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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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Decidió ir, en primer lugar, a Kalugano, para arreglar sus cuentas con herrRack. Hundido en el rincón de un compartimiento lleno de piernas y de voces, Van se durmió, de puro abatimiento, mientras el expreso corría hacia el norte a ciento cincuenta kilómetros por hora. Dormitó hasta mediodía y se apeó en Ladoga, donde, tras una interminable espera, tomó un nuevo tren, aún más traqueteante, aún más cargado. Mientras, de pasillo en pasillo, se abría un camino zigzagueante, maldiciendo en voz baja a los amantes del paisaje que no apartaban sus traseros para dejarle paso, y buscando desesperadamente algún refugio cómodo en uno de los compartimientos de cuatro plazas que componían los coches de «primera», descubrió a Córdula y su madre, sentadas una frente a otra junto a una ventanilla; las otras dos plazas estaban ocupadas por un señor grueso, de edad respetable, que llevaba una peluca oscura pasada de moda (con la raya en medio), y un muchachito con gafas y traje de marinero, sentado al lado de Córdula, que le ofrecía en aquel momento la mitad de su pastilla de chocolate. Una idea verdaderamente luminosa atravesó la mente de Van. Entró en el compartimiento. Pero la madre de Córdula no le reconoció en un principio, y el aturdimiento de las representaciones, combinado con un bandazo del tren, hizo que Van pusiese el pie sobre el zapato color ciruela del viajero mayor, el cual lanzó un agudo grito y dijo, con voz indistinta, pero no descortés:

—Tenga compasión de mi gota (o «tenga cuidado», o «abra bien los ojos»), joven.

—¡No me gusta que me llamen «joven»! —dijo Van al doliente, con un tono violento enteramente injustificado.

—¿Te ha hecho daño, abuelo? —preguntó el muchacho.

—Y mucho —contestó el abuelo—. Pero mi grito de dolor no pretendía ofender a nadie.

—El dolor no dispensa del civismo —continuó Van (mientras el Van bueno que llevaba dentro le tiraba de la manga, avergonzado y consternado).

—Córdula —dijo la vieja actriz, con la misma oportunidad de que había dado muestras un día al tomar en sus brazos y acariciar al gato de un bombero de servicio que andaba perdido entre los decorados de Fast Colors, en mitad de su más bella escena—, ¿por qué no llevas a este irascible joven demonio al vagón restaurante? Tengo ganas de echar un sueñecito.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó Córdula, al sentarse junto a Van en la muy espaciosa y rococó «bombonera», como solían decir los estudiantes del Colegio de Kalugano en los años ochenta y noventa.

—Todo lo que ocurre es malo —replicó Van—. Pero, ¿por qué me lo preguntas?

—Bueno, es que conocemos un poco al doctor Platonov... No había ninguna razón para que tratases de un modo tan grosero a ese excelente viejecito.

—Lo siento —dijo Van—. Pidamos el té tradicional.

—Y eso no ha sido lo único que me ha parecido raro —prosiguió Córdula—. Hoy te has fijado en mí, y hace dos meses hacías como si no me conocieras.

—Has cambiado, Córdula. Te has vuelto más guapa y más lánguida. Y hoy estás más seductora que nunca. ¡Córdula ya no es virgen! Dime, ¿tendrías, por casualidad, la dirección de Percy de Prey? Todos sabemos que ahora se dedica a la invasión de Tartaria. Pero, ¿dónde se le puede encontrar por correo? No tengo ganas de pedir a tu entrometida tía que me sirva de intermediaria.

—Creo que los Fraser tienen su dirección, ya lo averiguaré. Pero, ¿a dónde va Van? ¿Dónde puedo encontrarle?

—En mi casa, Park Lane número 5, dentro de un par de días. Ahora voy a Kalugano.

—Es un sitio horrible. ¿Alguna chica?

—Un hombre. ¿Conoces Kalugano? ¿Un buen dentista? ¿Un buen hotel? ¿Las salas de concierto? ¿El profesor de música de mi prima?

