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Ada o el ardor
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Автор книги: Владимир Набоков



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La cuota anual ascendía a 3.650 guineas, en las que no estaba incluido el precio de flores, joyas, u otras atenciones galantes. Mujeres médicos residentes, jóvenes y de buen aspecto («tipo secretaria americana o ayudante de dentista»), se encargarían de vigilar la condición física íntima de las «acariciadoras y acariciadas» (otra fórmula feliz), así como la suya propia «si se presentaba la necesidad». Uno de los artículos del reglamento del club parecía indicar que el joven Eric, aunque fanáticamente heterosexual, había practicado algunos tiernos manoseos, a guisa de sucedáneos, con sus compañeros de Note (colegio notoriamente preparatorio en esa disciplina): al menos dos de los cincuenta pensionistas que podían integrar el internado de los floramores de mayor dotación serían lindos muchachitos vestidos de corto y con la frente ceñida por una cinta, cuya edad no sería superior a los catorce años si se trataba de muchachos rubios, o a los doce si eran morenos. En cualquier caso, y para evitar la afluencia regular de «pederastas inveterados», estaba previsto que los clientes necesitados de nuevos estímulos sólo podían gustar del mocito entre dos series de tres chicas, todas ellas poseídas en el transcurso de una misma semana. Estipulación algo cómica, pero no exenta de sagacidad.

En cada floramor, las candidatas eran seleccionadas por un comité de miembros del club cuyos criterios se inspiraban en el compendio anual de impresiones y de desiderata que los habituales del lugar registraban en un Libro Rosa dispuesto a ese efecto. «La belleza y la ternura, la gracia y la docilidad» eran las principales cualidades exigidas a las chicas, entre edades de quince y veinticinco años si eran «finas muñecas nórdicas», o de diez y veinte en caso de ser «opulentas seductoras meridionales». Podían retozar o descansar libremente en saloncitos o invernaderos, pero siempre desnudas y prestas al amor. Por el contrario, sus cuidadoras, todas de origen más o menos exótico, iban vestidas con rebuscamiento, y «salvo autorización especial del comité», estaban «prohibidas al capricho de los visitantes». La cláusula reglamentaria de mi preferencia (conservo una fotocopia del caligrama original de Eric) determina que cualquier pensionista de floramor podría ser elegida «Patrona», por aclamación, durante el período de sus reglas. (Por supuesto, la cláusula resultó demasiado difícil de aplicar; el Comité optó por una solución de compromiso y confió la jefatura de personal a una bella lesbiana, secundada por un matón que Eric no había previsto.)

La excentricidad es el gran remedio de las grandes desesperaciones. Sin perder un solo día, el desdichado abuelo se entregó a la tarea de realizar en ladrillo y piedra, en cemento y mármol, en carne y en gozo, la quimera del joven Eric. Resolvió ser el primer degustador de la primera hurí que contratara para la inauguración del primer floramor y vivir hasta ese momento en una laboriosa abstinencia.

Debió de ser un espectáculo de lo más hermoso y conmovedor el de aquel holandés, viejo pero todavía vigoroso, con sus cabellos blancos y su rudo rostro de reptil, diseñando, entre decoradores avanzados, los mil y un floramores conmemorativos que había decidido erigir por toda la superficie de la tierra, quizás hasta en la grosera Tartaria, que él creía gobernada por «judíos americanizados»; pero «el Arte redime la política» (conceptos profundamente originales que hemos de perdonar a un extravagante viejo y simpático). Comenzó por la Inglaterra rural y la América costera, y había emprendido una construcción en el estilo de Robert Adam (a la que los bromistas locales llamaban Madam l'm Adam House), en los alrededores de Newport, Rodos Island, una construcción de estilo algo senil, con columnas de mármol sacadas de los mares clásicos e incrustadas de conchas de ostras etruscas, cuando murió de un ataque de apoplejía que le sobrevino al ayudar a sus obreros a izar un propileo. ¡Y todavía estaba solamente en la casa número cien!

