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Ada o el ardor
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:48

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Автор книги: Владимир Набоков



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Todo el personal se encontraba reunido en varias filas sobre los escalones del porche de las columnas, detrás de la baronesa Ven, presidente del Banco, y la vicepresidente, Ida Larivière. Ambas damas estaban flanqueadas por las dos mecanógrafas más bonitas de la casa, Blanche de la Tourberie (etèrea, salpicada de lágrimas, de todo punto adorable) y una joven negra (contratada pocos días antes de la partida de Van para ayudar a French) que, en pie tras ella, en segunda fila, la dominaba con su aspecto huraño. El punto focal de la segunda fila estaba ocupado por Bouteillan, que llevaba aún el traje sportdel día de la partida de Van (aquella foto falló o se omitió después). A la derecha del mayordomo había tres lacayos; a su izquierda, Bout (que había sido el asignado a Van); luego, el grueso cocinero de tinte harinoso (padre de Blanche), y, al lado de la señora French, un caballero exageradamente tweed, que llevaba al hombro todo un arsenal de aparejos de excursionismo. Aquel señor (según los informes de Ada) era un turista inglés que había venido desde su país exclusivamente para visitar el castillo de Bryant y que se había extraviado en el curso de su viaje en bicicleta. En el momento en que la foto había sido tomada, se imaginaba haber encontrado por casualidad un grupo de colegas turistas en visita a otra mansión que también valía la pena. Las últimas filas constaban de criados o mozos de cocina menos ilustres, así como de jardineros, mozos de cuadra, cocheros, sombras de columnas, doncellas de doncellas, ayudantes de cocina, lavanderas, tropa, ropa... cada vez más indistintos, como en esos anuncios de un Banco en los que se ve, detrás de los directores, a toda clase de pequeños empleados delimitados por los hombros de los más felices, pero que no por eso renuncian a hacer acto de presencia con una sonrisa obstinada en los grados progresivamente alejados de su humilde disolución.

—¿No es Jones, el asmático, ése que se ve en la segunda fila? Siempre tuve debilidad por ese infeliz...

—No —contestó Ada—, es Price. Jones vino cuatro años después. Ahora es uno de los más destacados policías del Bajo Ladore. Bueno, ya está todo visto.

Van, con gesto despreocupado, volvió a los sauces:

—Todas las fotos de este álbum se tomaron en 1884... Salvo ésta. Nunca bajamos en barca por el río Ladore a comienzos de la primavera. Observo con satisfacción que no has perdido tu admirable facilidad para ruborizarte.

—Es culpa suya. Sin duda incluyó en el montaje una fotochkatomada en una fecha posterior, quizás en 1888. La suprimiremos, si quieres.

—Corazón mío —dijo Van—, todo 1888 ha sido suprimido. No hace falta ser un fino sabueso para darse cuenta de que de este álbum han sido arrancadas por lo menos tantas páginas como las que todavía tiene. No es que personalmente me interese gran cosa; quiero decir que no tengo ningún deseo especial de ver los testículos de Orfeo y otros colgajos de los amigos que herborizaban contigo. Pero 1888 ha quedado en reserva y puedes estar segura de que nos lo traerá en cuanto haya gastado el primer billete de mil dólares.

—Fui yo quien suprimió 1888 —confesó la orgullosa Ada—. Pero, por lo que respecta al hombre que se ve detrás de Blanche en esa foto, te juro, te lo juro solemnemente, que no era, ni ha sido nunca para mí más que un perfecto extraño.

—Tanto mejor para él —dijo Van—. De todos modos, eso apenas tiene importancia. Es todo nuestro pasado lo que ha sido caricaturizado y condenado. Pensándolo bien, no escribiré esa crónica familiar. Y, por cierto, ¿dónde estará ahora mí pobre Blanche?

—Está perfectamente y sigue allí. Quizá no sepas que regresó después de marcharte tú. Se casó con nuestro cochero ruso, el que remplazó a Bengal Ben, como le llamaban los otros criados.

