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Ada o el ardor
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Автор книги: Владимир Набоков



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Al día siguiente, Demon tomaba el té en su hotel favorito en compañía de una dama de Bohemia a la que nunca había visto ni nunca más iba a ver (ella buscaba una recomendación para obtener un empleo en el Departamento de Peces y Flores de Cristal de un museo de Boston). A mitad de su voluble soliloquio, la dama se interrumpió para indicar con un gesto hacia Marina y Aqua, que pasaban por el hallcon el aire hosco y cansado que estaba de moda y con unas pieles azuladas no menos de moda. Con ellas iba Dan Veen y un perrito les seguía.

—Es sorprendente —dijo —lo que esa horrible actriz se parece a «Eva en el Clepsidrófono», de la famosa obra del Parmigianino.

—Esa obra es todo menos famosa —replicó tranquilamente Demon —y usted no puede haberla visto. Por lo demás, no la envidio a usted. El extraño que se da cuenta de que ha pisado en el barro de una vida ajena tiene que experimentar un sentimiento bastante angustioso. ¿Ha obtenido usted esa información chismorrera directamente de un tipo llamado d'Onsky, o, menos directamente, del amigo de un amigo?

—De un amigo de un amigo —balbuceó la desventurada dama de Bohemia.

Sometida a inquisitorial interrogatorio en la mazmorra de Demon, Marina, entre un gorjeo de risas, desplegó un pintoresco tejido de mentiras; pero acabó por derrumbarse, y confesó. Juró que todo estaba terminado; que el barón, una ruina física, aunque espiritualmente todo un samurai, se había ido para siempre al Japón. De una fuente más digna de crédito, Demon obtuvo la información de que el verdadero destino del samurai era el Vaticano, elegante balneario de las afueras de Roma, y que, una semana más tarde, iba a regresar a Aardvark, Massa. Prefiriendo, por prudencia, matar a su hombre en Europa (se decía que un decrépito pero indestructible Gamaliel estaba haciendo todo lo posible para prohibir los duelos en el hemisferio occidental —un bulo o un capricho efímero de un presidente idealista, pues todo aquello quedaría en nada), Demon alquiló el más veloz de los petroleoplanos disponibles, alcanzó al barón (que parecía en muy buena forma) en Niza, le vio entrar en la Librería Gunter, entró tras él, y, en presencia del imperturbable pero bastante fastidiado tendero inglés, asestó un revés en la cara al asombrado barón con un guante que olía a lavanda. El desafío fue aceptado. Se eligieron dos padrinos nativos; el barón escogió como arma la espada y, luego de que una cierta cantidad de buena sangre (polaca e irlandesa; una especie de bloody Mary,para hablar en lenguaje de barman americano) hubo salpicado dos torsos velludos, la enjalbegada terraza, el tramo de escalones que descendía hacia el jardín vallado, en un divertido dispositivo escénico estilo Douglas d'Artagnan, el delantal de una lechera enteramente fortuita, y las mangas de las camisas de ambos padrinos, el encantador monsieurde Pastrouil y el coronel St. Alin, un bribón, estos dos últimos caballeros separaron a los jadeantes combatientes y Skonsky murió, no «de sus heridas» (como se creyó erróneamente), sino de una complicación gangrenosa que siguió a la más insignificante de aquéllas (posiblemente causada por él mismo): un pinchazo en la ingle, que provocó trastornos circulatorios, a pesar de algunas intervenciones quirúrgicas a lo largo de dos o tres años de prolongadas estancias en el Aarvark Hospital de Boston (ciudad en la que, dicho sea incidentalmente, se casó en 1869 con nuestra amiga la dama de Bohemia, ahora encargada de la Sala de Vidrios Biológicos en el museo local).

Marina llegó a Niza a los pocos días del duelo, y siguió la pista de Demon, hasta dar con él en su Villa Armina. En el éxtasis de la reconciliación, olvidaron precaverse de la procreación. Y ése fue el punto de partida del muy interesnoe polozhenie(«estado interesante») sin el cual estas acongojadas notas no habrían podido salir a la luz.

