Текст книги "Ada o el ardor"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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—Eso me recuerda cruelmente los golubyanki(azulitos) que me enviaba Aqua —suspiró Demon, que había abierto maquinalmente el mensaje—. ¿Esa proximidad es alguna chica que yo conozca? Porque, aunque pongas cara de enfadado, está claro que esto noes un mensaje de médico a médico.
Van alzó los ojos al techo (pintado por Boucher) de la sala del desayuno, sacudió la cabeza con un gesto de admiración burlesca y felicitó a Demon por su perspicacia. Sí, tenía razón: había que viajar inmediatamente a Losdusa (anagrama de «saludos»), para ver allí a una dibujante loca, llamada Doris, u Odris, que sólo dibujaba da-das.
Van alquiló una habitación, con el pseudónimo de Boucher, en el único albergue de Malahar, pueblecito situado sobre el Ladore, a unas veinte millas de Ardis. Pasó la noche combatiendo al ilustre mosquito (o su primo), que pareció amarle más que en otros tiempos el bicho de Ardis. El retrete, en lo alto de la escalera, consistía en un agujero negro que conservaba la huella de una explosión fecal entre las de las dos plantas gigantescas de un anterior ocupante en cuclillas. A las siete de la mañana del 25 de julio, Van llamó a Ardis Hall desde la oficina de correos de Malahar y se encontró en conexión con Bout, que estaba en conexión con Blanche y que tomó la voz de Van por la del mayordomo.
—¡Demonios, papá! —dijo en su dorófono de cabecera—. ¿No ves que estoy ocupado?
—Es por Blanche por quien pregunto, pedazo de idiota —gruñó Van.
—¡Oh, perdón! —exclamó Bout—. Un momento, señor.
Van oyó un sonido como de un tapón que saltase de su botella (¡beber vino a las siete de la mañana!) y Blanche se puso al aparato. Pero apenas había comenzado a dictarle el mensaje cuidadosamente formulado que debía transmitir a Ada, cuando la propia Ada, que había estado alerta toda la noche, respondió desde la habitación de los niños, donde el aparato más límpido de la casa vibraba y borbotaba bajo un barómetro difunto.
—Bifurcación del bosque, dentro de cuarenta y cinco minutos. Y perdona los perdigones.
—¡Torre! —respondió la dulce y armoniosa voz, como un aviador en el cielo azul hubiera podido decir «Roger».
Van alquiló una motocicleta, venerable máquina con un sillín guarnecido de fieltro de billar y un pretencioso manillar de falso nácar, y se lanzó por una ruta forestal estrecha y cruzada por raíces sobre las que iba saltando. Lo primero que distinguió fue el brillo estrellado de su bici abandonada. Ada estaba allí cerca, en pie, con las manos en las caderas, un ángel blanco de cabellos negros que miraba con aire de timidez. Llevaba puesto un albornoz y zapatillas de baño. Mientras él la llevaba en brazos hasta la espesura más próxima sentía que el cuerpo le ardía de fiebre, pero sólo comprendió hasta qué punto estaba enferma cuando, después de los espasmos apasionados, se levantó vacilante, con el cuerpo cubierto de hormiguitas rosas, y casi se desmayó, murmurando algo acerca de gitanos que les robaban los jeeps.
¡Qué cita aquélla, detestable y adorable a la vez! Van no podía recordar bien...
(Es verdad. Yo tampoco. Ada.)
...ni una sola palabra de las que pronunciaron, ni una pregunta, ni una respuesta. Se la llevó a toda prisa, tan cerca de la casa como le permitió la prudencia (después de dejar la bicicleta entre los helechos) y, ya de noche, cuando telefoneó a Blanche, ésta le susurró dramáticamente el siguiente informe: « Mademoiselletiene una buena neumonía, mi pobre señor.»
Tres días más tarde, Ada estaba mucho mejor, pero Van tenía que volver a Man para tomar el mismo barco de regreso a Inglaterra. Había prometido incorporarse a una gira circense en la que participaban pesonas a las que no podía dejar plantadas.