—¿De veras? Es delicioso. Señora de Trofim Fartukov. Nunca lo hubiera imaginado.

—Tienen un hijo ciego —rdijo Ada.

—El amor es ciego —comentó Van.

—Me contó que te metiste con ella la primera mañana de tu estancia en Ardis.

—Episodio no ilustrado por Kim —dijo Van—. Y su hijo ¿será siempre ciego? Quiero decir... ¿les habéis buscado un médico de verdadera categoría?

—Seguirá ciego irremediablemente Pero, a propósito del amor y sus mitos, ¿te nas dado cuenta —porque yo misma no me la di en absoluto hasta que hablé con Blanche hace un par de años —de que toda la gente que rodeaba nuestra aventura tenía unos buenos ojos? Olvidemos a Kim, que no es más que el bufón inevitable, pero no sé si te das cuenta de que se creó una verdadera leyenda en torno a nosotros mientras gozábamos y nos hacíamos el amor.

Ada repitió no sé cuántas veces (como si quisiese salvar al pasado de la trivialidad prosaica del álbum) que, sin que ellos lo supieran, su primer verano en los huertos y los orquidarios de Ardis había llegado a ser un credo y un secreto sagrado entre los habitantes de los contornos. Las criadas de inclinaciones novelescas, cuyas lecturas se reducían a Gwen de Vere y Klara Mertvago, adoraban a Van, adoraban a Ada, adoraban sus ardores entre los árboles de Ardis. Y los galanes de aquellas muchachas, cuando tocaban una balada en la lira rusa de siete cuerdas, a la sombra de los racemosos en flor o en las viejas rosaledas (mientras las ventanas de Ardis Hall iban apagándose una a una), añadían versos nuevos —ingenuos, horteras, pero salidos del corazón —a los antiguos refranes de los romances populares. Los funcionarios de policía de natural excéntrico se dejaban ganar por el prestigio del incesto. Había jardineros que parafraseaban esas iridiscentes poesías persas que celebran el riego y las Cuatro Flechas del Amor, y vigilantes nocturnos que combatían el insomnio y el resquemor de la gonorrea con las armas de Las aventuras de Vaniada. En las laderas de las lejanas colinas, los pastores perdonados por el rayo se valían de sus trompas gigantescas como de trompetillas acústicas para captar las coplas que se cantaban en Ladore. En los palacios enlosados de mármol, las castellanas vírgenes atizaban sus llamas solitarias abanicándose con el romance de Van. Y vendría otro siglo, y la fábula iluminada duplicaría su esplendor con los toques cada vez más ricos de los pinceles del tiempo.

—Todo lo cual significa —concluyó Van —que nuestra situación es absolutamente desesperada.

VIII



Conocedor de lo mucho que gustaban sus hermanas de la cocina y los espectáculos rusos, Van las llevó a comer, la noche del sábado siguiente, al mejor restaurante franco-estoniano de Manhattan Major, el Ursus. Ambas bellas llevaban los trajes de noche muy cortos y escotados que Vass presentaba como el «espejismo» de la temporada (para emplear la palabra de la temporada). El de Ada era de un negro vaporoso, y el de Lucette de un brillante verde cantárida. El rojo de labios de la una era el eco (en tono, pero no en matiz) del de la otra. Llevaban los párpados pintados en ei estilo «ave-del-paraíso sorprendida» que estaba de moda en Los, lo mismo que en Lute. A los tres Veen, los hijos de Venus, les iban bien las metáforas híbridas y las palabras de doble sentido.

El ukha, el chashlik, el ai, eran éxitos fáciles y familiares, pero la presencia de una contralto de Lyaska y de un bajo de Banff, famosos intérpretes de «romances» rusos, con un toque de enternecedoras tziganchchinade Glinka y Grigoriev, dieron a la velada una nota de extraordinaria calidad. Y también estaba Flora, la frágil Flora, bailarina de music-hallcasi impúber y casi desnuda, de origen incierto (¿rumana? ¿romana? ¿ramseyana?), cuyos inefables servicios había pagado Van a menudo en el curso del otoño anterior.