Su sobrino y heredero, un hombre probo, pero excesivamente serio, que ejercía el oficio de pañero en Ruinen (cerca de Zwolle, según me han dicho), con una gran familia y un pequeño negocio, no se sintió defraudado por los millones de guldenscuya aparente dilapidación le había llevado a consultar a numerosos especialistas en enfermedades mentales durante los últimos diez años. Los cien floramores abieron sus puertas al mismo tiempo, el 20 de septiembre de 1875 (por una deliciosa coincidencia, pues la vieja palabra rusa ryen, tan parecida a Ruinen, no tiene nada que ver con «ruina», sino que significa «septiembre», además de evocar la ciudad del extático holandés). A comienzos de nuestro siglo, las rentas de Venus afluían de todas partes (aunque fue su último florecimiento, es verdad). Hacia 1890, un diario sensacionalista y chismoso informaba de que Veen «del Velludo», movido por la gratitud y la curiosidad, se había desplazado especialmente para visitar una vez —una sola vez —con toda su familia el floramor más próximo a su residencia. Y también se dijo que Guillaume de Monparnasse había rechazado con indignación una oferta de Hollywood para que escribiese un guión inspirado en aquella digna y jocosa excursión. Simples rumores, sin duda.

Amplia era la gama artística del abuelo de Eric, del dodó al dada, del Bajo Gótico al Alto Moderno. En sus paraísos de parodia se había incluso permitido, alguna que otra vez (pocas, sin duda), evocar el caos rectilíneo del cubismo (un «abstracto» fundido en la materia «concreta»), imitando —en el sentido tan bien definido por Vulner en la edición de bolsillo de su Historia de la arquitectura inglesaque me ha regalado el bueno del doctor Lagosse– las ultrautilitarias cajas de ladrillos de las maisons closesde El Freud, en Lubetkin (Austria), o de los chalets de extrema necesidad construidas por Dudok en Frisia.

Pero, en conjunto, los estilos que prefirió fueron el idílico y el romántico. Caballeros ingleses de calidad encontraron toda dase de deleites en Letchworth Lodge, una honrada casa de campo enlucida hasta el tejado, o en Itchenor-Chat, notable por el estilo arcaico de sus chimeneas ventrudas y sus tejados de cuatro aguas. Nadie podría dejar de admirar la habilidad con que David van Veen había sabido dar a su nueva mansión «Regency» el aspecto de un granja renovada o instalar aquel convento reconvertido, edificado en un islote perdido, con tan gran sentido de lo maravilloso que no se acertaba a distinguir el arabesco del madroño, el ardor del arte, la rosa de la zarza. Por lo que a nosotros respecta, nunca olvidaremos la Pequeña Amadoría, próxima a Rantchester, o las Pseudo-termas del encantador callejón sin salida que se abre al sur del viaducto de la fabulosa Palermontovia. Apreciamos, por encima de todo, aquella manera sutil de combinar la vulgaridad de un paraje (un châteaurodeado de castaños, un castelloguardado por cipreses) con una riqueza de ornamentación interior que alcahueteaba todas las orgías reflejadas en los espejos cenitales de la erogenia del joven Eric. Y, desde el punto de vista funcional, nada más eficaz que los dispositivos protectores discretamente «destilados» por el arquitecto desde los muros exteriores del floramor. Tanto si éste se disimulaba en un vallecillo situado entre bosques, como si estaba rodeado por un inmenso parque o si dominaba una serie descendente de bosquecillos y jardines escalonados, el acceso a Venus comenzaba invariablemente por un camino privado que pronto se hundía en un laberinto de setos y muros, con puertas disimuladas de cuyas llaves sólo disponían los guardianes o los miembros del club. Los ilustres huéspedes del floramor, enmascarados y embozados en sus capas, eran guiados por faroles distribuidos con arte en el dédalo de oscuros arbustos, ya que uno de los artículos del reglamento de Eric establecía que «ningún floramor debe abrir sus puertas antes de que sea noche cerrada, ni permanecer abierto más allá de la salida del sol». Un sistema de timbres que quizás hubiese sido íntegramente ideado por el propio Eric (pero que, en realidad, era tan viejo como el dominó o como el matón) evitaba que los visitantes se encontrasen inopinadamente cara a cara. Así, cualquiera que fuese el número de señores que esperasen o hiciesen el amor en cualquier parte del floramor, cada uno podía imaginarse que estaba solo en el gallinero, pues el matón o portero, personaje cortés y silencioso que pa– recia un jefe de sección de unos almacenes de Manhattan, por supuesto no contaba. A veces se dejaba ver, cuando sobrevenía algún problema a propósito de credenciales o de crédito, pero era raro que tuviera que emplear la fuerza bruta o pedir refuerzos.

