Текст книги "Ada o el ardor"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Haciendo algo más respingona la nariz de Ada, se habría obtenido la nariz de Lucette. Algo menos respingona, habría sido la de un samoyedo. Ambas hermanas tenían los dientes un poco demasiado largos, y el labio inferior demasiado carnoso para los cánones de la belleza ideal, marmórea, de la muerte. Como llevaban siempre la nariz algo desatascada, las dos jovencitas, de perfil, tenían un aire un poco soñador o asustado (especialmente más tarde, a los quince y doce años). La blancura mate de la mayor (a los doce años, a los dieciséis, a los veinte, a los treinta y tres, etc.) era incomparablemente más rara que el encarnado dorado, de la pequeña (a los ocho años, a los doce, a los dieciséis, a los veinticinco... a los veinticinco, fin). Tanto en la una como en la otra, la línea larga y neta de la garganta, herencia directa de Marina, excitaban los sentidos con misteriosas e inefables promesas (que la madre no había mantenido).
Los ojos. Ada y sus ojos castaño oscuro. Pero, después de todo, ¿qué son los ojos? (pregunta Ada). Dos agujeros en la máscara de la vida. ¿Qué podrían significar (pregunta Ada) para un homúnculo venido de otro glóbulo, de otra Burbuja Láctea, y cuyo órgano de visión fuese (digamos) un parásito interno parecido a la forma escrita de la palabra «ojo»? ¿Qué representarían para ti dos ojos, dos bellos ojos (de hombre, de lemúrido, de lechuza) que encontraras abandonados en el asiento de un taxi? Aun así, Ada, es preciso que describa los tuyos. El iris castaño oscuro, casi negro, con pajitas o rayitos de ámbar dispuestos en torno a la pupila como un reloj de sol de horas idénticas. Los párpados: ornados de pequeños pliegues, v skladochku(la palabra rima en ruso con el diminutivo de su nombre, en caso acusativo). Forma del ojo: lánguido. La alcahueta de Wicklow, aquella noche satánica, de nieve negra y fangosa, que marca la hora más trágica, la hora casi fatal de mi existencia (Van, gracias a Dios, ahora, a los noventa años. De mano de Ada), insistía, con singular energía, en los «largos ojos» de su adorable, de su patética nietecita. ¡Con qué dolorosa tenacidad he buscado en todos los lupanares del mundo el signo y la huella de mi inolvidable amor!)
Van descubrió sus manos (olvidemos esas historias de uñas mordidas). El patetismo del carpo, la gracia de las falanges, que exigían genuflexiones rendidas, miradas nubladas por lágrimas desbordantes, suplicios de adoración irreductible. Él la tomaba el pulso como un médico moribundo. Le acariciaba —loco pacífico —las estrías paralelas de delicado vello que sombreaban su antebrazo. Después regresaba a las regiones metacarpianas. Tus dedos, por favor.
Ada: «Soy una sentimental. Podría disecar un koala, pero no a su cachorro. Me gustan las palabras damisela, eglantina, elegante. Me encanta que beses mi larga y blanca mano.»
Tenía en el dorso de la mano izquierda la misma manchita oscura que había en la derecha de Van. Fuese que quisiese hacerlo creer, fuese hablar por hablar, afirmaba que aquella mancha era el vestigio de un antojo que Marina había hecho extirpar con el bisturí algunos años antes, porque estaba enamorada de un sinvergüenza que encontraba que «aquello parecía una chinche».
En los atardeceres silenciosos se podía oír el repetido pitido, pit-pit, del tren entrando en el túnel, desde lo alto de la colina en que se intercambiaban estas réplicas:
Van:
—Un poco exagerado, eso de «sinvergüenza».
Ada:
—Es un término amistoso.
Él:
—Aun así. Creo que conozco al tipo. Tiene menos corazón que ingenio, eso es seguro.
