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Ada o el ardor
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Текст книги "Ada o el ardor"


Автор книги: Владимир Набоков



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—Pero, pero, pero (golpeándose cada vez en la frente)... estar a dos dedos de... de... de... y que entonces ese idiota se ponga a recitar a Keats...

—¡Bozje moi! Tengo que marcharme. Dime algo, amor mío, mi único amor, algo que me sirva de ayuda...

Hubo un estrecho precipicio de silencio, roto sólo por la lluvia que tamborileaba sobre el techo del cobertizo.

—Quédate conmigo, gírl —dijo Van, olvidándolo todo: orgullo, furor, los vulgares convencionalismos de la piedad...

Por un instante ella pareció dudar... o, al menos, tratar de dudar. Pero una voz resonante les llegó desde la alameda y vieron a Dorothy, con una capa gris y un sombrero masculino, que llamaba a Ada agitando enérgicamente su paraguas abierto.

—No puedo, no puedo. Te escribiré —murmuró mi pobre amor, deshecha en lágrimas.

Van besó una mano fría como las hojas, y luego, dejando al Bellevue que se ocupase de su coche, dejando a los cisnes que se ocupasen de sus asuntos y a la señora Scarlet que se ocupase de los trastornos de piel de Eveline, recorrió a pie, a lo largo de las carreteras empapadas, los diez kilómetros que le separaban de Rennaz, y desde allí voló a Niza, Biskra, El Cabo, Nairobi, las montañas caucasianas...


y triste, por encima del Cáucaso...


¿Y escribió Ada? ¡Sí, lo hizo! ¡Todo salió muy bien! La imaginación y la realidad compitieron en una rivalidad sin fin y entre risas de niños. Andrei murió al cabo de algunos meses, po pal'tzam(contando con los dedos), uno, dos, tres, cuatro, digamos cinco. Andrei estaba estupendamente en la primavera de mil novecientos seis o siete, se arreglaba bastante bien con un pulmón deshinchado y una barba de color de paja (nada como la vegetación facial para mantener ocupado a un enfermo). La vida se bifurcó y se rebifurcó, Sí, ella se lo dijo todo. Él insultó a Van en el pórtico pintado de malva de un hotel de Douglas donde Van esperaba a su Ada en una versión definitiva de los Enfants maudits. El señor Tobak (un antiguo cornudo) y lord Erminin (que actuaba por segunda vez) fueron los testigos del duelo, en compañía de algunas grandes yucas altas y algunos pequeños cactus. Vinelander llevaba chaqué (era su estilo) y Van un traje blanco. Ninguno de los dos deseaba arriesgarse: tiraron al mismo tiempo. Cayeron ambos. La bala del señor Chaqué se alojó en la suela del zapato izquierdo (blanco, con talón negro) de Van, haciéndole dar un traspiés y produciendo un ligero hormigueo en el pie: eso fue todo. Van acertó a su adversario de lleno en el bajo vientre, una seria herida de la que se recuperó en tiempo oportuno o no se recuperó nunca (aquí la bifurcación nada entre tinieblas). En realidad, todo fue mucho menos brillante.

¿Así que escribió, como había prometido? ¡Oh, sí, sí! En diecisiete años Van recibió de Ada un centenar de breves notas, cada una de las cuales contenía un centenar de palabras y que constituían unas treinta páginas impresas de un contenido insignificante, especialmente relativo a la salud de su marido y a la fauna de la región. Después de haberla ayudado a cuidar a Andrei en el rancho de Agavia durante algunos años llenos de acrimonia (le reprochaba a Ada hasta el último rato dedicado a la caza de mariposas o a la cría de gusanos) y de haberse ofendido con ella porque eligió la excelente y célebre Clínica Grotonovich (para los interminables períodos de tratamiento de su marido) y no el elegante sanatorio de la Princesa Alashin, Dorothy Vinelander se retiró a una ciudad conventual próxima al Ártico (Uemna, la actual Novostabia), y allí, llegado el momento, se casó con un tal señor Brod o señor Bred, tierno y apasionado, moreno y guapo, representante de cálices y otros objetos de culto para todos los Severniya Territorii, y que más tarde dirigiría (y dirige quizás aún, medio siglo más tarde) las reconstrucciones arqueológicas de Goreloe (la «Herculano de Liaska»). En cuanto a los tesoros enterrados que descubriese en el matrimonio, eso es otra cuestión.