Córdula sacudió sus cortos bucles. No, ella había ido muy poco a Kalugano. Dos veces, para asistir a un concierto en un bosque de pinos. E ignoraba que Ada tomase lecciones de música. ¿Cómo estaba Ada?

—Lucette —dijo Van—. Es Lucette quien toma, o tomaba, lecciones de música. Pero no pensemos más en Kalugano. Ni en Chose... Tienes razón, estoy fastidiado. Pero tú puedes ayudarme a olvidar mis preocupaciones. Habíame, hazme pensar en otra cosa (por lo demás, ya me haces pensar en otra cosa)... Habíame de tus asuntos amorosos.

Córdula no era una chica muy brillante, pero sí locuaz, y, desde luego, muy excitante. Van intentó acariciarla por debajo de la mesa, pero ella rechazó suavemente su mano, sin más, ni menos, fantasía que otra jovencita en otro sueño. Van se aclaró sonoramente la garganta y pidió una media botella de cognac. Como Demon le había enseñado, hizo que el camarero la descorchara delante de él. Córdula no cesaba de hablar, y él perdió el hilo de su discurso, o, mejor dicho, aquel hilo se enredó en el fugaz paisaje que seguía por encima del hombro de su vecina: una súbita hondonada le recordó lo que Jack dijo cuando telefoneó su mujer, un árbol solitario en medio de un campo de trébol personificaba a John abandonado, un arroyo romántico que saltaba por una pendiente escarpada reflejaba el breve y brillante idilio de Córdula con el marqués Quizz Quisana.

Un bosque de pinos terminó bruscamente y cedió el puesto a chimeneas de fábrica. El tren martilleó al pasar ante un depósito de locomotoras y fue deteniéndose, entre chirridos. Una feísima estación oscureció la luz del día.

—¡Gran Dios! —exclamó Van—. ¡Ésta es mi parada!

Dejó en la mesa algunas monedas, besó los bien dispuestos labios de Córdula, y se dirigió a la salida. Cuando iba a atravesar el pasadizo de fuelle entre los vagones, se volvió, dirigió una última mirada a Córdula, le hizo una señal con el guante que llevaba en la mano... y chocó violentamente con alguien que se había inclinado para recoger una maleta: «¡Qué falta de educación!», declaró la víctima, un militar corpulento que llevaba un bigote rojizo y galones de capitán.

Van se abrió paso como pudo y, cuando ambos llegaron al andén, le golpeó en la cara con el guante.

El capitán recogió su gorra y arremetió contra el joven majadero de rostro blanco y cabellos negros. Al mismo tiempo Van se sintió sujetado por detrás, de un modo bien intencionado pero inicuo. Sin tomarse el trabajo de mirar hacia atrás, suprimió al oficioso invisible con un «golpe de pistón» descargado con el codo izquierdo, al mismo tiempo que, de un sonoro golpe de derecha, enviaba al capitán a tambalearse entre su equipaje. Ya varios amantes de los espectáculos gratuitos se habían reunido en torno suyo; rompiendo el círculo, Van tomó a su hombre por un brazo y le arrastró hasta la sala de espera. Un mozo de expresión cómicamente lúgubre, y cuya nariz sangraba abundantemente, entró tras ellos, con las tres maletas del capitán (dos en la mano, la tercera bajo un brazo). La más nueva estaba cubierta de etiquetas cubistas que daban cuenta de estancias remotas y fabulosas. Se intercambiaron tarjetas. «¿El hijo de Demon?», gruñó el capitán Tapper, Villa de las Violetas, Kalugano.

—Muy bien —dijo Van—. Yo pienso ir al Majestic. Si no, ya dejaré allí una nota para usted o para sus testigos. Tendrá usted que buscar uno para mí; no me parece bien pedir al portero que me haga ese servicio.

Sin dejar de hablar, Van se sacó del bolsillo un puñado de oro, escogió una moneda de veinte dólares y se la ofreció con una sonrisa al viejo y maltratado maletero.

—Póngase algodón en las ventanas de la nariz. Y lo siento mucho, camarada.