Por voluntad de Eric, el reclutamiento de las pensionistas incumbía—, a un Consejo de Ancianos Nobles. Falanges de configuración delicada, dientes sanos, una epidermis sin tacha, cabellos sin teñir, pechos y grupa impecables, y un ardor no simulado de avidez venérea, eran prerrequisitos absolutamente indispensables en los que los ancianos no se mostraban menos intransigentes que el pequeño Eric. No se admitía a las «intactas», a menos que fuesen muy jóvenes, pero tampoco se aceptaba a ninguna mujer que ya hubiese sido madre (aun cuando fuera niña), por excelente que fuese el estado de sus mamas.

Inicial y teóricamente, los Consejos se inclinaron a elegir chicas de buena cuna, auque Eric no hubiese especificado nada a propósito del rango o la estirpe de sus ninfas. Se prefería, en general, las hijas de artistas a las hijas de artesanos. Para sorpresa general, se descubrió que un número importante de jóvenes pensionistas eran hijas de agriados aristócratas recluidos en sus frías mansiones o de nobles arruinados alojados en hotelitos cochambrosos. De un total de más o menos dos mil bellezas empleadas en todos los floramores del mundo el primero de enero de 1890 (año glorioso en los anales de Villa Venus), no conté menos de veintidós directamente relacionadas con las familias reales de Europa. Como contrapartida, una buena cuarta parte del total pertenecían incontestablemente a familias plebeyas. Por efecto de algún cambio favorable en el Caleidoscopiogenético, por una pura cuestión de suerte o incluso sin razón alguna, las hijas de campesinos, mozos de cuerda y fontaneros solían tener mejor estilo que sus compañeras de la burguesía pequeña y media, incluso que las de la alta sociedad. Esta singular comprobación no será menos grata a mis lectores no aristócratas que la observación de que las sirvientas de las encantadoras orientales (sus «esclavas», que participaban en diversas apariciones rituales de palanganas de plata, paños bordados, sonrisas al cliente y a su cleópatra) descendían frecuentemente de alturas principescas.

El padre de Demon (y, pronto, el propio Demon), y Lord Erminin, y un tal Mr. Ritcov, y el conde Peter de Prey, y Mire de Mire Esq., y el barón Azzuroscuro, fueron miembros del primer Consejo del Venus Club. Pero eran las visitas del señor Ritcov, hombre obeso, tímido y de gruesa nariz, las que más excitaban a las chicas y poblaban los alrededores de una multitud de policías concienzudamente disfrazados de jardineros, mozos de cuadra, caballos, atléticas lecheras, estatuas nuevas, borrachos viejos, etc., mientras Su Majestad, empotrado en una butaca especialmente ideada para alojar sus nalgas y sus fantasías, se divertía con tal o cual amable subdito femenino de su reino, blanca, negra o color chocolate.

El primer floramor en el que yo penetré al convertirme en miembro del Club (o sea, poco antes del segundo verano que pasé junto a mi Ada, bajo los árboles de Ardis), es hoy, tras muchas vicisitudes, la encantadora casa de campo de un profesor de Chose, a quien yo respeto, y de su no menos encantadora familia (esposa encantadora, y encantador frío de jovencitas de doce años, Ala, Lola y Lalage, especialmente Lalage), de modo que no puedo permitirme revelar su nombre, por más que mi querida lectora sostiene que ya lo he hecho anteriormente.

