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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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Descorcharon el muscaty bebieron a la salud de Ida y Ada. «La conversación se hizo general», según la fórmula literaria que tanto gustaba a Monparnasse.

El conde Percy de Prey se volvió hacia Ivan Demianovich Veen:

—Se dice que le gustan a usted las posiciones anormales.

Aquella semipregunta estaba formulada en un tono algo burlón. Van contempló a través de su vaso de muscatel sol color de miel.

—¿Qué quiere usted decir?

—Bueno, me refiero a ese arte de andar sobre las manos... Una de las criadas de su tía es hermana de una de nuestras criadas. Y dos lindas chismosas forman un equipo temible (ríe). Según la leyenda, usted se pasa el día haciendo eso, por todos los rincones. Mi enhorabuena (reverencia admirativa).

—La leyenda —replicó Van —hace demasiado honor a mi especialidad. Si hay que decir las cosas tal como son, sólo me ejercito unos minutos, una noche sí y otra no. ¿Verdad, Ada? (miró alrededor, esperando verla). Conde, la primeraes el ratón de los latinos; la segunda, el gato de los ingleses, y el todoes este vino. ¿Quiere un poco más? Es una charada que vale poco, pero es mía.

Marina escuchaba complacida la charla vivaz y desenfrenada de los dos guapos muchachos.

—Habíale de tu éxito en Londres, Van, zhe tampri(por favor).

—Bien —dijo Van—. Todo comenzó por una broma, allá en Chose, y luego...

—¡Ven aquí, Van! —llamó Ada, con voz aguda—. Tengo algo que decirte.

Dorn (hojeando una revista literaria) a Trigorin:

—Hace unos dos meses apareció en estas columnas cierto artículo... una «Carta de América». Querría preguntarle, por si acaso (coge a Trigorin del brazo y le conduce hacia las candilejas)... porque, mire, es una cuestión que me interesa enormemente...

Ada estaba en pie, con la espalda contra un tronco de árbol, como una bella espía que acaba de negarse a que le venden los ojos.

—Van, quería preguntarte, por si acaso... (y continuó en voz muy baja, con un gesto irritado de la mano). ¿Vas a dejar de hacer el papel del buen anfitrión tonto? Ha venido borracho como una cuba, ¿es que no lo ves?

La representación fue interrumpida por la llegada del tío Dan. Conducía con una sorprendente temeridad, como les suele suceder, Dios sabe por qué, a muchas personas taciturnas y melancólicas. El pequeño torpedo rojo zigzagueó ágilmente entre los pinos y fue a detenerse en seco ante Ada, a quien Dan ofreció el perfecto regalo de cumpleaños: una gran caja de caramelos de menta, blancos, rosas e incluso, ¡ oh, boy!, verdes. Guiñando un ojo, añadió que tenía un aerograma para ella.

Ada desgarró nerviosamente el pliego y descubrió que no era para ella, sino para su madre. Y que no venía del siniestro Kalugano, como había temido en principio, sino de Los Ángeles, ciudad mucho más divertida. Marina leyó el mensaje, y, palabra tras palabra, su rostro se iba iluminando con una expresión de beatitud juvenil y supremamente incorrecta. Con gesto triunfante, tendió el precioso escrito a Mlle. Larivière-Monparnasse, que lo leyó por dos veces, sacudiendo la cabeza con una sonrisa de indulgente desaprobación.

—¡Pedro vuelve! —exclamó (gorjeó, canturreó) Marina, dirigiéndose a su imperturbable hija.

—Para quedarse aquí hasta el final del verano, supongo —dijo Ada; y, mientras lo decía, extendió una manta de coche sobre las hormiguitas y las agujas de pino secas, y se sentó al lado de Greg y de Lucette para jugar una partida de Snap.

—¡Oh, no! Sólo quince días (risita de chiquilla). Luego saldremos para Houssaie, alias Gollivud-tozh. (Decididamente, Marina estaba en una forma espléndida.) Sí, amigos míos, iremos todos: el autor, las pequeñas y Van, si quiere.