Como un perfecto «hombre de mundo», Van asistió a la exhibición de sus encantadores talentos con suave indiferencia (demasiado suave, tal vez), pero es indudable que el espectáculo añadió un secreto condimento a la excitación erótica que hormigueaba en él desde el instante en que sus dos bellas acompañantes se habían quitado los abrigos de pieles y se habían expuesto a su vista bajo la rutilante luz de la fiesta. Y aquella emoción era más bien intensificada por la conciencia (cuidadosamente perfilada, por debajo de unas anteojeras transparentes) de la desconfianza celosa, intuitiva y furtiva, con que Ada y Lucette espiaban, sin sonreír, las reacciones de su fisonomía a la discreta expresión de complicidad profesional que aparecía, cada vez que la danza la acercaba a él, en la cara de la blyaduchka(putilla); pues ése era el nombre, pronunciado con tono de mal fingida indiferencia, con que nuestras chicas se referían a Flora, la cual, dicho sea de paso, era muy cara y perfectamente exquisita. Pero pronto los prolongados sollozos de los violines empezaron a impresionar y casi estrangular a Ada y Van, romántico condicionamiento juvenil que, en un momento dado, obligó a Ada a dejar la sala, llorosa, para ir a ponerse polvos en la nariz, mientras Van se levantaba con un sollozo espasmódico que maldijo mil veces, pero no supo refrenar.

Volvió a atender a su comida y acarició cruelmente el brazo de pelusa de albaricoque de Lucette, la cual dijo entonces en ruso:

—Estoy borracha y todo lo que se quiera, pero hay una cosa que adoro ( obozhayu), adoro, adoro, adoro más que a la vida, y eres tú, tú ( tebya, tebya). Estoy enferma de ti, de un modo insoportable ( ya tosku-yu po tebe nevinosimo). Sé bueno, no me dejes beber ( hlestat) más champaña, no sólo porque saltaré al río Goodson si desespero de que seas mío, no sólo a causa de esa cosa física, de esa cosa roja (¡pensar que casi te arrancaron el corazón, mi pobre dushen'kaquerido, más que querido!), me pareció que de veinte centímetros...

—Diecinueve —murmuró el modesto Van, al que la música no dejaba oír bien.

—...sino porque tú eres Van, todo Van y nada más que Van, piel y cicatriz, la única verdad de nuestra única vida, de mivida maldita, Van, Van, Van.

Al llegar ahí, Van se levantó de nuevo: agitando con elegancia un abanico negro, Ada regresaba escoltada por cientos de miradas, mientras corrían sobre las teclas los primeros compases de un romance (sobre el glorioso Siyala noch’de Fet) y el bajo tosía «a la rusa», sobre el puño, antes de comenzar.

Noche radiante. Jardín lleno de luna. Rayos

prosternados a nuestros pies. En el salón sin luz

un gran piano está abierto... y sus cuerdas vibran

como nuestros corazones siguiendo la canción.

Después, Banoffski se lanzó a los grandes anfíbracos de M. I. Glinka (Mihail Ivanovich fue huésped de Ardis durante un verano, cuando su tío vivía aún; se había conservado el banco verde donde se decía que el músico solía sentarse, bajo las robinias, enjugándose su vasta frente).

¡Cálmate, pasión desgarradora...!

Otros cantores sucedieron al primero y los romances fueron haciéndose cada vez más tristes; «Los dulces besos han sido olvidados», «Fue al comenzar la primavera, la hierba apenas brotaba», «¡Cuántos cantos he oído en mi tierra natal! Unos eran de dolor, otros de alegría», y la balada falsamente popular:

Una roca musgosa se alza por encima

de un gran río, el Ross de los tártaros...

y una serie de elegías viajeras, como, por ejemplo, aquélla en que la campanilla de un antiguo vehículo acompaña la canción del cochero:

La esquila suena, monótona,

sobre el camino lleno de polvo...

o este viejo canto de soldado, en el que alienta un genio realmente! singular:

Nadejda, volveré contigo

cuando suene la hora de la retirada...

o los únicos versos líricos verdaderamente memorables de Turgueniev, que comienzan:

El alba nebulosa, ahogada en gris,

tristes campos segados bajo un manto de nieve...

y, naturalmente, el célebre canto para guitarra, pseudo zíngaro, compuesto por Apollon Grigoriev (otro amigo del tío Iván):

¡Oh, tú, al menos háblame

compañera septicorde!