(Van, yo confío en tu gusto y en tu talento; pero ¿estamos completamente seguros,Van, de que haya que volver con tanto deleite sobre aquel revuelto mundo que, después de todo, puede no haber existido más que oníricamente? Nota marginal escrita por Ada en 1965; ligeramente borrada por su mano vacilante algo más tarde.)

Aquel atolondrado episodio no fue el último de su aventura, pero sí el más corto: cuestión de cuatro o cinco días. Él la perdonó. La adoró. Estaba dispuesto a casarse con ella, a condición de que abandonase en seguida su «carrera» teatral. Le echó en cara su falta de talento, la vulgaridad del ambiente que la rodeaba. Ella replicó, con grandes gritos, que él era un bruto, un demonio cruel. Para el diez de abril, quien le cuidaba era Aqua. Marina había escapado de nuevo a sus ensayos de Lucille,otro drama execrable que se dirigía hacia un nuevo fracaso en el teatro de Ladore.

«Adieu.Quizás es mejor así», escribió Demon a Marina a mediados de abril de 1869 (¿se trata de la carta original, que no llegó a echarse al correo, o de una copia de propia mano de Demon?), «porque, cualquiera que fuera la felicidad que pudiese haber acompañado a nuestra vida de casados, y por mucho que esa vida feliz hubiera durado, hay una imagen que nunca habría podido olvidar y nunca habría querido perdonar. Deja que se grabe en ti, querida mía. Déjame que la repita en términos adecuados para una actriz. Tú habías ido a Boston para ver a una vieja tía, un lugar común de novela, pero que en esta ocasión es la verdad. Y yo había ido a ver a mitía en su rancho, cerca de Lolita, Texas. Una mañana de febrero (ya cerca de mediodía donde tú estabas) te telefoneé al hotel, desde una cabina de la carretera. El cristal estaba todavía salpicado de lágrimas, vestigio de una tremenda tormenta. Yo quería pedirte que tomases el avión sin perder un minuto y que volases hacia mí, porque yo, batiendo mis alas decaídas y maldiciendo el dorófono automático, me repetía que no podía vivir sin ti y porque deseaba que, protegida entre mis brazos, vieras las sorprendidas flores del desierto que la lluvia había hecho brotar. Tu voz era remota, pero dulce. Me dijiste que estabas en traje de Eva; no cuelgues, espera que me ponga un penyuar;pero, en vez de eso, bloqueando el receptor para que yo no oyese, hablaste, supongo, al hombre con quien habías pasado la noche (y a quien de buena gana yo habría despachado al otro mundo, aunque de lo que de verdad sentía deseos era de castrarle). Ésees precisamente el boceto hecho para el fresco de nuestrodestino por un joven artista de Parma, en trance profético, el siglo XVI; un fresco que coincide, excepto en la funesta manzana del Saber, con una imagen repetida en la mente de dos hombres. A propósito, tu doncella fugitiva ha sido encontrada por la policía en un burdel de aquí. Te será reexpedida tan pronto como haya sido suficientemente cubierta de mercurio.»

III



Los detalles del desastre «Ele» (y no me refiero al «Elevado»), que, justo a mitad del siglo pasado, tuvo el singular efecto de producir y maldecir a la vez la noción de Terra, son demasiado bien conocidos de los historiadores y demasiado obscenos desde el punto de vista religioso para ser tratados por extenso en un libro dirigido a aficionados jóvenes, y no a hombres graves.