Su padre acudió a desearle buen viaje. Se había teñido el pelo de un negro aún más negro. Llevaba en el dedo un diamante que rutilaba como una cima del Cáucaso. Sus largas alas negras con ocelos azules flotaban tras él agitadas por la brisa marina. Lyudi oglyadivalis(la gente se volvía a mirar). Una Tamara interina —párpados ennegrecidos, rojo de labios kasbeky flamante boca rosa —trataba en vano de adivinar qué podría ser más del agrado de su Demonio de amante: que se contentase con gemir e ignorar a su soberbio hijo, o que rindiese homenaje a la virilidad de Barba Azul tal como se reflejaba en el cejijunto Van, el cual, por su parte no podía soportar su perfume caucasiano, Granial Maza, a siete dólares el frasco.
(Sabes, Van, éste es, hasta ahora, mi capítulo favorito. No sé por qu¿pero lo adoro... Y puedes dejar a tu Blanche en brazos de su amiguito eso tampoco importa. Ada, con su más mimosa pluma.)
XXX
El 5 de febrero de 1887, un editorial sin firma del Ranter(aquel semanario de Chose habitualmente tan sarcástico y tan trapacero) ensalzaba el número de Mascodagama como «la atracción más original e imaginativa que nunca haya sido ofrecida al hastiado público del music-hall». Masco dio varias representaciones en el Rantariver Club, pero ni en los programas ni en los carteles se encontraba definición más precisa que la de «Excéntrico Extranjero», ni había otras indicaciones para el público sobre la identidad del artista o sobre la exacta naturaleza de su exhibición. Rumores cuidadosa y hábilmente alimentados por los amigos de Mascodagama daban a entender que podía ser un misterioso visitante venido de más allá del Telón de Oro. La cosa parecía tanto más digna de crédito cuanto que media docena de artistas pertenecientes a la compañía del Circo Dobrososedski («Buena Vecindad»), que llegaba de Tartaria en aquel preciso momento, es decir, en vísperas de la Guerra de Crimea —un viejo payaso enfermo con su cabra parlante, tres bailarinas y el esposo de una de ellas, maquillador y seguramente agente múltiple—, habían ya desertado, entre Francia e Inglaterra, en algún punto del recién construido «Chunnel». El extraordinario éxito obtenido por Mascodagama en aquel círculo dramático universitario, cuyo repertorio se limitaba por lo general al teatro isabelino, con reinas y hadas representadas por guapos jovencitos, no tardó en ser explotado por los caricaturistas de la Prensa. Los decanos de Chose, los políticos del distrito, los estadistas y, por supuesto, el jefe en funciones de la Horda de Oro, eran representados por los humoristas de la actualidad como otros tantos Mascodagamas. Un imitador grotesco (que no era otro que el mismo Mascodagama en una parodia super refinada de su propio espectáculo) fue abucheado en Oxford (colegio femenino de las inmediaciones) por alborotadores locales. Un astuto periodista que le había oído maldecir de un mal pliegue de la alfombra del escenario comentó en el periódico su «acento yanqui». El admirado señor «Vascodagama» fue incluso invitado a Windsor por el propietario del castillo, un descendiente bilateral de los antepasados de Van, pero él declinó la invitación por imaginarse (equivocadamente, según pudo saberse más tarde) que la errata sugería que su incógnito había sido descubierto por uno de los agentes secretos que operaban en Chose, tal vez el mismo que, algún tiempo antes, había salvado al psiquiatra P. O. Tiomkin del puñal de un cierto príncipe Potiomkin, un joven perturbado que venía de Sebastopol, Idaho.