—Yo sí que quiero —dijo Percy—, pero no puedo (una muestra de su clase de humor).

Mientras tanto, el tío Dan, a quien la presencia de las gentes del pic-nic contiguo intrigaba sobremanera, se aproximó al grupo misterioso, tan pimpante con su panamá de actor de variedades y su chaqueta ligera de franela a rayas rojo cereza, y llevando en una mano su vaso de vino Héro y un canapé de caviar en la otra.

Los hijos malditos—anunció Marina, en respuesta a una pregunta que le había hecho Percy.

Percy, no debías tardar en morir... y no de esa bolita de plomo que se clavó en tu gruesa pierna en una hondonada de Crimea, sino dos minutos más tarde, cuando, al volver a abrir los ojos, te sentiste aliviado y te creíste seguro, oculto entre los matorrales. No ibas a tardar en morir, Percy, pero en aquel hermoso día de julio, indolentemente tendido bajo los pinos del condado de Ladore, regiamente ebrio de resultas de alguna fiesta anterior, con un vaso lleno de polvo en tu mano de pelos rubios, con el deseo en el corazón, escuchando a una aburrida literata, charlando con una comediante envejecida y dirigiendo al mismo tiempo torpes miradas de amor a su hosca hija, te deleitabas en la picante situación —salud, compadre—, y nada raro había en ello. Fornido, hermoso, indolente y feroz, campeón de rugby, gozador de jóvenes campesinas, combinabas el encanto del atleta en vacaciones con el tono de voz afectado del asno snob. Creo que lo que yo detestaba más en tu bella cara redonda era aquella piel de bebé, esas mejillas limpias y lisas del hombre de afeitado fácil. Yo sangraba ya cada vez que me afeitaba... y esto duraría aún setenta años.

—En un nidal fijado en el tronco de ese pino —decía Marina a su joven admirador– hubo en otro tiempo un «teléfono». ¡Cómo me gustaría tenerlo hoy! ¡Ah, aquí viene por fin!

Su marido, menos el vaso y el canapé, regresaba a paso tranquilo, portador de excelentes noticias: aquellos señores eran un grupo «de una cortesía exquisita». En su lenguaje había reconocido una buena docena de palabras italianas. Era, según había entendido, una collazionede pastores. Dan creía que ellos creían que también él era un pastor. Un cuadro, de autor desconocido, de la colección del cardenal Cario de Médicis podía haber servido de modelo a aquella copia. Excitado, y aún sobreexcitado, el hombrecillo insistió en que los criados llevasen comida y vino a sus nuevos y excelentes amigos. Él mismo se apoderó de una botella vacía, de una cesta que contenía ovillos y agujas de punto, de una novela inglesa de Quigley y de un rollo de papel higiénico Pero Marina explicó que sus obligaciones profesionales le exigían que dorofonease sin demora a California Y Dan, olvidando sus propios proyectos, aceptó en seguida llevarla a Ardis Hall.

Hace mucho tiempo que las brumas han velado el encadenamiento y los meandros de los hechos; pero, aun así, podemos indicar que aquella doble partida marca, o precede de muy cerca, al momento en que Van volvió a encontrarse en pie a la orilla del arroyo (donde, más temprano, se habían reflejado dos pares de ojos superpuestos), tirando piedras, en compañía de Percy y de Greg, contra los restos de un letrero viejo, herrumbroso, indescifrable, que se alzaba en la orilla opuesta.

—¡ Okh, nado passati! (tengo que orinar) —exclamó Percy, en la jerga eslava que afectaba, inflando los carrillos y manoseándose frenéticamente en la bragueta. En toda su vida, dijo a Van el flemático Greg, había visto un aparato quirúrgicamente circuncidado tan feo, tan terroríficamente desmesurado y coloreado, ni provisto de un coeur de boeuftan fenomenal; ni el espectáculo de un chorro tan sostenido y tan airosamente arqueado, y prácticamente infinito, se había ofrecido aún a las miradas fascinadas y disgustadas de los dos adolescentes—. ¡Uf! —suspiró el joven, aliviado; y volvió a cerrar la botica.