Yo frecuentaba los lupanares desde la edad de dieciséis años. Sin carretera sin terminar, prohibida al tráfico, y sus gruñidos y esfuerzos embargo, aunque algunos de Ios mejores, sobre todo en Francia e Irlanda, mereciesen las tres estrellas rojas de la guía Nugg, ninguno me había permitido adivinar el lujo y la molicie de mi primera Villa Venus. Tres squawsegipcias, escrupulosas observantes de la regla del perfil (largos ojos de ébano, nariz respingona, cabellera negra con mechones trenzados, túnica de faraón color de miel, delgados brazos ambarinos, brazaletes esclava, pendientes en forma de gran anillo biseccionados por las trenzas, cinta de cabeza a la iroquesa y babero decorativo), amorosamente tomadas por Eric Veen de la reproducción de un fresco de Tebas impreso en Alemania ( Künstlerpostkarten.° 6.034, precisa el cínico doctor Lagosse), se encargaron de prepararme —mediante lo que un Eric sediento llamaba «exquisitas manipulaciones de ciertos nervios cuya posición y cuyas propiedades no son conocidas más que por algunos sexólogos antiguos», acompañadas por la no menos exquisita aplicación de ungüentos vagamente mencionados en el pornolorede las Orientalia de Eric —para recibir a una joven virgen asustada, descendiente de un rey de Irlanda (según supo Eric, en su último sueño en Ex, Suiza, de labios de un maestro de ceremonias más fúnebres que fornicatorias).

Los preparativos se desarrollaban con un ritmo tan sostenido, tan insoportablemente delicioso, que Eric, muriendo en su sueño, y Van, palpitante de vida obscena en un lecho rococó (tres leguas al sur de Bedford), no llegaban a comprender cómo aquellas tres bellezas, que súbitamente estuvieron despojadas de sus atavíos (bien conocido proceso erótico), se las podían arreglar para prolongar un preludio que le mantenía a uno suspendido tan peligrosamente, y durante tanto tiempo, en el límite extremo del desenlace. Estaba tendido sobre la espalda y me sentía dos veces más voluminoso de lo que nunca había sido (tontería senil, según la ciencia), cuando seis dulces manos trataron de empalar a la jovencita, a la temblorosa Adada, en el temible instrumento. Una estúpida compasión (sentimiento que experimento pocas veces) hizo que mi deseo se debilitase, y dije que se llevasen a la niña a un festín de tarta de melocotones y crema. Las egipcias parecieron desconcertadas, pero pronto se recuperaron. ntonces convoqué a las veinte musas de la casa (comprendida la niña de labios azucarados y mentón reluciente) y les rogué que compareciesen ante mi presencia resucitada. Tras minuciosos exámenes y luego de haber alabado muchas caderas y muchos cuellos, acabé por elegir una Gretchen dorada, una andaluza pálida y una belleza negra de Nueva Orleáns. Las sirvientes saltaron sobre ellas como leopardos, las perfumaron con un celo no exento de lesbianismo y dejaron a las tres gracias entre mis manos. Parecían algo melancólicas. La toalla que me dieron para secar el sudor que me chorreaba por la cara y me quemaba los ojos podía haber estado más limpia. Elevé la voz e hice que abriesen de par en par las renuentes contraventanas. Un camión había quedado atascado en el fango de una carretera sin terminar, prohibida al tráfico, y sus gruñidos y esfuerzos disiparon la curiosa morosidad que se había apoderado de nosotros. Sólo una de las chicas llegó a tocarme el corazón, pero las poseí a las tres sin piedad y sin prisa, «cambiando de montura a mitad de carrera» (según el consejo de Eric), antes de acabar, cada vez, en el torno de la ardiente ardilluza, la cual me dijo, cuando nos separamos tras el último espasmo (aunque el reglamento prohibiese la charla no erótica), que su padre había construido la piscina de la propiedad del primo de Demon Veen.