Van pasó sus primeras vacaciones de verano en la célebre clínica de Chose, preparando, bajo la dirección de Tiomkin, una ambiciosa tesis que nunca terminó: Terra: ¿realidad eremítica o ensueño colectivo?Interrogó a toda clase de neuróticos, entre ellos a varios artistas de variedades, a varios escritores y, por lo menos, a tres cosmólogos, intelectualmente lúcidos pero espiritualmente «perdidos», que habían descubierto, nadie sabía dónde ni cómo (quizá se encontraban en comunicación telepática, pues nunca se habían visto y ninguno de ellos conocía la existencia de los demás (tal vez por medio de alguna especie de «ondulas» prohibidas), un mundo verde que giraba en el espacio y espiraleaba en el tiempo, que, en la relación espíritu-materia, era semejante al nuestro y que ellos describían con los mismos detalles particularizados, como tres personas que observasen, desde tres ventanas diferentes, Una misma cabalgata de carnaval.
Van pasaba sus horas libres en medio de una grosera disipación.
A la mitad del verano se le propuso un contrato para una serie de representaciones, con doble sesión, en un famoso teatro de Londres. Debía comenzar durante las vacaciones de Navidad y continuar luego con representaciones de fin de semana durante toda la temporada de invierno Aceptó gustosamente, pues estaba muy necesitado de algo que le distrajese de sus peligrosos estudios. La clase de obsesión que padecían los enfermos de Tiomkin era de naturaleza contagiosa para los jóvenes investigadores.
La reputación de Mascodagama había cruzado América de cabo a rabo. Una fotografía suya, con antifaz desde luego, pero que no podía engañar a un pariente cercano o a un fiel servidor, fue reproducida por los periódicos de Ladore, de Ladoga, de Laguna, de Lugano y de Luga en la primera semana del mes de enero de 1888. El texto que había debido acompañarla no apareció: sólo un poeta (particularmente alguno del grupo «Campanario Tenebroso», como observó algún bromista) habría podido describir de manera adecuada aquel estremecimiento macabro y muy particular que acompañaba a la extraordinaria demostración de Van.
El telón se alzaba sobre un escenario vacío. Después de cinco latidos de corazón, algo enorme y negro salía de entre bastidores con un acompañamiento de tambores de derviche. El estremecimiento producido por su entrada poderosa y precipitada afectaba tan profundamente a los niños que, mucho tiempo después, en los limbos y lágrimas de los insomnios, en el fulgor insostenible de las pesadillas, las muchachitas y los muchachitos sensibles revivían, con interpolaciones de su propia cosecha, algo que se parecía a la «angustia original», una malignidad informe, el soplo de un ala desconocida, la insoportable dilatación de la fiebre que brotaba, como un viento de caverna, del escenario embrujado. En la cruda luz que iluminaba la alfombra de colores chillones aparecía y se ponía a correr a grandes zancadas un gigante de unos dos metros y medio, enmascarado y calzado con esas botas flexibles que usan los bailarines cosacos. Un inmenso abrigo negro de pelo largo, de tipo burka, envolvía su silhouette inquietante(la expresión es de una correspondiente de la Soborna; hemos conservado todos los recortes de periódico) y la disimulaba desde el mentón a las rodillas, o a lo que parecía corresponder a esa parte del cuerpo. Una gorra de astrakán le cubría la cabeza y un antifaz negro la parte superior de su cara, adornada por una copiosa barba. El poco agraciado coloso se pavoneaba por el escenario y, luego, su pavoneo se convertía en el caminar sin pausa de un loco enjaulado; después hacía una pirueta y, a un toque de los platillos de la orquesta acompañado de un grito de terror (tal vez fingido) en el gallinero, daba una voltereta en el aire y se plantaba cabeza abajo.
En aquella extraña posición, ayudándose con el gorro como si se tratase de un cojinete pseudopódico, se ponía a dar brincos en un estilo pogostick... y, súbitamente, se dislocaba. El rostro de Van, hendido por una amplia sonrisa, aparecía brillante de sudor entre las dos botas que calzaban aún sus dos brazos rígidamente levantados; al mismo tiempo, sus verdaderos pies hacían caer rodando la falsa cabeza, el gorro y la máscara barbuda. La mágica inversión «cortaba el aliento a los asistentes». Y cuando éstos habían recuperado aquél, estallaban los aplausos frenéticos («ensordecedores», «delirantes», «verdadera tempestad»...). Van salía del escenario en tres saltos, para reaparecer en seguida, enfundado en una malla negra y bailando la giga sobre las manos.