¿Quién dio el primer golpe? ¿Atravesaron los tres el arroyo y tropezaron en las piedras resbaladizas? ¿Fue Percy quien empujó a Greg o Van quien arrolló a Percy? ¿Hubo algún objeto de por medio? ¿Un bastón arrancado de la mano que lo sostenía? ¿O un puño crispado que se disparó?

—¡Oh, oh! —gritó Percy—. ¡Sí que estás retozón hoy, muchacho...!

El pobre Greg, con una pernera del pantalón empapada, les veía, impotente —los dos eran buenos amigos suyos—, asidos al borde arroyo.

Percy superaba a Van en tres años y en unos veinte kilos, pero Van ya se había medido con brutos todavía más voluminosos. Pronto la cara del joven conde se encontró aprisionada, a punto de estallar, bajo el brazo doblado de Van. Con los hombros encogidos, el agarrotado conde dio una vuelta de campana sobre la hierba. Consiguió liberar una oreja —de color escarlata—, pero Van le atrapó otra vez, le derribó con una zancadilla y, cayendo sobre él, le puso instantáneamente «sobre los omoplatos» ( na lopatki), como solía decir King Wing en su jerga de gimnasio. Percy yacía, jadeante como un gladiador moribundo, pegado al suelo bajo el peso de su joven verdugo, cuyos pulgares empezaron a manipularle atrozmente en el convulso tórax. Percy lanzó de pronto un aullido de dolor, para que se supiera que ya tenía bastante. Van exigió —y obtuvo —que la rendición fuese formulada de una manera más explícita. Greg, temeroso de que Van no hubiese entendido del todo la balbuceante petición de clemencia, la repitió, interpretativamente, en tercera persona. Van aflojó su presa. El desgraciado conde se sentó, escupió, se tocó la garganta, se recompuso la ropa y pidió a Greg, con voz ronca, que tratase de encontrar unos gemelos de camisa que había perdido.

Van se acercó al riachuelo y se lavó las manos aguas abajo, en un remanso, donde reconoció, con divertido desconcierto, el objeto tubular y transparente, parecido a una ascidia, que había quedado retenido por una orla de nomeolvides... (¡vaya nombre también el de aquellas florecillas!).

Había ya tomado el camino de regreso al claro de los pic-nics cuando una montaña se abatió sobre su espalda. Con una violenta sacudida de hombros hizo bascular al asaltante por encima de su cabeza. Percy cayó pesadamente al suelo y quedó tumbado cuán largo era durante un minuto. Van le contempló, con las manos tensas y abiertas como pinzas de cangrejo, en espera de un pretexto que le permitiera infligirle cierto suplicio exótico cuya eficacia no había tenido aún ocasión de experimentar en un verdadero combate.

—Me has roto el hombro —gruñó Percy, frotándose el brazo y tratando de incorporarse—. Domínate un poco, joven demonio.

—¡Levántate! —dijo Van—. Anda, levántate. ¿Quieres que te suministre algo más, o vamos ya a reunirnos con las damas? ¿Prefieres las damas? De acuerdo. Pero esta vez ve tú delante, por favor.

Van, precedido de su prisionero, se dirigió al claro del bosque. Aquel maldito roundsuplementario e imprevisto le había descompuesto un poco. Aunque lo disimulaba, estaba sin aliento, le temblaban todos los nervios del cuerpo. Se sorprendió al ver que cojeaba y corrigió el paso... Mientras que Percy de Prey, con su pantalón blanco mágicamente inmaculado y su camisa graciosamente desgarrada, caminaba boyante, moviendo con fácil vivacidad brazos y hombros, con un aire completamente sereno e incluso alegre.

Greg les alcanzó pronto. Traía el gemelo perdido, pequeño milagro de búsqueda meticulosa. Con un «estupendo, amigo» más bien frívolo, Percy abrochó su puño de seda, poniendo así punto final a su insolente restauración.