Todo había terminado ya. El camión se había marchado o se había hundido. Eric no era más que un esqueleto en el rincón más caro del cementerio de Ex («pero bueno, todos los cementerios son de «ex-», había dicho un jovial pastor protestante), entre un alpinista anónimo y mi doble nacido muerto.

Cherry, el único muchachito de otro floramor (americano), era un pequeño salopiano de once o doce años y aspecto simpático, con bucles de bronce, ojos soñadores y pómulos de elfo. Dos cortesanas excepcionalmente libertinas animaron a Van a probarle. Desgraciadamente, los esfuerzos conjugados de ambas no consiguieron excitar al gentil sodomita, agotado por otros asaltos demasiado recientes. Sus nalgas de muchachita estaban lamentablemente desfiguradas por multicolores arañazos de garras bestiales y por violentos pellizcos. Pero, lo que era mucho peor aún, el pequeño no podía disimular poco apetitosos síntomas disentéricos que untaban el astil de su amante con sabré y mostaza (¡sin duda había comido demasiadas manzanas verdes!). En tales condiciones, había que destruirle... o que dejarle.

Hablando en términos generales, hubo que poner fin al uso de muchachitos. Un célebre floramor francés perdió irremisiblemente su antiguo esplendor el día que el conde de Langburn descubrió a su hijo raptado, cuando le estaba examinando un veterinario, al que el viejo conde mató por error de un balazo de pistola.

En 1905 el prestigio de Villa Venus recibió otro golpe bajo. El personaje a quien hemos llamado Ritcov, o Vrotic, se había visto obligado, por razones de edad, a renunciar a su patronazgo. No obstante, un día reapareció de improviso, tan gallardo como la proverbial Giralda. Durante toda la noche, la tropa entera de su floramor favorito (cerca de Bath) trabajó en él sin resultados. Finalmente, un irónico Lucero de la Noche apareció en un cielo lechoso: entonces, el infortunado soberano de medio mundo hizo que le trajeran el Libro Rosa y escribió allí este verso, compuesto en otro tiempo por Séneca: Subsidunt montes, et juga celsa ruunt. Y se volvió a casa, llorando. Más o menos en la misma época, una respetable lesbiana que dirigía una Villa Venus en Souvenir, el bello balneario de Missouri, estranguló con sus manos de ex-halterófila rusa a dos de sus más bellas y valiosas pensionistas. Fue algo bastante triste.

Una vez iniciada, la decadencia del Club se extendió con una rapidez prodigiosa, y por las vías más diversas. Chicas de inmaculada ascendencia eran buscadas por la policía porque tenían por amantes particulares bandidos de grotescas mandíbulas, o porque ellas mismas habían cometido crímenes. Médicos corrompidos concedían certificados de aptitud a rubias marchitas, madres de media docena de hijos (algunos de los cuales se preparaban ya a ingresar en algún otro lejano floramor). En otros casos, expertos en cirugía estética devolvían a matronas próximas al medio siglo la apariencia y el aroma de colegialas en su primera fiesta. Gentileshombres de los más altos títulos, magistrados con su halo de probidad, eruditos de exquisitas maneras, resultaron ser copulantes tan brutales que algunas de sus víctimas más jóvenes tuvieron que ser hospitalizadas y relegadas más tarde a burdeles de segunda fila. «Protectores» anónimos sobornaban a los inspectores sanitarios; y el «Raja» de Cachou (que era un impostor) contrajo una enfermedad venérea con una nieta de una sobrina (auténtica) de la emperatriz Josefina. Al mismo tiempo, desastres financieros (que no alcanzaron a Van ni a Demon, pecuniaria y filosófcamente invulnerables, pero sí afectaron a muchas personas de su mundo) empezaron a alterar el patrimonio estético de Villa Venus. Desagradables alcahuetes cuya obsequiosa sonrisa revelaba las lagunas de su dentadura amarillenta, acechaban detrás de los rosales y ofrecían prospectos ilustrados; hubo incendios, temblores de tierra, y por último, bruscamente, de los cien palacios no quedó arriba de una docena (que pronto decayeron hasta el nivel de lupanares en putrefacción), y al llegar el año 1910, todos los muertos del cementerio inglés de Ex fueron echados a la fosa común.

