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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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—¿Cuánto tiempo vas a estar en Lute? No, Greg, he sido yo quien lo ha pedido. Ya pagarás la segunda botella. Dime...

—¡Qué extraño resulta recordarlo! Era la fantasía, el frenesí, la realidad elevada a la potencia x. Francamente, habría consentido de buena gana en que un tártaro me cortara la cabeza si ella me hubiera permitido a cambio que le besase el tobillo Tú, que eres su primo, casi su hermano, no puedes comprender la fuerza de aquella obsesión. ¡Ah, aquellos pic-nics! Y el pobre Percy de Prey, que se jactaba de sus éxitos y me volvía loco de envidia y de pena; y el doctor Krolik, que también la amaba, según se decía; y Phil Rack, aquel compositor genial... Muertos, todos muertos.

—Yo sé muy poco de música, pero me encantó hacer aullar de dolor a tu compinche. Lo siento, pero tengo un compromiso para dentro de unos minutos. Za tvoyo zdorivie, Grigori Akimovich.

—Arkadievich —dijo Greg, que había dejado pasar el error la primera vez, pero que lo corrigió ahora de un modo mecánico.

—¡ Ach, sí! ¡Estúpido lapsus de una lengua descuidada! Y ¿cómo está Arkadi Grigorievich?

—Murió. Unos días antes que tu tía. Me parece que los periódicos rindieron un bello tributo a su talento. ¿Y dónde está ahora Adelaida Danilovna? ¿Se casó con Christopher Vinelander o con su hermano?

—Está en California, o en Arizona. Él se llama Andrey, según creo. Quizá me equivoque. A decir verdad, nunca he conocido muy bien a mi prima. Después de todo, sólo visité Ardis un par de veces, y sólo unas semanas, hace ya años.

—Alguien me ha dicho que es artista de cine.

—No tengo ni idea. Nunca la he visto en la pantalla.

—¡Oh, sería terrible, francamente, enchufar la dorotele y verla aparecer de pronto! Sería como el hombre que se está ahogando y recuerda todo su pasado... y los árboles, y las flores, y Dack, con su diadema... Debió afectarla mucho la terrible muerte de su madre.

Le gusta la palabra «terrible», «francamente». Es terrible su traje, terrible el tumor. ¿Por qué tengo que soportarle? Repugnante... y, al mismo tiempo, fascinante, de un modo casi sobrenatural: mi sombra parlanchina, mi doble cómico.

Van estaba a punto de levantarse e irse cuando un chófer de uniforme, muy compuesto, se presentó para anunciar a my lordque su señora estaba aparcada en la esquina de la rueSaigón, esperándole.

—¡Ah! —dijo Van—. Veo que utilizas tu título inglés. Tu padre prefería pasar por coronel checo.

—Maude es angloescocesa y, bueno, le gusta así. Encuentra que un título favorece en el extranjero. A propósito, alguien me ha dicho... sí, Tobak... que Lucette está en el Alfonso Cuarto. No te he preguntado por tu padre. ¿Se encuentra bien? (Van hizo una reverencia). Y ¿qué ha sido de la guvernantka belletristka?

—Su última novela se titula L'ami Luc. Acaba de obtener el Premio de la Academia Lebon por su fecundidad literaria.

Se separaron riendo.

Un momento más tarde, como ocurre tan a menudo en los vodeviles y en las ciudades extranjeras, Van tropezó con otro antiguo conocimiento. Con un escalofrío de placer vio a Córdula, enfundada en una estrecha falda escarlata, prodigando, en lenguaje infantil, palabras de consuelo a dos desgraciados cachorrillos caniches atados a una argolla ante una charcutería. Van le hizo una caricia con la punta de los dedos y, cuando ella se irguió y se volvió indignada (indignación que cedió inmediatamente el campo a la alegría del reencuentro), citó el dístico, ya gastado, pero apto para las circunstancias, que conocía desde los lejanos tiempos en que sus compañeros de colegio le daban la tabarra con él:

Los Veen sólo hablan a los Tobak,

pero los Tobak sólo hablan a los perros.