Su oficioso compañero siguió sin aflojar el paso y llegó antes que nadie al lugar de la fiesta, por cierto ya terminada. Vio a Ada que le recibía con dos setas rojas de pie blanco moteado de negro en una mano, y tres de la misma variedad en la otra. Su aire de sorpresa, que no tenía otra causa que el haberle visto llegar tan apresurado, fue interpretado por el buen Sir Greg como un signo de inquietud. Y, en consecuencia, gritó desde lejos:

—No es nada grave, Miss Veen. Se encuentra bien.

Cegado por la compasión, el joven caballero no se daba cuenta de que Ada no estaba aún enterada del enfrentamiento entre el Bello y la Bestia.

—En efecto, me encuentro bien —dijo el primero, tomando de manos de Ada dos de sus setas (delicias preferidas de la chica) y acariciando sus sombreretes sedosos—. ¿Y por qué no iba a encontrarme bien? Tu primo nos ha obsequiado, a Greg y a mí, con una tonificante exhibición de skrotomoff oriental (o como se llame).

Pidió vino, pero las últimas botellas habían sido regaladas a los misteriosos pastores, que ya no honraban con su presencia el calvero vecino. ¿Acaso habían apuñalado y enterrado a uno de sus camaradas, aquél cuyo cuello almidonado y cuya corbata reptiliana colgaban de la rama de una acacia falsa? Y, lo mismo que los pastores, había desaparecido el ramo de rosas. Ada había encargado a un criado que lo metiese en la maleta del descapotable, alegando que no sabía qué hacer con él y que el señor conde podía volver a regalárselo a la encantadora hermana de Blanche.

Mademoiselle Larivière dio unas sonoras palmadas para sacar de su siesta a Kim, que conducía el cabriolé, y a Trofim, el cochero de la barba rubia encargado de llevar a las niñas. Ada volvió a cerrar los dedos sobre sus setas y Percy sólo pudo encontrar para su Handkuss(beso en la mano) un puño helado.

—He tenido mucho gusto en verle, amigo —dijo, dando una palmadita en el hombro de Veen, gesto prohibido en su medio social—. Espero que pronto tendremos ocasión de jugar juntos otra vez. Me pregrunto —añadió, bajando la voz —si es usted tan buen tirador como luchador.

Van le acompañó hasta el coche.

—Van, Van, ven aquí —gritó Ada—. Greg quiere despedirse de ti.

Pero Van no se volvió.

—¿Es un desafío? —preguntó—. ¿Me reta a un duelo?

Con la mano en el volante, Percy sonrió, entornó los ojos, se inclinó sobre el salpicadero, sonrió otra vez y no dijo nada. El motor hizo clic-clic antes de emitir un trueno. Percy se puso los guantes.

Van dio una palmada en el parachoques.

—Cuando quieras, muchacho —dijo, volviendo a la segunda persona, el terrible tuteo de los duelistas de la vieja Francia.

El coche saltó y desapareció.

Van regresó al calvero del bosque. El corazón le latía estúpidamente Al pasar saludó a Greg, que hablaba con Ada al borde del camino.

—Te aseguro —le decía —que tu primo no es culpable de nada. Ha empezado Percy... y ha sido derrotado en un combate de lucha Korotom, como se practicaba en Teristán y en Sorokat. Mi padre te lo explicaría mejor que yo.

—Eres un tesoro —dijo Ada—, pero no estoy segura de que tu cerebro funcione demasiado bien.

—¡Ay, en tu presencia, nunca! —reconoció Greg, montando en su motocicleta silenciosa y odiándola, y odiándose a sí mismo y a los dos brutos de la pelea.

Se puso las gruesas gafas y se alejó sin ruido. Mademoiselle Larivière, a su vez, subió a su cabriolé y se dejó llevar bajo las sombras salpicadas de luz del paisaje forestal.

Lucette corrió hacia Van Casi arrodillada ante él, se abrazó fuertemente a sus caderas y permaneció un momento en aquella posición.

—Vamos, ven —dijo Van, obligándola a levantarse—. Y no te olvides del jersey, no puedes volver desnuda.

Ada se acercó calmosamente.