La luna y el dolor llenan

mi corazón hasta el borde.

—Confieso que nos hemos saciado de luz de luna y de souffléde fresas... Y temo mucho que este último no haya «subido» a la altura de las circunstancias —dijo Ada, en su más afectado estilo de señorita de novela de Austen—. Vámonos a la cama. ¿Has visto nuestra inmensa cama, pequeña? Mira, nuestro caballero está bostezando hasta to declench his masher(argot vulgar de Ladore).

—¡Oh, sí (ascensión al Monte Bostezo), sí, es verdad! —reconoció Van, dejando de palpar la aterciopelada mejilla de su melocotón de Cupido, que había manoseado, pero no catado.

El maître, el sommelier, el chachlikman, y una multitud de camareros habían quedado pasmados por las cantidades de zernistaya ikray de aiconsumidas por los tres Veen de vaporoso aspecto, y fijaban ahora un ojo de múltiples facetas en la bandeja en que devolvían a Van monedas de oro y billetes de banco.

—¿Cómo es posible? —preguntó Lúcete, besando a Ada en la me– jilla en el momento en que se levanaron a la vez (y sus brazos, por detrás de la espalda, ejecutaban gestos natatorios en busca de los abrigos, que debían haber sido encerrados en algún remoto lugar del establecimiento)– ¿cómo es posible que la primera canción, Uzh gasli v komnatah ogni, y su perfume de rosas te hayan conmovido más que tu Fet favorito y esa otra del corneta?

—También Van se ha conmovido —respondió herméticamente Ada antes de rozar con los labios nuevamente pintados de rojo la más caprichosa peca de una Lucette bastante bebida.

Despreocupadamente, de un modo meramente táctil, como si acabara de conocer a aquellas dos Gracias de gestos lentos y caderas vacilantes, y mientras las dirigía hacia la salida (para recoger los abrigos de chinchilla de manos de otra numerosa cohorte solícita, injustamente, inexplicablemente impecune, que se precipitaba ante ellos), Van colocó una mano —la izquierda —en la larga espalda desnuda de Ada y la otra en la espina dorsal de Lucette, igualmente desnuda e igualmente larga (¿había pensado ésta en el sexo o en el plexo? Lapso de labios balbucientes). Despreocupadamente, destiló y degustó la primera sensación, y luego la segunda. La ensilladura de su amante era de marfil ardiente, la de Lucette suavemente vellosa y húmeda. También él había bebido lo suyo: cuatro de un total de seis botellas de champaña, menos un culito, un rizzom, como decían en Chose. Caminando tras los azulados abrigos de pieles, se olió la mano derecha, antes de ponerse los guantes.

—Oye, Veen —relinchó una voz muy cercana (no faltaban los libertinos en las cercanías)—, ¿no te harán falta las dos, ¿verdad?

Van se volvió, dispuesto a abofetear al grosero, pero éste no era sino Flora, terrible bromista y excelente imitadora. Van trató de darle un billete de banco, pero ella huyó, entre cariñosos guiños de despedida de sus brazaletes y de las estrellas de sus pechos.

Apenas habían sido devueltos a casa por Edmund (no por Edmond, quien, por razones de seguridad —conocía a Ada– había sido enviado a Kingston), cuando Ada infló las mejillas, desorbitó los ojos y corrió hacia el cuarto de baño de Van. El suyo había sido cedido a la tambaleante invitada. Van, que se encontraba en una posición geográfica algo más próxima que la de la hermana mayor, tuvo que recurrir a las modestas comodidades de una tercera vessie(pronunciación canadiente de W.C.) contigua a su habitación, a la que honró con un hermoso y prolongado chorro. Van se quitó la corbata y la chaqueta del smoking, se desabotonó el cuello de la camisa de seda y quedó un momento inmóvil, en una actitud de dura viril: más allá de su habitación y del saloncito, Ada hacía correr el agua del baño; un ritmo de guitarra recientemente oído se adaptaba al ruido del grifo, acuáticamente(una de las pocas ocasiones en que Van se acordó de ella y de las palabras perfectamente normales que dijera en su último sanatorio de Agavia).