El paso del tiempo no había hecho más que perfeccionar la belleza de Córdula, y, aunque la moda hubiese cambiado más de una vez desde 1889, aquel año los peinados y la línea de las faldas habían hecho un regreso efímero (otra señora infinitamente más elegante que Córdula estaba ya mucho más adelantada) al estilo que floreciera unos doce años antes, aboliendo la interrupción de la aprobación y del placer rememorados. Córdula se desbordó en un torrente de preguntas corteses, pero Van tenía un asunto más urgente del que ocuparse... mientras la llama todavía brillaba.

—No desaprovechemos la tumescencia del tiempo reencontrado con efusiones de parloteo. Estoy reventando de energía, si es eso lo que quieres saber. Y ahora, escucha. Puede que te parezca estúpido e insolente, pero tengo una pregunta urgente que hacerte: ¿estás dispuesta a colaborar conmigo en la cornificación de tu marido? ¡Es imperativo!

—Verdaderamente, Van —exclamó Córdula, enfadada—, te pasas de la raya. Soy una esposa feliz. Mi Tobachok me adora. Tendríamos ya diez hijos si no hubiese sido prudente con él y con los otros.

—Te alegrará saber que este otro ha sido encontrado perfectamente estéril por los médicos.

—Bueno, eso es justamente lo que yo no soy. Creo que haría parir a una mula sólo con mirarla. Por otra parte, hoy almuerzo con los Goal.

—Es extraño. Una jovencíta excitante como tú que se deja enternecer tan fácilmente por los caníches y que, sin embargo, rechaza a un viejo Veen panzudo y tieso.

—En cuestión de galantería, los Veen son unos mastines demasiado peligrosos.

—Puesto que coleccionas adagios, deja que te cite uno de Arabia: el Paraíso es sólo un assbaa al sur de la cintura de una bella muchacha ¿Y bien?

—Eres imposible. ¿Dónde y cuándo?

—¿Dónde? En ese hotelito cochambroso de la acera de enfrente. ¿Cuándo? En seguida, por supuesto. Todavía no te he visto en un bidet... es todo lo que nos permite el tout confort.

—Tengo absoluta necesidad de volver a casa antes de las once y media. Son ya casi las once.

—Cinco minutos me bastarán. ¡Por favor!

A horcajadas, Córdula parecía una niña que se hace la valiente la primera vez que sube a un tiovivo. Hacía una mueca rectangular mientras usaba el vulgar aparato. Las tristes peripatéticas lo hacen con una cara inexpresiva, con los labios apretados. Ella se sentó encima dos veces. Su alegre ejercicio y su repetición duraron en total no cinco, sino quince minutos. Van, muy satisfecho de sí mismo, la acompañó un rato por el verde y oscuro Bois de Belleau, en dirección a su osobnyachyok(hotelito particular).

—Ahora recuerdo —dijo Van —que ya no utilizo nuestro apartamento de Alexis Avenue. Hace siete años que instalé allí a unas pobres gentes, la familia de un oficial de policía que había sido lacayo en la casa de campo del tío Dan. El policía está ahora muerto, y su viuda y sus tres hijos han vuelto a Ladore. Tengo la intención de deshacerme del apartamento. Acéptalo como regalo de bodas, un poco tardío, de un fiel admirador. ¿De acuerdo? De acuerdo. Algún día volveremos a empezar. Mañana tengo que estar en Londres, y el día 3, mi barco preferido, el Almirante Tobakoff, me llevará a Manhattan. Hasta la vista. Dile que tenga cuidado con las puertas bajas. Los cuernos son a veces muy sensibles en su primera edad. Greg Erminin me dijo que Lucette está en el Alfonso Cuarto.

—Exacto. Y la otra, ¿dónde está?

—Creo que es mejor que nos separemos aquí. Son las doce menos veinte. Tienes el tiempo justo de llegar.