—Mi héroe —dijo, sin apenas mirarle, con ese aire indescifrable que uno no sabe si interpretar como sarcasmo, como un éxtasis o como la parodia de lo uno o de lo otro.

Lucette, meciendo su cesta de setas, canturreaba:


Le retorció la tetilla

y le dejó hecho papilla.


—Lucy Veen, ¡cállate! —gritó Ada; Van la cogió por la muñeca y la sacudió, con aires de indignación, mientras guiñaba un ojo a Ada.

Y así, como un despreocupado y juvenil trío, se dirigieron a la victoria que les esperaba. Trofim, palmeándose los muslos en gesto de consternación, echaba pestes contra un joven lacayo despeinado que acababa de aparecer por debajo de un arbusto. El pillo, que se había escondido allí para gozar tranquilo de un destrozado número de Tattersalialleno de fabulosos caballos de carrera desmesuradamente alargados, se había olvidado de subir a la carreta de bancos que se llevaba la vajilla usada y a los somnolientos criados.

Saltó al asiento delantero y se sentó al lado de Trofim. El cochero dirigió un vibrante «tppprr» a los alazanes, que recularon El verde de los ojos de Lucette se hizo más sombrío, porque la ocupación de su asiento habitual la había contrariado.

—Tendrás que llevarla sobre tus semifraternales rodillas —dijo Ada a Van, en un aparte neutro.

—Pero... ¿qué dirá de eso La Maudite Rivière? —preguntó Van, que trataba de agarrar por la cola una sensación de vuelta atrás de la cinta cinematográfica del destino.

—Larivière puede irse a... (los labios dulces y pálidos de Ada repitieron la grosería de Gravronski). Y lo mismo digo para Lucette.

—Tus « vyragences» son bastante libres —observó Van—. ¿Estás muy enfadada conmigo?

—¿Enfadada, Van? No, nada de eso. Incluso estoy muy contenta de que hayas ganado. Pero hoy he cumplido dieciséis años. ¡Dieciséis años! Más de los que tenía mi abuela cuando su primer divorcio. Supongo que éste es mi último pic-nic. ¡Adiós, infancia! Yo te quiero, tú me quieres, Greg me quiere. Todo el mundo me quiere, estoy saciada de amor. Date prisa, o Lucette tirará a ese gallito de su asiento. Lucette, déjale tranquilo. ¡Inmediatamente!

Al fin, el coche arrancó. Y así comenzó el agradable viaje de regreso.

—¡Uf! —gruñó Van, al recibir la redondeada carga; y explicó, haciendo una mueca, que se había golpeado la rótula derecha contra una roca.

—Juegos de manos, juegos de villanos... ya se sabe lo que eso da de sí —murmuró Ada; y abrió, por la señal de una cinta esmeralda el librito oscuro de corte dorado (de gran efecto bajo las saltarinas lentejuelas del sol) que ya había leído durante el viaje de ida.

—No me disgustan del todo esos juegos —dijo Van—. Éste me ha dejado una cierta comezón, pero por varias razones.

—Yo os he visto... en el juego villano —dijo Lucette, volviendo la cabeza.

—¡Chit! —conminó Van.

—Quiero decir a ti y a él.

—Tus impresiones no nos interesan, niña. Y no estés siempre volviendo la cabeza. Ya sabes que te mareas cuando el camino...

Desde los abismos de su lectura, Ada emergió a la superficie:

—Coincidencia —dijo —: Jean, qui tâchait de lui tourner la tête...

—...cuando el camino parece «irse de uno», como nos dijo un día tu hermana, que entonces tenía más o menos tu edad.

—Es verdad —reconoció Lucette, con voz soñadora y cantarina.