Van no lamentó nunca su última visita a la última Villa Venus. Una vela en forma de coliflor ardía con sucia llama en su palmatoria de estaño sobre la repisa de la ventana, al lado de un ramillete de rosas en forma de guitarra, envuelto todavía en papel transparente: nadie se había tomado el trabajo de buscar un jarrón, que quizá no existía. Algo más lejos, acostada en su cama, una mujer encinta fumaba, con una rodilla levantada, y, rascándose la ingle con un dedo indolente, contemplaba las volutas de humo que subían a mezclarse con las sombras del techo. Al fondo, tras ella, una puerta entreabierta dejaba ver lo que habría podido ser una galería a la luz de la luna, pero era en realidad una amplia sala abandonada, medio demolida, con fisuras en zigzag hendiendo el suelo y una pared resquebrajada sobre las tinieblas. El espectro negro de un piano de cola abierto llenaba la noche de tañidos fantasmagóricos. Por una extensa grieta abierta en el yeso y el ladrillo entre los rodapiés y paneles de mármol, el mar desnudo, invisible pero audible como una extensión jadeante, separada del tiempo, gruñía sordamente, se replegaba sordamente, llevándose su carga de arena y guijas; y, junto con aquellos sonidos de ruina, soplos indolentes de viento cálido entraban en la sala, desplazaban las volutas de sombras suspendidas sobre la mujer acostada, y el plumón de polvo que descendía flotando sobre su pálido vientre inflado, y el reflejo de la candela en un vidrio agrietado de la ventana azulada. Reclinado en un sofá basto y revientarriñones, bajo la ventana, Van, con aire hosco y meditabundo, acariciaba pensativamente la bella cabeza que reposaba en su pecho, inundada por los cabellos negros de una prima o una hermana mucho más joven de la lamentable florinda del lecho en desorden. La niña tenía los ojos cerrados, y, cada vez que Van ponía los labios sobre sus párpados húmedos y abombados, el movimiento rítmico de sus senos apenas en flor se transformaba y se interrumpía totalmente, para reanudarse después de una pausa.

Van tenía sed, pero la botella de champaña que había traído con el ramillete de rosas continuaba sin descorchar y no se sentía con fuerzas para separar de su pecho la querida cabeza sedosa para manipular la explosiva botella. Ella se llamaba... ¿cómo se llamaba? La había acariciado y profanado muchas veces durante los diez últimos días, pero aún no estaba seguro de que su nombre fuese verdaderamente Adora (como todas decían... todas, es decir, ella, la otra, y una tercera, una sirvienta, la princesa Kachurin, que parecía haber venido al mundo con el traje de baño descolorido que nunca se quitaba y con el que moriría, sin duda, antes de alcanzar su madurez —o el primer invierno riguroso– sobre la colchoneta de playa en la que ahora gemía, en un estupor narcótico). Y, dado que se llamase realmente Adora, ¿qué era? Ni rumana, ni dálmata, ni siciliana. Tampoco irlandesa, aunque su inglés, imperfecto pero no demasiado extranjero, tuviese ecos del acento de la tierra. Y su edad, ¿era de once, de catorce años? ¿Quizá de quince? ¿Los cumplía verdaderamente en aquel 21 de julio de mil novecientos cuatro u ocho... o tal vez años más tarde, en una rocosa península del Mediterráneo?

La campana de una iglesia muy lejana, que sólo podía oírse por las noches, sonó dos veces, y luego otra, para marcar el cuarto.