—Hasta la vista. Eres un chico muy malo, y yo una chica muy mala, pero ha sido divertido, aunque me hayas hablado como no hablarías a una amiga, sino como hablarás probablemente a las putillas. Aquí tienes yna dirección ultrasecreta donde siempre (hurgando en su bolso) podrás encontrarme (encuentra una tarjeta de visita con las armas de su marido y garrapatea un criptograma), en Malbrook, Mayne. Paso allí todo el mes de agosto cada año.

Miró a derecha e izquierda, se alzó sobre la punta de los pies como una bailarina y besó a Van en la boca. ¡Adorable Córdula!

III



El portero sin edad, de mentón borbónico, cabellos negros y planchados, al que Van, en los tiempos de Chose, había apodado Alfonso Quinto, creía haber visto a la señorita Veen un instante antes en el Salón Récamier, donde Vivían Vale exhibía sus velos de oro. Ondeando el faldón de su librea, al gruñido de la portezuela que giraba sobre sus goznes, Alfonso salió corriendo de su garita para ir a ver. Por encima del mango de su paraguas, los ojos de Van recorrieron una estantería giratoria llena de libros de la Colección Sapsucker, con el curioso pajarito grabado en el lomo: La gitanilla, Sahman, Salzman, Salzman, Invitación al éxtasis, El umbral del sufrimiento, Los carillones de Chose, La gitanilla... y un viejo colega de Demon en Wall Street, el muy «patricio» Kithar K. L. Sween, que escribía versos, y un personaje más viejo aún, el magnate de las inmobiliarias, Milton Eliot, que no reconocieron, aunque varios espejos le traicionasen, a un Van agradecido.

El portero regresó sacudiendo la cabeza. Por pura bondad de corazón, Van le dio una guinea Goal y le dijo que volvería a pasar a la una y media. Atravesó el vestíbulo (donde el autor de Líneas agónicasy míster Eliot, apoltronados en sus butacas, con las americanas muy ensanchadas en los hombros, comparaban sus cigarros puros), salió del hotel por una puerta lateral y atravesó la rue des Jeunes-Martyrspara tomar una copa en Ovenman.

Se detuvo en el guardarropa el tiempo necesario para dejar su abrigo, pero conservó su fedora negra y su paraguas fusiforme como había visto hacer a su padre en aquella clase de lugares poco decentes, aunque elegantes, que las mujeres honradas no frecuentan, al menos sin ir acompañadas. Se dirigió al bar y empezaba a limpiarse los cristales de las gafas de montura negra cuando, en una niebla óptica (¡reciente venganza del Espacio!) vio a la chica, cuya silueta recordaba haber visto (mucho más nítida en anteriores ocasiones) a intervalos regulares desde su pubertad. Entraba sola, bebía sola, estaba siempre sola, como la Incógnitade Blok. Experimentó una curiosa sensación... Era como una escena vuelta a representar por error, un fragmento de frase mal colocado en las galeradas un plano cinematográfico proyectado antes de tiempo, la repetición de una falta, un error en el itinerario del Tiempo. Se apresuró a volver a colocar sobre sus orejas las gruesas patillas de sus gafas y se acercó a ella en silencio.

Durante un segundo se mantuvo a su espalda, ofreciendo su perfil al recuerdo y al lector (como ella lo hacía con respecto a nosotros y al bar), con el paraguas de seda levantado casi hasta rozarse los labios con el puño. Sobre el fondo dorado de una mampara de sakarama próxima a la barra, la mujer se acercaba a ésta con paso deslizante. Todavía estaba de pie, tomaba un taburete, había puesto ya en el mostrador una mano enguantada en blanco. Llevaba un romántico vestido negro de escote cerrado y mangas largas, cuerpo ceñido y ancha falda. Su esbelto cuello se elevaba con gracia por encima de la corola negra de un volantito plisado. Con la mirada triste del libertino seguimos la línea orgullosa y pura) de la garganta y del alzado mentón. Los labios, de un rojo brillante, ávidos, de hada, están entreabiertos y descubren el destello blanco de los anchos incisivos superiores. Ya conocemos —y amamos —ese pómulo alto (cuya piel rosa y ardiente conserva una mota de la borla de empolvarse), la franja oblicua de largas pestañas negras, los ojos felinos de párpados pintados... Todo esto visto de perfil, lo repetimos suavemente. Bajo el ancho borde ondulado de su sombrero de falla negro, con un gran lazo igualmente negro, una espiral de cobre ardiente, rizada por una mano experta y desordenada con arte, desciende sobre la encendida mejilla; las luces del bar juegan entre la onda que se ahueca sobre la frente, la cual, observada de perfil, proyecta su masa convexa entre el extravagante borde del sombrero Rubens y la línea fina y alargada de la ceja. Aquel perfil irlandés, suavizado por una sombra de languidez eslava que le da una expresión de misteriosa espera y de sorpresa nostálgica, será considerado, imagino, por los amigos y admiradores de mis memorias como una obra de arte natural infinitamente más bella y más fresca que el retrato de esa gueule de guenonparisina que figura en una postura idéntica en el horrible cartel pintado para Ovenman por un artista de vida rota.