Se pasó la lengua por los labios resecos, se aclaró la garganta y optando, finalmente, por matar dos pájaros de un tiro, se dirigió hacia el otro extremo —el extremo sur– de su apartamento, pasando por la salita y el comedero (siempre tendemos a hablar un poco al estilo Canadia cuando estamos bebidos). En la habitación de invitados encontró a Lucette, vuelta de espaldas y en plena operación de meterse por la cabeza un camisón verde pálido. Al contemplar sus caderas estrechas y desnudas, nuestro miserable libertino no pudo por menos de conmoverse ante la simetría ideal de aquellos exquisitos hoyuelos gemelos que solamente los más acabados cuerpos jóvenes poseen encima de las nalgas, en el sagrado cinturón de la belleza. ¡Oh, eran todavía más perfectos que los de Ada! Afortunadamente, ella se volvió, se alisó los rojos bucles que había descompuesto el camisón y el borde de éste cayó hasta la altura de las rodillas.

—Hazme un favor, ángel mío —dijo Van—. Ada me ha hablado de su estancierovalentino, pero ahora no me acuerdo del nombre y no me gusta contrariarla con preguntas inoportunas.

—No puedes haber olvidado lo que nunca te ha dicho —replicó la leal Lucete—. ¡Nada! No puedo jugar esa mala pasada a tu amor, que es también el mío, porque sabemos que tú eres muy capaz de dar en el blanco de esa cerradura con un tiro de pistola.

—Te lo ruego, zorrita. Te lo pagaré con un beso muy especial.

—¡Oh, Van! —dijo Lucette, con un profundo suspiro—. ¿Me prometes que no le dirás que te lo he dicho?

—Te lo prometo: no, no, no. —Van adoptó el acento ruso, mientras ella, con el abandono propio del amor irreflexivo, comenzaba a apretar su vientre contra el de él—. Nikak-s net: ni labios, ni filtro, ni punta de nariz, ni miradas ahogadas. Sólo la axila de la zorrita, sólo eso... a menos que (retrocediendo, con una expresión de incertidumbre burlona)... a menos que te la afeites.

—No. Cuando me la afeito, todavía huelo más —confesó la sincera Lucette, mientras se desnudaba dócilmente un hombro.


—¡Arriba las manos! ¡Apunten al Paraíso! ¡Terra! ¡Venus! —ordenó Van. Y, en el lapso de unos cuantos sincronizados latidos de corazón, aplicó una boca ávida a la cavidad ardiente, húmeda, peligrosa.

Lucette se dejó caer sobre una silla, apoyando la frente en una mano.

—Final del espectáculo —dijo Van—. Quiero saber el nombre de ese individuo.

—Vinelander —dijo Lucette.

Van oyó la voz de Ada Vinelander que reclamaba sus chinelas (las cuales, lo mismo que en el principado de Cordulenka, él encontraba difícil distinguir del calzado de baile), y, un minuto más tarde, sin la menor interrupción en la tensión reinante, Van se encontró, en un sueño ebrio, haciendo violentamente el amor con Rosa —no, con Ada, pero en estilo rosáceo, sobre una especie de cómoda baja. Ada se quejaba de que le hacía daño «como un tigre turco». Él se metió en la cama y estaba a punto de dormirse cuando Ada se alejó de su lado. ¿A dónde iba? Lucette quería ver el álbum.

—Vuelvo en un rocecito (jerga de colegiala tribádica), no te duermas —le dijo—. A propósito, a partir de ahora, y hasta nueva orden, va a ser Chère-amie-fait-morata(juego de palabras, a base de los nombres genérico y específico de la célebre mosca).