El estado de Andrei continuó agravándose, de modo constante, pero muy lento. En el curso de los dos o tres últimos años de la ociosa existencia que pasó en los lechos de reposo articulados, la posición de cualquiera de cuyas partes podía ser modificada hasta el infinito, perdió el uso de la palabra, aunque conservó la capacidad de inclinar o sacudir la cabeza, fruncir el ceño para reflexionar o sonreír ligeramente mientras aspiraba los efluvios de la comida (origen, ciertamente, de nuestros primeros gozos). Murió un anochecer de primavera, solo en una habitación del hospital, y, en el verano de aquel mismo año (1922), su viuda hizo donación de sus colecciones al museo del Parque Nacional y voló a Suiza, con el propósito de tener allí una «entrevista exploratoria» con un Van que ya tenía cincuenta y dos años.


CUARTA PARTE


I



En este punto, un estudiante de medicina aficionado a interrumpir pregunta al «profe» (con el aire arrogante del guardia de tráfico que quiere ver el permiso de conducción) cómo se las arregla para conciliar su negativa a conceder al futuro el status de «tiempo» con el hecho de que tampoco puede considerársele inexistente, ya que «posee al menos un futuro, quiero decir, un factor, que incluye una noción tan importante como la de necesidad absoluta».

Échenle a la calle. ¿Quién ha dicho que yo moriré?

Para refutar con más elegancia el argumento del determinista: lejos de esperarnos, con su cronómetro y su horca, en algún lugar por delante de nosotros, la Inconsciencia rodea el Pasado y el Presente por todas partes, ya que es una manifestación, no del Tiempo en sí, sino de la consunción natural de todas las cosas, tanto si tienen como si no tienen consciencia del Tiempo. El hecho de que yo sepa que otros mueren no tiene nada que ver con la cuestión. También sé que usted, y probablemente yo, hemos nacido, pero eso no prueba que hayamos pasado por la fase cronal que se llama «Pasado»; es mi Presente, mi breve instante de consciencia, quien me dice que lo he hecho, y no el trueno silencioso de la infinita inconsciencia propio de mi nacimiento, hace cincuenta y dos años y ciento noventa y cinco días. Mi primer recuerdo se remonta a mediados de julio de 1870, es xlecir, a mi séptimo mes de vida (para la mayoría de las personas, el recuerdo consciente aparece mucho más tarde, a partir de los tres o cuatro años): una mañana, en nuestra villa de la Riviera, cayó sobre mi cuna un pedazo de escayola verde desprendido de la decoración del techo por un temblor de tierra. Los ciento noventa y cinco días que precedieron a aquel acontecimiento no se distinguen de la inconsciencia infinita, y, en consecuencia, no pueden ser incorporados al tiempo perceptivo, de donde se deduce que, por lo que hace a mi mente y al orgullo que siento por ella, hoy, quince de julio de 1922, tengo exactamente cincuenta y dos años « et trêve de mon style plafond peint»

En ese mismo sentido del tiempo perceptivo individual, puedo dar marcha atrás en mi Pasado, gustar el momento actual del recuerdo, tanto como he gustado aquel cuerno de la abundancia del que se desprendió la pina de estuco que por poco me rompe la cabeza, e imaginar que un cataclismo cósmico o corporal podría en un momento... no matarme, pero sí sumergirme en un estado de estupor permanente de nuevo tipo, sensacional para la ciencia, privando así de todo sentido cronal o lógico a la disolución natural Y, lo que es más, ese razonamiento vale para una forma de tiempo mucho menos interesante (aunque importante, importante), el Tiempo Universal («¡cuánto tiempo hemos pasado segando cuellos!»), llamado también Tiempo Objetivo (en realidad, un tejido grosero de tiempos particulares), es decir, la Historia, de la humanidad y del humor, y cosas por el estilo. Nada impide que la humanidad como tal no tenga futuro en absoluto —si, por ejemplo, nuestro género humano, evolucionando imperceptiblemente (ahí está la astucia de mi razonamiento) se transforma en una especie novo sapiens, o cualquier otro subgénero, que posea otras maneras de ser o de soñar, más allá de la noción humana de Tiempo. En ese sentido, el hombre no morirá nunca, porque puede que, en su proceso evolutivo, no exista un punto taxonómico que corresponda al último estadio del hombre, a lo largo de la cadena de pequeños cambios que le transforme en un Neohomo o en algún horrible y palpitante humor viscoso. Creo que nuestro amigo no volverá a molestarnos.