—¡Hola, Ed! —dijo Van, dirigiéndose al barman. Y ella se volvió, al sonido de su querida voz ronca.

—No esperaba verte con gafas. Por poco recibes tú el «paquete» que preparaba al hombre que suponía que me estaba mirando el sombrero. ¡Querido Van! ¡ Duchka moi!

—Tu sombrero es verdaderamente lautreamontiano... quiero decir, lautrecaquiano... No, decididamente no acierto a formar el adjetivo.

Ed Barton sirvió a Lucette lo que ella llamaba una Chambéryzette.

—Ginebra y bitter para mí.

—Me siento tan feliz y tan triste —murmuró Lucette en ruso—. ¡Moio grustnoe schastie!¿Cuánto tiempo estarás en la vieja Lute?

Van contestó que al día siguiente salía para Inglaterra y que dos días más tarde, el 3 de junio (era el 31 de mayo), saldría para América a bordo del Almirante Tobakoff. Ella exclamó que se iría con él, que era una idea maravillosa y que, verdaderamente, le daba lo mismo ir a un sitio que a otro, al Oeste, al Este, a Toulouse, a Los Teques. Van hizo la observación de que era demasiado tarde para reservar un camarote (en un navío nada grandioso, mucho más pequeño que el Queen Guinevere) y cambió de tema.

—La última vez que te vi fue hace dos años, en una estación. Acababas de dejar Villa Armina, y yo llegaba. Llevabas un vestido de flores que se confundían con las que tenías en la mano, porque te movías muy deprisa. Te habías apeado de una calesa verde para volver a saltar al Ausonia Express que me había llevado a Niza.

—Muy expresionista. Yo no te vi, de lo contrario me habría detenido para informarte de lo que acababa de saber. Imagina que mamá estaba enterada de todo. El charlatán de tu padre le había contado lo de Ada y tú...

—Pero no lo de Ada y tú.

Lucette le rogó que no mencionasen más a aquella criatura nauseabunda, enloquecedora. Estaba furiosa contra Ada, y celosa por poderes. Su Andrey, o, mejor, la hermana de éste obrando en nombre de su hermano (que era demasiado estúpido hasta para eso), se interesaba en el arte pompierprogresista y coleccionaba sus productos, raspaduras de limpiabarros, manchas excrementicias sobre tela, imitaciones de los graffiti de un cretino, ídolos primitivos, máscaras aborígenes, objets trouvés, o, mejor, troués, estaca pulida con su agujero pulido estilo Heinrich Heideland. La recién casada encontró el patio del rancho adornado con una escultura (si es esa la palabra exacta) del propio Heinrich y de sus cuatro sólidos ayudantes, un pedazo de caoba burgués, espantoso, enorme, de diez pies de altura por lo menos, titulado Maternidad, y madre (al revés) de todos los gnomos de escayola y hongos de hierro colado que otros Vinelander más antiguos plantaron ante la fachada de sus dachas liaskanas.

El barman secaba al ralentiel mismo vaso, indefinidamente, mientras escuchaba la requisitoria de Lucette con la blanda sonrisa de la perfecta beatitud.