Si dedicamos tantas líneas a la descripción de esta pantomima no es solamente porque los. artistas del género «excéntrico» son los que el público antes olvida, sino porque nos parece oportuno analizar las emociones que Van experimentaba en aquel ejercicio. Ninguna de sus milagrosas «cogidas al vuelo» en los campos de cricket, ninguno de sus gloriosos goles en un partido de fútbol (era campeón de su colegio en ambos espléndidos deportes), ninguno de sus éxito más antiguos —como el k.o. que administró, el mismo día de su ingreso en Ríverlane, al más robusto matón del establecimiento– le habían proporcionado nunca la satisfacción que le producía Mascodagama. Esta satisfacción no estaba directamente relacionada con los cálidos efluvios de la ambición satisfecha, aunque en su extrema vejez, cuando dirigía su mirada retrospectiva a una vida de esfuerzos mal apreciados, Van evocaba con divertido placer, un placer más vivo sin duda que el que había experimentado en su momento, las alabanzas triviales y las lógicas envidias que le habían acompañado durante un breve período de su juventud. Esta singular satisfacción era justamente comparable a la que más tarde encontró en ciertos ejercicios en apariencia absurdos y de una extravagante dificultad que V.V. se imponía a sí mismo y cuyo objeto era expresar algo que, antes de ser expresado, sólo poseía una existencia crepuscular (o ninguna clase de existencia, a no ser la ilusión de la sombra retrospectiva de su inminente expresión). Así era el castillo de naipes de Ada. Así era la proeza de una metáfora puesta en equilibrio sobre su cabeza, no por el placer de la dificultad vencida, sino con el fin de percibir la caída ascendente de una cascada o una salida del Sol al revés, lo cual, en cierto sentido, es una victoria sobre el Ardis del tiempo. Así, la embriaguez que experimentaba el joven Mascodagama al vencer a la gravedad se parecía a la de la revelación artística considerada en un sentido totalmente insospechado por los inocentes de la crítica, los comentaristas de la escena social, los moralistas, los fabricantes de ideas, etc. Van, sobre las tablas, ejecutaba de una manera orgánica lo que sus figuras de retórica debían ejecutar más tarde en su vida: milagros de acrobacia que nunca se hubiesen esperado de ellas y que daban miedo a los niños.
Por lo demás, el placer puramente físico de la deambulación manual no era un factor despreciable, y las manchas irisadas que la alfombra del escenario imprimía en sus palmas de bailarín durante la giga final eran como los reflejos de un mundo inferior, de brillantes colores, que él hubiese sido el primero en descubrir. Para el tango que ponía fin a su número durante la última tournéele dieron como pareja a una bailarina de cabaret de Crimea, que llevaba un vestidito de lentejuelas, muy corto y muy descotado por la espalda. La muchacha cantaba en ruso el estribillo del tango:
Pod znóynim nébom Argentini,
pod strástniy góvor mandolini.
(bajo el cielo bochornoso de Argentina
al ritmo ardiente de la mandolina.)
La frágil y pelirroja «Rita» (Van no supo nunca su verdadero nombre), linda karaíta originaria de Chufut Kalé, donde, como ella decía con nostalgia, el cornejo ( kizil) de Crimea exhibe sus flores amarillas entre los áridos roquedales, se parecía extrañamente a la Lucette de diez años más tarde. Mientras bailaban juntos, todo lo que Van veía de ella era el vivo movimiento de sus zapatitos de plata, andando y girando al mismo ritmo que las palmas de Van. Éste se resarcía durante los ensayos. Una noche le pidió una cita. Ella se negó indignada, diciendo que adoraba a su marido (el maquillador) y que detestaba a Inglaterra.