Mi finalidad, al escribir La Textura del Tiempo, obra difícil y deleitable que me dispongo a poner sobre la mesa ya iluminada del lector aún ausente, consiste en purificar mi propia noción de «tiempo». Voy a examinar la esencia del Tiempo, no su transcurrir, porque no creo que su esencia pueda reducirse a su transcurrir. Deseo acariciar al Tiempo.

Uno puede estar enamorado del Espacio y de sus posibilidades: la velocidad, por ejemplo, la velocidad lisa, el silbido de su sable, la gloria aquilina de la velocidad domada, el grito de alegría de la curva. Y uno puede estar enamorado del Tiempo, ser un sibarita de la duración. Yo amo sensualmente al Tiempo, su tejido y su extensión, la caída de sus pliegues, el mismo carácter impalpable de su cendal grisáceo, el frescor de su continuum. Querría hacer algo con él, abandonarme a un simulacro de posesión. Sé que todos cuantos han tratado de llegar al Castillo Encantado se han perdido en la noche o han quedado atascados en el Espacio. Sé también que el Tiempo es un perfecto caldo de cultivo para las metáforas.

—¿Por qué es tan difícil —tan vergonzosamente difícil– fijar en la mente el concepto de Tiempo y conservarlo allí para su examen? ¡Qué esfuerzos, qué tanteos, qué irritante fatiga! Es tan difícil como hurgar con una mano en la guantera del coche en busca del mapa de carreteras —se encuentra la de Montenegro o la de los Dolomitas, dinero, un telegrama, todo menos esa extensión de tierra caótica que separa Ardez de Soprano-no-se-qué —por la noche, bajo la lluvia, mientras se trata de aprovechar una luz roja en el negro opaco, mientras funciona el metrónomo, el cronómetro de los limpiaparabrisas, y el dedo ciego del espacio aprieta y desgarra la Textura del Tiempo. Y el propio san Agustín, en su lucha con el mismo tema, hace mil quinientos años, ha conocido ese tormento curiosamente físico de la inteligencia que desfallece, los shcbe-kotiki(cosquilieos) de la aproximación, las fugas del agotamiento cerebral —pero él, al menos, podía volver a cargar su cerebro con la energía que Dios le facilitaba (colocar aquí una nota sobre el placer que se siente al verle activar su trabajo, entremezclando sus cogitaciones, bajo las estrellas y en el desierto, con pequeños y vigorosos golpes de oración).

Otra vez perdido. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estoy? Carretera fangosa. Coche parado. El tiempo es ritmo: ritmo de insecto en una noche cálida y húmeda, onda cerebral, respiración o martilleo en mi sien: esos son nuestros fieles relojes. Y la razón corrige el latido febril. Uno de mis enfermos era capaz de discernir el ritmo de relámpagos que se sucedían cada tres milésimas de segundo (¡0,003!). Sigamos.

¿Qué es eso que me ha dado un golpecito con el codo y me ha reanimado hace un momento, cuando se detuvo una idea? ¡Ah, sí! Tal vez la única cosa que permite entrever el sentido del Tiempo es el ritmo. No los latidos recurrentes del ritmo, sino el vacío que separa dos de esos latidos, el hueco gris entre las notas negras: el Tierno Intervalo. La pulsación misma no hace sino recordar la triste idea de la medida, pero entre dos pulsaciones hay algo que se parece al verdadero Tiempo. ¿Cómo puedo extraerlo de ese tierno hueco? El ritmo no debe ser ni demasiado lento ni demasiado rápido. A un latido por minuto, mi sentido de la sucesión queda completamente superado, y cinco oscilaciones por segundo producen una oscuridad de la que no es posible salir. El ritmo lento disuelve el Tiempo, el ritmo rápido no le deja lugar. Que me den, pongamos, tres segundos, y podré hacer estas dos cosas: percibir el ritmo y sondar el intervalo. ¿He hablado de un hueco, de un agujero sombrío? Pero eso no es sino el Espacio, el traidor, que vuelve por la puerta trasera, con su péndulo, mientras yo busco a tientas la significación del Tiempo. Lo que me esfuerzo en captar es precisamente el Tiempo, que el Espacio me ayuda a medir, y no es sorprendente que no consiga captar el Tiempo, porque la misma absorción de conocimientos tiene que tomarse tiempo.