—Y, sin embargo ( odnako) —dijo Van, en ruso —te divertiste mucho allí en 1896. Marina me lo dijo.

—¡Pues bien no ( nichego podobnago)! Me marché de Agavia sin equipaje, en mitad de la noche, con Brigitte, que sollozaba. Nunca he visto una casa como aquella Ada se había vuelto estúpida. Las conversaciones de sobremesa se limitaban a las tres ees: cactus, caballos, cocina aparte de los comentarios de Dorothy sobre el misticismo cubista. El es uno de esos rusos que chliopayut(arrastran) los pies descalzos hasta los lavabos, se afeitan en ropa interior, llevan ligas, consideran indecente subirse los pantalones, pero cuando buscan moneda suelta sujetan con la mano izquierda el bolsillo derecho del pantalón, o viceversa, lo que no sólo es inconveniente, sino también vulgar. Demon está quizá decepcionado porque no tienen hijos, pero, en realidad, ha tomado antipatía al tipo desde que se le pasó el primer acceso de «suegrez». Dorothy es un monstruo piadoso y precioso cuyas visitas se prolongan durante meses, impone los menús y posee una colección particular de llaves que le dan acceso a las habitaciones del servicio —lo que debería haber sabido nuestra estúpida ama de llaves—, sin contar con otras más pequeñas, con las que se insinúa en los corazones. ¿Sabes que ha tratado de convertir a la ortodoxia practicante no sólo a todos los negros americanos a los que ha podido echar mano, sino también a nuestra madre, ya suficientemente pravoslavnaia? Es verdad que, en este último caso, sólo consiguió hacer subir las acciones de Trimurti. Una noche bella y nostálgica...

Po-russki—dijo Van, observando que una pareja inglesa acababa de pedir unas copas y se había instalado junto a ellos para escuchar tranquilamente.

Kak-to noch iu(una noche), aprovechando la ausencia de Andrei, que se había marchado a que le operaran de las amígdalas o no sé de qué, la querida y vigilante Dorochka penetró en la habitación de mi doncella, alertada por un grito sospechoso, y encontró a la pequeña Brigitte dormida en una mecedora, y a mí y a Ada en la cama, entregándonos a nuestros antiguos juegos ( triahnuvchih starinoi). Fue entonces cuando le dije a Dora que no podía tolerar sus maneras y me marché inmediatamente a Monarch Bay.

—Hay gentes verdaderamente extrañas —dijo Van—. Si has terminado esa bebida pegajosa, vamos a tu hotel y comemos juntos.

Ella pidió pescado, él prefirió carne fría y ensalada.

—¿Sabes a quién he encontrado esta mañana? Al bueno de Greg Erminin. Él fue quien me dijo que estabas por aquí. Su mujer es un poco snob, según parece.

—Todo el mundo es un poco snob. Tu Córdula, que tampoco está lejos de aquí, no perdona a Shura Tobak, la violinista, que aparezca junto a su marido en la guía de teléfonos. En cuanto acabemos de comer subiremos a mi habitación, que es el número veinticinco... mi edad. Tengo un fabuloso diván japonés, y montañas de orquídeas que me ha enviado esta mañana uno de mis galanes. Ach, Bozhe moi, ahora caigo, tengo que aclararlo, quizás sean para Brigitte, que se casa pasado mañana a las tres y media, con un maîtredel Alfonso Tercero, en Auteuil. Sean para quien sean, son verdosas, con manchas anaranjadas y violeta, una delicada variedad de Oncidium, «ranas de ciprés», según su estúpido nombre comercial. Y me tenderé como una mártir, ¿te acuerdas?

—¿Eres todavía medio-mártir... quiero decir, medio-virgen?

—Un cuarto de virgen. ¡Oh, Van, prueba conmigo! Mi diván es negro, con almohadones amarillos.

—Podrás sentarte un minuto en mis rodillas.

—No... a menos que estemos desnudos y que me empales.

—Como muchas veces te he reprochado, querida, aunque pertenezcas a una familia principesca te expresas como la más disoluta de las Lucindas. ¿Es una chifladura de tu pandilla?