Con las manos en los bolsillos del pantalón, Van atravesó la plaza de la estación, al otro lado de la cual se encontraba el Majestic; a su paso, un automóvil viró sobre el asfalto húmedo con un ruido estridente. Van se lo dejó atravesado respecto a la dirección de su pretendida marcha, y de un empujón desconsiderado puso en movimiento la puerta giratoria del Majestic, si no más feliz, al menos más alegre que durante las últimas doce horas.

El Majestic, un edificio viejo y gigantesco, todo mugre por fuera, todo cuero por dentro, lo engulló. Pidió una habitación con cuarto de baño, le dijeron que todas habían sido reservadas para un Congreso de Contratistas, sobornó al recepcionista con el irresistible estilo Veen, y obtuvo un apartamento de tres piezas aceptable, con una bañera de paneles de caoba, una mecedora antigua, un piano mecánico y un baldaquino púrpura sobre una cama de matrimonio. Se lavó las manos y bajó, sin más pérdida de tiempo, para informarse sobre la residencia de Rack. Los Rack no tenían teléfono; sin duda vivían en alguna habitación de alquiler, en los suburbios. El portero miró el reloj de pared y llamó a no sé qué agencia de direcciones o servicio de información sobre personas desaparecidas, que, desgraciadamente, estaba cerrada hasta la mañana siguiente. Finalmente aconsejó a Van que se dirigiese a la tienda de música de Main Street.

De camino, Van adquirió un segundo bastón: el de puño de plata que le había dado Bout se lo había dejado olvidado en el Café de la Estación de Maidenhair. El nuevo era un artículo grosero, recio, de puño cómodo y punta de alpinista, apto para vaciar ojos saltones y transparentes. En una tienda vecina Van compró una maleta, y, en la siguiente, camisas, calzoncillos, pantalones, pijamas, pañuelos, una bata, un jersey y un par de zapatillas de cuero. Las compras fueron colocadas en la maleta y todo enviado directamente al Majestic. En el momento de entrar en la tienda de música, Van se sintió sobresaltado por el recuerdo de que no había dejado el prometido mensaje a los padrinos de Tapper, y volvió precipitadamente sobre sus pasos.

Encontró a los dos hombres instalados en el vestíbulo y les rogó que zanjasen la cuestión sin dilaciones: tenía que arreglar unos asuntos también importantes. Ne grubit' sekundantam(nunca seas rudo con segundos), decía en su mente la voz de Demon. Arwin Birdfoot, teniente de la Guardia, era rubio y flojo; sus labios húmedos y rosas sostenían una boquilla de un palmo de largo, por lo menos. Johnny Rafin, Esq., era pequeño, moreno y peripuesto, y llevaba zapatos de ante y un atroz temo color canela. Birdfoot no tardó en retirarse, dejando a Van que arreglase los detalles del encuentro con Johnny, el cual, aunque bien dispuesto a hacer de leal padrino de Van, no ocultaba que su corazón pertenecía al capitán.

El capitán, dijo Johnny, era un tirador de primera, miembro del Club de Campo Do-Re-La. Ninguna brutalidad sanguinaria empañaba su britanicidad, pero su posición académica y militar exigía que defendiese su honor. Experto en mapas, en caballos y en horticultura: era un rico terrateniente. La simple sombra de una disculpa de parte del señor Veen bastaría para dejar zanjado el asunto con generosa frivolidad.

—Si es eso lo que espera de mí el bravo capitán —dijo Van—, puede irse metiendo la pistola en su generosa analidad.

—Esa manera de hablar no es muy decorosa —dijo Johnny, haciendo un mohín—. A mi amigo no le gustaría nada. Debemos recordar que tiene un gusto muy delicado.

¿Era a Van o al capitán a quien Johnny debía apadrinar?

—A usted —dijo Johnny, con una mirada lánguida.

¿Conocían Johnny o el delicado capitán a un pianista de origen alemán, casado y padre (sin duda) de tres niños de tierna edad, que respondía al nombre de Philip Rack?

—Temo —dijo Johnny, con una nota de desdén en la voz —que no conozco en Kalugano a mucha gente con hijos pequeños. ¿Había algún buen burdel en el barrio?

Con creciente desdén, Johnny declaró que él era un soltero empedernido.