Si los ojos me informan sobre el Espacio, los oídos me informan sobre el Tiempo. Pero mientras es posible contemplar el Espacio, ingenuamente tal vez, pero de una manera directa, yo no puedo escuchar el Tiempo más que entre los acentos, preocupado y precavido durante un breve instante cóncavo, con la certeza creciente de que no escucho al Tiempo mismo, sino la sangre que circula en mi cerebro, y, desde mi cerebro, a través de las venas del cuello, se dirige hacia el corazón, asiento de males particulares que nada tienen que ver con el Tiempo.

La dirección del Tiempo, la flecha del Tiempo, el Tiempo de sentido único, es algo que me parece útil durante un momento, pero pronto se reduce a una ilusión vinculada por lazos oscuros a los misterios del crecimiento y de la gravitación. La irreversibilidad del Tiempo (que no lleva a ninguna parte, digámoslo en seguida) es fruto de una perspectiva de campanario: si nuestros órganos y nuestros orgatrones no hubiesen sido asimétricos, habríamos podido tener una visión anfiteatral y perfectamente grandiosa del Tiempo, como esas montañas de contornos recortados en la noche en torno a un villorrio centelleante y satisfecho. Se dice que si una criatura pierde sus dientes y se convierte en pájaro, todo lo que podrá hacer cuando de nuevo tenga necesidad de dientes será desarrollar un pico dentado, que nunca equivaldrá a la verdadera dentición de que antes estaba provista. Estamos en pleno eoceno, y los actores que aparecen en ese escenario son fósiles. Es éste un divertido ejemplo de la manera de hacer trampa que caracteriza a la naturaleza, pero su relación, directa o indirecta, con el Tiempo esencial, rectilíneo o redondo, no es mayor que la que tiene el hecho de que yo escriba de izquierda a derecha con el curso de mi pensamiento.

Y, ya que hablamos de evolución, ¿podemos imaginar el origen del Tiempo, y los escalones o vados por los que transitó, y las mutaciones que desechó? ¿Ha habido alguna vez una forma de Tiempo «primitiva», durante la cual, por ejemplo, el Pasado, aún no claramente diferenciado del Presente, dejase aparecer sus formas y fantasmas a través de un «ahora» todavía blando, largo y larval? ¿O es que la evolución no ha afectado más que a la medida del tiempo, del reloj de arena al reloj atómico, y de éste al pulsar portátil? ¿Y cuánto tiempo necesitó el Tiempo Antiguo para convertirse en el Tiempo de Newton? «Pondera el Huevo», como decía el gallo francés a sus gallinas.

Tiempo Puro, Tiempo Perceptivo, Tiempo Tangible, tiempo libre de todo contenido, contexto y comentario corriente —ése es mi tiempo y mi tema. Todo lo demás es sólo símbolo numérico, o algún aspecto del Espacio. La textura del Espacio no es la del Tiempo, y el anormal y abigarrado juguete de cuatro dimensiones que han producido los relativistas es un cuadrúpedo, una de cuyas patas habría sido remplazada por la sombra de una pata. Mi Tiempo es también el Tiempo Inmóvil (en seguida nos desembarazaremos del tiempo «fluyente», el tiempo de la clepsidra y de los W.C.).

El único Tiempo por el que me intereso es el Tiempo detenido por mí y del cual mi mente se ocupa en una intensa atención voluntaria. Así, pues, sería ocioso y erróneo mezclar con él el tiempo «que pasa». Sin duda, tardo «más tiempo» en afeitarme cuando mi pensamiento «ensaya» palabras; sin duda, no soy consciente de que me retraso hasta que consulto el reloj; sin duda, a los cincuenta años, me parece que el tiempo del calendario corre más de prisa, porque se da en fracciones que constituyen fragmentos cada vez más pequeños de mi creciente fondo existencia!, y también porque me aburro menos de lo que me aburría de niño, entre un juego tedioso y un libro más tedioso todavía. Pero esa «aceleración» depende precisamente del hecho de que no atendemos al Tiempo.