—Yo no pertenezco a ninguna «pandilla», soy una solitaria. De vez en cuando salgo con dos diplomáticos, un griego y un inglés; les permito que me toqueteen y que se diviertan juntos en mi presencia. Un vulgar pintor mundano está haciéndome un retrato y, cuando estoy bien dispuesta, su mujer y él me acarician. Tu amigo Dick Cheshire me hace regalos y me da informes secretos para ganar en las carreras. Es una vida triste, Van. Me gustan muchas cosas —continuó Lucette con voz soñadora y melancólica, clavando el tenedor en los flancos de una trucha azul que, a juzgar por su forma convulsa y sus ojos desorbitados, debía de haber sufrido viva el atroz suplicio del fuego lento—, me gustan la pintura flamenca y holandesa, las flores, la buena cocina, Flaubert, Shakespeare, comprar, nadar, esquiar, los besos de las bellas y las bestias... Pero, sin embargo, todo eso, todos esos placeres menudos, esta salsa y todos los tesoros de Holanda, no forman más que una fina cutícula ( tonen'kiy-tonerikiy, pequeña y delgada) bajo la cual no hay nada, absolutamente nada, salvo, desde luego, tu imagen... Tu imagen, que no hace más que ahondar en ese vacío y añadirle los sufrimientos de la trucha atormentada. Yo sólo soy —como Dolores– «una imagen pintada en el aire».

—No he podido terminar esa novela... Demasiado pretenciosa.

—Pretenciosa, pero veraz. En ella encuentro, descrito con toda exactitud, mi sentimiento de la existencia... un fragmento, una estela de color. Van, viajemos juntos. Vayamos hacia un país lejano, donde encontraremos frescos y fuentes. ¿Por qué no podríamos ir a algún país lejano donde haya viejas fuentes? ¿En barco? ¿En coche cama?

—El avión es más seguro y más rápido. Y, por amor del Leño, habla en ruso.

El poeta Sween, que comía en compañía de un joven amigo, dotado de un par de patillas de torero y de otros varios encantos, se inclinó gravemente hacia su mesa. Al mismo tiempo, un oficial de marina que llevaba el uniforme azul de los de Gulf Stream Guards, pasó ante ellos, siguiendo la estela de una mujer de cabellos de ébano y piel de marfil, y dijo:

—¡Hola Lucette, hola Van!

—¡Hola, Alph! —dijo Van, mientras Lucette respondía al saludo con una sonrisa ausente: por encima de sus manos juntas y levantadas, su mirada burlona seguía a la dama. Van se aclaró la garganta y miró sombríamente a su hermanastra.

—Debe tener al menos treinta y cinco años —dijo Lucette—, todavía conserva la esperanza de ser su reina.

(El padre del oficial azul, Alfonso de Portugal, potentado fantoche manipulado por el tío Victor, había abdicado hacía algún tiempo, por consejo de Gamaliel, en favor de un régimen republicano; pero Lucette hablaba de la belleza frágil, y no de los caprichos de la política.)

—Era Leonore Colline. ¿Qué te pasa, Van?

—Los gatos no miran a las estrellas, eso no se hace. El parecido es mucho menor que antes... Claro que tampoco estoy seguro de los cambios que ha podido sufrir el original. A propósito, ¿cómo va su carrera?

—Si es a la carrera de mi hermana a la que te refieres, espero que no vaya mejor que su matrimonio. Así, todo lo que Demon habrá conseguido será que yo te tenga. Voy poco al cine, me negué a hablar con Dora y con ella cuando nos vimos en el funeral de mamá y no tengo la menor idea de cuáles han podido ser sus últimos éxitos, ni en la pantalla ni en el escenario.

—¿Habló esa mujer a su hermano de vuestros inocentes retozos?