—Pero nada de Vorschmackssáficos —gruñó Van, con la cara hundida en la almohada.

—¡Oh, Van! —protestó Ada, volviéndose y sacudiendo la cabeza, con una mano puesta en el picaporte de la puerta, al extremo de una interminable habitación—. ¡Ya hemos hablado tantas veces de eso! Tú mismo reconoces que sólo soy «una pálida chica salvaje con pelo de gitana», como en la balada inmortal, en un nuli-verso, en el «mundo maculado» de Rattner, ese mundo que no tiene otra ley que la de la variación fortuita. No puedes exigir —continuó, en algún lugar de las dos mejillas de la almohada de Van (porque ya hacía tiempo que Ada había desaparecido con su álbum rojo sangre)—, no puedes exigir pudor a una impúdica. Pero ya sabes que yo sólo amo de verdad a los varones, y, para mi desgracia, a uno solo de ellos.

Siempre había algo de color, algo impresionista, pero también infantil, en las alusiones de Ada a sus asuntos carnales, algo que recordaba la pintura engañosa, o los pequeños laberintos de cristal con bolitas dentro, o el tiro de pichón de Ardis —¿te acuerdas?—, que lanzaba pichones de arcilla, o pinas, como en un tiro al plato, o al cockamarooinglés (el biksruso), que se jugaba con una pequeña coleta en el tapete verde de una mesa oblonga con agujeros y aros, campanillas y clavijas, entre los cuales zigzagueaba la bolita de marfil, del tamaño de una pelota de ping-pong, con sonoros choques.

Los tropos son los sueños del lenguaje. Por el laberinto de boj y los arcos de billar de Ardis, Van entró en el sueño. Cuando volvió a abrir los ojos eran las nueve de la mañana. Ella estaba acostada en media luna, separada de él, sin nada más allá del paréntesis abierto, cuyo contenido no estaba aún preparado para dejarse encerrar, y la bella, la adorable, la traidora cabellera de bronce azul noche olía a Ardis, y también al « Oh-de-grâce» de Lucette.

¿Le había ella telegrafiado? ¿Anulado? ¿Diferido? La señora Viñodo, no... Vingolfer, no... Vinelander —primer Russki en gustar la uva labrusca.

Mne snitsa saPERnik CHCHASTLEEVOI!(Mihail Ivanovich describiendo semicírculos en la arena con el extremo de su bastón, sentado en el banco, con la espalda encorvada, bajo los racimos cremosos.)

—¡Sueño con un rival afortunado!

Mientras tanto, para mí, el Doctor Resaca y su más potente comprimido de Kafeína.

A los veinte años Ada era muy dormilona. Desde el comienzo de su vida en común, Van se duchaba todas las mañanas antes de que ella abriese los ojos, y después, todavía afeitándose, llamaba a Valerio, el cual hacía pasar la mesita portátil, debidamente puesta con anterioridad, del ascensor al salón contiguo al dormitorio. Pero aquel domingo, al ignorar lo que Lucette desearía tomar (recordaba su antigua pasión por el cacao) y sintiendo la urgencia de tener nuevos tratos con Ada antes de empezar el día, aunque para ello hubiese de perturbar la tibieza de su sueño, Van activó sus abluciones, se secó con energía, se empolvó la ingle y, sin tomarse el trabajo de ponerse nada encima, regresó al dormitorio, con la moral bien alta, para encontrarse allí con una Lucette enfurruñada y con los cabellos en desorden, todavía con su camisón verde sauce, sentada al otro lado del lecho concubital, mientras Ada, con los senos hinchados y ya adornada, por razones rituales y fatídicas, con la rivière de diamantsque Van le regalara, se fumaba el primer cigarrillo del día e intentaba que su hermanita decidiera si le agradaría probar el hojaldre de Mónacocon zumo de Potomac o el incomparable bacon ámbar y rubí del mismo establecimiento. Al ver a Van, que, sin dar muestras del menor desfallecimiento en su imponente puesta a punto, se disponía a colocar una legítima rodilla en el borde más próximo dé la enorme cama (Rosa del Mississippi había llevado una vez allí, con fines de educación visual progresiva, a sus dos hermanitas color café con leche, acompañadas por una muñeca, casi tan grande como ellas, pero blanca), Lucette se encogió de hombros. Y ya se disponía a marcharse cuando Ada la retuvo con una mano ávida.