Chose gozaba de una vieja reputación por el rigor de sus reglamentos, así como por la brillantez de sus bromistas. La identidad de Mascodagama no podía escapar al interés ni al conocimiento de sus autoridades. El tutor de Van, un homosexual austero y decrépito, desprovisto del más mínimo sentido del humor y dotado de un respeto innato por todos los convencionalismos de la vida académica, advirtió a un Van muy irritado y casi descortés, que en su segundo año de Chose no debería combinar la ciencia con el circo, y que, si se obstinaba en jugar a «excéntricos», sería expulsado del colegio. El enojoso personaje escribió además una carta a Demon, rogándole que hiciese de modo que su hijo abandonase las proezas físicas, en beneficio de la filosofía y la psiquatría, tanto más cuanto que Van era el primer americano (¡y a los diecisiete años!) que había conseguido el Premio Dudley (por un ensayo sobre la locura y Ja vida eterna). Van no estaba aún muy seguro sobre qué compromiso podría encontrar entre el orgullo y la prudencia cuando partió para América, a principios de junio de 1888.
XXXI
Van volvió a la mansión de Ardis en 1888. Llegó en una tarde nubosa del mes de junio, sin ser esperado, ni invitado, ni requerido, con un collar de diamantes arrollado en el bolsillo. Cuando se acercaba, descubrió, en un césped lateral, una escena extraída de alguna vida nueva y que se ensayase allí para una película desconocida, sin él ni para él. Al parecer, había habido una gran reunión, que estaba ya disolviéndose. Tres damas jóvenes, con vestidos amarillo-azul de Vass y elegantes chales en arco iris, rodeaban a un joven algo gordo, algo presumido y algo calvo, que tenía en la mano una flauta campestre y que miraba hacia abajo, desde la terraza del salón, a una chica vestida de negro y con los brazos desnudos. Frente a la escalinata, un chófer canoso estaba tratando de poner en marcha un viejo coche deportivo que se sobresaltaba a cada golpe de manivela. Los brazos desnudos, ampliamente abiertos, sostenían desplegada la capa blanca de la baronesa Von Skull, tía abuela de la joven. Sobre el blanco de la capa, la esbelta figura de Ada se perfilaba en negro —el negro de su elegante vestido de seda, sin mangas, sin adornos, sin recuerdos—. La vieja baronesa de lentos ademanes buscaba a tientas alguna cosa bajo su brazo derecho, después bajo el izquierdo —no se sabe qué, una muleta, el extremo suelto de una banda con dije colgante—, y, cuando se volvió a medias para recoger su capa (tomada de manos de su sobrina nieta por un lento criado contratado hacía poco), Ada también si volvió a medias y su garganta, todavía sin adornos, dejó ver su blancura, mientras subía corriendo los escalones del pórtico.
Van la siguió al interior de la casa, entre las columnas del vestíbulo, a través de un grupo de invitados y hasta una mesa lejana con botellas de cristal llenas de ambrosíade cerezas. Ada no llevaba medias, aunque eso fuese contra la moda. Sus pantorrillas eran nerviosas y pálidas, (aquí introduzco una nota para una novela fantasma) «el profundo escote de su vestido negro proporcionaba un agudo contraste entre la blancura mate y familiar de su piel y la cola de caballo negra y brutal de su nuevo peinado».
Van se sentía dividido entre dos emociones que se excluían mutuamente: por un lado, la certidumbre enloquecedora de que en cuanto llegasen, en el laberinto de la pesadilla, cierto cuartito de luminosa memoria, provisto de un lecho y un lavabo infantil, ella se le uniría, con su belleza nueva; por otro lado —el lado sombrío —el terror pánico de encontrarla cambiada, detestando lo que él deseaba como una obra mala y condenable y revelándole el horror de la nueva situación: ambos estaban muertos, o sólo existían como figurantes en una casa alquilada para el rodaje de una película.