Habían conseguido que se cubriese su cuerpo color de miel oscura. Su jersey blanco se había enriquecido a expensas de unos nuevos adornos: agujas de pino, un poco de musgo, unas migajas de pastel, una oruga recién nacida. Las bayas de los arbustos habían manchado de violeta sus bien rellenos pantalones cortos. Sus cabellos con brillos de bronce volaban hasta la cara de Van, exhalando el olor de otro verano. Un olor de familia. Coincidencia, sí: toda una serie de coincidencias ligeramente desplazadas, con una artística asimetría. Estaba sentada en su regazo, pesada, soñadora, llena de foie-grasy de melocotón en almíbar, y sus brazos desnudos, de un moreno tornasolado, casi tocaban su cara, la tocaron, cuando se inclinó para mirar a un lado y a otro y asegurarse de que había cogido las setas. Sí, allí estaban. El pequeño lacayo leía mientras se hurgaba la nariz, a juzgar por los movimientos de su codo. El trasero compacto y los muslos frescos de Lucette parecían hundirse más y más en las arenas movedizas de un pasado semejante a un sueño, rehecho en un sueño y alterado por la leyenda. Ada, sentada a su lado y volviendo sus páginas, más pequeñas, más rápidamente que el lacayo, era, sin duda, hechicera, obsesionante, eterna, más adorable aún y más tenebrosamente ardiente que como él la había descubierto cuatro veranos antes; pero era aquel otro pic-nic lo que Van revivía ahora, y eran las dulces caderas de Ada lo que tenía entre sus manos, como si hubiese estado dos veces presente, en dos ejemplares de diferente color.

Entre los mechones de bronce sedoso, Van miraba con el rabillo del ojo a Ada, cuyos labios fruncidos le enviaron el gesto de un beso (perdonándole al fin el haber participado en aquella pelea de gañanes). Ada volvió a sumergirse en su librito encuadernado en vitela, Chateubriand, Ombres et Couleurs, edición de 1820, adornada con viñetas coloreadas a mano y con la momia de una aplastada anémona. Las sombras y las luces del bosque resbalaban sobre las páginas, sobre el rostro de la lectora y a lo largo del brazo derecho de Lucette, en el que Van, advirtiendo la huella de una picadura de mosquito, no pudo por menos de poner los labios, en un puro tributo dedicado a la duplicación de la imagen. La pobre Lucette le dirigió una mirada lánguida y volvió en seguida la cara para concentrarse en el cuello rojo del cochero... o de su predecesor, que, cuando el otro pic-nic, le había dado pesadillas.

No intentaremos seguir los pensamientos que turbaban a Ada (la atención que prestaba a su libro era mucho más superficial de lo que podía parecer). Y no podríamos hacerlo ni con la menor esperanza de éxito, porque el recuerdo de un pensamiento es más fugitivo que el recuerdo de las sombras, de los colores, de los latidos del deseo juvenil, de una serpiente verde en un paraíso tenebroso. En consecuencia, nos sentimos más confortablemente sentados en Van, mientras Ada está instalada en Lucette y las dos en Van (y los tres en mí, añade Ada).

Van recordó con un delicioso estremecimiento la complaciente falda que Ada llevaba entonces, tan swoony-baloony, como dicen los jovenzuelos de Chose, y lamentó (sonriendo) que Lucette se hubiese puesto unos pantalones tan castos y Ada sus pantalones largos husked(risa). En el desarrollo fatal de los más dolorosos males, a veces (solemne sacudida de cabeza), a veces, amanece un día de perfecto bienestar que no se debe en absoluto a ningún brebaje ni a ninguna píldora (indicando la mesilla de noche atestada de medicamentos), o que, al menos, nos permite ignorar que la droga ha sido administrada por la amante mano de la desesperación.