—Vuelve a la cama, pequeña. Y tú, Dios de los Jardines, llama al servicio: tres cafés, media docena de huevos pasados por agua, montañas de tostadas con mantequilla...

—¡Ah, no! —interrumpió Van—. Dos cafés, cuatro huevos, etc. Me niego a permitir que el personal se entere de que tengo a dos chicas en mi cama. Una (y Flora es testigo) es suficiente para mis pequeñas necesidades.

—¡Sus pequeñas necesidades! —gruñó Lucette—. Déjame que me vaya, Ada: yo necesito un baño y él te necesita a ti.

—No te moverás de aquí —exclamó audazmente Ada; y de un gracioso manotazo despojó de su camisón a su hermana. Instintivamente, ésta bajó la cabeza y encorvó la espalda; luego se dejó caer sobre la mitad exterior de la almohada de Ada, paralizada como una mártir pudibunda, desplegando el brillo anaranjado de sus bucles contra el terciopelo negro que almohadillaba la cabecera de la cama.

—¡Abre los brazos, tonta! —ordenó Ada, rechazando vivamente con el pie la sábana que cubría en parte las seis piernas. Al mismo tiempo, y sin volver la cabeza, apartó de un talonazo al sinuoso que la atacaba por la espalda, mientras que su otra mano ejecutaba pases mágicos sobre los senos menudos pero bien hechos, espejeantes de sudor, y sobre el vientre plano y palpitante de una ninfa de las arenas, y más abajo, hasta el pájaro de fuego que Van había descubierto un día, y que ahora, provisto de todas sus plumas, no era menos fascinante, a su manera, que el cuervo azul de la favorita. ¡Hechicera! ¡Acrasia!

Lo que ahora se ofrece a nuestros ojos no corresponde tanto a una situación casanoviana (este jinete de doble montura tenía un pincel decididamente monocromático, en la línea de las Memoriasde la época, poco colorista) como a un cuadro mucho más antiguo de la escuela veneciana (en sentido amplio), reproducido (en las «Obras Maestras Prohibidas») con suficiente habilidad para rivalizar con el examen minucioso de un buriel observado a vista de pájaro.

