vpechatlenie (causaba una impresión notablemente simpática). La panoplia verbal del buen hombre casi se reducía a lugares comunes rusos notablemente simpáticos, pero, como no le gustaba hablar de sí mismo, hablaba tanto menos cuanto que el monólogo sonoro de su hermana (que rompía contra las orillas rocosas del islote de Van) le magnetizaba, le hipnotizaba y absorbía por entero su atención pueril. Dorothy, con un modesto lamento, se lanzó al preludio del relato tanto tiempo diferido de su pesadilla favorita («Naturalmente, no ignoro que los malos sueños son una zhidovskaia prerogativa de sus enfermos»), pero cada vez que el analista recalcitrante levantaba los ojos del plato para mirar a su vecina, su atención se fijaba con tanta insistencia en la cruz griega, de tamaño casi eclesiástico, que brillaba en un pecho desprovisto de cualquier otra posible causa de interés, que Dorothy creyó oportuno interrumpir su relato (que parecía la erupción de un voícán onírico) para decir:

—Deduzco de sus escritos que es usted terriblemente cínico. ¡Oh, yo comparto plenamente la opinión de Simone Traser de que un punto de cinismo es el ornamento natural del verdadero varón! Pero, no obstante, prefiero advertirle, por si tratase de hacer alguna, que no admito las bromas antiortodoxas.

Pero ya Van tenía más que suficiente de su loca vecina (loca con una locura sin interés). Llegó por poco a restablecer el equilibrio de su vaso, casi volcado por un gesto que había hecho para atraer la atención de Ada, y dijo, sin venir mucho a cuento, y en un tono que Ada calificó poco después de mordiente, amenazador y enteramente inadmisible:

—Mañana por la mañana quiero acapararte, querida. Como quizás te han hecho saber mi abogado, o el tuyo, o ambos, los depósitos de Lucette en diversos bancos suizos... —Ya continuación colocó un informe preparado e inventado in toto de la situación de los bienes de Lucette—. Te propongo, si no tienes otras obligaciones (su mirada interrogativa evitó a los Vinelander y se dirigió sucesivamente a los tres cineastas, que sucesivamente inclinaron la cabeza en señal de imbécil aprobación), que vayamos los dos a ver a Maître Jorat, o Ratón, he olvidado el nombre, mi asesor, enfin, que vive en Luzon, a media hora de coche. Me ha dado ciertos documentos que están en mi hotel, y que es necesario que suspires, quiero decir, que firmes con un suspiro, porque se trata de un asunto enojoso. ¿Entendido? Entendido.

—Pero, Ada —trompeteó Dora—, ¡olvidas que mañana por la mañana queríamos visitar el Instituto de Harmonía Floral en Château Piron!

—Ya lo visitarán pasado mañana, o el martes, o el otro martes —dijo Van—. Habría tenido mucho gusto en conducirles a los tres a ese fascinante lugar de meditación, pero mi pequeño Unseretti deportivo no tiene más que una plaza de pasajero, y temo que ese asunto de los depósitos perdidos sea urgentísimo.

Yuzlik se moría de ganas de colocar una palabra. Van cedió ante el bienintencionado autómata.

—Estoy encantado y me siento honradísimo de cenar con Vasco de Gama —dijo Yuzlik, alzando su vaso hasta la altura de su notable aparato facial.

La misma lectura errónea del nombre (que ilustró a Van sobre las fuentes de información de Yuzlik) se encuentra en Los carillones de Chose (colección de recuerdos escrita por un antiguo camarada de Van, ahora lord Chose, que había trepado a la cucaña del best-seller y se mantenía allí, principalmente a causa de ciertas alusiones indecentes, pero muy divertidas, a la Villa Venus de Ranton Brooks). Mientras rumiaba la enjundia de una réplica adecuada y saboreaba un bocado de sharlott (no me refiero a la charlatanesca Charlotte russe servida en la mayoría de los restaurantes, sino al castillo de corteza caliente y dorada guarnecido con mermelada de manzanas, el verdadero castillo debido al talento de Takomin, el chef del hotel, venido de Rose Bay, California), Van sentía tirar de él a dos deseos contrarios: el de insultar a Yuzlik, que había osado colocar su mano sobre la mano de Ada cuando, un momento antes, le pidió que le pasase la mantequilla (Van estaba infinitamente más celoso que aquel varón de mirada límpida que de Andrei; con un escalofrío de orgullo y de odio recordó que en la Nochevieja de 1893 había embestido a uno de sus primos, el gordo Van Zemski, por permitirse la misma caricia cuando se acercó a saludarles en el restaurante, y, más tarde, con un pretexto cualquiera, le había roto la mandíbula en el club del joven príncipe); y, segundo, el de revelar a Yuzlik la admiración que sentía por La última locura de Don Juan. Como, por razones obvias, no podía permitirse satisfacer el primer deseo, renunció espontáneamente al segundo, que le pareció secretamente maculado de cobarde cortesía, y se contentó con replicar, una vez tragada, finalmente, la masa bañada en ámbar:


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