Mientras él la mira, la palma de la gitanilla que pide una limosna se convierte en la de la dadivosa que expresa sus buenos deseos (¿cuándo alcanzarán los cineastas el nivel que ya hemos alcanzado nosotros?). Deslumbrada por el sol verde que atravesaba el ramaje de un abedul, Ada explicaba, entornando los ojos, a su adivinador de buenaventura, que los jaspeados circulares que ella compartía con la Katya de Turgenev (otra chiquilla inocente) eran llamados «valses» en California («porque la señoritava a estar toda la noche bailando»).
El 21 de julio de 1884, el día de su duodécimo aniversario, Ada había dejado de morderse las uñas (las de las manos, quiero decir; las otras tendrán su tiempo). Toda una proeza (como lo sería, veinte años más tarde, la renuncia a los cigarrillos). Para ser completamente honrados, reconozcamos que se permitió ciertas excepciones —como una recaída en el delicioso pecado en las navidades en que no vuela el Culex ChateaubriandiBrown—. Renovó su voto, esta vez de modo definitivo, la noche de fin de año, luego que Mlle. Larivière la amenazase con llenarle los dedos de mostaza y cubrírselos con caperucitas rosa, roja, naranja, amarilla y verde (el índice amarillo fue todo un hallazgo).
Poco tiempo después del pic-nic de cumpleaños, cuando el deseo de besar las manos de su pequeña enamorada se había convertido para Van en la más tierna de las obsesiones, las uñas de sus manos, librándose poco a poco de su forma cuadrangular, habían adquirido suficiente resistencia para enfrentarse con las lacerantes comezones que atormentaban a la mocedad del lugar en el centro del verano.
Durante la primera semana de julio, con diabólica puntualidad, aparecía la hembra del mosquito de Chateaubriand. Este Chateaubriand (Charles), que fue el primero, no ya en ser picado por el mosquito, sino en capturarle en su frasco de caza, y en hacerlo llegar, con clamores de exultante vindicación, al profesor Brown, el cual redactó una «Descripción Original» del insecto algo chapucera («pequeños palpos negros... alas transparentes... que amarillean a ciertas luces... las cuales deberán apagarse si uno tiene abiertas las bentanen [¡el impresor es alemán!]... El entomólogo de Boston, años de 1840, número de agosto, compuesto con muchas prisas, en todo caso), Chateaubriand (Charles) no tenía el menor lazo de parentesco con el gran poeta y memorialista nacido entre París y Tagne (o Rimatagne, según Ada, que tan aficionada era a cruzar orquídeas).
Mon enfant, ma soeur,
songe a l'épaisseur
du grand chéne a Tagne:
songe à la montagne,
songe a la douceur...
...de rascar, con las garras o las uñas, los lugares visitados por el insecto de velludas patas, caracterizado por su insaciable y temerario apetito de sangre de Ada y de Ardelia, de Lucette, Lucinda y Lucila (multiplicadas por sus comezones).
El monstruo aparecía y desaparecía con la misma brusquedad. Se posaba sobre un bracito, o sobre una piernecita desnuda, sin producir el menor zumbido, en un recogido silencio. Por el contrario, la penetración de su trompa, ingenio verdaderamente infernal, hacía el efecto de la explosión del bronce en una banda militar.
Cinco minutos después del ataque del crepúsculo, entre la escalinata del porche y el césped crepitante de grillos, comenzaba la irritación que. mante despreciada por el fuerte y flemático (que sabían que no duraría más de una horita), pero que hacía que el débil, el adorable, el voluptuoso, se propinase unas rascaduras de rechupete (jerga de cantina escolar). «¡ Sladko! (¡Exquisito!)», solía exclamar Pushkin, atacado en el Yukon por una especie diferente. Las uñas de la desventurada Ada permanecían teñidas de granate durante toda la semana que seguía a su aniversario. Se rascaba con transportes capaces de abolir en su alma la conciencia del mundo: después de una sesión extática hasta el exceso, la sangre chorreaba literalmente por sus pantorrillas mártires —una lástima, según musitaba, para sí, su acongojado admirador, pero, al mismo tiempo, un espectáculo escandalosamente fascinante (estamos visitando y explorando un universo muy, muy extraño, en verdad).