Pero unas manos que le ofrecían vino o almendras, o que se ofrecían a sí mismas, se interfirieron en su indagación sonambulesca. Apresuró el paso sin hacer caso de las exclamaciones de saludo: el tío Dan, lanzando un grito, le señalaba con el dedo a un desconocido que fingía admiración por aquel truco óptico, y, casi al mismo tiempo, una Marina repintada, con peluca roja, muy achispada y muy llorosa, pegaba sus labios enviscados de vodka con cerezas a sus mejillas y demás partes no protegidas, con sonoras demostraciones colmadas de sonidos maternales, gemidos ahogados y mugidos de ternura rusa.
Van se soltó y reemprendió su búsqueda. Ella había pasado al salón, pero en la expresión de su espalda, en la tensión de sus omoplatos, Van supo que le había visto. Se secó la oreja humedecida y ensordecida, y saludó con un gesto de cabeza al vaso levantado de un fornido muchacho rubio (¿Percy de Prey? ¿O era que Percy de Prey tenía un hermano mayor?). Una chica, la cuarta en lucir la «creación» de verano —trigos y acianos —del modisto canadiense, detuvo a Van para informarle con un gracioso mohín gentil de que no la había reconocido, lo cual era cierto.
—Estoy molido. Mi caballo ha metido un casco entre las planchas herrumbrosas del puente de Ladore. Ha habido que matarlo. He caminado más de tres leguas. Creo que estoy soñando. Me parece que usted es la señorita Durêvaussi.
—No, soy Córdula —pero él ya se había marchado.
Ada había desaparecido. Luego de haberse desembarazado del canapé de caviar que descubrió, pegado como una etiqueta, entre sus dedos, se encaminó a la antecocina y pidió a un nuevo criado, hermano de Bout, que le condujera a su antigua habitación y que le llevase uno de aquellos tubos de caucho que utilizaba cuatro años antes, en su infancia. Además de algún pijama que sobrase. Su tren había descarrilado en pleno campo, entre Ladoga y Ladore, y había hecho más de treinta kilómetros a pie, y Dios sabía cuándo le llegaría el equipaje.
—Acaba de llegar —dijo el verdadero Bout con una sonrisa a la vez confidencial y fúnebre (Blanche le había dado calabazas).
Antes de bañarse, Van sacó el cuello por la estrecha ventana para ver los laureles y las lilas de la escalinata, desde donde subía el alegre guirigay de las despedidas. Advirtió a Ada, que corría detrás de Percy de Prey, el cual se había puesto su sombrero de copa gris perla y se alejaba travesando un cuadro de césped. Aquella imagen revivió en la mente de Van el recuerdo fugitivo de cierto paddockdonde él y Percy habían hablado una vez de un caballo cojo y de Riverlane. Ada alcanzó al joven en una súbita mancha de sol. Él se detuvo, y ella le dijo unas palabras moviendo bruscamente la cabeza, como hacía cuando estaba inquieta o descontenta. De Prey le besó la mano. Era francés, pero correcto. Ahora bien, mientras ella le hablaba, retuvo la mano que había besado, y la besó de nuevo; y eso no se hacía, eso era espantoso, eso era intolerable.
Abandonando su atalaya de observación, Van, desnudo, se dirigió hacia las ropas que se había quitado y encontró el collar. Con fría cólera, lo rompió en treinta, en cuarenta granizos centelleantes, algunos de los cuales rodaron a sus pies cuando ella irrumpió en la habitación.
Su mirada barrió el suelo.
—¡Qué lástima...! —comenzó.
Van, flemático, utilizó la réplica dramática del célebre cuento de mademoiselle Larivière: «Pero, amiga mía, si era falso...»; lo cual, dicho sea de paso, era más falso todavía. Pero, antes de recoger los diamantes desgranados, Ada cerró la puerta con llave y abrazó a Van, llorando. El contacto de su piel y de la seda resumía toda la magia de la existencia. Pero, ¿por qué todo el mundo tiene que recibirme con lágrimas? Y también querría saber si aquel muchacho era Percy de Prey. El mismo. ¿Pero el Percy que había sido expulsado de Riverlane? Ella suponía que sí. Había cambiado mucho, se había puesto gordo como un cerdo. No se podía decir de otra manera. ¿Y ése era su nuevo galán?