Es una tarea extraña este intento de determinar algo que consiste en fases fantasmales. Sin embargo, estoy persuadido de que el lector, que frunce el ceño al leer estas líneas (pero que, al menos, olvida su desayuno), admitirá que no hay nada más espléndido que el pensamiento solitario. Ahora bien, el pensamiento solitario debe proseguir su camino, o —para ser más moderno– su pista, a bordo, por ejemplo, de un coche griego maravillosamente equilibrado y sensible, que manifiesta la suavidad de sus características y la excelencia de su mantenimiento en cada una de las curvas del puerto alpino.

Antes de continuar, debemos precavernos contra dos errores. El primero es la confusión entre los elementos temporales y los espaciales. Ya hemos denunciado en estas notas (actualmente en proceso de redacción, gracias a una media jornada libre, en un viaje decisivo) a ese impostor llamado Espacio; más tarde le citaremos a juicio, en el curso de nuestra investigación. El segundo error que hemos de rechazar es un hábito de lenguaje que conservamos desde tiempo inmemorial. Consideramos al Tiempo como una especie de arroyo, sin gran relación con un verdadero torrente alpino cuya blancura destaca sobre un fondo de roca negra, o un gran río de color sucio en un valle ventoso, pero en permanente fluir a través de nuestros paisajes cronográficos. Estamos tan habituados a ese espectáculo mítico, tenemos tal necesidad de licuar hasta el menor coágulo de vida, que acabamos por no poder hablar de Tiempo sin hablar de movimiento. Es verdad que ese sentido del movimiento procede de fuentes muy naturales, o, al menos, familiares: el conocimiento innato que tiene el cuerpo de su circulación sanguínea, el vértigo ancestral provocado por la salida y la puesta de los astros, y, por supuesto, nuestros métodos de medida, como la sombra móvil del reloj de sol, la caída de la arena en el de arena, los saltitos de la segundera... con lo que hemos vuelto otra vez al Espacio. Consideremos los marcos, los receptáculos. La idea de que el Tiempo «corre» en un sentido tan natural como el de la caída de una manzana en un jardín, implica que «corre» por y a través de algo, y si pensamos que ese «algo» es el Espacio, no nos queda sino una metáfora que «corre» a lo largo de una cinta métrica.

Pero, anime meus, desconfía de la llamada marcel-wavedel arte elegante; evita el lecho proustiano y el «juego de palabras» asesino (que es en sí mismo un suicidio, como lo entenderán los conocedores de Verlaine).

Ahora estamos preparados para enfrentarnos con el Espacio. Rechazamos sin remordimientos el concepto artificial de un tiempo viciado por el espacio, parasitado por el espacio, el espacio-tiempo de la literatura relativista. Quien encuentre gusto en ello, puede sostener que el Espacio es la cara externa del Tiempo, o el cuerpo del Tiempo, o que el Tiempo está empapado de Espacio, o viceversa, o que, de determinada y curiosa manera, el Espacio es meramente un subproducto del Tiempo, o, mejor, su cadáver, o que, a fin de cuentas, a final fin de cuentas, el Tiempo es el Espacio; esa clase de parloteo puede resultar agradable, sobre todo cuando uno es joven; pero nadie conseguirá hacerme creer que el movimiento de un objeto (digamos, una aguja) a través de un determinado trozo de Espacio (digamos, la esfera de un reloj) sea algo de la misma naturaleza que el «paso» del Tiempo. Un objeto que se mueve no hace otra cosa que atravesar una extensión de cualquier otra materia para cuya medida sirve, pero nada nos dice sobre la verdadera e impalpable estructura del Tiempo. Del mismo modo, una cinta graduada, aun cuando fuese de una magnitud infinita, no es el Espacio, y el cuentakilómetros más preciso no puede representar la carretera que yo veo como un sombrío espejo de lluvia bajo las ruedas que giran, y oigo como un susurro, y respiro como una noche húmeda de julio en los Alpes, y siento como una base lisa. Nosotros, pobres espacíanos, estamos mejor adaptados, en nuestro Lacrima val,1 a la Extensión que a la Duración: nuestro cuerpo es capaz de llegar mucho más lejos que nuestra memoria voluntaria. Yo no puedo (aunque ayer mismo traté de reducirlo a elementos mnemotécnicos) recordar el número de matrícula de mi nuevo coche, pero puedo sentir el asfalto bajo sus neumáticos delanteros, como si éstos formasen parte de mi propio cuerpo. Pero también el Espacio en sí (lo mismo que el Tiempo) es algo que no puedo comprender: un lugar en el que se da el movimiento. Un protoplasma en el cual la materia —concentración de protoplasma espacial– está comprimida y organizada. Es posible medir los glóbulos de materia, y las distancias que separan a unos de otros, pero el protoplasma espacial, en sí mismo, no es reducible a número.