La piel lechosa de la jovencita, tan excitante en su delicadeza, a los ojos de Van, tan vulnerable al aguijón del monstruo, era al mismo tiempo sólida como un tejido de seda de Samarcanda, y resistía en general a las tentativas de autotomía de que era objeto cuando Ada, con la mirada velada como en el éxtasis amoroso (aquella mirada que Van empezaba a descubrir ya cuando se besaban inmoderadamente), los labios entreabiertos, los dientes brillantes de saliva, rascaba a cinco uñas los habones rosas producidos por la picadura del raro insecto (pues verdaderamente es un raro y notable insecto aquel mosquito, dos veces descrito, no exactamente al mismo tiempo, por dos viejos malhumorados —el segundo fue Braun, dipterólogo de Filadelfia, mucho más estimable en su campo que el Brown de Boston—), y ¡qué raro objeto de entusiasmo, aquella imagen de la amada tratando de calmar los ardores de su preciosa piel, trazando ferozmente sobre su pierna hechicera surcos primero color de perla, luego color de rubí, hasta alcanzar, en breve tiempo, una especie de bienaventurada embriaguez en la que el furor del prurito se precipitaba como en el vacío con renovada energía!
—Escúchame bien —dijo Van—, voy a contar hasta tres. Si no te detienes inmediatamente, abro mi navaja (la abrió) y me corto la pierna, para que hagamos juego. Te lo suplico, vuelve a morderte las uñas. Todo antes que esto.
Tal vez porque el río de la vida corría ya demasiado amargo por las venas de Van (incluso en aquella época feliz), el mosquito de Chateaubriand nunca se interesó mucho por él. Hoy la especie parece estar a punto de extinguirse. Sin duda hay que acusar de ello al enfriamiento del clima y a la estúpida desecación de los encantadores pantanos, pululantes de vida, que abundaban en otro tiempo en la región de Ladore y en las inmediaciones de Kaluga, Conn., y de Lugano, Pa. (Me dicen que un pequeño número de ejemplares —hembras exclusivamente, repletas de la sangre de su afortunado cazador– han sido recientemente recogidas en un habitat secreto, muy alejado de las tres estaciones susodichas. Nota de Ada.)
XVIII
No solamente en la edad de la trompetilla acústica (la edad que él llamaba su cho-chochez), sino todavía más en su adolescencia (verano de 1888), Van y Ada encontraban placeres de erudito en el estudio del proceso evolutivo de su amor (verano de 1884), de las fases iniciales de su revelación y de las caprichosas divergencias de sus cronologías con lagunas. Ada había releído su diario: el tono del mismo le había parecido melindroso y falso; por eso no conservó más que algunas páginas, aquéllas cuya materia principal era suministrada por la botánica y la entomología. Van había destruido totalmente el suyo, tanto por la torpeza de su estilo de escolar como por la insinceridad de su cinismo desenvuelto. No tenían, pues, más remedio que apoyarse en la tradición oral y en las mutuas rectificaciones que hacían a sus recuerdos comunes. La frase «Y recuerdas... et tu te rappelles, a ty pomnish...» (siempre con la apoyatura temática del «y», anunciando la perla recuperada que va a reinsertarse en el collar roto) llegó a ser, en sus conversaciones, la fórmula consagrada con que comenzaban casi cada réplica. Discutían las fechas del calendario, revisaban y reencadenaban ciertas sucesiones de acontecimientos, comparaban las anotaciones sentimentales, analizaban apasionadamente vacilaciones y decisiones. Si, de vez en cuando, los recuerdos de uno y otro no concordaban con mucha exactitud, había que imputarlo más a la diferencia de sexos que a la de caracteres. A los dos les divertían los tanteos juveniles del destino; a los dos les entristecía la sabiduría del tiempo. Ada tendía a considerar la fase inicial de su amor como un desarrollo difuso e imperceptible, tal vez anormal, probablemente único, pero puramente delicioso, gracias a su evolución uniforme, que hacía imposible toda impulsión bestial, todo estigma