—Bueno, no hablemos más —dijo Van—. Tengo que marcharme antes de que cierren las tiendas. ¿Compro un par de pistolas, o el capitán me prestará su Browning de reglamento?

—Nosotros podemos proporcionar las armas.

Van corrió a la tienda de música y la encontró cerrada. Contempló durante un minuto las arpas, las guitarras y las flores colocadas en jarrones de plata sobre consolas que se perdían en la penumbra de los espejos, y se acordó de la colegiala por la que tanto había suspirado seis años antes... ¿Rose? ¿Rosa? ¿Se llamaba así? ¿Habría sido más feliz con ella que con su pálida y fatal hermana?

Paseó un rato por Main Street —una más entre millones de calles mayores —y luego, impulsado por un sano apetito, entró en un restaurante no demasiado atractivo. Pidió un bistec con patatas asadas, pastel de manzanas y clarete. En el otro extremo de la sala, en uno de los taburetes rojos del rutilante bar, una elegante peripatética vestida de negro —cintura estrecha y falda ancha, sombrero Rubens de terciopelo negro, y guantes largos igualmente negros —sorbía por medio de una paja un brebaje dorado. El espejo de detrás del mostrador le enviaba, entre reflejos multicolores, la imagen confusa de su belleza rubia rojiza. Van se dijo que podría probarla, más tarde, pero cuando levantó la mirada ella había desaparecido.

Comió, bebió, reflexionó.

Se representaba el próximo encuentro con una franca alegría de corazón. ¿Podía existir medicina más tonificante? La idea de batirse con aquel payaso ridículo le procuraba un alivio inesperado, tanto más cuanto que Rack aceptaría, con toda seguridad, una buena zurra antes que un duelo. Las suposiciones y contrasuposiciones de Van a propósito de los detalles de aquel pequeño duelo podían compararse a los pasatiempos educativos ideados para los poliomielíticos, los dementes o los presos, por tantos administradores ilustrados, psiquiatras ingeniosos e instituciones caritativas, como la encuademación de libros o la inserción de abalorios azules en las órbitas de muñecas confeccionadas por otros criminales, otros enfermos u otros locos.

Van acarició en principio la idea de matar a su adversario: cuantitativamente, aquel resultado le habría proporcionado la más fuerte impresión de alivio; cualitativamente, anunciaba toda clase de complicaciones, tanto morales como legales. Herir solamente al capitán era caer en la torpeza de las medidas a medias. Decidió hacer algo artístico, original, como hacer caer de un hábil balazo la pistola sostenida por su advesario, o partir con una raya en medio el espeso cepillo de su cabellera.

De camino hacia el lúgubre Majestic compró diversas bagatelas. Tres pastillas de jabón redondas alojadas en un estuche oblongo, crema de afeitar en su tubo elástico y frío, diez hojas de afeitar, una gran esponja, y otra más pequeña, de caucho, una loción capilar, un peine, una botella para masaje facial, un cepillo de dientes en estuche de plástico, pasta dentífrica, tijeras, una pluma estilográfica, una agenda de bolsillo... ¿algo más...? ¡ah, sí! un pequeño despertador, cuya presencia tranquilizadora no le impidió pedir al conserje que le llamase a las cinco en punto.

Eran sólo las nueve de la noche, un día de finales de verano. Si le hubieran dicho que era una medianoche de octubre, no se habría extrañado. Acababa de vivir un día prodigiosamente largo: apenas llegaba a concebir que aquella misma madrugada un personaje fantasmagórico que parecía salido de alguna novela de Dormilona para criaditas le había hablado en el cuartito de los instrumentos de Ardis Hall, aparición temblorosa y medio desnuda. Se preguntó si la otra seguiría allí, todavía en pie, erguida como un campanario, aborrecida, adorada, sin corazón, con el corazón roto, adosada al tronco de árbol murmurante. Se preguntó si no debía, habida cuenta de la fiesta que le esperaba al día siguiente, escribirle una nota del estilo «cuando-recibas-ésta», impertinente, cruel, cortante como un cuchillo. No. Sería mejor escribir a Demon.