—Y ahora —dijo Ada —Van va a dejar de ser vulgar, y a no serlo nunca más. Porque yo no he tenido, ni tengo, ni tendré nunca más que un galán y un patán, que una sola pena y una sola alegría.
—Más tarde recogeremos tus lágrimas —dijo él—. Las lágrimas pueden esperar, pero yo no.
Los labios abiertos de Ada estaban ardientes, trémulos, pero cuando él quiso desnudarla, ella titubeó y murmuró de mala gana una negativa, porque la puerta se había movido. Dos puñitos tamborileaban fuera, con un ritmo que Ada y Van conocían perfectamente.
—¡Hola, Lucette! —gritó Van—. Estoy cambiándome, márchate.
—Hola, Van. No te busco a ti, sino a Ada. Ada, dicen que bajes.
Uno de los gestos habituales de Ada, del que se valía para resumir en una fórmula muda los múltiples aspectos de una situación lamentable («ya ves como yo tenía razón; las cosas son así; no hay nada que hacer»), consistía en describir con sus dos manos el contorno redondo de una copa desde el borde hasta la base, inclinándose con melancolía. Eso fue lo que hizo antes de salir de la habitación.
Unas horas más tarde, la situación cambió de un modo infinitamente más agradable. Para la cena, Ada se había puesto otro vestido —de algodón carmesí—, de cuya cremallera tiró Van tan impetuosamente, cuando volvieron a encontrarse en mitad de la noche (en el viejo cuartito de los instrumentos, a la luz de una lámpara de carburo), que estuvo a punto de rasgarlo de arriba abajo y de descubrir de golpe la entera belleza de Ada. Estaban todavía en pleno combate (en el mismo banco, cubierto por la misma manta escocesa expresamente llevada allí) cuando la puerta del jardín se abrió sin ruido y dejó paso a Blanche, que se deslizó, como un fantasma imprudente, en su escondite. Tenía su propia llave y volvía de una cita con Sore, el viejo vigilante nocturno borgoñón. La idiota se detuvo boquiabierta ante la joven pareja.
—La próxima vez, llame —dijo Van con una amplia sonrisa, y sin molestarse en hacer una pausa... es más, saboreando, quizás, la mágica aparición: Blanche llevaba una capa de petigrís que Ada había perdido en el bosque. ¡Qué guapa se había puesto, y cómo le comía con los ojos! Pero Ada apagó la linterna, y la chica, murmurando algunas excusas, encontró a tientas el camino para volver a la casa. Ada dejó oír una risita retozona y Van prosiguió su apasionante tarea.
Estuvieron mucho tiempo juntos, incapaces de separarse, sabiendo que cualquier explicación sería buena si alguien llegaba a preguntarse por qué sus habitaciones habían permanecido vacías hasta el alba. El primer rayo de la mañana manchaba con un toque fresco la pintura verde, de una caja de herramientas, cuando se levantaron, impulsados por el hambre, y se dirigieron de puntillas a la despensa.
– Chto, vispalsya, Vahn(bueno, Van, ¿has quedado satisfecho?) —dijo Ada, imitando a la perfección la entonación de su madre; y luego continuó en el inglés materno—: Juzgo por tu apetito. Y supongo que esto sólo ha sido tu primer desayuno.
—¡Ah! —gruñó Van—, ¡mis rótulas! Ese banco no era nada blando. Y estoy hambriento.
Se sentaron uno frente a otro, a la mesa del desayuno, y se atracaron de pan negro con mantequilla, jamón de Virginia, generosos cortes de auténtico queso suizo (y, toma, prueba esta miel tan límpida), dos primitos felices ocupados en «saquear la nevera» como los niños de los antiguos cuentos de hadas. Y los mirlos silbaban melodiosamente en el verde resplandor del jardín, donde las sombras verdes retraían sus uñas.