vergonzoso. Van, por el contrario, no podía evitar que sus recuerdos amorosos evocasen episodios precisos, decisivamente marcados por seísmos carnales súbitos, intensos, a veces lamentables. Ada se imaginaba que los goces inagotables a que había accedido —por sorpresa, y sin haberlos llamado —no se habían revelado a Van hasta el momento en que ella misma los había descubierto, al cabo de varias semanas de caricias acumulativas. En cuanto a sus primeras reacciones fisiológicas, estimaba conveniente apartarlas de su pensamiento, y las creía más o menos equiparables a las maniobras infantiles que en otro tiempo se había complacido en practicar, y que tenían muy escasa relación con el esplendor y el sabor de la felicidad individual. Van por el contrario, conocía el repertorio de todos los espasmos marginales que le había disimulado antes de convertirse en su amante, y distinguía categóricamente, desde un doble punto de vista filosófico y moral, entre el frenesí del onanismo y la dulzura irresistible de un amor confesado y compartido.
Al rememorar nuestro pasado nos encontramos siempre con ese pequeño personaje de larga sombra, visitante incierto y tardío, detenido en el umbral luminoso, al fondo de un corredor oscuro que va estrechándose en una perspectiva impecable. Ada se veía como una niña perdida, de ojos maravillados, que llevaba en la mano un ramillete ajado. Van se veía bajo los rasgos de un sátiro pequeño y feo, torpemente instalado sobre sus cascos hendidos y provisto de una flauta equívoca. «¡Bueno, yo sólo tenía doce años!», exclamaba Ada ante el recuerdo de un detalle algo escabroso. «Y yo tenía catorce», contestaba Van, con melancolía.
Y ¿recordaba la señorita —preguntaba él, sacándose metafóricamente las notas del bolsillo– cuándo se dio cuenta por primera vez de que el tímido «primo» (su parentesco oficial) estaba físicamente excitado por su presencia, aunque decentemente aislado mediante diversos espesores de algodón y lana, y privado de todo contacto inmediato con ella?
No. Francamente, no. Ada no se acordaba de nada parecido. Por otra parte, eso habría sido imposible, porque a los once años de edad, por mucho que hubiera intentado encontrar entre todas las llaves de la casa la que pudiera abrir cierto armario en el que Walter Daniel Veen guardaba sus «estampas erot., Jap. e Ind.» (etiqueta perfectamente visible a través de la puerta vidriera), Ada tenía aún nociones relativamente nebulosas sobre el modo en que se apareaban los seres humanos (Van encontró aquella llave en un abrir y cerrar de ojos: estaba colgada en la parte posterior del frontón). Es verdad que no era precisamente espíritu de observación lo que faltaba a Ada. Había examinado de cerca diversos insectos in copula, pero, en la época de la que hablamos, los atributos claros y distintos del mamífero macho se habían ofrecido muy pocas veces a sus miradas, y de un modo perfectamente inconexo con cualquier idea de una posible función sexual (por ejemplo, aquel día de 1883 en que pudo contemplar el pico beige claro de un chiquillo, hijo del portero negro de su primer colegio, que venía a veces a orinar en los lavabos de las niñas).
Otros dos fenómenos observados por ella en una fecha anterior la habían inducido a error de una manera absurda. Tenía unos nueve años cuando aquel caballero más que maduro, aquel pintor eminente cuyo nombre no podía ni quería decir, vino varias veces a cenar a Ardis. La profesora de dibujo de las niñas, Miss Wintergreen, le tenía en gran estima, a pesar de que en 1888 (y también en 1958) las naturalezas muertas de Miss Wintergreen hubiesen conquistado una reputación infinitamente más alta que las del ilustre viejo verde, el cual representaba invariablemente sus diminutos desnudos vistos por detrás (pequeñas ninfas de nalgas de melocotón subiendo a una higuera para darse un atracón de fruta, exploradoras montañeras en pantalón corto ajustado hasta reventar, escalando rocas, etc.).