Hoy, naturalmente, luego que los grandes años antiguos de fantasías reaccionarias han pasado (¡más o menos!), y nuestras maquinitas pizpiretas (¡Faragod las bendiga!) zumban de nuevo casi tan bien como lo hicieron en la primera mitad del siglo XIX, el aspecto puramente geográfico del asunto es parcialmente redimido por su lado cómico, como esas marqueterías de bronce y bric-à-Braques, esos horrores de similor que nuestros antepasados, tan desprovistos de humor, se atrevían a llamar «arte»; pues, en verdad, nadie puede negar la presencia de algo sumamente grotesco en la configuración de pequeñas manchas variopintas que fueron solemnemente propuestas a la credulidad general como una representación geográfica de Terra. Ved'(¿no es así?) desternillante imaginar que «Rusia», en lugar de ser un sinónimo desusado de Estocia, la provincia americana que se extiende desde el círculo ya no vicioso, sino simplemente polar, hasta los Estados Unidos propiamente dichos, se convirtiese, en Terra, en el nombre de un país transportado como por un ardid a través del ja-ja de un doble océano al hemisferio opuesto, para extenderse allí desahogadamente por toda nuestra moderna Tartaria, desde Curlandia a las Kuriles. Pero (lo que es aún más absurdo), si, en términos de espacio, a escala terrestre, la Amerrusia de Abraham Milton se escindió en sus componentes (con agua y hielo tangibles interpuestos entre las nociones, menos poéticas que políticas, de «América» y «Rusia»), en términos de tiempo la incongruencia es aún más irracional y ridícula, no sólo porque la historia de cada una de las dos partes no se adapta a la historia de la otra, sino porque entre ambas tierras existía un desajuste de hasta un centenar de años (en un sentido o en otro), un desajuste señalizado por una rara confusión de indicadores en las encrucijadas del Tiempo Fluyente, donde los «aún no» de un mundo no siempre correspondían a los «ya no» del otro. Fue (entre otras razones) por ese concurso de divergencias «científicamente inasibles» por lo que las mentes bien rangées, poco hábiles en destrabar duendes, rechazaron « Terra», que les parecía una chifladura o un fantasma, mientras que las mentes desarregladas, prestas a sumergirse en cualquier abismo, la aceptaron como apoyo y prenda de su propia irracionalidad.

El propio Van Veen descubriría más tarde, en la época de su apasionada investigación en terrología (ciencia que era entonces una rama de la psiquiatría), que hasta los más profundos pensadores, los más puros filósofos, como Paar de Chose y Zapater de Aardvark, disentían en cuanto a la existencia hipotética de una especie de «cristal deformante de nuestra deformada tierra», según la expresión, ingeniosamente eufónica, de un sabio que desea guardar el anonimato. («¡Hum! Kverikveri, como la pobre mademoiselleL. decía a Gavronsky.» De puño y letra de Ada.)

Alguien sostenía que las discrepancias e incompatibilidades entre los dos mundos eran demasiado numerosas y estaban demasiado hondamente entretejidas en la trama del desarrollo de los acontecimientos para no convertir en una trivial fantasía la teoría de la esencial identidad. Pero otros redargüyeron que las desemejanzas aducidas servían más bien para confirmar la viva realidad orgánica del «otro mundo», mientras que, por el contrario, la semejanza perfecta sugeriría un fenómeno especular y, por tanto, especulativo; y que dos partidas de ajedrez, iniciadas y acabadas con movimientos idénticos, pueden presentar, en un mismo tablero, pero en dos cerebros, un número infinito de variaciones en cualquier fase inter– media de su desarrollo, inexorablemente convergente.

Si este humilde narrador se siente obligado a recordar todo esto a quien ahora lo está releyendo es porque en abril (mi mes favorito) de 1869 (un año en modo alguno maravilloso), y el día de san Jorge (según las sensibleras memorias de Mlle. Larivière), Demon Veen se casó con Aqua Veen por despecho y compasión, una mezcla no infrecuente.