Querido papá:

A consecuencia de un insignificante altercado con un tal capitán Tapper, de la Villa de las Violetas, sobre el cual, por accidente, puse el pie en el pasillo de un tren, acabo de batirme a pistóla, esta mañana, en los bosques de Kalugano. A estas horas, habré dejado de existir. Aunque el estilo de este fin pueda hacer que se considere como una manera fácil de suicidarse, afirmo que ni mi duelo ni el inenarrable capitán tienen nada que ver con los sufrimientos del Joven Veen. En 1884, durante mi primer verano en Ardis, seduje a tu hija, que tenía entonces doce años. Nuestra tórrida aventura duró hasta mi regreso a Riverlane. Se ha remprendido cuatro años más tarde, el pasado mes de junio. Semejante dicha representa el principal acontecimiento de mi vida, y no me arrepiento de ella. Pero ayer descubrí que me había sido infiel. Y nos hemos separado. Creo que Tapper podría ser el tipo que hubo que expulsar de uno de tus clubs de juego por intento de violación oral en la persona del mozo de los lavabos, un viejo inválido desdentado, veterano de la primera guerra de Crimea. ¡Muchas flores, por favor!

Tu hijo, que te quiere,

VAN.

Releyó cuidadosamente la carta. Y, no menos cuidadosamente, la desgarró. La nota que deslizó por fin en el bolsillo de su chaqueta era mucho más corta:

Papá:

He tenido una pelea trivial con un desconocido, al que abofeteé, y me ha matado, en duelo, cerca de Kalugano. ¡Lo lamento!

VAN.

Lo sacó de su sueño el vigilante nocturno, que depositó en la mesilla de noche una taza de café y un «bollo de huevos» especialidad de Kalugano, y atrapó hábilmente la esperada chervonetz. Se parecía algo a Bouteillan, un Bouteillan diez años más joven y tal como precisamente acababa de aparecerse a Van en un sueño que éste se esforzaba en reconstruir lo más íntegramente que podía; en aquel sueño, el antiguo ayuda de cámara de Demon explicaba a Van que el dorque formaba parte del nombre de un río adorado era equivalente a la forma corrompida de hidroen dorófono. Van soñaba a menudo con palabras.

Se afeitó, desechó dos hojas manchadas de sangre que colocó en un gran cenicero de bronce, hizo de vientre con una consistencia perfectamente saludable, se dio un rápido baño, se vistió con diligencia, confió su maleta al conserje, pagó la cuenta, y, cuando daban las seis, se apretujó al lado del maloliente Johnny, de azuladas mejillas, en el Paradox de éste, un deportivo barato. Recorrieron cuatro o cinco kilómetros de la lúgubre orilla del lago: montones de carbón, casuchas de madera, casillas para los botes, una larga franja de fango negro y guijarroso, y, en la lejanía, por encima de la larga media luna de agua gris cubierta por la bruma otoñal, las humaredas rojizas de formidables fábricas.

—¿Dónde estamos, querido Johnny? —preguntó Van, mientras el coche, abandonando la órbita del lago, se metía en un camino suburbano bordeado por cabañas de madera y por pinos enlazados por festones de ropa tendida.

—En la carretera de Dorofey —gritó Johnny, sobre el estrépito del motor—. Lleva al bosque.

Así era. Van sintió una ligera punzada en la rodilla, en el punto donde, ocho días antes y en otro bosque, había chocado con una roca al ser ''atacado por la espalda. En el instante en que su pie se posaba en las agujas de pino del camino forestal, una mariposa de un blanco diáfano se deslizó ante sus ojos con las alas inmóviles. Y Van supo con absoluta certeza que y sólo le quedaban unos minutos de vida.

Se volvió a su testigo, y dijo:

—Esta carta franqueada, contenida en un bello sobre del Majestic, va dirigida, como puede usted ver, a mi padre. Me la guardo en el bolsillo posterior del pantalón. Usted tendrá la bondad de depositarla inmediatamente en el correo si el capitán, que, según veo, acaba de llegar en una limusina bastante fúnebre, me matase accidentalmente.