Van, interrumpiendo con ironía el discurso:
—Sé perfectamente a quién te refieres, y quiero hacer constar que, aunque su delicioso talento no esté hoy muy en gracia, yo reconozco retrospectivamente a Paul Gigment el absoluto derecho a representar a sus colegialas o bañistas de sol por el lado que más le gustara: Puedes continuar.
Ada volvía a tomar tranquilamente el hilo para decir que, a cada visita de Pig Pigment, ella temblaba en cuanto oía sus pisadas y resoplidos en la escalera. Se la aproximaba inexorablemente, como el Convidado de Piedra, inmemorial espectro de mármol, y la buscaba, y la llamaba con una voz aguda, débil y doliente, francamente impropiada para un mármol.
—Pobre hombre —suspiró Van.
Su método de contacto, ya que abordamos el tema– decía Ada —(y quede bien entendido que no intento hacer comparaciones hirientes), consistía en ofrecerse a la niña, con una furiosa insistencia, para ayudarla a alcanzar un objeto cualquiera: cualquier regalito que hubiera traído para ella, un paquete de caramelos o alguna muñeca vieja encontrada en el suelo del cuarto de los niños y colgaba por él en la pared, bien alta, o una vela rosa de un árbol de navidad que le pedía que apagase de un soplo. Y a pesar de las protestas de la pobre Ada, tomarla por los codos y elevarla, calmosamente, trabajosamente, dando ronquidos, diciendo «oh, cuánto pesa, oh, qué guapa es». Y aquellas maniobras proseguían hasta que sonaba el timbre que anunciaba la hora de la cena, o aparecía la institutriz con un vaso de zumo de frutas en la mano. ¡Qué alivio para cada uno de los interesados cuando, de vueltas de su fraudulenta ascensión, el pobre trasero de la niña patinaba al fin por la nieve resbaladiza de la almidonada pechera de la camisa, y él volvía a abrocharse el smoking! Y ella se acordaba...
«Ridículamente exagerado, y, supongo, coloreado a la luz artificial de acontecimientos ocurridos más tarde y revelados más tarde aún» (comentario de Van).
...Se acordaba del doloroso rubor que le subió a las mejillas al oír decir a alguien delante de ella que el pobre Pig tenía una mente enferma y padecía de un «endurecimiento de la arteria» o de algo parecido. Pero lo que sí sabía ya era que la arteria podía hacerse terriblemente larga: cierto día había sorprendido a Drongo, el caballo negro, en el espectáculo (que la dejó terriblemente confundida, tenía que reconocerlo) de la transformación experimentada en mitad de un prado, a la vista de todas sus margaritas. Ada había creído, decía (vaya usted a saber si era digna de fe), que aquel apéndice de caucho negro era la pata de un potrillo que salía del vientre de Drongo, porque no había comprendido aún que Drongo no era una yegua y no estaba equipado de bolsa marsupial como el canguro de cierta imagen que ella idolatraba. Después, su institutriz inglesa le explicó que Drongo era un caballo muy enfermo, y todo volvió a estar en orden.
—Muy bonito —dijo Van—, verdaderamente apasionante. Pero eso me ha hecho pensar en la primera vez que pudieras haber sospechado que vo también era un cerdo o un caballo «muy enfermo». Y me acuerdo de la mesa redonda, en el círculo de luz rosada, y de ti, arrodillada en una butaca, a mi lado. Yo estaba encaramado en el brazo redondo de la butaca. Tú hacías un castillo de naipes, y hasta el menor de tus movimientos se sublimizaba, como si estuvieses en trance —lentitud de sueño, pero también extrema atención—, y yo me embriagaba con el olor de niña que exhalaba tu brazo desnudo, y con el olor de tus cabellos, asesinado más tarde por algún perfume de moda. Sitúo ese episodio más o menos el diez de junio. Un anochecer lluvioso, menos de una semana después de mi llegada —mi primera llegada —a Ardis.