¿Hubo alguna otra sabrosa especia que entrase como ingrediente en aquella mezcla? Marina, con perversa vanagloria, declaraba en la cama que los sentidos de Demon se habían dejado cautivar por una curiosa especie de placer incestuoso, cualquiera que pueda ser el exacto sentido de ese término (y entiendo «placer» en el sentido del plaisirfrancés, con el estimulante suplemento de vibración espinal que produce el pronunciarlo en ese idioma). Y, mientras ella hablaba, él acariciaba, saboreaba, entreabría y profanaba delicadamente, de modos inconfesables pero fascinantes, una carne que era a la vez la de su mujer y la de su amante, los encantos gemelos de dos cuerpos confundidos y realzados por el mismo parentesco, un aguamarina al mismo tiempo única y doble, un espejismo en un emirato, dos gemas geminadas, una orgía de paronomasias epiteliales.

Verdaderamente, Aqua era menos guapa y estaba mucho más loca que su hermana Marina. Sus catorce años de matrimonio desdichado consistieron en una serie intermitente de estancias, cada vez más frecuentes y prolongadas, en sanatorios. Si tomásemos un pequeño mapa de la parte europea de la Commonwealthbritánica —digamos, desde Escoto-escandinavia hasta la Riviera, Libralta y Palermontovia —y la casi totalidad de los Estados Unidos de América —desde Estocia y Canadia hasta Argentina —y clavásemos en el mismo alfileritos con la bandera de la Cruz Roja esmaltada para señalar todos los lugares en que acampó Aqua en el curso de su Güera Mundial particular, el mapa quedaría cubierto por una espesa selva.

En una ocasión, Aqua proyectó recuperar una apariencia de salud («¡oh, un poco de gris, por candad, en vez de ese negro intenso!») en algún protectorado anglonorteamericano, como los Balcanes o las Indias. Tal vez habría probado incluso en esos dos continentes del hemisferio austral que van prosperando bajo nuestro dominio conjunto. Huelga decir que la Tartaria, infierno independiente cuyo territorio se extendía entonces desde los mares Báltico y Negro hasta el Océano Pacífico, era turísticamente impracticable, por más que los nombres de Yalta y Altyntagh tuviesen un sonido extrañamente atractivo... Pero el verdadero destino de Aqua era Terrala Bella, adonde sabía que iría volando, con largas alas de libélula, cuando muriese Las pobres cartitas que escribía a su esposo desde los hogares de la demencia iban a veces firmadas Madame Shchemyashchikh-Zvukov («Lamentaciones Desgarradoras»).

Después de haber sostenido su primer choque con la locura en Ex-en-Valais, regresó a América, donde la esperaba una cruel derrota. En aquellos días, Van estaba todavía siendo amamantado por una nodriza muy joven, casi una niña, Ruby Black (su apellido de soltera), la cual tampoco tardaría en perder la razón. Fatalmente, toda criatura afectiva y frágil que entrase en relación íntima con Van Veen (como más tarde le ocurriría a Lucette) tendría que conocer la angustia y los desastres, a menos que por sus venas corriese algo de la sangre demoníaca de su padre.

Aqua no había cumplido aún los veinte años cuando su temperamento, exaltado por naturaleza, empezó a revelar los primeros síntomas de una alteración morbosa. Hablando en términos cronológicos, el estadio inicial de su enfermedad coincidió con la primera década de la Gran Revelación. Y, si bien podría haber encontrado con no menos facilidad cualquier otro tema para sus fantasmas, las estadísticas ponen de manifiesto que la Gran (y, para algunos, Intolerable) Revelación causó en el mundo más locura que incluso la obsesión religiosa en los tiempos medievales.

Una Revelación puede ser más peligrosa que una Revolución. Inteligencias débiles identificaron la noción de un planeta Terracon la de otro mundo, y ese otro mundo se confundió no solamente con el «Otro Mundo» (del Siglo Futuro), sino con el mundo real, tal como existe en su totalidad en nosotros y fuera de nosotros. Nuestrosdemonios, nuestros propios encantadores, son nobles criaturas iridiscentes de garras traslúcidas y vigoroso batir de alas; pero en la década de 1860, los Nuevos Creyentes le apremiaban a uno a imaginar una esfera en la que esos compañeros maravillosos se habían degradado y ya no eran más que monstruos perversos, diablos inmundos con los escritos negros de los carnívoros y los dientes de las serpientes, verdugos y ultrajadores del alma femenina. Mientras que, en la acera opuesta de la vía cósmica, bajo un nimbo de arco iris, un coro de espíritus angélicos, habitantes de la dulce Terra, se dedicaban a restaurar los mitos más rancios, aunque todavía poderosos, de los viejos credos, con arreglos para organillo de todas las cacofonías derramadas desde el origen de los tiempos por todos los dioses y todos los sacerdotes en todas las ciénagas de este nuestro suficiente mundo.