Medimos el Tiempo (el segundero trota, el minutero avanza a sacudidas, de una rayita a la siguiente) en función del Espacio (sin conocer la naturaleza del uno ni del otro), pero la evaluación del Espacio no exige siempre Tiempo —o, al menos, no requiere más tiempo que el «ahora» de un presente especioso. La posesión perceptiva de una unidad de Espacio es prácticamente instantánea, cuando, por ejemplo, la mirada de un buen conductor registra el símbolo de una señalización de tráfico (una mezcla de colores y formas que quienes la han visto bien reconocen en un «nada» de tiempo como la indicación de un túnel), o algo de una importancia menos inmediata, como el delicioso signo de Venus, que podría creerse erróneamente que significa permiso para que las putillas hagan auto-stop, y que, en realidad, indica a los fieles que una iglesia se refleja en el río. Sugiero el empleo suplementario de un signo de párrafo (§) para las personas que leen conduciendo.

El Espacio se relaciona con nuestros sentidos de la vista, del tacto y del esfuerzo muscular; el Tiempo tiene cierta vaga relación con el oído (y, sin embargo, un sordo percibiría el «fluir» del tiempo incomparablemente mejor que un hombre cojo, manco y ciego la simple idea de «fluir»), «El Espacio es un hormigueo en nuestro ojo, y el Tiempo un canto en nuestro oído», dice un poeta moderno, John Shade, citado por un filósofo imaginario («Martin Gardiner») en El Universo Ambidextro, página 165 de la edición inglesa. El Espacio revolotea hasta el suelo, pero el Tiempo se queda entre el pulgar y el pensador cuando monsieurBergson utiliza las tijeras. El Espacio pone sus huevos en los nidos del Tiempo: un «antes» aquí, un «después» allá, y una nidada moteada de «puntos mundiales» de Minkowski. Una extensión de Espacio es orgánicamente más fácil de medir por la mente que una «extensión» de Tiempo. La noción de Espacio ha debido formarse antes que la noción de Tiempo (Guyau, en Whitrow). El vacío indiscernible (Locke) del espacio infinito se distingue mentalmente (y, por otra parte, no podría ser imaginado de otra manera) del vacío ovoide del Tiempo El Espacio medra a base de cantidades irracionales, el Tiempo no se reduce a raíces en el encerado. Es posible que la misma porción de Espacio parezca más extensa a una mosca que al filósofo S. Alexander, pero lo que para éste es un momento no son «horas para la mosca», porque, en ese caso, las moscas no esperarían a que las aplastasen con la palmeta. Yo no puedo imaginar el Espacio sin el Tiempo, pero puedo muy bien imaginar el Tiempo sin Espacio. El «Espacio-Tiempo», ese horrible híbrido, parece falso incluso en su guión intermedio. Es posible odiar el Espacio y amar el Tiempo.

Hay personas que saben plegar un mapa de carreteras. El autor de este libro no es una de ellas.

Creo llegado el momento de hablar un poco de mi actitud a propósito de la «Relatividad». No es la de un simpatizante. Lo que un gran número de cosmólogos tiene tendencia a considerar como una verdad objetiva es en realidad el vicio propio de las matemáticas orgullosamente disfrazado de verdad. El cuerpo de la persona atónita que se desplaza por el espacio se achata en la dirección del movimiento, y se empequeñece catastróficamente a medida que su velocidad se aproxima a la velocidad más allá de la cual, en virtud de una fórmula inverosímil, no puede haber velocidad. Lo lamento por esa persona (no por mí), pero rechazo la historia de que su reloj se atrasa. El Tiempo, que, para ser aprehendido, requiere la mayor pureza de conciencia psicológica, es el elemento más racional de la vida, y mi razón se siente insultada por esos vuelos de la Ficción Tecnológica. Una conclusión especialmente grotesca, sacada (por Engelwein, según creo) de la Teoría de la Relatividad (y que le destruye, si está correctamente sacada) es que el galactonauta y sus animales domésticos, al regreso de una caminata por los veloces spas del Espacio, serían más jóvenes que si se hubiesen quedado todo el tiempo entre nosotros. Imaginadles, saliendo de su arca aèrea como esos rotarios rejuvenecidos por sus galas de pollitos, descendiendo de sus enormes autocares de alquiler, que se detienen, con un odioso abuso de guiños de faros, ante el coche de un automovilista impaciente, justo en el punto en que la carretera se vuelve enteca para meterse en el cuello de botella de una aldea de montaña.