Encontraron un claro adecuado, y los adversarios, armados con sus pistolas, se enfrentaron a la distancia de unos treinta pasos, en un combate singular que han descrito casi todos los novelistas rusos y prácticamente todos los novelistas rusos de ascendencia noble.

Cuando Arwin daba una palmada para anunciar a aquellos señores que podían tirar a voluntad, Van distinguió a su derecha un movimiento coloreado. Dos jóvenes espectadores asistían al encuentro: una niña gruesa y un niño con traje marinero, ambos con gafas, y con una cesta de setas entre los dos. No era el masticador de chocolate de Cordilla, pero se le parecía mucho. En el instante en que esa idea cruzaba por su mente, Van sintió el choque de la bala que acababa de llevársele todo el lado izquierdo del pecho (o, al menos, esa fue su impresión). Vaciló, pero recuperó el equilibrio, y, con hermosa dignidad, descargó su pistola entre la bruma dorada de la mañana. Su corazón latía de un modo regular, escupía saliva limpia, sus pulmones parecían intactos; pero un rabioso dolor le quemaba en la axila izquierda. La sangre se filtraba a través de sus vestidos y goteaba por la pernera de su pantalón. Se sentó en el suelo lentamente, con precaución, y se apoyó en el brazo derecho. Temía perder el conocimiento. Y quizá se desvaneció un breve instante, porque de pronto se dio cuenta de que Johnny le había cogido la carta y estaba a punto de guardársela en el bolsillo.

—Rompa eso, idiota —dijo Van, con un gemido involuntario.

El capitán se acercó y murmuró en tono abatido:

—Temo mucho que no está usted en condiciones de continuar.

—Y yo temo mucho —dijo Van– que usted no pueda esperar... —iba a decir: «no pueda esperar la segunda bofetada que le destino», pero le dio tanta risa que los músculos de la hilaridad se le contrajeron dolorosamente en el pecho, y tuvo que interrumpirse a mitad de la frase, inclinando la frente humedecida por el sudor.

Durante aquel tiempo Arwin estaba ocupado en transformar la limusina en ambulancia. Deshicieron periódicos para proteger el tapizado de los asientos, y el meticuloso capitán añadió algo que se parecía bastante a un viejo saco de patatas o algún otro tejido podrido en cualquier alacena. Sin duda aquello no era bastante todavía, porque, luego de volver a meter el brazo en el maletero del coche, gruñendo «¡qué sucio fregado!» (lo cual resultaba bastante exacto), se resignó a sacrificar el antiguo y mugriento impermeable sobre el que había muerto, en cierta ocasión, un perro decrépito, pero muy querido, durante su traslado al veterinario.

Por espacio de medio minuto, Van creyó seguir tendido en el asiento de la limusina, cuando ya se encontraba en la sala común del hospital de Vista del Lago (¡Vista del Lago!), entre dos hileras de pacientes varones, provistos de diversos vendajes, que roncaban, deliraban y gemían a cual mejor. Al advertirlo, su primera reacción fue indignarse y exigir que le trasladasen a la mejor palataprivada del lugar y que recogiesen en el Majestic su equipaje y su bastón de montañero. Después se informó acerca de la gravedad de su herida y de la probable duración de su invalidez. En tercer lugar recapituló las circunstancias que le habían obligado a visitar Kalugano (¡visitar Kalugano!). Su nueva residencia, donde monarcas desgraciados habían buscado en vano el sueño durante un alto en su ruta hacia el exilio, era una réplica en blanco de su apartamento del Majestic: muebles blancos, alfombra blanca, blancas cortinas de la cama. Como grabada sobre aquel fondo, Tatiana, joven enfermera notablemente bella y altiva, ofrecía a la admiración de Van su negra cabellera y su piel transparente (alguno de sus gestos y actitudes, y aquella armonía entre el cuello y los ojos que, siendo, como es, el verdadero secreto de la gracia femenina, no ha sido, hasta ahora, objeto de un profundo estudio, le recordaban a Ada, extrañamente, atormentadoramente; y trataba de huir de aquella imagen mediante una potente respuesta a los encantos de Tatiana, otro ángel torturador por derecho propio). La obligada inmovilidad prohibía a Van las persecuciones y arremetidas faunescas de las caricaturas de mal gusto. Le pidió que le diese masaje en las piernas, pero ella le observó con una rápida mirada de sus pestañeantes ojos oscuros y delegó la tarea en Dorofey, un enfermero de manos de acero para el cual resultaba un juego de niños sacar de la cama a Van, que se asía cogido a su poderoso cuello. En cierto momento, Van consiguió tocar un pecho de Tatiana, pero ésta le advirtió que se quejaría a quien fuera menester si se atrevía a repetir el gesto. Una exhibición de su estado, acompañada de la humilde solicitud de una caricia curativa no obtuvo otra respuesta, por parte de Tatiana, que la seca observación de que señores de la mejor sociedad habían tenido que cumplir largas condenas de cárcel por haber hecho aquella clase de demostraciones en parques públicos. No obstante, mucho tiempo después escribió a Van una carta melancólica y encantadora (tinta roja en papel rosa); pero, en el intervalo, Van había conocido otras emociones y vivido otras aventuras, y nunca volvió a ver a Tatiana.