«Suficiente para lo que tú quieres de él, Van, seamos claros» (nota marginal).

La pobre Aqua, cuya imaginación era fácil presa de las chifladuras de maniáticos y cristianos, se representaba vívidamente un paraíso de salmista de segunda fila, una futura América de edificios de alabastro de un centenar de plantas, de ciudades como almacenes de muebles atestados de altos armarios roperos pintados de blanco y neveras de tamaño más modesto. Veía gigantescos tiburones voladores, con ojos laterales, que en menos de una noche podían transportar peregrinos por el negro éter a través de todo un continente inmenso, desde un mar en tinieblas hasta otro mar resplandeciente, antes de regresar con estruendo a Seattle o Wark. Oía mágicas cajas de música que hablaban y cantaban ahogando los terrores del pensamiento, subiendo con el ascensorista, hundiéndose en las profundidades con el minero, alabando la Belleza y la Piedad, a la Virgen y a Venus en las moradas del solitario y del pobre. El inconfesable poder magnético vilipendiado por los legisladores de este triste país —¿de cuál? ¡oh, de cualquiera! Estocia y Canadia, la Mark Kennensia «alemana» o el Manitobogan «sueco», el taller de los yukonitas de camisa roja o la cocina de los lyaskanka de pañuelo rojo, la Estocia «francesa», desde Bras d'Or a Ladore, y, pronto, nuestras dos Américas en toda su extensión, y todos los demás continentes estupefactos —era utilizado en Terracon tanta liberalidad como el agua y el aire, como las biblias y las escobas. De haber nacido dos o tres siglos antes, Aqua habría encontrado su puesto, con la mayor naturalidad, entre las brujas que debía consumir el fuego.

En sus excéntricos años de estudiante había dejado el Colegio Brown Hill, establecimiento de buen tono fundado por uno de sus menos recomendables antepasados, para colaborar, como también era de buen tono, en alguna obra de Promoción Social en los Severniya Territorii. Con la inestimable ayuda de Milton Abraham organizó una Farmacia Fraternalista en Bielokonsk y se enamoró lastimosamente de un hombre casado, el cual, después de administrarle durante todo un verano su pasión de advenedizo en la garçonnièrerodante de su Camping Ford, prefirió abandonarla a arriesgar su posición social en una ciudad de tenderos en la que los pequeños burgueses pertenecían a logias y jugaban al golf los domingos. La terrible enfermedad, toscamente diagnosticada en su caso, y en el de otros desgraciados, como «una forma aguda de manía mística mitigada por la existalienación» (es decir, lo que antes se llamaba simple locura) fue apoderándose de ella de manera progresiva, con intervalos de paz extática, franjas discontinuas de cordura precaria y súbitos sueños de certidumbre en la eternidad, desgraciadamente más raros y más breves.

Después de la muerte de Aqua en 1883, Van calculó que, en el transcurso de trece años, contando todos los presumibles momentos de presencia personal, las lúgubres visitas que la había hecho de niño en los diversos hospitales o clínicas en que estuvo asilada, las apariciones súbitas y tumultosas de las que a veces había sido espectador en medio de la noche —en las que la desgraciada forcejeaba con su marido o con el aya inglesa, frágil pero ágil, hasta que la llevaban otra vez escaleras arriba, donde era acogida por los ladridos gozosos del appenzellery acababa en el cuarto de los niños, sin la peluca, sin las zapatillas, y con las uñas teñidas de sangre—, la habría visto, o habría estado a su lado, durante un tiempo apenas superior al requerido para la gestación de una vida humana.