Podemos considerar que dos acontecimientos son percibidos simultáneamente cuando corresponden al mismo momento de la atención; del mismo modo (¡insidiosa comparación, obstáculo imposible de apartar!) que podemos poseer visualmente una unidad de espacio: por ejemplo, un disco rojo con el interior blanco, y, en éste, el dibujo de un cochecito visto de frente, que prohibe el acceso a la callejuela en la que, sin embargo, acabo de meterme con un furioso coup de volant. Sé que los relativistas, estorbados por sus «señales luminosas» y sus «relojes de viaje», tratan de demoler la idea de simultaneidad a escala cósmica, pero imaginemos una mano gigantesca cuyo pulgar reposara en una estrella y el meñique en otra... ¿No tocaría al mismo tiempo las dos estrellas? ¿O las coincidencias táctiles son aún más falaces que las coincidencias ópticas? Creo que será mejor que retroceda y escape de este callejón sin salida.

En los meses más productivos del episcopado de san Agustín, Hipona se vio afectada por una sequía tan impresionante que hubo que sustituir (las clepsidras por relojes de arena. San Agustín definía el Pasado como lo que ya no es, y el Futuro como lo que aún no es (de hecho, el futuro es un fantasma que pertenece a otra categoría, esencialmente distinta a la del Pasado, que, al menos, estaba ahí hace un instante; ¿dónde lo he metido?; ¿en mi bolsillo? Pero la misma búsqueda es ya «pasado»).

El Pasado es inmutable, intangible y no susceptible de «volver a ser visitado», calificativos que no pueden aplicarse a esta parte del Espacio que veo, por ejemplo, como una villa blanca con un garaje más blanco aún (más nuevo) y siete cipreses de alturas diferentes, desde el alto domingo hasta el pequeño sábado, vigilando el camino particular que serpentea entre los arbustos encanijados hasta la carretera (pública) que enlaza Sorcière con la,autopista de Mont-Roux (a más de ciento cincuenta kilómetros).

Procederé ahora a considerar el Pasado como una acumulación de sensa, objetos de percepción, y no como esa disolución del Tiempo implicada en ciertas metáforas inmemoriales que expresan la transición. El «paso del tiempo» es sólo una ficción de la mente, sin contrapartida objetiva, pero que se presta al juego de las analogías espaciales. Sólo se ve en el espejo retrovisor, en las formas y las sombras, los alerces y los pinos, que se alejan en montones confusos. El perpetuo desastre del tiempo que se va, de la caída de piedras, de los deslizamientos de tierras, de esas carreteras de montaña en las que siempre hay piedras que caen y hombres que trabajan.

Construimos modelos del Pasado que utilizamos más tarde espacioló-gicamente para materializar y reconstruir el Tiempo. Tomemos un ejemplo bien conocido. Zembre, un antiguo pueblo a orillas del Minder, cerca de Sorcière, en el Valais, estaba desapareciendo gradualmente entre inmuebles de nueva construcción. A comienzos de siglo había adquirido un aspecto decididamente moderno, y los organismos para la conservación de monumentos tuvieron que intervenir. Hoy, tras años de reconstrucción minuciosa, una ráplica del viejo Zembre, con su castillo, su iglesia y su molino, extrapolados a la otra orilla del Minder, se alza frente a la ciudad modernizada, de la que sólo la separa la extensión de un puente. Ahora bien, si se sustituye la visión espacial (la del helicóptero) por una visión cronal (la del retrovisor), y el modelo material del viejo Zembre por un modelo mental de la ciudad en el Pasado (digamos, hacia 1822), se descubre que la ciudad moderna y el modelo de la ciudad antigua no son como dos puntos situados en el mismo lugar en dos momentos diferentes (en la perspectiva espacial, están, en el mismo momento, en lugares diferentes). El espacio en el cual se coagula la ciudad moderna es instantáneamente real, mientras que el que sirve de marco a su imagen retrospectiva (distinta de la reconstitución material) brilla con luz trémula en un espacio imaginario, y no existe puente alguno que nos permita pasar de uno a otro. En otros términos, como se dice cuando el autor y el lector forcejean sin encontrar la salida, en una desesperada confusión mental, al construir en nuestro espíritu un modelo de la vieja ciudad del Minder no hacemos sino «espacializarla» (o extirparla realmente de su elemento propio para echarla sobre las orillas del Espacio). Por eso la palabra siglo no corresponde en modo algunoa los cien pies de acero del puente que enlaza la ciudad moderna y la «antigua» reconstruida. Eso era lo que queríamos probar, y lo hemos probado.