—¡Desde luego que no! Tiene miedo ( drozhit) de turbar su felicidad. Pero estoy segura de que fue ella quien hizo a Ada que me escribiera que «debo abstenerme de intentar otra vez echar a perder un matrimonio feliz». Es algo que perdono a Dariuchka, una chantajista nata, pero no a Adochka. Y no me gusta nada tu cabujón. Confieso que queda bien en tu querida mano velluda, pero papá llevaba uno igual en su innoble zarpa rosa. Papá era del tipo «explorador silencioso». Una vez me llevó a un partido femenino de hockeyy tuve que decirle que pediría socorro si seguía con sus «exploraciones».

Das auch noch—suspiró Van, metiéndose en el bolsillo el pesado y tenebroso zafiro. Lo habría abandonado de buena gana en algún cenicero, pero se trataba del último regalo de Marina.

—Escucha, Van —dijo Lucette, vaciando su cuarta copa—. ¿Por qué no lo intentamos? Es todo muy sencillo. Te casas conmigo. Mi Ardis es tuyo. Vivimos allí. Tú escribes. Yo me fundo con el paisaje y nunca te molesto. Invitamos a Ada —sola, por supuesto —a que pase algún tiempo en susdominios, porque siempre creí que mamá le dejaría Ardis. Cuando llegue, yo me voy a Aspen, a Gstaad o a Schittau. Y mientras yo esquío en Aspenis tú vives junto a ella en un bloque de cristal en el que la nieve cae, cae por toda la eternidad. Después yo vuelvo como una tromba, pero ella puede quedarse, sea bien venida. Yo vagabundeo por los contornos por si me necesitarais. Finalmente, ella se vuelve con su marido por unos siniestros meses. ¿Me escuchas?

—Sí. El proyecto es soberbio. Sólo tiene un inconveniente: es que ella no vendría nunca. Son las tres. Estoy citado con un hombre que va a restaurar Villa Armina, una herencia en la que instalaré uno de mis harenes. Golpear a una persona en la mano para que deje de hablar no es algo que tú hayas heredado de tus mejores antepasados irlandeses en materia de buenas maneras. Voy a llevarte a tu casa. Está claro que necesitas descansar.

—Tengo que telefonear. Es muy importante. Pero no quiero que escuches.

Entraron juntos en el apartamento de Lucette. Decidido a no permanecer allí más de un minuto, Van se quitó las gafas y apretó los labios contra los labios de Lucette: tenían exactamente el mismo sabor que los de Ada en Ardis después de comer: epitelio salado, saliva azucarada, cerezas, café. Si Van no hubiese hecho el amor tan recientemente, y tan bien, no habría resistido la tentación, la imperdonable emoción. Cuando ya se retiraba, ella le sujetó por la manga.

—Un beso más, un beso más —repetía, con voz balbuceante, moviendo apenas los labios entreabiertos en un abandono agitado, haciendo cuanto podía por impedirle reflexionar y decir no.

Van dijo que ya bastaba.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¡Por favor!

Él rechazó suavemente sus fríos dedos temblorosos.

—¿Por qué, Van? ¿Por qué, por qué, por qué?

—Sabes muy bien por qué. La amo a ella, y no a ti, y me niego categóricamente a complicar las cosas con la perpetración de un nuevo incesto.

—¡Ésa sí que es buena! Creo recordar que en más de una ocasión has llegado demasiado lejos conmigo, incluso cuando yo era una niña. Tu excusa es una sutileza que no vale nada. Y, además, la has engañado con millones de mujeres, sucio tramposo.

—No te permitiré que hables en ese tono —dijo Van, escudándose en aquel pobre lenguaje para proteger su retirada

—Perdón, te amo —murmuró Lucette frenéticamente, poniendo en su murmullola fuerza de un grito, porque el corredor era todo puertas y las puertas todo oídos. Pero él prosiguió su camino agitando ambos brazos en el aire, sin volverse, y, no obstante, sin rencor, y desapareció.

IV



Un problema fastidioso exigió la presencia del doctor Veen en Inglaterra.