La rosada lejanía de Terra le fue pronto ocultada por brumas siniestras. La desintegración de su personalidad fue avanzando fase tras fase, cada una de ellas más atroz que la precedente, pues el cerebro humano puede llegar a constituir un gabinete de tortura más eficaz que los que él mismo ha inventado, establecido y experimentado desde hace millones de años, en millones de países, contra millones de víctimas aullantes.

La pobre Aqua desarrolló una morbosa sensitividad al lenguaje del agua del grifo, la cual, a veces (cuando nos lavamos las manos después de tomar un cocktailcon personas extrañas) nos devuelve el eco de un fragmento de habla humana que perdura en nuestro oído, algo así como la corriente sanguínea que se agita por los vasos capilares en la fase que precede al sueño. La primera vez que prestó atención a estas reformulaciones de frases recientemente oídas, reformulaciones espontánas, coherentes, y, en el casó particular que nos ocupa, irónicas, hasta provocadoras, aunque en realidad perfectamente inofensivas, se divirtió bastante ante la idea de que ella, la pobre Aqua, había dado incidentalmente con un método sencillo de registro y transmisión del lenguaje, mientras que todos los tecnólogos del mundo, los llamados sabios, se esforzaban penosamente en demostrar la utilidad pública y el interés comercial de aparatos extremadamente complicados y costosos, como el teléfono hidrodinámico y otros miserables adminículos destinados a reemplazar a los que se habían ido al diablo ( k' chertyam sobach' im) con el anatema de un inmencionable lammer.

Pronto, sin embargo, la facundia de los grifos, rítmicamente perfecta, pero más bien confusa todavía en cuanto a la precisión de los términos, empezó a adquirir una significación mucho más pertinente. La pureza de elocución del grifo hacía progresos proporcionales a la malignidad de sus insinuaciones. Su monólogo comenzaba generalmente poco después de que la desdichada Aqua hubiese oído, o escuchado, la voz de alguien que hablaba de modo imperioso y expresivo, no necesariamente dirigiéndose a ella; alguien que hablaba con una rapidez característica, con entonaciones muy personales o marcadas por un fuerte acento extranjero, el coercitivo parloteo de un narrador en alguna reunión detestable, un soliloquio líquido de una comedia mortalmente aburrida, o bien la voz adorable de Van, un fragmento de poema oído en una conferencia, el poeta Housman pidiendo compasión a un bello muchacho —niño mío, hermoso mío—, y especialmente el verso italiano, más fluido y flou, como aquella cancioncilla recitada entre golpéenos en la rodilla y toques en los párpados por un viejo doctor, medio ruso, medio cantor, doc, doc, doctor, canción, cantor, cancioncilla ballatetta, deboletta...tu, voce sbigottita...spigotty e diavoletta...de lo cor dolentc.con ballatetta va...va...della strutta, destruttamente... mente, mente... quita el disco, o el cicerone seguirá su cantinela, como en Florencia aquella misma mañana ante una estúpida estela que conmemoraba —según se nos dijo —el recuerdo de aquel «olmo» que se cubrió de verde al paso del cuerpo frío y tieso de san Zeus, cuando era llevado a través de la sombra que crece y crece, esa bruja de Arlington que no cesaba de hostigar a su callado marido, mientras pasaban rápidamente las viñas (e incluso en el túnel): «No pueden hacerte eso, Jack Black, habrá que decírselo, no habrá más remedio que decírselo...» El agua del baño (o de la ducha) parecía tener la naturaleza de un Calibán y no sabía hablar de un modo claro y distinto —o quizás estaba demasiado impaciente por vomitar el torrente que le hervía en las entrañas y librarse de sus ardores infernales– para preocuparse de vanas palabrerías. Pero el gluglú del agua resultaba cada día más ambicioso, más odioso. Hasta tal punto que una mañana, en su primer «hogar», al oír al más odiado —quizás —de los médicos que la visitaban cotidianamente (el que citaba a Cavalcanti) verter instrucciones infames en su aborrecido bidet(en una gárrula mezcla de alemán y ruso), Aqua tomó la resolución de no volver a dejar correr el agua.