Van cerró los ojos para absorber más intensamente la ola dorada de su gozo creciente. Años más tarde (¡muchos años!) recordaba con admiración (¿cómo podía soportarse un éxtasis semejante?) aquel instante de absoluta felicidad, aquel eclipse total del sufrimiento lacerante y destructor, aquella lógica de la embriaguez, el argumento circular que demostraba que la más excéntrica de las jóvenes no puede evitar ser fiel cuando ama tanto como es amada. Contemplaba el brazalete que relampagueaba al ritmo de los movimientos de la victoria. El perfil de sus labios llenos, ligeramente entreabiertos, mostraba al sol el polen rojo de un resto de bálsamo que acababa de descamarse en los minúsculos pliegues transversales que estriaban su superficie. Volvió a abrir los ojos: el brazalete brillaba, en efecto; pero los labios no mostraban huella alguna de pintura. Van tuvo la imprudencia de imaginarse que iba a reencontrar el contacto de su pulpa pálida y ardiente. Y aquella certidumbre estuvo a punto de desencadenar una crisis secreta bajo la maldita carga de la otra niña. Pero el cuello del inocente sucedáneo, reluciente de sudor, y su confiada inmovilidad inspiraron a Van una compadecida ternura y apagaron sus ardores. Después de todo, ¿qué fricción furtiva podía competir con lo que le esperaba en el tocador de Ada? Una nueva punzada en la rótula vino también en su ayuda, y el honrado Van se reprochó por haber tratado de sustituir con una pobre niña a la princesa de su cuento de hadas, «cuya preciosa carne no está hecha para enrojecer bajo la impresión de una mano punitiva», como dice Pierrot en la versión de Peterson.

La extinción de aquella llama fugitiva cambió el humor de Van. Había que decir algo, había que expresar alguna exigencia. La situación era grave, o podía hacerse grave. Los viajeros iban a hacer su entrada en Gamlet, aquella aldea rusa desde la cual se llegaba a Ardis en pocos instantes, por un camino bordeado de abedules. Una pequeña procesión de ninfas campesinas con pañuelos de algodón, apenas lavadas, es verdad, pero adorablemente bonitas con sus hombros desnudos y relucientes y los senos redondos y levantados por el corsé, con su surco en medio, como tulipanes gemelos, atravesaba un matorral cantando una vieja tonadilla en un conmovedor inglés:

Thorns and nettles

For silly girls:

Ah, torn the petals,

Ah, spilled the pearls!

—Tienes un lapicito en el bolsillo de atrás —dijo Van a Lucette—. ¿Me lo dejas? Querría apuntarme la letra de esa canción.

—Sí, si no me haces cosquillas...

Van cogió el libro de Ada y, bajo la mirada extrañamente desafiante de ésta, escribió estas palabras en su primera hoja:

No quiero volver a verle.

Lo digo en serio.

Di a Marina que no le reciba, o me marcho.

No contestes.

Ada lo leyó y, lentamente, sin hacer comentarios, borró las cuatro líneas con la goma del cabo del lápiz, y devolvió éste a Van, el cual volvió a colocarlo en su primitivo lugar.

—No paras de moverte —dijo Lucette, sin volverse—. La próxima vez no dejaré que me quiten el sitio.

El coche se detuvo ante el pórtico. Trofim tuvo que dar un pescozón al pequeño lector de la casaca azul para que dejase su libro y ayudara a Ada a descender del coche.

XL



Tendido en su hamaca, bajo los liriodendros, Van leía un trabajo de Antiterrenus sobre Rattner. La rodilla le había dolido toda la noche. Después del desayuno, el dolor se había atenuado ligeramente. Ada había ido a caballo a Ladore, y Van esperaba que se olvidase de comprar el aceite de trementina, tan pringoso, que Marina le había encargado.

Su ayuda de cámara avanzaba hacia él sobre el césped, seguido por un mensajero joven y grácil, vestido de cuero negro desde el cuello a los tobillos y cuya gorra de visera dejaba escapar unos bucles castaños. Tras haber avizorado los alrededores con la exagerada actitud de un devoto émulo de Tespis, el singular jovencito tendió a Van una carta con la anotación «confidencial».


Querido Veen:

Mis compromisos militares en el extranjero me obligan a partir dentro de un par de días. Si quiere usted volver a verme antes de mi partida, tendré mucho gusto en recibirle (a usted, y a cualquier otro caballero por quien usted quiera ser acompañado) mañana al amanecer, en el cruce de la carretera de Maidenhair y el camino de Tourbière. En caso contrario, le ruego confirme por una nota de su propia mano que no me guarda ningún rencor, como ninguno le guarda a usted, señor, su humilde servidor

Percy de Prey


No, Van no deseaba ver al conde. Así se lo dijo al lindo mensajero, que esperaba, con una mano en la cadera y una rodilla ligeramente adelantada, como un figurante de teatro dispuesto a unirse, a una señal dada, a los saltarines danzantes que ejecutan una danza rústica de Calabro.