El viejo Paar de Chose le había escrito que «la Clínica» deseaba que estudiase un caso sorprendente de cromestesia, pero que, en vista de ciertos aspectos del caso en cuestión (entre otros una vaga posibilidad de superchería) Van debía hacer el viaje y decidir por sí mismo si valía la pena enviar el enfermo a Kingston, donde sería sometido a una observación más minuciosa. Un tal Spencer Muldoon, nacido sin vista, de cuarenta años de edad, soltero, sin amigos y tercer personaje ciego de esta crónica, había tenido alucinaciones durante unas violentas crisis paranoicas —invocaba, mencionándolas por su nombre, substancias y formas que había aprendido a identificar por el tacto o que creía reconocer por el horror de las historias que había oído acerca de ellas (árboles que caen, saurios prehistóricos), y que ahora le atacaban por todos lados—, que se alternaban con períodos de estupor, seguidos invariablemente por un retorno al estado normal, tranquilo, que duraba una semana o dos, durante las cuales manejaba sus libros de Braille, o escuchaba, con los párpados enrojecidos por el éxtasis, discos de música, de cantos de aves y de poesía irlandesa.

Su facultad de distribuir el espacio en filas y columnas de objetos «fuertes» y «débiles», según un esquema que parecía el dibujo de un papel de pared, siguió siendo un misterio hasta la tarde en que un estudiante investigador (E. R., porque desea guardar el anonimato), que tenía la intención de trazar ciertos gráficos relacionados con la metábasis de otro enfermo, dejó por azar al alcance de Muldoon una de esas largas cajas de lápices de colores, nuevos y sin afilar, cuya mera evocación (¡Dixon Pink Anadel!) hace que nuestra memoria hable el lenguaje del arco iris; los tonos de los bastoncitos pintados y barnizados estaban ordenados en su bello estuche de metal de acuerdo con las exigencias del espectro. El pobre Muldoon no podía haber retenido de su infancia nada parecido a aquel eco irisado, pero cuando sus dedos tanteantes abrieron la caja y palparon los lápices, una cierta expresión de delectación sensual apareció en su rostro de una palidez de pergamino. Habiendo observado que las cejas del cielo se alzaban ligeramente al tocar el rojo, un poco más en el anaranjado y todavía más en el grito estridente del amarillo, para volver a bajar al paso de los restantes colores del prisma, E. R. le indicó, como el que no quiere la cosa, que las maderas tenían distintos colores, «rojo», «anaranjado», «amarillo», etc., y Muldoon replicó, en tono casual, que también diferían al tacto.

En el curso de diversas pruebas efectuadas por E. R. y sus colegas, Muldoon explicó que al pasar la mano por todos los lápices sucesivamente percibía una gama de «aguijoneos», sensaciones particulares algo parecidas al hormigueo de la piel al entrar en contacto con los «pinchitos» de las ortigas (él se había criado en el campo, en algún lugar entre Ormagh y Armagh, y, en su azarosa infancia de pobre niño mal calzado, había rodado frecuentemente a fosas y hondonadas), y habló muy extrañamente del «fuerte» aguijoneo verde de un papel secante, y del «débil» aguijoneo rosa y mojado de la nariz sudorosa de Miss Langford, la enfermera, comprobando por sí mismo aquellos colores que los investigadores habían asignado a los lápices. Como resultado de aquellos tests hubo que admitir que los dedos del ciego podían hacer llegar a su cerebro «una transcripción táctil del prisma óptico», según escribió Paar en el detallado informe que mandó a Van.

Cuando llegó éste, Muldoon no había salido aún del todo de un estado de estupor más largo que cualquiera de los anteriores. Pensando en examinarle al día siguiente, Van pasó una jornada deliciosa discutiendo con un grupo de psicólogos apasionados y se divirtió al descubrir entre las enfermeras el estrabismo familiar de Elsie Langford, una chica descarnada, de tinte febril y dientes saledizos, que había estado oscuramente mezclada en un asunto de espiritismo en otra institución médica. Cenó con el viejo Paar en su apartamento de Chose, y le dijo que deseaba que le llevasen a Kingston a aquel pobre diablo, así como a Miss Langford, en cuanto fuese posible. El pobre diablo murió aquella misma noche durante el sueño, y dejó toda aquella historia suspendida en el aire, aureolada por un nimbo de brillante inconsecuencia.


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