Pero también esta fase pasó. Otros suplicios reemplazaron a la elocuencia líquida de su homónimo: cuando, en un intervalo de lucidez, ocurrió que abrió con su débil manita el grifo de un lavabo para beber un poco de agua fresca, la tibia linfa le respondió en su propio lenguaje, sin sombra de malicia ni de intención paródica: ¡ Finito! Ahora, lo que la atormentaba terriblemente era el sentir, entre los relieves cada vez más rebajados del pensamiento y del recuerdo, blandas fosas negras ( yamy, yamischi) en su mente. Un pánico mental y un dolor físico juntaban sus manos de rubí negro. La una le impulsaba a rezar por la salud de su mente, la otra abogaba por la muerte. Los objetos hechos por la mano del hombre perdían su significación o se cargaban de alusiones inquietantes. Las perchas de la ropa se convertían en los hombros de telúricos decapitados, la manta de múltiples pliegues que había hecho caer al suelo de un puntapié la miraba como ojos lúgubres de pupilas ensombrecidas por furúnculos y con un aire de reproche en la mueca de sus labios lívidos. El esfuerzo que necesitaba para interpretar las informaciones que la gente de mentalidad superior era capaz de obtener de algún modo en la posición de las agujas de un reloj, llegó a resultarle tan ineficaz, tan desesperado como si hubiese intentado comprender el lenguaje por signos de una sociedad secreta o la canción china de aquel estudiante de la guitarra no china a quien había conocido en los días en que ella —o su hermana —había dado a luz una criatura malva. Pero su locura, la majestad de su locura, conservaba todavía la coquetería patética de una reina loca: «Sabe usted, doctor, creo que pronto necesitaré gafas. No entiendo... (risa altiva). No puedo entender lo que me dice mi reloj de pulsera... Por el amor de Dios, ayúdeme, ¿qué dice mi reloj? ¡Ah! Falta media hora... ¿para qué? No importa, no importa. «No», e «importa» son hermanos gemelos, yo tengo una hermana gemela, un hijo gemelo. Sé que quiere usted examinar mi pudendron, la Rose moussuede los Alpes, del álbum de ella, cogida hace ya diez años» (y al decirlo muestra sus diez dedos, contenta, orgullosa, ¡diez son diez!).

Luego su angustia creció hasta alcanzar la insoportable enormidad de la pesadilla, haciéndola gritar y vomitar. Pidió (y fue autorizada, gracias al peluquero del hospital, Bob Dean) que le cortasen sus bucles morenos de modo que no quedasen más largos que una punta de aguamarina, porque le crecían hacia dentrode su cráneo poroso y se retorcían en su interior. Pedazos de cielo, o de pared, serrados como piezas de puzzle, se desunían, por muy esmeradamente que pudieran haber estado compuestos en su anterior unidad: el más ligero choque, el codazo de una enfermera descuidada, bastaba para destruir la cohesión de aquellos fragmentos ingrávidos, que se convertían en espacios vacíos incomprensibles de objetos anónimos, o en el envés en blanco de monedas o fichas de «Scrabble» a las que ella no podía dar la vuelta, porque un enfermero de ojos negros —los ojos de Demon —le había atado las manos. Pero, pronto, el pánico y el dolor, como un par de niños bulliciosos y turbulentos, emitieron una última risotada chillona y corrieron a ocultarse detrás de un arbusto para masturbarse mutuamente, como en Anna Kareninadel conde León Tolstoi, una novela; y una vez más, por un momento, un momentito, todo quedó en la casa tranquilo y silencioso, y la madre de los niños tenía el mismo nombre de pila que su propia madre.