—Un momento —añadió Van—. Me interesaría saber... (y eso es algo que puede averiguarse en un abrir y cerrar de ojos detrás de ese árbol), si usted es un mozo de cuadra o la chica de la granja.

El mensajero no respondió, y Bout se lo llevó, riendo bajo capa. Un pequeño chillido, que sugería algún pellizco deshonesto, salió de detrás de los laureles que ocultaban su salida.

Era difícil decidir si aquella carta pretenciosa y desmañada había sido inspirada por el temor de que la marcha al extranjero, donde Percy iba a pelear por su país, podía ser interpretada como un medio de escapar al combate singular, o si los términos conciliatorios con que venía redactada le habían sido exigidos por otra persona quizás alguna mujer (por ejemplo, su madre, de soltera Prascovia Lanskoy). De un modo u otro, el honor de Van no estaba en juego. Fue cojeando hasta el cubo de basura más próximo, quemó la carta, escrita en papel azul, y el elegante sobre blasonado, igualmente azul, y olvidó el incidente, diciéndose que al menos Ada no sería importunada en el futuro por las atenciones de tal personaje.

Ada volvió tarde después de comer (sin la embrocación, gracias a Dios). Van continuaba indolentemente en su hamaca. Tenía un aspecto desabrido y desamparado, pero Ada, después de mirar a su alrededor (de un modo mucho más natural y gracioso que el mensajero de los bucles castaños), levantó el velo, se arrodilló junto a él y le consoló como una buena chica.

Cuando, dos días más tarde, estalló el rayo (vieja metáfora que sugiere un flash-backde la Granja Incendiada), Van tuvo la sensación de que su resplandor reunía en una confrontación a dos testigos silenciosos que rondaban por los subterráneos de su alma desde el día de su fatal regreso a Ardis. Uno de ellos susurraba, sin mirar de frente, que Percy de Prey no era ni sería nunca para Ada más que un compañero de baile, un frívolo admirador. El otro trataba de insinuar en su alma, con una insistencia espectral, que algún mal sin nombre estaba amenazando la razón de su pálida y desleal amante.

La víspera del día más desdichado de su vida, Van descubrió al despertarse que podía doblar la pierna sin hacer muecas, pero cometió la imprudencia de seguir a Ada y a Lucette a un desayuno improvisado en un campo de criquet abandonado hacía tiempo, y volvió a la casa con dificultad. Una zambullida en la piscina, un baño de sol y el malestar había casi desaparecido cuando, al blando calor de la hora de la siesta, Ada volvió de una de sus largas «florerías» (nombre sucinto y algo melancólico que ella daba a sus correrías botánicas, porque la flórula de Ladore ya no producía gran cosa, salvo algunas favoritas habituales). Marina, envuelta en un lujoso peinador, estaba sentada frente a un gran espejo oval erguido sobre el césped. Había hecho transportar aquellos accesorios al jardín para que la peinase allí el senil monsieurViolette de Lyon y Ladore, cuyos dedos, a pesar de los años, seguían haciendo milagros. Marina explicaba y excusaba aquella actividad, que no suele practicarse al aire libre, con el ejemplo de su abuela, que quería así prevenir su peinado de los efectos del viento imprevisto (como un duelista «hace muñeca» paseándose con un atizador en la mano).

—Y he aquí a nuestro mejor ejecutante —dijo Marina, mostrando a Van a Violette... que le tomó por Pedro y se inclinó con aire de entendida.

Van había pensado dar con Ada un pequeño paseo de convaleciente antes de vestirse para la cena, pero, apenas regresada, ella se dejó caer en un silla del jardín diciendo que estaba agotada y muy sucia, y que tenía que lavarse las manos y los pies y prepararse para el suplicio del día, es decir, para ayudar a su madre, que debía recibir al anochecer a su gente de cine.


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