—Me acuerdo —dijo Ada —de las cartas, y de la luz rosada, y del ruido de la lluvia, y de tu chaleco de punto azul... Pero no recuerdo nada más, nada extraño ni escabroso. Eso vino después. Por otra parte, sólo en las novelas francesas hay des messieurs qui humenta las jovencitas.
—Bueno, pues eso es lo que yo hacía mientras tú te dedicabas a tu delicado trabajo. Magia táctil, paciencia infinita. Las yemas de los dedos al acecho de la gravedad. Las uñas terriblemente mordidas. Sé indulgente con estas notas. No sé expresar adecuadamente el malestar del pesado deseo, del deseo pegajoso. ¿Sabes lo que yo estaba esperando? Que en el momento en que se derrumbase tu castillo de naipes harías un gran gesto de abandono, al modo ruso y te sentarías sobre mi mano.
—No era un castillo. Era una casa de Pompeya, adornada por dentro con mosaicos y frescos, porque sólo empleaba las figuras de las barajas viejas del abuelo. Y bien, ¿me senté en esa mano dura y ardiente?
—Sobre mi palma abierta, querida. El relieve del paraíso. Te quedaste inmóvil un instante, amoldada a mi copa. Luego te rehiciste y te arrodillaste otra vez.
—Para recoger aprisa, aprisa, muy aprisa los naipes planos y brillantes, y ponerme otra vez a edificar, con la misma lentitud de antes. Éramos abominablemente depravados, ¿no crees?
—Todos los niños brillantes son depravados Veo que te acuerdas muy bien...
—No de esa ocasión determinada. Pero sí del manzano, y del día que me besaste en el cuello y de todo lo demás... Y luego... zdravstvuyte: apofeoz, ¡la Noche de la Granja Incendiada!
XIX
Una especie de enigma a la antigua. ( Los sofismas de Sofía, por mademoiselle Stopchin, en la Biblioteca Vieux, serie rosa): ¿la Granja Incendiada fue antes que la Buhardilla, o la Buhardilla fue antes que la Granja Incendiada? Veamos: hacía mucho tiempo que nos besábamos como primos cuando se incendió la granja. En efecto, hasta compraba en Ladore bálsamo de Chateau Baignet para aplicar a mis pobres labios agrietados. Y nos despertamos sobresaltados, tú y yo —cada uno en su cuarto—, cuando le oímos gritar «¡fuego!». ¿28 de julio? ¿4 de agosto?
¿Cuándo oímos a quién? ¿A Stopchin o a Larivière? ¡Vaya usted a saber! ¿Era Larivière quien gritaba que la granja estaba en llamas?
No, no. Larivière ardía como un leño, quiero decir, dormía como un leño. Yo sé bien quién fue, dijo Van; fue la doncella pintarrajeada, que usaba tu caja de acuarelas para pintarse los ojos, o eso decía Larivière, que las acusaba, a ella y a Blanche, de los pecados más fantásticos.
¡Pues claro! Pero no fue la pobre French, la doncella de Marina, sino Blanche, nuestra pequeña oca. Había atravesado el pasillo a toda carrera, y había perdido, en la escalera principal, una minúscula zapatilla con forro de piel blanca, como Cenicienta.
—¿Y recuerdas, Van, qué calor hacía aquella noche?
– Eschchyo bil(¡Cómo iba a olvidarme!). Aquella noche, por culpa de los guiños...