Smorchiama la secandela, masculló la alcahueta en el dialecto local que Van entendía mejor que el italiano. La niña que él abrazaba se estremeció y él la cubrió con su capa de etiqueta. En las tinieblas que el olor a mugre hacía más espesas, un rombo de luz lunar se posó en las losas del suelo, al lado del antifaz negro (que Van nunca volvería a ponerse) y de su pie calzado con un escarpín brillante. Aquello no era Ardis, no era la biblioteca, no era ni siquiera una habitación humana, sino el antro sórdido en el que había estado acostado el matón antes de volver a su trabajo de entrenador de rugbyen cualquier escuela pública inglesa. En la gran sala, por lo demás vacía, el piano parecía tocar por sí solo; pero en realidad estaba siendo pulsado por las ratas, que buscaban los restos suculentos depositados allí por la criada: a ésta le gustaba oír un poco de música, cuando el cáncer que le devoraba la matriz la despertaba antes del alba con su primer mordisco familiar. La casa en ruinas no conservaba ya la menor semejanza con el «sueño organizado» de Eric. Pero la pequeña criatura, suave y lisa, que Van apretaba desesperadamente en sus brazos, era Ada.

IV



¿Qué son los sueños? Una azarosa sucesión de escenas triviales o trágicas, estáticas o itinerantes, fantásticas o familiares, que nos muestran acontecimientos más o menos verosímiles, remendados con detalles grotescos, y que resucitan a los muertos para instalarlos en nuevos escenarios.

Cuando considero los sueños más o menos memorables que han animado mis noches en el transcurso de los nueve últimos decenios, puedo calificarlos, según su tema, en varias categorías, dos de las cuales destacan acusadamente por su distinción genérica. Se trata de los sueños profesionales y de los sueños eróticos. Cuando yo tenía veinte años, los primeros eran tan frecuentes como los segundos, y tanto unos como otros tenían sus propias introducciones, los insomnios, provocados bien por el desbordamiento de las diez horas de trabajo profesional, bien por el recuerdo de Ardis, enloquecedoramente reavivado por alguna espina del día. Después del trabajo me veía obligado a luchar contra la fuerza de mis disposiciones mentales, porque la corriente de la creatividad, la poderosa exigencia de la frase que pedía ser formada, no me dejaban respiro durante horas y horas de tinieblas y malestar, y, cuando ya había obtenido algún resultado, el torrente seguía rugiendo detrás del muro, incluso si yo encerraba a mi cerebro por un acto de auto-hipnosis (ni la voluntad ni las píldoras podían ya ayudarme) en el interior de otra imagen o de otro tema del meditación —pero no Ardis, no Ada, porque eso habría sido dejarme caer en una catarata de insomnio todavía peor– hasta que la rabia y el pesar, el deseo y la desesperación me precipitaban a un abismo en el que, por agotamiento puramente físico, acababa por dormirme.

En los sueños profesionales, que me obsesionaron especialmente cuando trabajaba en mi primera novela, suplicando de una manera abyecta a una musa muy frágil («de rodillas y retorciéndome las manos», como el suplicante Marmlad de Dickens, con su pantalón lleno de polvo, ante su Marmlady), me veía, por ejemplo, corrigiendo galeradas, pero, al mismo tiempo, sabe Dios cómo (ese gran «sabe Dios cómo» de los sueños), el libro había ya salido, literalmente «salido», de una papelera desde donde una mano humana me lo ofrecía, en su estado perfecto y terriblemente imperfecto, con una errata en cada página, como el traidor «pajar» en vez de «pájaro», o a veces incluso una palabra sin sentido, como «protón» en vez de «portón». O bien, dirigiéndome precipitadamente al lugar en que debía dar una conferencia, encontraba el camino atascado por una multitud de personas y coches, y de pronto me daba cuenta, con alivio, de que todo lo que tenía que hacer era borrar las palabras «atasco de circulación» en mi manuscrito. Los sueños que yo llamaría de tipo skyscape(«paisaje celeste»), y no skyscrape(«rascacielos»), como probablemente lo habrán escrito dos tercios de la clase, pertenecen a una subdivisión de mis sueños profesionales, o quizá pueden tener más bien la significación de prefacio de los mismos, porque fue en los tiempos de mi primera pubertad cuando no se pasaba noche, por así decirlo, sin que alguna impresión antigua o reciente del estado de vigilia tejiese un vínculo suave y profundo con mi genio todavía mudo (porque somos van, lo que rima con vaan(uno), en la pronunciación rusa). En esa clase de sueños, la presencia o la promesa del arte era revelada por la imagen de un cielo cubierto por varias capas de nubes, una blanca, inmóvil pero henchida de esperanza, otra gris, en movimiento pero desesperada; en ese panorama se descubrían los signos artísticos de una próxima iluminación: pronto, bajo la capa más tenue, transparecía la luz de un sol, pálido, pero el avance de las nubes grises no tardaba en reencapotarlo, porque yo no estaba todavía a punto.