—Mi profesor de teatro —dijo Ada– me encuentra mejor en la farsa que en la tragedia. Dios mío, si se supiera...
—No hay nada que saber —replicó Van—, absolutamente nada ha cambiado. Al menos, esa es mi impresión de conjunto, pero estaba demasiado oscuro en esa caverna para que haya podido juzgar en detalle. Mañana haremos un examen más profundo en nuestra islita. Hermana, ¿recuerdas aún...?
—¡Oh, cállate! —dijo Ada—. Ya he dicho adiós a todo eso... Petits vers, petits vers de soie...
—Vamos, vamos —protestó Van—, algunas rimas eran acrobacias admirables, tratándose de niños: « Oh, qui me rendra ma Lucille, et le grand chêne, and "dze" big hill»... La pequeña Lucila —añadió, tratando de disipar con una broma la preocupación aparecida en el rostro de Ada—, la pequeña Lucila se ha convertido en una cosa tan aterciopelada que creo que me pasaré a su servicio si tú sigues enfurruñándote así. La primera vez que te enfadaste conmigo, me acuerdo, fue porque asusté a un pinzón apedreando a una estatua. ¡Eso es memoria!
Ada dijo que ella, ahora, estaba en malas relaciones con la memoria. Y añadió que los criados no tardarían en levantarse y que por fin podrían comer algo caliente. Aquel frigorífico sólo contenía golosinas.
—¿Por qué te has puesto triste de pronto?
Ada confesó que sí, que estaba triste, que tenía serias preocupaciones y que la situación sin salida en que se encontraba la habría vuelto loca si no hubiera estado segura de que su corazón era puro. Se explicaría mejor con una alegoría. Se sentía un poco como la heroína de una película que Van podría ver pronto, una chica que sufre la triple angustia de una tragedia que está obligada a ocultar so pena perder su único y verdadero amor, la cabeza de la flecha, la punta dolorosa. Soporta en secreto tres suplicios simultáneos. Trata de romper una aventura tenaz y dulce con un hombre casado por quien siente compasión; de cortar a tiempo el primer brote, rojo y pegajoso, de una loca aventura con un joven y seductor imbécil que le inspira aún más piedad; y de conservar intacto el amor de aquél que es toda su vida y que está por encima de la piedad, por encima de la indigencia de su piedad de mujer, porque su «ego» (como dice el guión) es más rico y más orgulloso que todo lo que serían capaces de imaginar aquellos dos miserables gusanillos.
¿Qué había hecho, por cierto, de sus pobres gusanos, después del prematuro final de Krolik?
—¡Oh, les he dejado en libertad! —gran gesto vago—. Les he devuelto al aire libre, a sus plantas nutricias, o les he enterrado en estado de crisálida y les he dicho que escapasen a prisa mientras los pájaros no mirasen o, ay, fingiesen no mirar. Así pues, para terminar con mi parábola (porque tienes gracia para interrumpirme y para desviar el curso de mis ideas), me siento atenazada, además, por la íntima tortura de la ambición. Sé que nunca seré una bióloga. Mi pasión por las criaturas rastreras es grande, pero no exclusiva. Sé que amaré siempre, hasta la adoración, a las orquídeas, a las setas, a las violetas, y que todavía me verás salir sola, para vagabundear sola por los bosques y volver a casa sola, con un pequeño lirio solitario. No obstante, en cuanto me sienta con fuerzas, tendré que renunciar también a las flores, por irresistibles que me parezcan. Quedan la gran ambición y el grandísimo terror: el sueño de las más peligrosas, de las más inaccesibles y dramáticas ascensiones al azur... Para terminar, sin duda, como una de esas solteronas, pobres arañas hiladoras que enseñan en las escuelas de arte dramático, consciente —puesto que insistes, siniestro insistente —de que nunca podremos casarnos y representándome sin cesar el deplorable ejemplo de la patética, de la brava, de la mediocre Marina.