Sí, aquella noche, por culpa de los guiños lejanos, pero inoportunos, de los relámpagos de calor que taladraban los corazones negros de su frondoso dormitorio, el arborícola Van había abandonado sus dos tuliperos y se había acostado en su habitación. El tumulto en el interior de la casa y los gritos de la doncella interrumpieron un sueño raro, brillante, dramático, cuyo tema no pudo recuperar, a pesar de que lo guardó encerrado en un joyero. Como de costumbre, había dormido desnudo: tuvo que decidir si se pondría unos calzoncillos o si se cubriría con su manta de viaje escocesa. Habiendo optado por la segunda posibilidad, sacudió una caja de cerillas para asegurarse de que no estaba vacía, encendió una vela, y salió con presteza de su habitación, dispuesto a socorrer a Ada y sus larvas. El corredor estaba sombrío; en alguna parte, Dack ladraba extáticamente Las exclamaciones, que iban decreciendo, hicieron saber a Van que ¿llamada «Granja del barón», una inmensa y cara construcción, a más de una legua de distancia, estaba ardiendo. Si el acontecimiento se hubiese producido más avanzada la estación, cincuenta vacas lecheras habrían qUe. dado privadas de su heno cotidiano, y Larivière de la crema para su café de mediodía. Van se sintió ofendido. «Se han marchado todos, y me han dejado solo», como dice gruñendo el viejo Firmus en la última escena de El jardín de los cerezos(Marina había estado aceptable en el papel de madame Ranevski).
Ceñido con su toga escocesa, Van acompañó a su negra sombra por la pequeña escalera de caracol que conducía a la biblioteca. Allí, apoyando la rodilla desnuda en el diván de terciopelo raído colocado bajo la ventana, apartó las pesadas cortinas rojas.
Tío Dan, con un puro entre los dientes, y Marina, que llevaba un pañuelo al cuello y a Dack entre sus brazos, estaban a punto de partir, entre manos tendidas y linternas oscilantes, en su deportivo, rojo como un coche de bomberos. Pero, apenas en marcha, fueron adelantados, en la curva de la avenida, por tres lacayos ingleses a caballo, con tres doncellas francesas a la grupa. Todo el personal de servicio parecía dirigirse a admirar el incendio (acontecimiento poco frecuente en nuestros climas húmedos y de escasos vientos), utilizando todos los medios de locomoción disponibles o imaginables: telesillas, botes de ruedas, biciclos tándems, e incluso carretillas mecánicas para el transporte de equipajes, que el jefe de estación proporcionaba gratis a la familia, en recuerdo de su inventor, Erasmus Veen. Solamente la institutriz continuaba durmiendo (de lo que Ada, aunque no Van, se había dado cuenta), roncando y silbando en la habitación contigua al antiguo cuarto de los niños, donde la pequeña Lucette estuvo despierta durante un minuto antes de echar a correr tras su sueño y saltar a la última camioneta de transporte de muebles.
Van, arrodillado ante la ventana panorámica, vio cómo el ojo inflamado del cigarro puro se alejaba y desaparecía en la noche. Aquella salida múltiple... Pero sigue tú ahora.
Aquella salida múltiple constituía verdaderamente un espectáculo maravilloso sobre el fondo del firmamento pálido, con polvo de estrellas, de la casi subtropical Ardis, y aquella lejana llamarada color rosa flamenco entre el negro de los árboles, donde ardía la granja. Para llegar allí había que contornear una gran extensión de agua, sobre la cual veía brillar, a lo lejos, escamas de luz, cada vez que un mozo de servicio o un palafrenero arriesgado la atravesaba en alguna máquina flotante, como esquís náuticos o balsas con típicas ondulaciones luminosas, como de dragones japoneses. Se podían seguir con ojos de artista los faros de los automóviles y sus luces posteriores, avanzando hacia el este según la dimensión AB de aquel lago rectangular y girando bruscamente en el ángulo B para ás& cribir la anchura del cuadrilátero y volver luego hacia el oeste, disminuidas, atenuadas, hasta un punto situado a la mitad de la orilla opuesta en el que viraban hacia el norte y desaparecían.