Consideremos la imagen que nos habría reexpedido el espejo celeste ingenuamente imaginado por Eric en sus sueños de libertinaje (en realidad, este lugar cenital está hundido en una sombra opaca, porque las cortinas están todavía echadas e impiden la entrada de la luz gris de la mañana). Descubrimos la gran isla del lecho iluminado a nuestra izquierda (la derecha de Lucette) por una lámpara que arde con una incandescencia murmurante en la mesilla situada al oeste de la cama. La sábana de arriba y la colcha yacen en desorden al sur de la isla, no protegido por ningún dique y desde el cual el ojo que acaba de ganar la orilla sube hacia el norte para explorar el lugar. Encuentra en primer plano las piernas, abiertas a la fuerza, de la más joven de las Veen. Una nota de rocío en el muslo rojizo va a encontrar pronto una respuesta estilística en la lágrima agua-marina que cae en el ardiente pómulo. Una nueva excursión, desde el puerto hacia el interior, nos hace descubrir el muslo izquierdo, largo y blanco, de la joven que está en el centro. Visitamos los tenderetes de recuerdos: las garras lacadas en rojo de Ada, que conducen de este a oeste, de la penumbra al rojo brillante, la mano de un hombre discretamente renuente y perdonablemente vencido al final, y los fuegos de su collar de diamantes que, para los efectos, no es mucho más valioso que las aguamarinas que se ven brillar al otro lado (oeste) de la calle Novelty Novel. El desnudo masculino de la cicatriz, que ocupa la costa oriental de la isla, está medio en sombras, y es, en conjunto, menos interesante, aunque su grado de excitación supera en mucho lo que es bueno para él y para cierto tipo de turistas. La pared recientemente reempapelada que se encuentra inmediatamente al oeste de la lámpara de doroceno (la cual, et pour cause, murmura ahora con más fuerza que hace un momento), está ornamentada, en honor de la bella del centro, con madreselvas peruanas visitadas (no sólo a causa del aroma de su néctar, mucho me lo temo, sino también de los bichitos ocultos entre las hojas) por maravillosos colibríes del género Loddigesia; sobre la mesa de noche de aquel lado se ve una vulgar caja de cerillas, una karavanchikde cigarrillos, un cenicero del Mónaco, un ejemplar del pobre cuento de miedo de Voltemand, y una orquídea, Oncidium luridon, en un jarroncito de amatista. La mesilla del lado opuesto soporta una lámpara idéntica, de gran potencia, pero apagada; un dorófono, una caja de Wipex, una lupa, el álbum de Ardis y una separata de un ensayo del doctor Anbury (gracioso seudónimo del joven Rattner) De la música suave considerada como causa de los tumores cerebrales. Los sonidos tienen colores; los colores, perfumes. La llama del ámbar de Lucette atraviesa la noche del olor y del ardor de Ada, y se detiene en el umbral del macho cabrío de lavanda de Van. Diez largos dedos ansiosos, perversos, amantes, pertenecientes a dos jóvenes demonios, acarician a su compañerita, que ha quedado reducida a su merced. Con su larga cabellera negra, Ada roza accidentalmente la bibelot local que tiene en su mano izquierda, tan orgullosa de su adquisición que no puede por menos de comprobar su funcionamiento. Sin firmar y sin recuadrar.

La información nos parece casi completa (porque la bagatela mágica no tardó en licuarse y Lucette recogió el camisón y huyó corriendo a su cuarto). No era más que una de esas tiendas en las que los dedos del joyero tienen una dulce manera de resaltar el carácter precioso de una joya mediante un movimiento que recuerda el modo en que se frotan una con otra las alas posteriores de una licénida posada, o el deslizamiento ingrávido del pulgar de un prestidigitador sobre la moneda que disuelve; pero es en esa clase de tiendas donde el cuadro anónimo atribuido a Grillo o a Obieto, caprichosamente o con propósito deliberado, Obero Unterart, se deja descubrir por el artista fisgón.

—¡Es terriblemente nerviosa, pobre chica! —dijo Ada, extendiendo el brazo por encima de Van hacia la caja de Wipex—. Ahora puedes hacer que suban el desayuno, a menos... ¡Oh, qué agradable espectáculo! Mis felicitaciones. Nunca he visto un hombre que se rehaga tan pronto.

—Ya me lo han dicho decenas de guayabos y centenares de putas más expertas que la futura señora Vinelander.

—Quizá yo no sea ya tan brillante como era —dijo tristemente Ada—, pero conozco a alguien que no es simplemente una puta, sino también una mofeta, y es Córdula Tabaco, alias Madame Perwitsky. Leo en el periódico de esta mañana que, en Francia, el noventa y nueve por ciento de los gatos mueren de cáncer. No sé cuál será la situación entre los sármatas, el país de los gatos malolientes.

Algún tiempo después, Van adoró [ ¡Sic!Editor] el hojaldre del Mónaco. Pero Lucette no reapareció y, cuando Ada, siempre adornada por sus diamantes (señal de que aún necesitaba al menos un caroVan y un Camel antes de darse el baño matutino), fue a mirar en la habitación de invitados, descubrió que la maleta blanca y las pieles azules habían desaparecido. Una nota garabateada con Máscara Verde de Arlen estaba sobre la almohada, sujeta por un alfiler.

Una noche más, y me vuelvo loca. Voy a Verma un par de semanas, a esquiar con otras pobres larvas peludas. La desdichada


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