La maleta le llegó pronto, pero el bastón no pudo ser encontrado (sin duda, en el momento en que escribo estará escalando las laderas del monte Wellington o sirviendo de apoyo a alguna caminante de Oregón). De modo que el Hospital le suministró su tercer bastón, un instrumento bastante bonito, nudoso, color cereza, con puño de cayado y contera de caucho negro. El doctor Fitzbishop felicitó a su enfermo por haber salido tan bien librado. Su herida sólo había interesado un músculo superficial: la bala se había limitado a arañarle el serrato mayor. El doctor Fitz comentó la maravillosa capacidad de recuperación de Van, ya demostrada, y le prometió que no necesitaría antisépticos ni vendajes en poco más de una semana a condición de que durante los tres próximos días estuviese tan quieto como un tronco de árbol. ¿Le gustaba la música? A los deportistas suele gustarles la música, ¿no? ¿Le gustaría tener una Sonorola al lado de la cama? No, no le gustaba la música; pero, ya que el doctor era un habitual de los conciertos, ¿no sabría dónde podía encontrar a un cierto señor Rack, habitante de Kalugano y músico? «Número cinco», respondió, inmediatamente, el doctor. Van interpretó aquella respuesta como el título sofisticado de alguna pieza musical, y repitió su pregunta. ¿Podría encontrar la dirección de Rack en Harper's, la tienda de música? Bueno, los Rack solían vivir en una casita de campo de Dorofey Road, cerca del bosque, pero ahora la tenían alquilada otros señores. La sala número cinco era el último asilo de los casos desesperado. El pobre muchacho había tenido siempre un hígado deplorable y un corazón no muy fino. Para colmo, una misteriosa intoxicación había aparecido últimamente en su organismo y el laboratorio local no acertaba a identificarla. Estaban esperando de Luga un análisis minucioso de sus excrementos, de un verde rana bastante extraño. Si el propio Rack se había administrado el veneno, no decía una palabra de ello. Era más verosímil que el autor del hecho fuese su mujer, que pacticaba más o menos el vudú hindo-andino y acababa de tener un trabajoso aborto en la sala de maternidad. Sí, trillizos, ¿cómo lo había adivinado? En cualquier caso, si Van estaba tan ansioso de visitar a su viejo amigo, en cuanto pudiese debía hacerse transportar por Dorofey en silla de ruedas a la sala número cinco, y así podría practicar un poco el vudú (¡ja, ja!) en su propia carne y su propia sangre.

El esperado día no tardó en llegar. Tras un largo viaje por los corredores, en los que se encontraba, trotando en sentido inverso, con gentiles criaturas sacudiendo termómetros, tras una subida seguida de un descenso en dos ascensores diferentes —el segundo, más espacioso, contenía una tapa negra con asas metálicas apoyada en la pared, y ramitas de acebo y laurel desperdigadas por el suelo, que olía a jabón—, Dorofey, como el cochero de Oneguin, dijo priehali(«hemos llegado»), y empujó suavemente a Van, pasando entre dos camas disimuladas con biombos, hasta una tercera, situada cerca de la ventana. Allí dejó a Van, fue a sentarse ante una mesita en la esquina de la puerta, y desplegó calmosamente un número de Golos (Logos), periódico en lengua rusa.