Mientras dos rezagados, el cocinero y el vigilante nocturno, corrían sobre el césped hacia un break o cabriolé al que no había sido enganchado el tiro, y que les saltidaba con sus limoneras levantadas (¿o era, después de todo, una rickshajaponesa? (tío Dan había tenido, en tiempos, un sirviente japonés que tiraba del cochecillo), Van descubrió con placer y emoción, muy cerca de allí, entre los arbustos negros como de tinta china, a Ada, en camisón, con una vela encendida en una mano y un zapato en la otra, como siguiendo a hurtadillas a los rezagados. Pero no era Ada entre los arbustos, sino su reflejo en el cristal de la ventana. Tiró el zapato, que se había encontrado en una papelera, y fue a reunirse con Van en el diván.
—¿Se ve algo, se ve algo? —repetía. Y sus miradas escrutadoras brillaban de extasiada curiosidad, y en sus ojos de ámbar negro ardían centenares de granjas. Van tomó la vela de sus manos y la colocó al lado de la suya, que era mucho más larga, en el alféizar—. Vas desnudo, estás horriblemente indecente —dijo la chica, sin mirarle y sin poner en su comentario insistencia ni reproche. Ramsés de Escocia se ciñó mejor la manta y Ada se arrodilló a su lado. Contemplaron un momento el romántico «efecto nocturno» enmarcado por la ventana. Trémulo, con la mirada perdida hacia delante, Van había empezado a acariciarla, siguiendo con mano de ciego, a través de la fina batista, el surco de su columna vertebral.
—¡Oh, mira! ¡Gitanos! —susurró la chica, indicando con el dedo tres siluetas negras (dos hombres, uno de los cuales llevaba una escalera, y un niño, o un enano) que cruzaban el césped con paso cauteloso y que, al descubrir la ventana iluminada por la doble llama, hicieron marcha atrás (el pequeño andando de espaldas, como si tomase fotografías).
—Me había quedado en casa con toda intención —dijo Ada, o pretendió, más tarde, haber dicho —porque esperaba que tú también te hubieses quedado. Una coincidencia provocada. —Mientras hablaba, Van continuaba acariciándole los largos cabellos, le estrujaba y arrugaba el camisón, sin osar todavía deslizarse por debajo, pero arriesgándose a acariciar sus nalguitas, hasta que, con un ligero silbido, ella se puso en cuclillas y se encontró sentada en la mano de él. En el mismo instante el castillo de naipes se hundió en las llamas. Ada se volvió hacia Van, que estaba ya besando su hombro desnudo y acercándose más a ella, como el soldado que avanza detrás en la fila.
—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Yo creía que el viejo señor Nymphopopotus había sido mi único predecesor.
Algún tiempo antes, en primavera. Un viaje a la ciudad. Matinéefrancesa en el Teatro municipal. Mademoiselle había extraviado las entradas. El pobre chico se imaginaba probablemente que Tartufo era una tarta, o una bailarina de striptease.
Lo cual, en el fondo, no es ninguna tontería. Pero sigamos. En la escena de la Granja Incendiada...
—¿Sí, Van...?
—No, nada. Continúa.
—Ay, Van, aquella noche, mientras estábamos arrodillados el uno junto al otro a la luz de las velas, como los «Niños en oración» de un cuadro muy malo, enseñando las cuatro plantas de los pies (arborícolas y trepadoras todavía la víspera) no a la Mamá Buena que recibe su felicitación de Navidad, sino a la Serpiente sorprendida y encantada... ¡si supieras qué ganas sentía de pedirte una información puramente científica! Porque mi mirada, oblicuando un poco...
Ahora, no. Ahora mismo no es un espectáculo bonito. Y peor será dentro de un momento (respuesta de Van, más o menos exacta). No estaba seguro de si Ada era completamente ignorante y pura como el cielo estrellado (al que, por cierto, ya no coloreaba el resplandor del incendio), o si, por el contrario, enterada de todo, se complacía en jugar el juego de la inocencia. Por lo demás, eso no importaba gran cosa.