Durante algún tiempo, Aqua creyó que un niño nacido muerto, de seis meses y de sexo masculino, un pequeño feto sorprendido, un pescado de goma que le había salido en el baño, en un lugar de nacimiento señalado simplemente con una X en sus sueños, después de haber chocado, al esquiar a tumba abierta, con el tocón de un árbol, había sido resucitado de algún modo, y llevado a su «Hogar», con los cumplimientos de su hermana Marina, envuelto en algodón en rama empapado en sangre, pero perfectamente vivo y saludable, y había sido registrado como hijo suyo, con el nombre de Ivan Veen. En otros momentos se sentía convencida de que el niño era hijo ilegítimo de su hermana, y que había nacido durante una tempestad de nieve, agotadora, aunque tremendamente romántica, en un refugio alpino del Sex Rouge, donde un cierto doctor Alpiner, de medicina general, y muy amante de las gencianas, estaba sentado providencialmente ante una estufa roja y rústica, en espera de que se secasen sus botas. Una cierta confusión resultó de ello, menos de dos años más tarde (en septiembre de 1871: la mente de Aqua se enorgullecía de retener aún docenas de fechas) cuando escapó de un nuevo «hogar», y consiguió, Dios sabe cómo, volver a la inolvidable casa de campo de su esposo (imitación de un viajante extranjero: « Signor Konduktor, ai vant go Lago di Luga, hier Geld»). Aprovechó que Demon estaba sometiéndose a un masaje en el solariumpara introducirse furtivamente en su antiguo dormitorio, y experimentó una deliciosa sorpresa: su polvera de cristal, llena a medias de su polvo de talco y pintorescamente rotulada «Algunas Flores» en letras polícromas, seguía aún en su mesilla de noche; su camisón preferido, color de llama, yacía, arrugado, sobre la alfombra de pie de cama. A los ojos de Aqua, aquello significaba que sólo un breve sueño, una negra pesadilla, había oscurecido la luminosa verdad de que ella había pasado todo aquel tiempo —desde el aniversario de Shakespeare, un día de abril verde y lluvioso– acostada en brazos de su marido. Pero para la mayoría de las demás personas, ay, aquello significaba otra cosa: que Marina (a quien G. A. Vronski, el magnate del cine, había abandonado por otra Khristosik, Cristita, como él llamaba, en ruso, a todas las lindas starlettes; otra Khristosik de largas pestañas) había concebido, c'est bien le cas de le dire, la brillante idea de hacer que Demon se divorciase de Aqua la loca y se casase con ella; la cual creía (con placer y con razón) estar embarazada por segunda vez. Marina y Demon habían pasado juntos en Kitej un mes rukuliruyushchiy, pero cuando ella le reveló, en un tono compuesto y farisaico, el secreto de sus intenciones (justo antes de la llegada de Aqua) él la echó de su casa.

Más tarde, en el último capítulo de su inútil existencia, Aqua desechó todos aquellos recuerdos ambiguos y se reencontró en un lujoso sanatorio de Centaur, Arizona, leyendo y releyendo, atentamente, beatamente, las cartas de su hijo. Éste la escribía invariablemente en francés, la llamaba petite maman, y le describía la divertida escuela a la que iría a vivir cuando cumpliese los trece años. Y por la noche, cuando en sus oídos resonaban los nuevos insomnios, sus insomnios deliberados, sus últimos, últimos insomnios, Aqua oía la voz de su hijo, y encontraba en ella consuelo. Él la llamaba generalmente mummy, o mama, acentuando en inglés la última sílaba, y, en ruso, la primera. Alguien ha dicho que los triplets y los dracunculi heráldicos se encontraban frecuentemente en las familias trilingües; pero de lo que ahora no había duda de ninguna clase(excepto, tal vez, en el alma infernícola de la detestable Marina, muerta ya hacía tiempo) es de que Van era suyo, suyo, de Aqua, su hijo bien amado.


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