—Soy Van Veen... Por si no está usted lo bastante lúcido para reconocer a alguien a quien sólo ha visto un par de veces. Según el registro del hospital, tiene usted treinta años. Yo le creía más joven, pero no importa, es una edad demasiado temprana para morir, lo mismo si se trata de un – tvoyu mat'– genio en agraz que de un completo canalla... o de ambas cosas a la vez. Como puede juzgar por el aire simple pero solícito de esta silenciosa sala, es usted, según la jerga que se utilice, un incurable o una rata en putrefacción. No hay adminículo de oxígeno que pueda evitarle la «agonía de la agonía», según el feliz pleonasmo del profesor Lamort. Los sufrimientos físicos que va usted a padecer, o que ya padece, son ciertamente prodigiosos, pero no son nada comparados con los de un probable más allá. El pensamiento del hombre, monista por naturaleza, no puede aceptar la idea de dosnadas. Reconoce unanada, la de su inexistencia biológica en el pasado infinito, patente en el absoluto vacío de su memoria. Esa nada, siendo, por decirlo así, pasada, se soporta sin demasiado trabajo. Pero la idea de una segunda nada —que quizá podría no ser tampoco tan insoportable– es lógicamente inaceptable. Cuando hablamos en términos de espacio podemos imaginar la realidad de un punto viviente perdido en la ilimitada unidad del espacio, pero semejante concepción no ofrece ninguna analogía con nuestra breve existencia en el tiempo, porque, por efímera que sea (¡treinta años son escandalosamente breves!), nuestra conciencia de existir no es un punto en la eternidad, sino una fisura, una falla, una grieta que se extiende a todo lo ancho del tiempo metafísico y lo parte en dos mitades y se dibuja, luminosa (por estrecha que sea), entre los dos tableros del antes y el después. Es decir, señor Rack, que podemos hablar del tiempo pasado, y, de una manera más vaga, pero que todavía nos es familiar, del futuro, pero nos es simplemente imposible considerar una segundanada, un segundo vacío. El olvido es como un espectáculo que se representa una sola noche. Hemos asistido a esa su única representación, ya no habrá una segunda vez. Debemos, pues, admitir la posibilidad de una forma de conciencia prolongada y desorganizada, y eso me lleva al punto al que que quería llegar, señor Rack, el Rack eterno, la Rackidad infinita podría no ser gran cosa, pero hay algo cierto: la única consciencia que persiste en el más allá es la consciencia del dolor. El pequeño «Rack» de hoy es el Rack infinito de mañana. Ich bin ein unverbesserlicher Witzbold.Podemos imaginar (creo que incluso deberíamos imaginar) pequeños racimos de partículas a las que sigue vinculada la personalidad de Rack y que vuelven a encontrarse acá y allá en el más allá, y se adhieren unas a otras, quién sabe cómo, quién sabe dónde —aquí, la red de los dolores de muelas de Rack; allá, un paquete de pesadillas de Rack—, como los oscuros grupúsculos de refugiados de algún país borrado del mapa que se buscan y se aglutinan para lograr un poco de calor fétido, o alguna grasienta limosna, o el recuerdo compartido de indecibles torturas en los campos de Tartaria. Debe ser un especial suplicio para un viejo tener que esperar al extremo de una larga cola ante un lejano urinario. Pues bien, herrRack, aventuro la probable opinión de que las células sobrevivientes de su Rackidad senil formarán el mismo cortejo de suplicios, y, en el terror y los tormentos de la noche infinita, no alcanzarán jamás, jamás, la fosa inmunda atrozmente deseada. Desde luego, si usted hubiese practicado la novela contemporánea y gustase de la jerga de los escritores británicos, podría contestarme que un afinador de pianos salido de la lower middle class(pequeña burguesía) que se enamora de una joven disoluta de la upper class(alta sociedad) y destruye, así, de un golpe, su propia familia, no merece por ese crimen el mismo castigo que un visitante de paso...


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