El Pasado es, pues, una constante acumulación de imágenes. Uno puede, a voluntad, escucharlo y contemplarlo, gustarlo y tantearlo intermitentemente, de modo que pierde la significación que reviste en el más amplio sentido teórico, a saber, el de una sucesión ordenada de acontecimientos interrelacionados. Se transforma entonces en un caos generoso, del cual el genio del recuerdo total, conjurado en esta mañana estival de 1922, puede sacar lo que le venga en gana: los diamantes desperdigados por el parquet en 1888; una bella pelirroja con sombrero negro en un bar de París en 1883; la semisonrisa pensativa de una joven institutriz inglesa volviendo a cubrir delicadamente el infantil prepucio tras el ligero retozo extra de la noche en 1880; en 1884, una niña que lame la miel del desayuno chupándose las uñas terriblemente roídas de sus dedos abiertos; la misma, a los treinta y tres años de edad, confesando, algo tardíamente, que no le gustan las flores en jarrones; el atroz dolor que le hirió en el costado bajo la mirada de dos niños que llevaban un cesto de setas, en el gozoso ardor del bosque de pinos; y la asustada protesta del claxon del coche belga al que adelantó ayer en esa curva sin visibilidad de la carretera de montaña. Tales imágenes no nos dicen nada de la Textura del Tiempode que forman parte, salvo, quizás, en un caso, que resulta difícil de establecer. La coloración de un objeto surgido en el recuerdo (u otra cualquiera de sus características visuales), ¿difiere de una fecha a otra? El tono de color de un objeto, ¿me permitiría determinar si el objeto en cuestión se sitúa antes o después en la estratigrafía de mi Pasado? ¿Existe algún uranio mental cuya descomposición pudiera utilizarse para medir la edad de un recuerdo? La principal dificultad, me apresuro a explicarlo, consiste en la incapacidad en que el experimentador se encuentra de servirse del mismo objeto en momentos diferentes (por ejemplo, la estufa holandesa de los pequeños veleros azules en el cuarto de los niños de Ardis, en 1884 y en 1888), porque las diversas impresiones (dos, en nuestro caso) se mezclan y forman en la mente una imagen compuesta; pero si se escogen objetos diferentes (por ejemplo, las caras de dos cocheros memorables, Ben Wright en 1884 y Trofim Fartukov en 1888), resulta imposible, hasta donde he podido comprobarlo en el curso de mis investigaciones, evitar la intrusión no ya sólo de características diferentes, sino además de circunstancias emocionales, que no permiten considerar que fuesen esencialmente iguales antes, si puede decirse así, de ser expuestos a la acción del Tiempo. No estoy seguro de que objetos así no puedan ser descubiertos. En mi trabajo profesional, en mis laboratorios de psicología, he ideado cierto número de tests muy ingeniosos (uno de los cuales —el método para descubrir si una mujer es virgen, sin necesidad de recurrir al examen médico —lleva hoy mi nombre). Podemos admitir, por consiguiente, que es posible efectuar la experiencia —y constituye un verdadero suplicio de Tántalo el descubrir ciertos niveles exactos de saturación decreciente o de creciente luminosidad, tan exactos que el «algo» que percibo de una manera vaga en la imagen de la persona que recuerdo pero no puedo identificar, y que «de algún modo» sitúa esa persona en mí infancia más bien que en mi adolescencia, puede recibir, si no un nombre, al menos una fecha precisa, exempli gratia, el primero de enero de 1908 (¡eureka!, el ejemplo ha sido eficaz: esa persona es el antiguo preceptor de mi padre, que me traía Alice in the Camera Obscura para mi octavo aniversario).


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