En relación con los sueños profesionales pueden ponerse los «sueños vaga-perdición», pesadillas acosadas por signos fatídicos, calamidades talámicas, amenazadores enigmas. La amenaza está muchas veces escondida, sin formular, y algún incidente inocente que, por costumbre, ha sido registrado por escrito, solo más tarde, en ocasión de una relectura, encuentra ese olor de presciencia que Dunn explica mediante el fenómeno de la «memoria inversa». Pero no tengo la intención de extenderme aquí a propósito del carácter misterioso de los sueños. Me contentaré con indicar que alguna regla lógica debía permitir fijar en cada dominio el número de coincidencias admisibles, más allá del cual las coincidencias dejasen de ser coincidencias para formar, al contrario, el organismo vivo de una verdad nueva. («Decidme —pregunta la gitanilla de Osberg a los moros El Motela y Ramera —cuál es el número mínimo de pelos que debe haber en un cuerpo para que lo llamemos peludo.»)

Entre los sueños de tipo «vaga-perdición» y las visiones de sensualidad exacerbada, yo pondría las suavidades de la ternura erótica y de las delicias conmovedoras, los roces fugitivos con jóvenes desconocidas en fiestas imprecisas, las medias sonrisas de invitación o rendición —ecos o heraldos de sueños angustiosos o de decrecientes series de Ada desvaneciéndose en la distancia con un reproche silencioso; y lágrimas aún más ardientes que aquéllas que derramé despierto sacudían y consumían al pobre Van, y su recuerdo le perseguía durante días y semanas, en los momentos más imprevistos.

Se experimenta cierta incomodidad cuando se aborda la descripción de los sueños sexuales de Van en una crónica familiar que quizá leerán personas muy jóvenes después de la muerte de un cronista muy anciano. Dos ejemplos, expresados en términos más o menos eufemísticos, pueden bastar para nuestro propósito. En un complicado arreglo de recuerdos temáticos y de imágenes automáticas, Aqua en el papel de Marina, o Marina maquillada para parecerse a Aqua, se presenta a informar a Van de que Ada acaba de dar a luz a una niña a la que él va a conocer carnalmente sobre un duro banco de jardín, mientras, muy cerca de allí, bajo un pino, el padre de Van, o su madre vestida de frac, trata de conseguir una comunicación trasatlántica para pedir a Vence una ambulancia urgente. Otro sueño, repetido en sus líneas fundamentales desde 1888 hasta una fecha avanzada del siglo actual, desarrollaba una idea esencialmente triple y, en cierto sentido, tribádica. La malvada Ada y la lasciva Lucette habían descubierto una mazorca de maíz maduro, muy maduro. Ada la sostenía por ambos extremos, como se coge una armónica, organum buccale, y de pronto erade verdad un organum, que ella recorría en toda su longitud con los labios entreabiertos, dejando el tronco limpio, y, mientras lo hacía brillar y gemir, la boca de Lucette se engullía su extremidad. Los juveniles rostros de las dos hermanas, ávidas, adorables, estaban ahora muy cerca uno de otro, melancólicos y soñadores en su juego lento, casi lánguido. Sus lenguas se encontraban como dos dardos de fuego y volvían a separarse. Sus cabelleras en desorden, bronce rojo y bronce negro, se confundían exquisitamente. Y mientras, inclinadas sobre mí, saciaban su sed en la alberca de mi sangre, sus suaves y alisadas grupas se alzaban en alto.


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